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Eddie Chapman fue despedido por sus jefes en 1945 sin recompensa económica alguna, como él reclamaba. Garbo emigró a Venezuela, abrió diversos negocios y murió en Caracas en 1988. Los dos se fueron al otro mundo sin que nadie conociera los servicios que habían prestado a la causa británica. Hoy se reconoce que su labor de engaño ahorró miles de vidas de soldados. No hay duda de que tenían un extraordinario talento para la duplicidad. Ambos fueron el perfecto ejemplo del triple agente, siempre obligado a un complicado equilibrio mental para no delatarse. En los dos casos, los alemanes estaban convencidos de que estaban infiltrados en las filas enemigas, mientras que en realidad trabajaban para los británicos, que les facilitaban información verdadera de escasa utilidad para engañarles en lo importante.

Puede incluso que en algunos momentos estos triples agentes dudaran de a quién servían en realidad, lo mismo que seguramente le sucedió a Kim Philby, que, pese a sus palabras, sufría un conflicto de lealtades, ya que era hijo de un militar y sus mejores amigos trabajaban para el MI6. El alma de los espías está llena de secretos, por lo que habría que ser cautos a la hora de formular juicios morales sobre su conducta. Muchos de ellos han pasado a la historia como traidores, pero casos como el Penkovski o el de Philby inducen a pensar que la traición puede ser una forma de fidelidad a las convicciones.

Heterodoxos y románticos


Los orígenes

El alma del espía

Espiar es un hábito —o una necesidad— tan viejo como la humanidad. Disponer de información de lo que piensa tu vecino o tu adversario es una gran ventaja en términos de pura supervivencia. Por eso, ya los persas disponían de espías en Grecia y los romanos se gastaron cuantiosas sumas en sobornar a los aliados de Yugurta para localizar al huidizo caudillo numidio, finalmente traicionado y llevado a la capital del Imperio para ser ejecutado.

Este libro se centra en los espías modernos. Primero, porque existen documentación y testimonios que hacen posible seguir su trayectoria. Segundo, por acotar el tema, que es inmenso, inacabable. Por tanto, la primera figura que aparece en este volumen es la de Mata Hari, fusilada en el castillo de Vincennes en 1917 por pasar secretos al alto mando alemán.

Mata Hari es una especie de mito fundacional del espionaje, una leyenda que ha inspirado novelas y películas, pero lo cierto es que más bien fue una víctima, un útil chivo expiatorio para distraer a una sociedad frustrada por una guerra interminable que devastó el país y que costó la vida a la flor y nata de la juventud francesa.

Mata Hari era holandesa de nacionalidad y no tenía ninguna idea política. Era una cortesana que se metió, por dinero o por pura frivolidad, en un peligroso juego que se le escapó de las manos. Por el contrario, Sidney Reilly sí hizo su trabajo por convicciones ideológicas. Era un aventurero, pero también un ferviente anticomunista. No dudó en correr grandes riegos que provocaron su detención y su ejecución en 1925.

Visto con la perspectiva del tiempo, Reilly era un héroe romántico que utilizaba sus habilidades para el engaño. Tres décadas después, es difícil ver algún romanticismo en espías como Kim Philby, que antepuso su fidelidad ideológica al comunismo a los intereses de su patria. Su traición sigue siendo hoy un enigma.

Muchos más claros están los motivos de Jesús Monzón, un comunista navarro que se había refugiado en Francia tras la derrota republicana. A pesar de sus diferencias con la cúpula del partido y su milagrosa supervivencia en la clandestinidad durante la ocupación nazi, Monzón reclutó miles de exiliados republicanos para invadir la España de Franco en 1945. Era una loca aventura destinada al fracaso.

Las vidas de los personajes que aparecen en este primer capítulo son heterogéneas, no hay una unidad temática ni temporal, pero en cierta forma representan una forma de entender el espionaje como una manera de vivir, con un toque romántico y extravagante.

Esto lo representa muy bien Karin Lannby, la actriz y periodista sueca que vino a España en los años treinta por su admiración por García Lorca. Se listó como espía en las filas republicanas hasta que fue expulsada. Lannby sería después una de las muchas mujeres en la vida de Ingmar Berman, el director sueco, quien se inspiró en ella para hacer Silencio.

Pero también se puede ser espía por accidente o por necesidades vinculadas a la pura supervivencia. Es el caso de Juan Martínez, un bailarín burgalés que estaba actuando con gran éxito en Rusia cuando estalló la Revolución bolchevique en 1917. Tras ejercer distintos oficios, acabó en la Cheka por puro azar. Su increíble historia está contada por Chaves Nogales, que lo rescató del olvido.

Otro de los perfiles que incluye este capítulo es el de Violette Szabo, una joven inglesa que, tras quedarse viuda en la guerra, se alistó en la unidad de operaciones especiales del Ejército británico. Fue lanzada en paracaídas sobre Francia en misiones de alto riego. Finalmente, fue capturada y fusilada.

La historia de Szabo es la de miles de combatientes anónimos que se jugaron la vida en territorio enemigo, sea para proporcionar información de los movimientos de tropas, para participar en acciones de sabotaje o para encubrir a quienes resistían frente a la barbarie. Eran personas corrientes y normales que actuaron por pura decencia y sin esperar ninguna recompensa.

Hay muchos motivos para ser espía, pero probablemente el más elemental es la adhesión a una causa. Es imposible no sentir admiración o empatía por figuras como Szabo o Monzón, que llevaron su compromiso con una causa hasta el límite.

Estamos demasiado acostumbrados a un estereotipo negativo de los espías, a los que generalmente identificamos con la traición, para darnos cuenta del valor que había que tener para hacer ese trabajo. Aquí queda el retrato de algunos de estos personajes que, sin querer cambiar la historia, hicieron algo que dio sentido a su vida y ayudaron a crear un mundo mejor.

En sentido contrario, hay también casos como el de William Joyce, un dirigente que abandonó Inglaterra para convertirse en altavoz de los nazis. Fue ejecutado al final de la guerra sin que nadie sintiera piedad por él. Todavía sigue siendo en la memoria colectiva de los británicos el prototipo de traidor. Ciertamente, Joyce causa repugnancia, pero tuvo la dignidad de reconocer lo que había hecho sin pedir ningún tipo de clemencia. Esto también los ilustra sobre el alma del espía.

Espiar es uno de los trabajos más peligrosos y solitarios porque, además de jugarse la vida en un medio hostil, cada agente está obligado a parecer lo que no es y a tomar decisiones sin contar con la ayuda de nadie. Hay que tener una personalidad muy fuerte para ejercer este oficio.

En un ensayo sobre Anthony Blunt, asesor de la reina y espía comunista, George Steiner expresa su perplejidad por el hecho de que aristócratas e intelectuales británicos, las élites de Cambridge o Harvard, decidieran alistarse como espías al servicio de Stalin. Hoy es difícil de comprender esa elección de una causa que negaba la libertad y justificaba una represión salvaje. Pero en el mundo de los años treinta las cosas estaban mucho menos claras y personas como Philby renegaban de una sociedad decadente e hipócrita y creían que el comunismo representaba la salvación de la humanidad.

También hemos incluido en este apartado la biografía de Isser Harel, el primer jefe del Mosad, el hombre que pilotó la captura de Adolf Eichmann, el oficial de las SS, ejecutado en Israel por su responsabilidad en el Holocausto. Por su interés, este capítulo del libro recoge cómo se produjo la localización, detención y traslado a Jerusalén de Eichmann, efectuada por el Mosad.

Para concluir, digamos que en todo espía hay ciertamente un espejismo, una apuesta en el sentido pascaliano. Uno se lo juega todo a una carta por muy improbable que sea la obtención de un premio. O, mejor dicho, el premio es la pro­­pia apuesta. Este libro no aspira a desvelar los secretos del alma de los espías, pero sí a contar quiénes fueron y qué hicieron. El trabajo ha sido arduo, pero creo que ha merecido la pena. Queda en manos de la benevolencia del lector.

Mata Hari

Fue fusilada en 1917 por espiar para los alemanes, pero todo indica que fue víctima de un montaje. Se hacía pasar por una princesa malaya. Aceptó ser reclutada porque estaba arruinada tras haberse convertido en un sex symbol en los cabarets de París.

El mito de la agente H21

Margaretha Zelle, más conocida por Mata Hari, fue fusilada en Vincennes el 15 de octubre de 1917 por alta traición, en el mismo lugar donde un siglo antes Napoleón había ordenado asesinar al duque de Enghien. Todo lo que rodea a esta mujer es un mito en el que es imposible separar la leyenda de la realidad.

Mata Hari había sido condenada a muerte tras un juicio en el que se le acusaba de haber sido responsable de la muerte de miles de soldados franceses como espía al servicio de los alemanes durante la Primera Guerra Mundial. Pero todo indica que las pruebas eran manipuladas y que su condena fue motivada por la conveniencia de buscar un chivo expiatorio para apaciguar a la opinión pública.

La inteligencia francesa había encontrado un mensaje comprometedor a la agente H21, nombre operativo de Mata Hari, con una clave fácilmente descifrable a la que acompañaba el recibo de una transferencia de 5000 dólares a una cuenta suya en un banco francés. Esa prueba fue determinante en el juicio, pero hoy existen sólidos indicios de que era una trampa para entregar a la espía a los franceses.

En un peligroso doble juego, Mata Hari también había sido reclutada por el capitán Georges Ladoux, al que informaba de los movimientos de las tropas alemanas y de la estrategia del alto mando. Ladoux siempre desconfió de sus informes y vigiló sus actividades. En el otro lado, los prusianos dudaron desde el comienzo de su lealtad.

Mata Hari había nacido en 1876 en Holanda en el seno de una familia de clase media. Su padre era sombrerero. Contrajo matrimonio muy joven con un militar que le llevaba veinte años. Fue un enlace desgraciado, que se rompió definitivamente cuando la servidumbre envenenó a uno de sus hijos en un misterioso episodio, tal vez por venganza o celos de su esposo.

Tras romper con su marido, Margaretha Zelle se instaló en París en 1904 y, poco más tarde, se convirtió en Mata Hari, haciéndose pasar gracias a sus rasgos por una princesa malaya. Mata Hari significa en ese idioma «ojo del día». En esa época empezó a bailar semidesnuda en cabarets con un éxito impresionante. Los hombres se volvían locos por ella y llenaban cada noche su espectáculo para ver las danzas sagradas que ella decía haber aprendido en Java.

Pero cuando comenzó la guerra en 1914 Mata Hari había envejecido y su atractivo había disminuido. En pleno declive y con deudas que no podía saldar, recibió la oferta de espiar para los servicios secretos alemanes a cambio de dinero. Ella aceptó sin titubear y se convirtió en la agente H21.

Durante el conflicto informaba a Eugen Kramer, jefe de la contrainteligencia alemana, al que pasaba cotilleos y datos de escaso valor. Simultáneamente trabajaba para Ladoux, al que intentaba contentar con material de segunda mano.

En 1917, fue detenida en el hotel Elysée Palace por espiar para Alemania. Pidió unos minutos para cambiarse y se presentó totalmente desnuda ante sus captores con un casco militar lleno de bombones. La treta no resultó. Fue fusilada unos meses después por un pelotón de doce soldados. Se negó a que le vendaran los ojos y la ataran a un poste. Solo una bala le acertó en el corazón. Los otros once disparos fallaron. Un misterio más en el mito de esta mujer fatal, hoy convertida en leyenda.

Sidney Reilly

Fue agente británico, ruso y japonés con una biografía llena de peripecias. Trabajó en sus últimos años para desestabilizar el régimen bolchevique. Fue detenido en 1925 y ejecutado en Moscú por orden de Stalin. Adoptaba múltiples personalidades para lograr sus objetivos.

La Pimpinela Escarlata

No hay en la historia del espionaje ninguna figura tan rocambolesca como la de Sidney Reilly, ejecutado en 1925 en Moscú. Su origen familiar es un misterio, aunque parece que nació en Odesa en 1874, en el seno de una familia judía. Fue espía al servicio del Imperio británico, de Japón y de la Rusia zarista.

Por su implicación en la organización y financiación de la resistencia contra el régimen de Lenin fue el hombre más buscado por la Cheka, hasta que lograron atraparlo mediante una trampa. Fue en esa época cuando se ganó el apodo de la Pimpinela escarlata por su habilidad para eludir la persecución comunista.

Durante su vida disfrutó de numerosas identidades, ejerció múltiples oficios y ocupaciones y trabajó para el mejor postor. Durante la Primera Guerra Mundial, residió en Nueva York, desde donde se hizo millonario vendiendo munición a los alemanes y los rusos, a la vez que colaboraba con los servicios británicos.

Ya en 1892 era confidente de la Ojrana, la policía política zarista, con el nombre de Rosenblum, que al parecer era el de su padre biológico, que le abandonó al nacer. Unos años después, emigró a Brasil tras fingir su muerte en Odesa. Allí se ganó la vida como obrero portuario, cocinero y trabajador en las plantaciones.

En 1895 salvó a su patrón Charles Fothergill cuando iba a ser asesinado por unos indígenas. En agradecimiento a su valor, Fothergill lo recompensó con 1500 libras, le compró un pasaje para Londres y le consiguió la nacionalidad británica.

A partir de este momento comienza la leyenda de Reilly, que al parecer emigró a Francia, donde mató a sangre fría a dos anarquistas en un tren para robarles. Tras su vuelta a Londres en 1896, creó una empresa de medicamentos y se casó con la viuda del reverendo Hugh Thomas, que había heredado una ingente fortuna. Hay indicios de que Reilly lo envenenó para desposar a su mujer.

Tres años después, conoció a William Melville, un jefe de Scotland Yard, que lo contrató como espía tras crearle una nueva identidad. Rosenblum pasó a apellidarse Reilly. Melville le envió a San Petersburgo para recabar información sobre la relación rusa con Japón.

Era tan hábil que fue fichado por el general Motogiro, que le pagó elevadas sumas por espiar para los servicios secretos japoneses mientras servía a los británicos. Reilly, fingiendo ser un rico empresario maderero, logró robar los planos de Port Arthur en Manchuria que facilitaron el ataque japonés a los rusos.

Fue el comienzo de una increíble serie de hazañas entre las que figuran la concesión de la compra de petróleo a la Anglo Persian Oil Company, el robo de los planos de unos aviones de la Krupp en Alemania, la falsificación de una carta de Zinoviev en la que figuraba un imaginario plan para derrocar al Gobierno británico y la fabricación de billetes para ayudar a la resistencia contra los bolcheviques.

A partir de 1918, Reilly viajó a Rusia y permaneció allí durante largas temporadas. Planeó el asesinato de Lenin, conspiró con los generales zaristas y les facilitó armamento hasta que fue atrapado, torturado salvajemente y fusilado en Moscú por orden de Stalin.

Juan Martínez

Tras triunfar en París y Constantinopla como bailaor flamenco, inició un periplo que le llevó a la Rusia soviética. Allí vivió los horrores de la guerra civil entre comunistas y blancos. Sobrevivió haciendo de crupier, traficante de joyas y chekista. Escapó desde Odesa en barco en 1922, tras simular que era italiano.

Bailando en la revolución

Nadie sabría hoy de la extraordinaria peripecia de Juan Martínez de no ser por el periodista Manuel Chaves Nogales, que lo conoció en París en los años treinta y escribió una biografía novelada en la que cuenta la dramática y singular historia de este bailaor de flamenco nacido en Burgos.

Martínez llegó a San Petersburgo en 1917, el día de la abdicación del zar Nicolás, y tuvo que sobrevivir durante cinco años en la Rusia soviética, ejerciendo los más diversos oficios y pasando todo tipo de penalidades. Pudo ganarse el sustento con su profesión de bailarín durante un tiempo, pero tuvo que subsistir como crupier de un casino, traficante de joyas, artista de circo e incluso como chekista en Kiev, donde trabajó tanto para los comunistas como para los insurrectos contra la Revolución.

Martínez y su esposa Sole habían logrado una cierta notoriedad en España como pareja flamenca, hasta que optaron por emigrar a París a comienzos de 1914, antes del estallido de la Gran Guerra. Allí triunfaron en los cabarets de Montmartre, gozaron de las mieles de una vida bohemia y lograron el mayor éxito de su carrera: ganar un concurso internacional de tango.

Unas semanas antes del inicio del conflicto, los Martínez decidieron marchar a Constantinopla, donde les habían ofrecido un lucrativo contrato. Pero pronto su estancia se convirtió en una pesadilla al ser acusados por un extravagante comandante de los servicios secretos alemanes, enamorado de Sole, de ejercer de espías.

Lograron huir a Bulgaria, donde un aduanero detuvo al bailaor al ver en su pasaporte que era de Burgos. «Usted es búlgaro porque ha nacido en Burgas». Martínez tuvo problemas para convencerle de que había visto la luz en la villa del Papamoscas y no en Burgas, una ciudad del mar Negro. La pareja logró a pasar a una Rumania en guerra, de la que también Juan y su esposa tuvieron que salir corriendo para escapar de la devastación y la miseria.

Todo parecía irles de maravilla en la Rusia zarista. Llegaron sin un céntimo, pero muy pronto triunfaron con su arte y ganaron una considerable cantidad de dinero, hasta que estalló la Revolución y se quedaron atrapados en el país de los sóviets. Ida y vuelta de Moscú a San Petersburgo, luego a Kiev y, por último, a Gomel.

Los Martínez fueron testigo en esos lugares de las brutalidades de los comunistas y los blancos, que libraban una guerra tomando a la población como rehén: asesinatos, saqueos, violaciones y destrucción a escala masiva. Fue un milagro que pudieran seguir vivos y que lograran escapar en 1922, al conseguir un salvoconducto gracias a fingir que eran de nacionalidad italiana.

Salieron de Odesa en barco y pudieron regresar a España, hasta que decidieron instalarse en París. Aquí se pierde el rastro de los Martínez, cuya tragedia hubiera quedado en el anonimato sin el testimonio de Chaves Nogales, otra víctima de la barbarie y de la intolerancia que falleció prematuramente en su exilio en Londres en 1947.

Jesús Monzón

Organizó la invasión de un ejército de 5000 guerrilleros que entraron por Arán para derrocar a Franco en 1945. Fue expulsado del PCE y condenado a muerte por Carrillo. Tras salir de la cárcel en España, se exilió en México hasta 1967. Acabó sus días como profesor de Alta Dirección en Mallorca.

Nada de lo que arrepentirse

Más de 40 años después de su muerte, la maldición que le persiguió en vida sigue ocultando su memoria. Y ello porque Jesús Monzón fue expulsado del Partido Comunista de España (PCE) en 1944 y acusado de traidor, semanas después de encabezar un ejército que penetró por el valle de Arán para derrocar a Franco.

Monzón era entonces el jefe del aparato clandestino de PCE en París y logró reclutar a más de 5000 guerrilleros republicanos españoles, que cruzaron los Pirineos para iniciar una guerra contra el régimen del yugo y las flechas. El dirigente comunista contaba con un apoyo aliado que no se produjo y fracasó en su intento.

Santiago Carrillo reprochó a Monzón la iniciativa, que no había obtenido la aprobación de la dirección del partido, refugiada en Moscú, y lo expulsó. Desde entonces, quienes osaban romper la disciplina eran tachados de «monzonistas», un adjetivo que durante tres décadas fue sinónimo de entreguismo al enemigo.

Pero Monzón, fundador y líder del PCE en Navarra durante los años treinta, nunca fue un traidor. Fue detenido por la Policía española en Barcelona en 1945 y posteriormente sometido a un juicio militar en el que resultó condenado a 30 años de cárcel. Evitó la pena máxima por la intercesión de sus compañeros de juventud en Pamplona, entre los que destacaba Tomás Garicano Goñi, ministro y prohombre del franquismo.

Esos lazos eran tan fuertes que Monzón salvó la vida al estallar el Movimiento en Pamplona gracias a que un amigo carlista, Francisco Lizarza, lo ocultó en su casa y consiguió pasarlo a Francia disfrazado de fraile capuchino. Por ese gesto Lizarza fue fusilado.

En 1959, Monzón salió de prisión y se marchó a México, donde encontró trabajo en un banco y luego como profesor del Instituto Panamericano de Alta Dirección Empresarial. El joven que había asaltado con armas en 1936 el Palacio de la Diputación y que había liderado el Frente Popular en Navarra empezó a ganarse la vida mediante la formación de los cachorros del capitalismo.

Monzón y Aurora, su mujer, volvieron a España en 1967 y el IESE de Barcelona le encomendó abrir una escuela de negocios en Mallorca. Fundó y dirigió en Palma el Instituto Balear de Dirección de Empresas hasta su defunción en 1973.

El comunista navarro fue un hombre perseguido por el infortunio. Perdió a su único hijo, estuvo en las prisiones franquistas durante 14 años y padeció la ignominia y el exilio. Pero según contó Enrique Lister, la Policía franquista también le salvó la vida al detenerlo, ya que Carrillo había ordenado su ejecución por traidor.

Jesús Monzón se negó en su lecho de muerte a recibir la confesión y le dijo al sacerdote: «No tengo nada de lo que arrepentirme». Ese podría haber sido su epitafio.

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9788412349856
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