Читать книгу: «Obras Completas de Platón», страница 10

Шрифт:

ALCIBÍADES. —¿Qué debía hacer, a juicio tuyo, cuando se me hacia alguna injusticia?

SÓCRATES. —¿Quieres decir, lo que debías hacer, ignorando o sabiendo que lo que te se hacía era una injusticia?

ALCIBÍADES. —Pero yo no lo ignoraba; antes bien, reconocía perfectamente que se me hacia una injusticia.

SÓCRATES. —Ya ves por esto que, cuando no eras más que un niño, creías conocer ya lo justo y lo injusto.

ALCIBÍADES. —Creía conocerlo y lo conocía.

SÓCRATES. —¿En qué época fue el descubrimiento?, porque no fue cuando ya creías saberlo.

ALCIBÍADES. —No, sin duda.

SÓCRATES. —¿En qué tiempo creías tú ignorarlo? Míralo, echa cuentas; tengo mucho miedo de que no des con ese tiempo.

ALCIBÍADES. —En verdad, Sócrates, no puedo decírtelo.

SÓCRATES. —¿Por consiguiente, tú no has encontrado por ti mismo esta ciencia de lo justo y de lo injusto?

ALCIBÍADES. —Así parece.

SÓCRATES. —Pero confesaste antes que no la has aprendido de los demás; y si no la has encontrado por ti mismo ni la has aprendido de los demás, ¿cómo la sabes? ¿De dónde te ha venido?

ALCIBÍADES. —Pero quizá me engañé cuando te dije que no la había aprendido por mí mismo.

SÓCRATES. —Pues entonces, ¿cómo la has aprendido por ti mismo?

ALCIBÍADES. —Creo, que la he aprendido como los demás.

SÓCRATES. —¿Otra vez volvemos a empezar? ¿De quién la has aprendido? Habla.

ALCIBÍADES. —Del pueblo.

SÓCRATES. —Mal maestro me citas.

ALCIBÍADES. —Qué, ¿el pueblo no es capaz de enseñarla?

SÓCRATES. —¡Bien libre está!, si no es capaz de enseñar a juzgar bien sobre las jugadas de un tablero, ¿cómo ha de enseñar lo que es justo o injusto, que es mucho más difícil? ¿No lo crees tú como yo?

ALCIBÍADES. —Sí, sin duda.

SÓCRATES. —¿Y si no es capaz de enseñarte cosas de tan poca consecuencia, cómo te ha de enseñar las que son más importantes?

ALCIBÍADES. —Soy de tu dictamen; sin embargo, el pueblo es capaz de enseñar muchas cosas muy superiores a este juego.

SÓCRATES. —¿Cuáles?

ALCIBÍADES. —Nuestra lengua, por ejemplo, yo no la he aprendido de nadie sino del pueblo, sin que pueda nombrar ni un solo maestro; y esta enseñanza se la debo a él, a pesar de tenerlo tú por un mal maestro.

SÓCRATES. —¡Ah!, es cierto, querido mío, que el pueblo, en materia de lengua, es muy excelente maestro y tienes razón en referirte a él.

Este juego no era de damas ni de ajedrez, sino un juego científico, porque enseñaba el movimiento de los cielos, los eclipses, etc.

ALCIBÍADES. —¿Por qué?

SÓCRATES. —Porque en materia de lengua el pueblo tiene todo lo que deben tener los mejores maestros.

ALCIBÍADES. —¿Qué es lo que tiene?

SÓCRATES. —¿Los que quieren enseñar una cosa no deben saberla bien antes?

ALCIBÍADES. —¿Quién lo duda?

SÓCRATES. —¿Los que saben bien una cosa no deben estar de acuerdo entre sí sobre lo que saben, sin disputar jamás?

ALCIBÍADES. —Sí.

SÓCRATES. —¿Y si disputasen, creerías que estaban bien instruidos?

ALCIBÍADES. —De ninguna manera.

SÓCRATES. —¿Cómo, pues, serían capaces de enseñarlo?

ALCIBÍADES. —De ningún modo.

SÓCRATES. —Qué, ¿todo el pueblo no conviene sobre la significación de estas palabras: una piedra, un bastón? Interroga a todos los griegos; ellos te responderán la misma cosa, y cuando les pidan una piedra o un bastón, todos se dirigirán a estos objetos, y así de todo lo demás. Porque creo que esto es lo que tú quieres decir por saber la lengua.

ALCIBÍADES. —Sí.

SÓCRATES. —¿Y todos los griegos no convienen en esto, ciudadanos con ciudadanos, ciudades con ciudades?

ALCIBÍADES. —Ciertamente.

SÓCRATES. —¿Por consiguiente, para la lengua el pueblo sería muy buen maestro?

ALCIBÍADES. —Sin duda.

SÓCRATES. —¿Y así si quisiéramos que un hombre se hiciera muy entendido en la lengua, le pondríamos justamente en manos del pueblo?

ALCIBÍADES. —Justamente.

SÓCRATES. —Pero si en lugar de querer saber lo que significan las palabras hombre o caballo, quisiéramos saber si un caballo es bueno o malo, ¿el pueblo sería capaz de enseñárnoslo?

ALCIBÍADES. —No, ciertamente.

SÓCRATES. —Porque una prueba bien segura de que no lo sabe y de que no puede enseñarlo es que no está de acuerdo sobre este punto consigo mismo.

ALCIBÍADES. —Sin duda.

SÓCRATES. —Y si quisiéramos saber, no lo que quiere decir la palabra hombre, sino lo que es un hombre sano o enfermo, ¿el pueblo estaría en estado de decírnoslo?

ALCIBÍADES. —Menos aún.

SÓCRATES. —En todo lo que lo veas en desacuerdo consigo mismo, ¿no lo juzgarás muy mal maestro?

ALCIBÍADES. —Sin dificultad.

SÓCRATES. —¿Y crees tú que sobre lo justo y lo injusto y sobre sus propios negocios el pueblo esté más de acuerdo consigo mismo que en los demás?

ALCIBÍADES. —No, ¡por Zeus!, Sócrates.

SÓCRATES. —¿No crees tú que precisamente en esto es en lo que menos de acuerdo está el pueblo?

ALCIBÍADES. —Estoy persuadido de eso.

SÓCRATES. —¿Has oído ni leído jamás, que por sostener que una cosa está sana o enferma, hayan tomado los hombres las armas y se hayan degollado los unos a los otros?

ALCIBÍADES. —¡Qué locura!

SÓCRATES. —Pero confiesa que si no lo has visto, por lo menos has leído que eso ha sucedido por sostener que una cosa es justa o injusta; por ejemplo, en la Odisea y en la Ilíada de Homero.

ALCIBÍADES. —Sí, ciertamente.

SÓCRATES. —El fundamento de estos poemas ¿no es la diversidad de opiniones sobre la justicia y la injusticia?

ALCIBÍADES. —Sí, Sócrates.

SÓCRATES. —¿No es ésta diversidad la que causó tantos combates y tantas muertes entre los griegos y troyanos, la que ha hecho pasar por tantos peligros a Odiseo, y la que perdió a los amantes de Penélope?

ALCIBÍADES. —Dices verdad.

SÓCRATES. —¿No es ésta misma diversidad sobre lo justo y lo injusto la única causa que ha hecho perecer a tantos atenienses, lacedemonios y beocios en la jornada de Tanagra,[3] y después de esta en la batalla de Coronea,[4] donde recibió la muerte tu padre?

ALCIBÍADES. —¿Podrá nadie negarlo?

SÓCRATES. —¿Nos atreveremos a decir que el pueblo sabe bien una cosa sobre la que disputa con tanta animosidad, dejándose llevar de los más funestos arranques?

ALCIBÍADES. —No, sin duda.

SÓCRATES. —¡Ah!, ¡mira los maestros que nos citas; en el acto mismo reconoces su ignorancia!

ALCIBÍADES. —Lo confieso.

SÓCRATES. —¿Qué trazas hay de que tú sepas lo que es justo o injusto, cuando se te ve tan indeciso y tan fluctuante, y cuando ni lo has aprendido de los demás, ni lo has descubierto por ti mismo?

ALCIBÍADES. —Ninguna traza hay, según tú dices.

SÓCRATES. —¿Cómo, según tú dices? Hablas muy mal, Alcibíades.

ALCIBÍADES. —¿Cómo?

SÓCRATES. —¿Sostienes que soy yo el que dice eso?

ALCIBÍADES. —Y qué, ¿no eres tú el que dices que yo no sé nada de todo lo relativo a la justicia e injusticia?

SÓCRATES. —No, no soy yo ciertamente.

ALCIBÍADES. —¿Quién es entonces?, ¿soy yo?

SÓCRATES. —Sí, tú mismo.

ALCIBÍADES. —¿Cómo?

SÓCRATES. —He aquí cómo. Si yo te preguntase entre el uno y el dos, cuál es el mayor número, ¿no me responderías que el dos?

ALCIBÍADES. —Sí.

SÓCRATES. —Y si yo te preguntase, ¿en qué es más grande?

ALCIBÍADES. —En uno.

SÓCRATES. —¿Quién de nosotros dice que dos es más que uno?

ALCIBÍADES. —Yo.

SÓCRATES. —¿No soy yo el que pregunta y tú el que respondes?

ALCIBÍADES. —Sí.

SÓCRATES. —Y en este momento sobre lo justo y lo injusto, ¿no soy yo el que pregunta y tú el que respondes?

ALCIBÍADES. —Es cierto.

SÓCRATES. —Y si te preguntase cuáles son las letras que componen el nombre de Sócrates y las dijeses una por una, ¿quién de los dos las diría?

ALCIBÍADES. —Yo.

SÓCRATES. —¡Y bien…!, en una palabra, en una conversación de preguntas y respuestas, ¿quién afirma una cosa?, ¿el que pregunta o el que responde?

ALCIBÍADES. —Me parece, Sócrates, que el que responde.

SÓCRATES. —¿Y hasta ahora no soy yo el que ha preguntado?

ALCIBÍADES. —Sí.

SÓCRATES. —¿Y no eres tú el que me ha respondido?

ALCIBÍADES. —Ciertamente.

SÓCRATES. —¿Quién de los dos ha sido, tú o yo, el que ha afirmado todo lo que hemos dicho?

ALCIBÍADES. —Tengo que convenir en que yo.

SÓCRATES. —¿No se ha dicho que el precioso Alcibíades, hijo de Clinias, sin saber qué es lo justo y lo injusto, creyendo sin embargo saberlo, se presenta en la Asamblea de los atenienses para darles consejos sobre cosas que él mismo ignora? ¿No es esto?

ALCIBÍADES. —Eso mismo es.

SÓCRATES. —Se te puede aplicar, Alcibíades, este dicho de Eurípides: tú eres el que la ha nombrado,[5] porque no soy yo el que lo he dicho, sino tú; y no tienes motivo para achacármelo.

ALCIBÍADES. —Me parece que tienes razón.

SÓCRATES. —Créeme, Alcibíades; es una empresa insensata querer ir a enseñar a los atenienses lo que tú no sabes, lo que no has querido saber.

ALCIBÍADES. —Me imagino, Sócrates, que los atenienses y todos los demás griegos raras veces examinan en sus asambleas lo que es más justo o más injusto, porque están persuadidos de que es un punto demasiado claro. Así es que, sin detenerse en esta indagación, marchan derechos a lo que es más útil; y lo útil y lo justo son muy diferentes, puesto que siempre hubo gentes que se han encontrado muy bien cometiendo grandes injusticias, y otros que por haber sido justos han librado muy mal.

SÓCRATES. —Qué, si lo útil y lo justo son muy diferentes, según dices, ¿piensas conocer lo que es útil a los hombres y por qué les es útil?

ALCIBÍADES. —¿Quién lo impide, Sócrates, a no ser que exijas de mí que diga de quién lo he aprendido, o si lo he descubierto por mí mismo?

SÓCRATES. —¿Qué es lo que haces, Alcibíades? Supuesto que hablas así, puede ser, y de hecho lo es, fácil refutarte con las mismas razones que ya he expuesto; tú quieres nuevas pruebas y nuevas demostraciones, y tratas las primeras como trajes viejos que salen a la escena y que tú no quieres vestir, porque deseas cosa nueva. Yo, sin seguirte en tus extravíos, te preguntaré, como ya lo hice, dónde has aprendido lo que es útil y quién ha sido tu maestro; en una palabra, te pregunto de una vez todo lo que te pregunté antes. Es bien seguro que me darás la misma respuesta, y que no podrás probarme, ni que has aprendido de otros lo que es útil, ni que lo has encontrado por ti mismo. Pero como eres muy delicado, y no gustas oír dos veces la misma cosa, quiero abandonar esta cuestión: si sabes o no sabes lo que es útil a los atenienses. Pero si lo justo y lo útil son una misma cosa, o si son muy diferentes, como tú dices, ¿por qué no me lo has probado? Pruébamelo, sea interrogándome, como yo te he interrogado, sea en forma de discurso, haciendo patente la cosa.

ALCIBÍADES. —Pero no sé, Sócrates, si seré capaz de hablar delante de ti.

SÓCRATES. —Mi querido Alcibíades; supón que soy yo la Asamblea, que soy yo el pueblo; cuando concurres allí, ¿no es preciso que persuadas a cada particular?

ALCIBÍADES. —Así es.

SÓCRATES. —Y cuando se sabe bien una cosa, ¿no es igual demostrarla a uno por uno, o a muchos a la vez, como un maestro de lira enseña a uno o a muchos discípulos?

ALCIBÍADES. —Eso es cierto.

SÓCRATES. —Y el mismo maestro, ¿no es capaz de enseñar la aritmética a uno o a muchos?

ALCIBÍADES. —Sí.

SÓCRATES. —Y este hombre ¿no debe saber aritmética?

ALCIBÍADES. —Ciertamente.

SÓCRATES. —Por consiguiente, lo que puedas enseñar a muchos lo puedes enseñar a uno solo.

ALCIBÍADES. —Sin duda.

SÓCRATES. —¿Pero qué es lo que puedes enseñar? ¿No es lo que sabes?

ALCIBÍADES. —Ciertamente.

SÓCRATES. —¿Qué otra diferencia hay entre un orador, que habla a todo un pueblo, y un hombre que habla con su amigo en conversación particular, sino que el primero tiene que convencer a muchos, y el segundo a uno solo?

ALCIBÍADES. —Así parece.

SÓCRATES. —Veamos. Puesto que el que es capaz de probar a muchos lo que sabe, es con más razón capaz de probarlo a uno solo, despliega para conmigo toda tu elocuencia, y trata de demostrarme, que lo que es justo no siempre es útil.

ALCIBÍADES. —Eres bien exigente, Sócrates.

SÓCRATES. —Tan exigente que voy a probarte en el acto lo contrario de lo que tú rehúsas probar.

ALCIBÍADES. —Vamos, habla.

SÓCRATES. —Sólo quiero que me respondas.

ALCIBÍADES. —¡Ah! Nada de preguntas, te lo suplico; habla tú solo.

SÓCRATES. —Qué, ¿es que no quieres que se te convenza?

ALCIBÍADES. —Yo no pido tanto.

SÓCRATES. —Cuando tú mismo me concedas que lo que yo siento es verdadero, ¿no te darás por convencido?

ALCIBÍADES. —Así me parece.

SÓCRATES. —Respóndeme, pues, y si no aprendes por ti mismo que lo justo es siempre útil, no lo creas jamás bajo la fe de ningún otro.

ALCIBÍADES. —En buena hora; estoy dispuesto a responderte, porque pienso que en ello ningún mal me resultará.

SÓCRATES. —Eres profeta, Alcibíades; pero dime, ¿crees tú que haya cosas justas que sean útiles, y otras que no lo sean?

ALCIBÍADES. —Ciertamente, lo creo.

SÓCRATES. —¿Crees igualmente, que las unas sean honestas y las otras todo lo contrario?

ALCIBÍADES. —Sea como tú dices, si gustas.

SÓCRATES. —Pregunto: ¿un hombre que hace una acción inhonesta, hace una acción justa?

ALCIBÍADES. —Estoy muy lejos de creerlo.

SÓCRATES. —¿Crees que todo lo que es justo es honesto?

ALCIBÍADES. —Estoy persuadido de ello.

SÓCRATES. —¿Pero todo lo que es honesto es bueno? ¿O crees que hay cosas honestas que son malas?

ALCIBÍADES. —Yo creo, Sócrates, que hay ciertas cosas honestas que son malas.

SÓCRATES. —¿Y, por consiguiente, que las hay inhonestas que son, buenas?

ALCIBÍADES. —Sí.

SÓCRATES. —Observa si te he entendido bien. En los combates ha sucedido muchas veces que un hombre, queriendo socorrer a su amigo o pariente, ha recibido muchas heridas o ha sido muerto, y que otro, abandonando a su pariente o amigo, ha salvado la vida. ¿No es esto lo que tú quieres decir?

ALCIBÍADES. —Eso mismo.

SÓCRATES. —El socorro que un hombre da a su amigo es una cosa honesta en cuanto se trata de salvar al que está obligado a socorrer; ¿y no es esto lo que se llama valor?

SÓCRATES. —¿Y este mismo socorro es una cosa mala, en cuanto el que lo ejecuta se expone a ser herido y a morir?

ALCIBÍADES. —Sí, sin duda.

SÓCRATES. —¿Pero el valor no es una cosa y la muerte otra?

ALCIBÍADES. —Ciertamente.

SÓCRATES. —¿Entonces este socorro que se da a su amigo no es al mismo tiempo y por el mismo concepto una cosa honesta y una cosa mala?

ALCIBÍADES. —Así me lo parece.

SÓCRATES. —Pero mira si lo que hace esta acción honesta no es igualmente lo que la hace buena; porque tú has reconocido que, con respecto al valor, esta acción es bella. Examinemos, pues, ahora si el valor es un bien o un mal, y he aquí el medio de hacer bien este examen. ¿Te deseas a ti mismo bienes o males?

ALCIBÍADES. —Bienes sin duda.

SÓCRATES. —¿Sobre todo, los mayores bienes de que no querrías verte privado?

ALCIBÍADES. —Sí, los mayores.

SÓCRATES. —¿Qué piensas tú del valor? ¿A qué precio consentirías verte privado de él?

ALCIBÍADES. —Al precio de la vida, si era cosa de vivir con nota de cobarde.

SÓCRATES. —¿La cobardía se parece al más grande de todos los males?

ALCIBÍADES. —Sí.

SÓCRATES. —¿Igual a la muerte misma?

ALCIBÍADES. —Sí, a la muerte.

SÓCRATES. —¿La vida y el valor no son los contrarios de la muerte y de la cobardía?

ALCIBÍADES. —Quién lo duda.

SÓCRATES. —¿Desechas los unos y deseas los otros?

ALCIBÍADES. —Sí, ciertamente.

SÓCRATES. —¿No es porque encuentras los unos muy buenos y los otros muy malos?

ALCIBÍADES. —Sin dificultad.

SÓCRATES. —¿Has reconocido tú mismo, que socorrer al amigo en los combates es una cosa honesta, considerándola con relación al bien, que es el valor?

ALCIBÍADES. —Lo he reconocido.

SÓCRATES. —¿Y que es una cosa mala con relación al mal, es decir, a la muerte?

ALCIBÍADES. —Lo confieso.

SÓCRATES. —Se sigue de aquí, que se debe llamar cada acción según lo que ella produce; si la llamas buena cuando se convierte en bien, es preciso también llamarla mala cuando se convierte en mal.

ALCIBÍADES. —Así me parece.

SÓCRATES. —Una bella acción, ¿no es honesta en cuanto es buena, e inhonesta en cuanto es mala?

ALCIBÍADES. —Sin contradicción.

SÓCRATES. —Desde el momento en que dices, que socorrer a un amigo en los combates es una acción honesta y al mismo tiempo una acción mala, es como si dijeras que es mala y que es buena.

ALCIBÍADES. —Me parece que dices verdad.

SÓCRATES. —No hay nada honesto que sea malo, en tanto que honesto, ni nada de inhonesto que sea bueno, en tanto que inhonesto.

ALCIBÍADES. —Así me parece.

SÓCRATES. —Busquemos otra prueba de esta verdad. ¿Todos los que hacen bellas acciones no obran bien?

ALCIBÍADES. —Muy bien.

SÓCRATES. —Y obrar bien ¿no es ser dichoso?

ALCIBÍADES. —Sí.

SÓCRATES. —¿No es dichoso por la posesión del bien?

ALCIBÍADES. —Ciertamente.

SÓCRATES. —¿Y este bien no se adquiere por obrar bien?

ALCIBÍADES. —¿Quién lo duda?

SÓCRATES. —¿Luego son dichosos los que obran bien?

ALCIBÍADES. —Sí, ciertamente.

SÓCRATES. —¿Luego hay razón para decir, que obrar bien y ser dichoso es todo uno?

ALCIBÍADES. —Sí.

SÓCRATES. —Las bellas acciones ¿son siempre buenas?

ALCIBÍADES. —¿Quién puede negarlo?

SÓCRATES. —Lo que es honesto y lo que es bueno ¿nos parecen la misma cosa?

ALCIBÍADES. —Es indudable.

SÓCRATES. —Por consiguiente ¿todo lo que encontremos honesto debemos encontrarlo bueno?

ALCIBÍADES. —Es de una necesidad absoluta.

SÓCRATES. —Y ahora, lo que es bueno, ¿es útil o no lo es?

ALCIBÍADES. —Muy útil.

SÓCRATES. —¿Te acuerdas de lo que hemos dicho, hablando de la justicia, y en lo que estamos de acuerdo?

ALCIBÍADES. —Estamos de acuerdo, me parece, en que las acciones justas son necesariamente honestas.

SÓCRATES. —Y lo que es honesto ¿es bueno?

ALCIBÍADES. —Sí.

SÓCRATES. —Por consiguiente, Alcibíades, todo lo que es justo es útil.

ALCIBÍADES. —Así parece.

SÓCRATES. —Ten bien presente, que eres tú mismo el que asegura todas estas verdades, porque yo no hago más que interrogar.

ALCIBÍADES. —En eso estoy.

SÓCRATES. —Si alguno, creyendo conocer bien la naturaleza de la justicia, entrase en la Asamblea de los atenienses o de los peparetienses,[6] y les dijese que sabía que las acciones justas son algunas veces malas, ¿no te burlarías de él, tú que acabas de reconocer que la justicia y la utilidad son la misma cosa?

ALCIBÍADES. —Te juro, Sócrates, por todos los dioses, que yo no sé lo que digo, y francamente, temo que he perdido la razón, porque estas cosas me parecen tan pronto de una manera, tan pronto de otra, según tú me preguntas.

SÓCRATES. —¿Ignoras, querido mío, la causa de este desorden?

ALCIBÍADES. —La ignoro completamente.

SÓCRATES. —¿Y si alguno te preguntase, si tienes dos o tres ojos, dos o cuatro manos, responderías tú tan pronto de una manera, tan pronto de otra? ¿No responderías siempre de una misma manera?

ALCIBÍADES. —Comienzo a desconfiar mucho de mí mismo; creo, sin embargo, que respondería siempre de igual modo.

SÓCRATES. —¿Y por qué? Porque sabes bien que no tienes más que dos ojos y dos manos; ¿no es así?

ALCIBÍADES. —Lo creo.

SÓCRATES. —Puesto que respondes tan diferentemente, a pesar tuyo, sobre la misma cosa, es una prueba infalible de que tú la ignoras.

ALCIBÍADES. —Así parece.

SÓCRATES. —Si convienes en que fluctúas en tus respuestas sobre lo justo y lo injusto, sobre lo honesto y lo inhonesto, sobre lo bueno y lo malo, sobre lo útil y su contrario, ¿no es evidente que esta incertidumbre procede de tu ignorancia?

ALCIBÍADES. —Eso me parece evidente.

SÓCRATES. —Es máxima segura que el espíritu siempre está fluctuante e incierto sobre lo que ignora.

ALCIBÍADES. —No puede ser de otra manera.

SÓCRATES. —Pero, dime, ¿sabes cómo podrías subir al cielo?

ALCIBÍADES. —No, ¡por Zeus!, te lo juro.

SÓCRATES. —¿Y tu espíritu está fluctuante sobre esto?

ALCIBÍADES. —Nada de eso.

SÓCRATES. —¿Sabes la razón, o quieres que te la diga?

ALCIBÍADES. —Dila.

SÓCRATES. —Es, querido mío, que al no saber el medio de subir al cielo, no crees saberlo.

ALCIBÍADES. —¿Qué dices?

SÓCRATES. —Examinemos este punto. Cuando ignoras una cosa y sabes que la ignoras, ¿estás incierto y fluctuante sobre esta misma cosa? Por ejemplo, ¿no sabes que ignoras el arte de preparar las viandas?

ALCIBÍADES. —Sí.

SÓCRATES. —¿Te complaces en razonar sobre la manera de prepararlas, y hablas de ellas tan pronto de una manera, tan pronto de otra? ¿No dejas obrar al cocinero, que es a quien corresponde?

ALCIBÍADES. —Dices verdad.

SÓCRATES. —Y si estuvieses a bordo de un buque, ¿te mezclarías en dar tu dictamen sobre el movimiento del timón, si había de ser a la izquierda o a la derecha? Ignorando el arte de navegar, ¿dirías tan pronto una cosa, tan pronto otra, o dejarías más bien gobernar al piloto?

ALCIBÍADES. —Sin duda le dejaría gobernar.

SÓCRATES. —Luego tú jamás estás fluctuante e indeciso sobre cosas que no sabes, con tal de que sepas que no las sabes.

ALCIBÍADES. —Así me parece.

SÓCRATES. —¿Comprendes bien que todas las faltas que se cometen, no proceden sino de esta especie de ignorancia, que hace que se crea saber lo que no se sabe?

ALCIBÍADES. —¿Qué dices?

SÓCRATES. —Digo que lo que nos arrastra a emprender una cosa es la creencia en que estamos de que sabemos llevarla a cabo.

ALCIBÍADES. —Ya entiendo.

SÓCRATES. —Porque cuando estamos persuadidos de que no lo sabemos, se deja el negocio a otros.

ALCIBÍADES. —Eso sucede constantemente.

SÓCRATES. —Así es, que los que están en esta última clase de ignorancia, jamás faltan; porque dejan a los demás el cuidado de las cosas que ellos no saben.

ALCIBÍADES. —¡Estoy conforme!

SÓCRATES. —¿Quiénes son, pues, los que cometen faltas? ¿No son los que saben las cosas?

ALCIBÍADES. —No, ciertamente.

SÓCRATES. —Puesto que no son ni los que saben las cosas, ni los que las ignoran, sabiendo que las ignoran, se sigue de aquí necesariamente, que son aquellos, que, sin saberlas, creen sin embargo saberlas; ¿hay otros?

ALCIBÍADES. —No, no hay más que estos.

SÓCRATES. —He aquí la más vergonzosa ignorancia; he aquí la que es causa de todos los males.

ALCIBÍADES. —Eso es cierto.

SÓCRATES. —Y cuando esta ignorancia recae sobre cosas de grandísima trascendencia, ¿no es entonces vergonzosa y terrible en sus efectos?

ALCIBÍADES. —¿Puede negarse eso?

SÓCRATES. —¿Puedes citarme cosa alguna que sea de mayor trascendencia que lo justo, lo honesto, lo bueno, lo útil?

ALCIBÍADES. —No, ciertamente.

SÓCRATES. —¿Y no es sobre estas mismas cosas, sobre las que tú mismo dices que estás fluctuante e indeciso?

ALCIBÍADES. —Sí.

SÓCRATES. —¿Y esta incertidumbre no es una prueba, como ya lo hemos dicho, de que no solo ignoras las cosas más importantes, sino que, ignorándolas, crees saberlas?

ALCIBÍADES. —Me temo que sea así.

SÓCRATES. —¡Oh dios!, en qué estado tan miserable te hallas; no me atrevo a darle nombre. Sin embargo, puesto que estamos solos, es preciso decirlo. Mi querido Alcibíades, estás sumido en la peor ignorancia, como lo acreditan tus palabras, y como lo atestiguas contra ti mismo. He aquí, por qué te has arrojado, como cuerpo muerto, en la política, antes de recibir instrucción. Y tú no eres el único a quien sucede esta desgracia, porque es común a la mayor parte de los que se mezclan en los negocios de la república; un pequeño número exceptúo, y quizá solo a Pericles, tu tutor.

ALCIBÍADES. —También se dice, Sócrates, que no se ha hecho tan hábil por sí mismo, sino que ha vivido en estrecha relación con muchos hombres hábiles, como Pitóclides, Anaxágoras, y aun hoy día, en la edad en que ya está, pasa días enteros con Damón, para instruirse constantemente.

SÓCRATES. —¿Has conocido a alguno, que, sabiendo perfectamente una cosa, no pueda enseñarla a otro? Tu maestro de lira te ha enseñado lo que sabía y lo ha enseñado a todos los que ha querido.

ALCIBÍADES. —Sí.

SÓCRATES. —¿Y tú, que lo has aprendido de él, no podías enseñarlo a otro?

ALCIBÍADES. —Sí.

SÓCRATES. —¿No sucede lo mismo con un maestro de música y un maestro de gimnasia?

ALCIBÍADES. —Ciertamente.

SÓCRATES. —Porque la mejor prueba de que se sabe bien una cosa, es el estar en posición de enseñarla a otros.

ALCIBÍADES. —Así es verdad.

SÓCRATES. —¿Pero puedes nombrarme alguno a quien Pericles haya hecho hábil? Comencemos por sus propios hijos.

ALCIBÍADES. —Pero, Sócrates, ¡si los hijos de Pericles son estólidos!

SÓCRATES. —¿Y Clinias tu hermano?

ALCIBÍADES. —Eso es hablarme de un loco.

SÓCRATES. —Si Clinias es loco, y los hijos de Pericles mentecatos, ¿de dónde nace que Pericles se ha desentendido de material tan precioso como el tuyo?

ALCIBÍADES. —Tengo yo la culpa, por no haberme aplicado a nada de lo que él me ha dicho.

SÓCRATES. —Pero entre todos los atenienses y entre los extranjeros, libres o esclavos, ¿puedes nombrarme alguno a quien el trato con Pericles haya hecho más hábil, como puedo yo nombrarte un Pitodoro, hijo de Isóloco, y un Calias, hijo de Calíades, que se han hecho muy hábiles, a costa de cien minas, en la escuela de Zenón?[7]

ALCIBÍADES. —No puedo nombrarte ni uno solo.

SÓCRATES. —Enhorabuena; ¿pero qué pretendes hacer de ti, Alcibíades? ¿Quieres seguir como te encuentras, o, en fin, quieres mirar por ti?

ALCIBÍADES. —Tratemos este asunto entre los dos, Sócrates. Comprendo todo lo que dices, y estoy conforme con ello; sí, todos los que se mezclan en los negocios de la república no son más que ignorantes, si se exceptúa un corto número.

SÓCRATES. —¿Y después?

ALCIBÍADES. —Si fueren personas instruidas, sería preciso que el que pretende igualarse con ellos o sobrepujarlos, trabajase y se ejercitase, y que después entrase en lid con atletas de reputación; pero, puesto que no dejan de mezclarse en el gobierno sin saber nada, ¿qué necesidad hay de tomarse el trabajo de prepararse y ejercitarse? Yo estoy bien seguro de que con el solo socorro de la naturaleza sobrepujaré a todos.

SÓCRATES. —¡Ah!, mi querido Alcibíades, ¿qué es lo que acabas de decirme? ¡Tu manifestación es indigna del noble continente y demás ventajas que posees!

ALCIBÍADES. —¿Cómo? Sócrates, explícate.

SÓCRATES. —¡Ah!, estoy inconsolable por ti y por mí, si…

ALCIBÍADES. —¿Qué significa ese si…?

SÓCRATES. —Si crees no tener que combatir y superar más que a gentes de esa calaña.

ALCIBÍADES. —¿A quién quieres entonces que trate de superar?

SÓCRATES. —Aún eso me sorprende más; ¿es ésa la pregunta que debe hacer un hombre que cree tener un corazón grande?

ALCIBÍADES. —¿Qué quiere decir eso? ¿No son éstos los únicos que puedo temer?

SÓCRATES. —Si tuvieses que conducir un buque de guerra que debiese pronto combatir, ¿te bastaría ser más hábil para la maniobra que todos los que compusiesen la tripulación? ¿No te propondrías más bien superar a los mejores pilotos de los enemigos, en lugar de medirte, como haces ahora, con los tuyos, por encima de los cuales debes sobresalir tanto, que no solo crean que no pueden disputarte el puesto, sino que reconociéndose inferiores no piensen más que en combatir con los enemigos bajo tus órdenes? He aquí los sentimientos que deben animarte, si tienes intenciones de hacer alguna cosa grande, digna de ti y de la patria.

ALCIBÍADES. —¡Ah!, ése es mi ídolo.

SÓCRATES. —¡Vaya una ambición digna de Alcibíades, limitarse a ser el más bravo de nuestros soldados! ¿No deberás tener más bien en cuenta a los generales enemigos para superarlos, y por este medio ejercitarte y compararte sin cesar a ellos?

ALCIBÍADES. —¿Quiénes son esos grandes generales, Sócrates?

SÓCRATES. —¿No sabes que nuestra república está casi siempre en guerra con los lacedemonios o con el gran rey? Si piensas ponerte a la cabeza de los atenienses, es preciso que te prepares para combatir a los reyes de Lacedemonia y al rey de Persia.

ALCIBÍADES. —Quizá digas verdad.

SÓCRATES. —¡Oh!, no, no, mi querido Alcibíades; no debes pensar sino en superar a un Midias, tan entendido en la cría de codornices, y a otros de este jaez, que se inmiscuyen en la gobernación de la república, descubriendo aún, como dirían ciertas mujerzuelas, la larga cabellera de esclavos[8] que llevan en su alma, y que con su lenguaje bárbaro, lejos de gobernarla, han llegado a corromper la ciudad por medio de sus cobardes adulaciones. He aquí las gentes que debes proponernos por modelos, sin pensar en ti mismo, sin pensar en instruirte; y de esta manera irás y sostendrás los combates que te esperan, sin haberte ejercitado jamás, sin haber hecho ningún preparativo; y en tal estado te pondrás a la cabeza de los atenienses.

ALCIBÍADES. —Todo lo que me dices, Sócrates, lo tengo por verdadero; sin embargo, me imagino que los generales de Lacedemonia y el rey de Persia son como los demás.

SÓCRATES. —¡Ah, mi querido Alcibíades!, fíjate un poco, te lo suplico, en esa opinión.

ALCIBÍADES. —¿Cómo?

SÓCRATES. —Primeramente, ¿cuál de estas dos cosas te daría más cuidado: formarte de estos hombres una idea que te los haga temibles, o tomarlos por hombres de quienes nada tienes que temer?

ALCIBÍADES. —Sin dudar, prefiero formar una gran idea de ellos.

SÓCRATES. —¿Crees que será un mal para ti el tener cuidado de ti mismo?

ALCIBÍADES. —Por el contrario, estoy persuadido de que sería un gran bien.

SÓCRATES. —De esa manera la opinión que has formado de tus enemigos es ya un gran mal.

46,92 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
3355 стр. 10 иллюстраций
ISBN:
9782380373530
Переводчик:
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

С этой книгой читают