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Читать книгу: «Quebrar el tiempo», страница 3

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Esto significa que la situación cambia por nuestra intervención. El autor plantea el ejemplo de la compra de una casa: si quiero comprar una casa en determinado lugar deseo hacerlo por el menor precio, pero el hecho de decirle al agente inmobiliario que quiero comprar la casa hace aumentar su precio. Para la historia del arte «esto significa, una vez más, que el artista aborda ciertas posibilidades» y no otras. Gombrich cita el siguiente ejemplo:

Si a Leonardo da Vinci se le pidió pintar La cena en el refectorio, podemos imaginar que quiso reflejar la manera como se sentaban los monjes para que se viera La cena, ahí sobre el muro, como una extensión de la sala (Gombrich, 1993, p. 86).

Ahora bien, se pueden aventurar la hipótesis sobre lo que quería hacer el artista, sin embargo, jamás se podrá tener una certeza absoluta de tal cosa. Esto es coherente con una posición de resistencia frente a todo relativismo, pero también frente a todo absolutismo.

Un caso que analiza en Arte e ilusión (1979) es el de Constable, artista que quería pintar sin preconcepciones, esto es, hacer del arte una verdadera ciencia. Allí la mímesis —la perfecta imitación— se cruza con otros elementos que le dan pie a Sir Gombrich para hablar de fracaso. Hay (y esto entra en lo que denomina lógica de la situación) un cambio de actitud frente a la obra de arte y respecto de la realidad misma a partir de la aparición de la fotografía.

La lógica de la situación estaría, según lo dicho, del lado de la particularización y no de la generalización. La reacción del sujeto frente a unas unidades mínimas correspondería, en la constitución de la imagen, a la denotación. Pérez Carreño, siguiendo a Barthes (1986), hace la distinción entre componente icónico y componente estilístico de la imagen: «El primero denota objetos o grupos de objetos del mundo visual, el segundo connota contenidos abstractos o conceptos» (Pérez, 1988, p. 24).

De acuerdo con esto, la denotación en la imagen no aparece codificada, mientras que la connotación sí. En este sentido, lo que se encuentra respecto a la imagen en la construcción de conocimiento del mundo o sobre él, es lo inmediato, el conjunto de rasgos particulares que le permitirán al sujeto comprender los aspectos mínimos de la realidad natural. Solo cuando el individuo identifica los signos y sus reglas de funcionamiento —es decir, el código— podrá comprender procesos de significación más amplios y generales.

Un ejemplo de esto es la lengua. El sujeto tendrá que conocer tanto los elementos que la componen como la manera en que dichos elementos funcionan. De ahí que su manejo, aunque a veces se creyera lo contrario, sea tan complejo. Igual sucede con el código matemático: es necesario reconocer los elementos primarios y aprender los modos de funcionamiento. Un último ejemplo: el juego del ajedrez, como cualquier juego, requiere el dominio de un código particular sin el cual no se podría jugar.

Si bien Pérez Carreño arremete una fuerte crítica contra Gombrich, según ella por su convencionalismo excesivo, habría que reconocer que la postura de este último supera en mucho el relativismo que pretende la configuración de la realidad bien desde un espíritu abstracto o bien desde el ojo subjetivo que detenta un saber único e ilimitado.

Aquí resulta de vital interés la idea de Popper según la cual la estructura lógica y la explicación utilizada por el científico, el historiador o el hombre de la calle, se diferencian en la dirección del interés o en la pregunta que se formula, más no en la estructura lógica en sí. En este sentido, lo que importa para Gombrich (1998) es tratar de percibir cuál es la particularidad, y esto se logra desde una lógica de la situación. De acuerdo con lo anterior, son las intencionalidades las que permitirían pensar una historia del arte en la que se puede aplicar la metodología de la lógica de las situaciones, ya que se trata de comprender el funcionamiento, arbitrario y convencional, de ciertas decisiones tomadas o no por el artista, que se articulan con unas condiciones socioculturales, políticas y económicas, pero sobre todo técnicas a las cuales se enfrenta el artista.

Con lo dicho hasta el momento, para Gombrich (1998) el estudio del arte se puede hacer de manera racional, lo que implica pensar la historia del arte dentro de las ciencias humanas.

En este sentido, su idea concuerda con los planteamientos de Edward Said (2006), según el cual el núcleo central del humanismo «consiste en la idea secular de que el mundo histórico es obra de los hombres y las mujeres, y no de Dios, y que se puede comprender de forma racional» (p. 31) ya que se puede conocer únicamente lo que se hace. De ahí que sea insostenible una historia social del arte que no estudie el arte de los artistas y sus obras de forma particular, según el contexto de creación y la situación en la cual se implica el artista para tomar decisiones. Esto tiene implicaciones para las universidades (donde, según Said, las humanidades han perdido preponderancia), e impacta los planes de estudio.

Para Gombrich toda investigación en humanidades ha de tener como impulso las fuerzas vivas de la cultura. Así, artistas como Rafael son objeto de un estudio artístico-histórico y también centros de atracción y repulsión. En Rafael no solo está presente el nombre sinónimo de beldad y gracia, sino, además, la relación que los individuos tienen con la belleza.

Las humanidades se nutren de las tradiciones y de las preocupaciones generales de la cultura. De ahí que el historiador vienés considere que este no es un conocimiento tan general, ya que se trata de un conocimiento de oídas. ¿Quién puede decir, por ejemplo, haber leído el mito de París? Sin duda, muy pocas personas. En esta configuración de lo que se denomina el conocimiento general, el lenguaje tiene un papel particular, ya que «todo lenguaje vivo está plagado de innumerables referencias por el estilo, ocultas o abiertas, que presuponen un cierto compartir de conocimientos, una cierta voz común en el sentido literal de estas palabras» (Gombrich, 1999, p. 11).

El lenguaje permite nombrar, comunicar y significar la realidad. La significación se da, en buena medida, con las expresiones metafóricas con las que se nombran las cosas, los fenómenos, los acontecimientos. Estas figuras, llamadas por Gombrich como «fuentes de metáfora», requieren la inserción y asimilación por parte del sujeto en el juego de signos o códigos que se emplea en ellas, esto es, se ha de haber crecido en este ambiente, de manera que tales metáforas lleguen a formar parte de la propia naturaleza. Por eso, una metáfora compartida difícilmente se pueda enseñar. Este es el punto de partida en la crítica del auge de la especialización y también de aquellos planes de estudio que pretenden resolver todos sus problemas agregando una materia nueva cada vez que estos se presentan.

Esto es algo que aún hoy se mantiene y por lo cual pensadores como Said creen que las humanidades se han sumido en la irrelevancia. Según este pensador, con la aparición de nuevos campos de estudio como los estudios culturales, poscoloniales, étnicos, entre otros, preocupados por los valores, la historia y la libertad, las humanidades se convierten:

En toda una fábrica de especialidades despreocupadas y repletas de verborrea, muchas de las cuales se fundan en la identidad y, con su jerga técnica y sus particulares alegatos, se dirigen únicamente a personas ya convencidas, acólitos y demás académicos (Said, 2006, p. 35).

La alternativa propuesta por Gombrich es sensata, aún en nuestros días. No se trata tanto de que se creen cursos de cultura general, o cursos obligatorios de áreas interdisciplinarias, como de buscar mecanismos para que el estudioso comprenda que debe leer sobre otros campos de saber.

De igual manera, se debe tener la conciencia de que el lenguaje es un sistema simbólico supremamente útil y que, junto con la metáfora, sirve para comunicarse con los demás, pero también permite «articular e interpretar nuestro propio mundo de experiencia ante nosotros mismos» (Gombrich, 1999, p. 14). Así, por ejemplo, una de las principales fuentes de metáfora es el núcleo familiar, ya que los padres facilitan a sus hijos los modelos emocionales a través de los cuales se aprende a ordenar y clasificar el mundo de la experiencia. Esta es la función de los juguetes, de los cuentos maravillosos y de la religión, los cuales se convierten en referentes comunes, es decir, un conocimiento compartido que fusiona, de alguna manera, a los grupos.

Gombrich aclara, no obstante, que una cosa es estar al día y otra estar metido en la cultura; de ahí que cuestione los motivos y la sobrevaloración de la educación clásica. Este excesivo reconocimiento de los libros clásicos instaura una ortodoxia que señala qué leer y qué no, desconociendo otros aspectos políticos e históricos importantes.

Gombrich cree que hace falta buscar una nueva historia cultural más interesada en lo individual y en lo concreto que en el estudio de estructuras y pautas. La historia cultural solo progresará si atiende al ser humano individual. Por este motivo, el historiador se opone a aquella historia social basada en esquemas y generalizaciones en las que desaparecen los individuos particulares. Consecuente con esto, el historiador muestra una preferencia por la historia social desde una aproximación micro, postura que lo diferencia radicalmente del enfoque de Hauser (Furió, 1999).

Pese a lo planteado, es necesario tener cuidado, ya que la misma postura de Gombrich es dogmática en varios sentidos, como en la abierta preferencia por el arte clásico y la casi completa negación del arte contemporáneo. Esta posición podría denominarse, siguiendo a Said, como nuevo humanismo, cuya principal característica es su actitud conservadora y antimodernista. Desconocer la existencia de logros menores en las artes es desconocer otras tradiciones, otras perspectivas y experiencias.

En este sentido, el humanismo podría pensarse mejor como «el ejercicio de las propias facultades mediante el lenguaje con el fin de comprender, reinterpretar y lidiar con los productos del lenguaje a lo largo de la historia, de otros lenguajes y de otras historias» (Said, 2006, p. 49).

Si bien Gombrich niega muchas de esas otras historias, reconoce la función social y cognitiva del arte, por eso afirma que los cuadros nos enseñan a ver. Al contemplar una obra de arte sufrimos una transformación: a nivel perceptual, la intensidad de la luz, las sombras, las formas y los colores, tienen un efecto sobre el espectador; este aprende a ver el mundo como lo ve un pintor:

Lo que aprendemos es la atención, la concentración de la mirada sobre ciertas cosas. Pero se puede desarrollar la atención de muchas maneras diferentes. Por ejemplo, si es meteorólogo, verá las nubes de manera muy diferente. Estoy seguro de que un piloto de avión no ve las nubes de la misma manera como las ve usted o yo. Estoy seguro de que la percepción puede ejercitarse para ver aspectos muy distintos y, por consiguiente, mirar cuadros nos enseña a prestar atención.

Pero no tenemos que ir demasiado lejos en este sentido. No creo que sea exacto decir que la gente del siglo XII veía el mundo de manera diferente. Veía el mundo como nosotros lo vemos. Pero como no hay ojo inocente, estamos influidos seguramente por nuestros conocimientos. Sin duda la luna no se ve como hace treinta años (Gombrich, 1993, p. 113).

Esta idea tiene implicaciones en el orden de lo psicológico, en la historia del arte y en la formación misma de sujetos observadores y críticos de obras artísticas.

En lo primero, porque la renovación de las generaciones tiene que ver con un cambio sociocultural, y de desarrollo de la ciencia y de la tecnología, lo cual condiciona la percepción de los sujetos. Al cambiar las formas de representación (como los trucos que buscan un efecto en el sujeto a través del impacto perceptual) altera la expectativa del sujeto cognoscente, es decir, que a medida que este ve cumplida su expectativa perceptual esta aumenta, i. e., el espectador pone el listón más alto (Gombrich, 1979).

Pensemos, por ejemplo, en el lenguaje cinematográfico.

Es cierto que el cine tiene un lenguaje retórico y particular que devela unas intenciones comunicativas y narrativas (Cock, 2019), pero también es cierto que los aspectos técnicos y tecnológicos contribuyen en la definición del lenguaje y en la manera en que es recibido por los espectadores. En una popular serie de los años setenta, La mujer biónica (The Bionic Woman), ambos aspectos se ven conjugados. Cada vez que la protagonista corría, simulaban su asombrosa velocidad haciendo más lentos los movimientos del exterior a través del uso de la cámara lenta y agregando un característico sonido mecánico que simulaba —connotaba— lo propiamente biónico.

El lenguaje visual y sonoro están en función de la narrativa acorde a los desarrollos y limitaciones de la tecnología de la época. Ahora bien, ningún espectador contemporáneo estaría satisfecho (aunque entienda el código empleado) con este truco. Así, en la «nueva» serie (del año 2007) la mujer biónica no trota, sino que corre dejando una estela imperceptible a su paso, que para el ojo del espectador resulta más acorde con la realidad, sobre todo después de Matrix (The Matrix, 1999), donde la estética revoluciona la manera de comprender los cuerpos en movimiento: los saltos imposibles de los personajes entre rascacielos o edificios, creando una atmósfera surreal a través del uso de planos y contrapicados que dan la sensación de que el personaje flota; o el bullet time (tiempo de bala) que permite congelar a un sujeto mientras las cámaras graban a un elevado número de fotogramas por segundo al objeto (la bala) que lo roza o que va en su dirección.

Estas técnicas y lenguajes se han aplicado a muchas películas después de Matrix. En Superman regresa (Superman Returns, 2006) hay algunas escenas que buscan los mismos efectos utilizados en la serie de La mujer biónica, como aquella en la que, congelado el sujeto protagonista, la cámara continúa girando y grabando a su alrededor siguiendo la trayectoria de una bala que llega hasta uno de los ojos del hombre de acero, donde finalmente es aplastada por el impacto y cae al piso. Aquí, sin duda, se trata de la conjunción del desarrollo técnico y del uso del lenguaje retórico de la imagen para crear un relato más convincente para el espectador.

El desarrollo técnico ha permitido cambiar los trucos que en otras décadas hacían convincente una narrativa de cine de ficción y ahora buscan satisfacer la expectativa perceptual del espectador por medios más acordes a las nuevas gramáticas audiovisuales.

En series y películas posteriores a 2006 y 2007 vemos un nuevo desarrollo técnico que busca engañar la percepción humana de una forma más contundente, o bien más ajustada a las expectativas que el mismo lenguaje tecnológico ha desarrollado.

En el caso de un sujeto común en una circunstancia diferente a la de observar un cuadro en un museo, sucede algo similar: el observador identifica los cambios, pero no los microcambios. Esto se debe a que, para su supervivencia, el humano, como los demás animales, cuenta con la función perceptual de la regularidad; de otro modo sería muy difícil, como lo dice el propio Gombrich, vivir. Vivir, incluso en un sentido muy amplio, tal como no le sucede a Funes, quien vive en el recuerdo y en la inmediatez de los datos perceptuales que le ofrece su visión, a tal punto que estos datos empíricos resultan demasiado concretos como si su cuerpo hiciera parte de esa realidad caótica que sus sentidos captan.

El sujeto no percibe los pequeños cambios, pero Gombrich cree que vemos el mundo como lo ve un pintor. Esto, podría pensarse, tiene que ver con el sentido humanista que contribuye a la forma en que un sujeto ve el mundo, que es lo mismo que decir que el arte transforma la realidad misma cuando el artista la contempla y nos deja ver a través de su mirada. Este recorrido pone de relieve que Gombrich, el investigador y el historiador del arte, va tras preguntas y respuestas. Se plantea problemas muy puntuales y los resuelve. En este sentido es un gran investigador. Luchó contra todo relativismo y sentó unas fuertes bases en la disciplina de la historia del arte. Su idea sobre la convención es particularmente importante en su obra, sobre todo porque tiene implicaciones psicológicas, epistemológicas e históricas.

Para el historiador, reconocer la lógica de la situación es plantear un problema que indaga por el artista y su obra («No existe, realmente, el Arte. Tan sólo hay artistas», dice Gombrich en su celebérrimo libro), lo cual permite reconstruir la situación que lleva a un sujeto a tomar una decisión y no otra. Por su parte, el artista, como el científico o el individuo común, se enfrenta a una realidad natural y sociocultural, y no lo hace desde las leyes y abstracciones legadas por una historia de la ciencia y la tecnología, sino desde la experiencia misma, aunque esta lo lleve a descubrir formas de funcionamiento abstracto de la realidad.

Según Gombrich (1982) no se debe confundir la cuestión de qué vemos desde un punto dado con la otra similar de cómo se nos aparecen las cosas desde dicho punto. Esto último depende de diversas circunstancias. Nuestro conocimiento y expectativa transformarán la apariencia de objetos familiares, gracias al mecanismo estabilizador de la percepción que «contrarresta las fluctuaciones subjetivas de los estímulos que afectan nuestras retinas» (p. 202).

El artista, el científico y el individuo común ingresan a la cultura y, al hacerlo, empiezan a reconocer los códigos que le son propios a esta. Se hace parte de una tradición y esta afecta las formas de pensar de los sujetos, y afecta la misma concepción que se tenga sobre la tradición. De ahí la necesidad e importancia de estudiar y comprender la sociedad y la cultura que esta construye, las imágenes y sus historias. De la misma forma que estudiar y comprender la historia, y la historia del arte, que es, al tiempo, nuestra historia, la historia de cómo vemos y de cómo nos han enseñado a ver los artistas una realidad que es, como afirma el mismo Gombrich, caótica. Es la historia, en fin, de nuestra mirada.

CAPÍTULO 2

Los umbrales del humanismo

De la reinvención de la pregunta a la indefinición del concepto

Si la noción de humanismo tiene un sentido, es precisamente este: lo propio del hombre es no tener algo propio, la definición del hombre es no tener definición, su esencia es no tener una esencia.

Luc Ferry

No parece suficiente para determinar lo que somos hoy como sociedad comprender la historia, entender la línea que ha seguido la producción cultural y social en el transcurrir de los siglos, hacer seguimiento de las rupturas epistemológicas a lo largo del tiempo, situar el quiebre en ciertas concepciones, explicar la dimensión arqueológica de un objeto, de un dispositivo o de una práctica, describir la manera en que una sociedad lleva a cabo ciertos ritos y explicar las razones que conducen a otra a estatuir ciertas creencias.

Es cierto, como dice Gombrich, que los individuos, sin importar su nivel educativo o su rol en la sociedad, hacen parte de los códigos que construyen la tradición, pero esta no es solo aquello que un grupo define como valioso y que, por tanto, se deba conservar. La tradición también está marcada por los prejuicios de quienes componen esa sociedad, por sus imaginarios, por las maneras en que puede o no pensarse algo y por los hábitos que se configuran en las acciones cotidianas.

Parece que los imaginarios se entienden usualmente como algo que surge de forma espontánea, a veces de una manera azarosa o, por lo menos, no de un modo determinado. Así se los entiende en el mundo académico desde que el filósofo y sociólogo Cornelius Castoriadis y el antropólogo e iconólogo Gilbert Durand formularon sus teorías. Para este último, lo imaginario está constituido por todas las imágenes pasadas, posibles, producidas o por producir, toda vez que es una dimensión fundamental del Homo sapiens.

Esto implica que lo imaginario es la representación amplificada del «conjunto de imágenes mentales y visuales, organizadas entre ellas por la narración mítica (el sermo mythiens), por la cual un individuo, una sociedad, de hecho, la humanidad entera, organiza y expresa simbólicamente sus valores existenciales y su interpretación del mundo frente a los desafíos impuestos por el tiempo y la muerte» (Durand, 2000, p. 9). De esta manera, comprende dos de los rostros que configuran lo que denominamos tradición, en un sentido cercano al expuesto por Gombrich: de un lado, la dimensión expresiva del arte y, de otro, la dimensión racional de la ciencia.

Por su parte, para Castoriadis lo imaginario no tiene el sentido de «imagen» (lo imaginario como una imagen de, como algo fijo y estable), sino de capacidad imaginante, y, por tanto, de invención o creación incesante, social, histórica y psíquica de figuras, formas e imágenes; en última instancia, de producción de significaciones colectivas. Lo imaginario es siempre simbólico y está referido a la capacidad de inventar e imaginar significaciones, con lo cual se constituye en el modo de ser de lo histórico-social, que es lo que somos todos y lo que no es nadie, lo que jamás está ausente, pero casi nunca está presente, en suma, un no-ser real:

Lo social-histórico es lo colectivo anónimo, lo humano impersonal que llena una formación social dada, pero que también la engloba, que ciñe cada sociedad entre las demás y las inscribe a todas en una continuidad en la que de alguna manera están presentes los que ya no son, los que quedan por fuera e incluso los que están por nacer. Es, por un lado, unas estructuras dadas, unas instituciones y unas obras «materializadas», sean materiales o no y, por otro lado, lo que estructura, instituye, materializa. En una palabra, es la unión y la tensión de la sociedad instituyente y la sociedad instituida, de la historia hecha y de la historia que se hace (Castoriadis, 1983, p. 11).

Entonces, hoy tendría que reformularse, más que nunca, esta consideración, pues los imaginarios se pueden inducir, y de hecho se los induce. No es algo nuevo, por supuesto, y no es que Durand y Castoriadis lo hubieran ignorado, más bien es que hoy las formas en las que operan el lenguaje y la imagen hacen posible que estos modos de inducción sean más gobernables. En ello radica la falaz pretensión del poder y la ilusoria ambición de la verdad. Hoy, más que en otras épocas, los imaginarios se pueden gestionar, se pueden reconfigurar, manipular y provocar,5 algo que resulta provechoso para quienes tienen el poder a través del discurso y la imagen, y desventajoso para aquellos que sufren sus efectos inmediatos en la vida cotidiana.

Esto plantea un quiebre en la forma en que se conciben las humanidades en el mundo contemporáneo, en el que la imagen (gráfica, videográfica, mental, ideológica y toda clase de signo icónico) ha encumbrado los distintos niveles y esferas de la sociedad. Ya no se trata del humanismo que resalta los valores más excelsos de la cultura griega y latina, aquellos que inspiraron a Leonardo da Vinci y a Miguel Ángel Buonarroti, sino de las humanidades como una forma de resistencia transformada por las condiciones de un mundo/sistema que opera bajo los códigos del mapa geopolítico y los intereses de quienes gobiernan la industria, el comercio, la salud y la enfermedad de los ciudadanos.

Un neohumanismo más abocado a las realidades sociales, pues las crisis ambientales, políticas, geográficas y sociales han hundido sus raíces de una forma tan profunda, que no alcanza un buen gobierno para enderezar el camino ni uno tan malo para acabar de torcerlo.

Las humanidades se ocupan del ser humano que hace parte de un entorno social y que al hacerlo se pregunta por sí mismo y su constitución antropológica, así como por su relación con los demás (dimensión sociológica). Pero si el mundo se ha hecho multirreferencial y multidisciplinar es lógico pensar que aquello que llamamos humanidades adquiere otras significaciones, amplificando su complejidad. Esto, sin embargo, no es nuevo, pues la humanidad es una construcción histórica y social, no algo dado y espontáneo. De ahí que el significado mismo de humanismo, humanidades o ciencias humanas sea impreciso.

De un lado, las humanidades tienen que ver con periodos históricos específicos en los que hay una apuesta por lo humano. De otro, se refieren a posturas filosóficas y neohumanistas. También están relacionadas con la actitud frente al pensamiento clásico humanista heredado de la Grecia antigua. Si se tiene en cuenta el criterio epocal, habría que señalar que uno de los momentos históricos en el que hay una pasión por los seres humanos (en sus relaciones sociales, en su ambiente natural y en su posición en el orden universal,)6 es el que corresponde al estilo helénico. Las ideas sociales, políticas, filosóficas y religiosas del momento ejercieron una fuerte influencia sobre los artistas y arquitectos griegos, quienes las vertieron en sus obras.

Surgen así, de forma reiterada, ciertos temas de carácter humanista, idealista y realista, con los cuales los artistas expresan sus aspiraciones: la manera en que la realidad adviene en su forma racional expresada por medio del arte, el ideal que la razón define y que se configura por medio de la materia, y el carácter humano como tema central de las representaciones plásticas.

Este carácter racionalista tiene que ver con la tradición filosófica griega, según la cual no hay felicidad absoluta sin el ejercicio de la razón. El idealismo está vinculado con la imaginación y la entrega al mundo de las esencias, por lo cual el hombre se debate entre la realidad y la idealidad, y el humanismo «supone que la vida aquí y ahora es buena y digna de ser gozada» (Fleming, 1989, pp. 33-38).

Este amor y pasión por lo humano resurge en el Renacimiento, después de un enorme paréntesis donde el centro lo constituía lo trascendental, la fuerza divina, la espiritualidad y Dios. Lo vemos en las figuras de la obra de Giotto Lamentación sobre Cristo muerto (Compianto su Cristo morto, 1305-1306), en el rostro crispado de uno de los personajes, en el dolor profundo de la madre, en el gesto de ocultamiento de las figuras del primer plano y, sobre todo, en los movimientos de malestar humano de los angelillos que flotan en la esfera celeste. Lo vemos en los frescos de la Capilla Sixtina (1508-1512), en esos personajes arrobados por una humanidad que sale de sus entrañas para habitar el espacio infernal o celestial, o encumbrar las paredes y techos bajo el signo inquietante de las flaquezas de los hombres y mujeres que habitan la tierra después de la expulsión del Paraíso.

El ideal humanista del Renacimiento predomina debido a que se retoman las ideas del helenismo griego y se sigue la concepción sobre el otro —y su carácter vulnerable— instaurada por el cristianismo medieval. De modo que hay un referente estético y conceptual del mundo antiguo, y otro histórico y religioso del periodo inmediatamente anterior. De ahí que haya un predominio fuertemente griego y que se presente de una manera casi uniforme y unánime la estética de los escritores humanistas, de los filósofos y de los artistas (Tatarkiewicz, 1991).

Pero ¿en qué momento la pregunta por el hombre —el hombre que piensa en sí mismo— tiene lugar? Es cierto, como hemos señalado, que hay por lo menos dos focos culturales en los cuales esta pregunta resulta evidente (en el pensamiento helénico y en el renacentista), pero el humanismo es, ante todo, una pregunta filosófica, una pregunta que nace cuando la filosofía, como la invención del por qué (según Evandro Agazzi, 2020), se hace la pregunta por el que pregunta.

El humanismo resulta ser, entonces, un acto de conciencia filosófica y no un mero discernimiento de lo que es una ciencia encargada de estudiar la experiencia humana bajo la lupa hermenéutica de la comprensión. En su momento, Dilthey (1949) señaló que las ciencias del espíritu consisten en la interpretación sobre la experiencia, de ahí el carácter histórico social que ha de tener todo análisis de un saber específico:

El conjunto de las ciencias que tienen por objeto la realidad histórico social lo abarcamos en esta obra bajo el título de «ciencias del espíritu» [...] Designamos, por lo tanto, con la expresión ciencia, todo complejo de hechos espirituales en que se dan las indicadas características y que, por lo general, suele llevar tal nombre: así fijamos el ámbito de nuestra tarea de un modo provisional. Estos hechos espirituales que se han desarrollado en el hombre históricamente y a los que el uso común del lenguaje conoce como ciencias del hombre, de la historia, de la sociedad, constituyen la realidad que nosotros tratamos, no de dominar, sino de comprender previamente (Dilthey, 1949, p. 13).

Esta idea ha sido reformulada a partir de filósofos como Gadamer y Ricoeur, pero también a partir de las nuevas dinámicas instauradas en el siglo XX gracias al lugar que han ocupado las nuevas tecnologías y a la influencia que han tenido en una comunidad cada vez más global e interconectada.

En tal sentido, parece que la inquietante reflexión sobre sí mismo ha hecho que el ser humano construya y deconstruya, a lo largo del tiempo, el concepto de humanismo. De ahí que la conciencia tenga un lugar preponderante en la historia de las sociedades, pues define tanto sus formas de regularse como los mecanismos para salir de la regulación. Por eso Foucault señala que toda revolución es una toma de conciencia, y ha de serlo porque en la búsqueda indefinida de un lugar para habitar el mundo y habitarlo de la mejor manera —como pensaban los griegos—, el sujeto se ve abocado a las luchas sociales—y no solo a las existenciales— para darle sentido a su habitar el mundo de forma responsable.

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