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Capítulo 3
PROFECÍAS INQUIETANTES

Esa noche José no pudo conciliar el sueño. Recordar el nacimiento de Jesús había evocado en él sentimientos que creía haber superado. Nuevos interrogantes poblaban su mente. Jesús crecía día a día como un niño común y corriente, pero el carpintero sabía que no lo era.

En sus cortos ocho años de vida demostraba un sentido de responsabilidad que le asombraba. Jugaba como todo niño, pero siempre estaba pendiente de lo que sucedía a su alrededor, y no desperdiciaba la oportunidad de ayudar y colaborar con los demás. En los detalles más pequeños podía intuir esa generosidad en su hijo. Sin duda tenía un corazón muy parecido al de su verdadero Padre, un corazón de amor y misericordia.

Los pensamientos de José giraban en torno a su propio sentido de responsabilidad. ¿Qué le correspondía a él hacer como padre, para formar al salvador del mundo? ¿Debía adiestrarlo en política? ¿Era correcto que invirtiera horas en enseñarle su oficio? Eso era lo que hacían la mayoría de los padres, pero él ¿debía hacer lo mismo con Jesús? Zacarías había recibido instrucciones más específicas de cómo criar al niño que les nació tardíamente a él y Elisabet. En cambio, él tenía muchas dudas y temores.

Jesús siempre había sido muy intuitivo. Era muy inteligente, tenía una memoria envidiable y mucha rapidez para captar los conceptos. Desde pequeño observaba a las personas y hacía miles de preguntas. A veces lo sorprendía meditando, en silencio. Era un niño tan fácil de amar.

—¿Tampoco puedes dormir? —era la voz de María. Su respiración estaba agitada.

—Pensaba en Jesús —respondió José.

—Yo también —María recordó las innumerables noches en que el tema de sus conversaciones había sido su hijo. Y prosiguió: —Estaba por comentarte, ayer en la sinagoga… la porción de la Escritura que se leyó del profeta Isaías, hablaba del Mesías. Tengo tanto miedo de que nuestro hijo sufra. ¿La entendiste por completo?

—No —respondió José, resignándose a la idea de no poder evadir más el tema. No había querido comentarlo, pero era algo que inquietaba también su corazón.

—Tengo esas palabras grabadas en mi mente —continuó María—: “Varón de dolores, y experimentado en el sufrimiento” “despreciado y desechado por los hombres…”[5] ¿Qué crees que le sucederá?

—No lo sé —dijo el carpintero, disimulando su zozobra.

—Hoy, cuando se lastimó la mano y limpié su sangre, me recorrió un escalofrío y recordé las palabras del profeta.

—Recuerda que es el Hijo de Dios —José intentó calmar su angustia—. Recuerda que un ángel me advirtió cuando su vida corría peligro y me indicó que huyéramos a Egipto.[6] Dios ha cuidado de él más que nosotros y supongo que seguirá haciéndolo.

María insistió:

—Pero la profecía hablaba de muerte, dolor y sufrimiento: “Pero él fue herido por nuestras transgresiones, molido por nuestros pecados. El castigo que nos trajo paz fue sobre él, y por sus heridas fuimos nosotros sanados”.[7] Me angustia no entender por completo, más aún cuando recuerdo a Simeón advirtiéndome que una espada traspasaría mi alma.[8] Cuando pienso en estas cosas me duele el corazón.

—También en el mismo rollo de Isaías hay profecías sobre el reinado eterno del Mesías, las hemos leído muchas veces. Dice que “lo dilatado de su dominio y la paz no tendrán fin…”.[9] Piensa también en eso, el Mesías tendrá finalmente la victoria aun sobre las fuerzas del mal, y gobernará “con justicia y rectitud”. Vamos, duérmete, el bebé despertará dentro de unas horas a buscar tu pecho.

María se volteó no sin antes reiterar:

—Pero me preocupa…

José calló y no le dijo que él también estaba preocupado y que intentaba descifrar una parte de la profecía que había quedado grabada en su memoria: “Por tanto, yo le daré parte con los grandes, y con los fuertes repartirá despojos. Porque derramó su vida hasta la muerte y fue contado entre los transgresores, habiendo él llevado el pecado de muchos e intercedido por los transgresores”.[10]

¿De qué manera Jesús derramaría su vida hasta la muerte?

Capítulo 4
¡NO ESTABA PERDIDO! [11]

La angustia de María se apodera de su corazón. Camina aceleradamente entre la compañía que retorna a Nazaret, buscando a su hijo. José la sigue, ambos inquieren aquí y allá por Jesús, pero nadie lo ha visto. No, no regresó con ellos, ni con los otros familiares.

Es verdad que desde que cumplió los doce años se mostraba más independiente, pero jamás hizo nada que los preocupara. Siempre sabían dónde estaba y con quién. ¿Cómo era posible, entonces, que no estuviera entre los parientes? ¿Acaso se había perdido? ¿O le había sucedido algo peor? Siempre había que cuidarse de los merodeadores, que podrían ensañarse hasta con un niño indefenso.

Los pensamientos de María la están llevando al desconsuelo. José está más sereno, sus palabras intentan disipar los temores prematuros de madre. No era la primera vez que Jesús hacía ese viaje a Jerusalén, y si se había perdido quizás había regresado a buscar ayuda.

Deciden retroceder por la caravana y volver a Jerusalén. Aunque ¡ya habían caminado un día! Tal vez Jesús se retrasó y al perder la caravana decidió quedarse en el templo, seguro de que ellos lo buscarían cuando notaran su ausencia.

Cuando llegan a Jerusalén la ciudad aún hierve de gente. Recorren las calles apresuradamente, lo buscan en todos los hospedajes, hasta que, por fin, luego de tres días, lo encuentran en el templo.

María distingue a su hijo, sentado en medio de los doctores de la ley. Su cabellera era inconfundible, y también su voz. No se lo ve atemorizado, no parece un niño perdido, por el contrario, se lo ve entusiasmado con la conversación. Su corazón de madre le revela entonces que su hijo ha iniciado una nueva etapa. Ya no es un niño, es todo un jovencito; tal vez ella tendrá que aprender ahora a ir renunciando a él de a poquitos. ¡Pero se le hace tan difícil!

José y María se acercan sigilosos y alcanzan a oír una de las respuestas de su hijo. No se sorprenden mucho porque ya conocen su inteligencia. Pero parece que los demás sí, y ahora escuchan los comentarios de la audiencia maravillada ante la sabiduría del niño.

María lo mira directamente a los ojos, Jesús la reconoce. Camina hacia sus padres, no hay culpa en su mirada, no hay temor, sino seguridad y satisfacción.

La lucha interna que libra el corazón de María la lleva a emitir un reproche:

—Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? He aquí, tu padre y yo te hemos buscado con angustia.[12]

María está a punto de echarse a llorar cuando su hijo le responde:

—¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?

José y María se miran asombrados. Hay en esa mirada una complicidad inquieta, una duda refulgente, un vacío de respuestas que les lleva a aceptar este hecho aún incomprensible. ¡Solo Dios conocía la magnitud de la misión de su Hijo! Jesús sabe que no han entendido del todo, mira a sus padres con ternura y regresa presto con ellos a Nazaret. Sujeto a ellos, seguirá creciendo “en sabiduría, en estatura y en gracia para con Dios y los hombres”.[13]

Capítulo 5
ADIÓS AL HOGAR

Jamás olvidaría el día que Jesús salió de casa. Él no le dijo que ya no volvería, pero ella lo sabía bien. Emprendería un largo recorrido por el mundo llevando su mensaje de amor, el amor que había sabido prodigar a su familia durante los años que tuvieron el privilegio de tenerlo en el hogar. Jesús, su primogénito, su hijo… El día anterior había lavado dos túnicas que habían sido de su padre, para ponerlas en su morral. Jesús no quería cargar un gran equipaje, había decidido viajar con lo que llevaba puesto. Pero ella insistió, aunque sea una túnica más y un manto adicional…

Jesús acarició su cabeza y le dio un beso en la frente:

—Madre…

María saboreó la voz del hijo, la ternura que el viento llevaría ahora por toda Galilea.

—Hijo, cuídate mucho. Prométeme que lo harás, descansarás para comer, buscarás una buena posada, evitarás las sendas solitarias.

Jesús sonrió.

—Madre, siempre madre —la abrazó fuertemente y le dijo un secreto al oído.

Sus hermanas[14] estaban en la puerta y comprobaron una vez más que Jesús siempre era capaz de arrancarle una sonrisa a María aun en los momentos más dramáticos como lo era esa despedida.

Después las abrazó a ellas, una por una.

—Sean buenas y cuiden de mamá.

Salomé le entregó unas tortas, Miriam le alcanzó el agua. Judas, Simón y José le aseguraron que lo buscarían de vez en cuando para mantenerlo informado de la familia. Jacobo, en cambio, se mantuvo algo distante, no terminaba de entender la terquedad de su hermano mayor de abandonar así el hogar.

Jesús miró una vez más su casa, Nazaret, ciudad situada en aquel valle alto, rodeada de montes de piedra caliza, tan pródiga en frutos y flores silvestres. Nazaret, ciudad fronteriza y pequeña que no creería en él justamente porque lo vio crecer. Los ojos de Jesús se posaron en las altas montañas que la rodeaban, en aquel panorama impresionante que muchas veces había sido su inspiración para alabar al Padre por su grandeza. Si la fe de sus conciudadanos fuera al menos como un grano de mostaza, podrían decir a aquel monte, sal de allí… pero en Nazaret no encontraría esa clase de fe.

María observaba detenidamente el rostro de su hijo. No quiso interrumpir sus pensamientos. Sin duda estaba reflexionando en algo muy serio pues su rostro expresaba cierta melancolía. De pronto evocó la imagen de su hijo a los doce años, cuando le dijo: “En los negocios de mi Padre me es necesario estar”.

Entonces cambió su perspectiva. Su dolor se transformó en gozo; después de todo para eso había venido a este mundo, nadie más podía cumplir esa misión. Una luz no se puede esconder debajo de un almud.[15]

Se acercó al hijo y antes de darle el beso pronunció su bendición.

—Ve con Dios. El Señor te bendiga y te guarde…[16]

Capítulo 6
EN LAS AGUAS DEL RÍO JORDÁN [17]

Jesús lavó sus pies cansados en las orillas del Jordán, la corriente de agua más importante de Palestina. Mientras refrescaba su piel recordó los grandes acontecimientos históricos del pueblo de Israel que se habían dado en esas aguas: Josué hizo cruzar al pueblo ese río en seco por la acción sobrenatural de Dios, David lo cruzó huyendo de Absalón y volvió más tarde para recuperar el reino, Elías y Eliseo también lo cruzaron de forma milagrosa antes de que el primero fuera arrebatado en un carro de fuego, Naamán se curó de la lepra por bañarse allí. Y sabía que unos metros más adelante, en el vado a un poco más de veinte millas de Nazaret, Juan se encontraba bautizando como señal de arrepentimiento. Casi podía escuchar sus palabras:

“Voz del que clama en el desierto: ¡Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas!”.[18]

Caminó por la orilla disfrutando de sus pensamientos.

—Padre, este día glorificaré tu nombre. Haremos que se cumpla toda justicia. Seré bautizado.[19]

Su corazón se henchía de alabanza. Podía ver la aglomeración de quienes llegaban de Judea y de Jerusalén a escuchar a Juan, todos pedían bautizarse. Y lo hacían confesando sus pecados. Su primo estaba haciendo un excelente trabajo llamándolos al arrepentimiento. Realmente le estaba preparando el camino. Y ahora él quería identificarse plenamente con ellos.

Se detuvo a unos metros de distancia, examinando lo que sucedía. Allí estaba Juan, su figura era inconfundible. Estaba vestido de pelo de camello y tenía un cinto de cuero alrededor de su cintura, como los antiguos profetas. Su rostro era sereno y austero, toda su persona destilaba autoridad, sobre todo cuando alzaba la voz y clamaba. Jesús alcanzó a escuchar:

—Viene tras de mí el que es más poderoso que yo, a quien no soy digno de desatar, agachado, la correa de su calzado. Yo les he bautizado en agua, pero él les bautizará en el Espíritu Santo.[20]

Confundiéndose entre la gente, Jesús trató de percibir el efecto de las últimas palabras de Juan. Los hombres se decían unos a otros:

—Habla del Mesías.

—Pero creí que él era el Mesías.

—No, asegura que no lo es, ya lo has escuchado. Descarta toda pretensión hacia su persona.

—Entonces, ¿quién es Juan?

—Un profeta. Acaso Elías que ha regresado, como profetizó Malaquías.

—No lo sabemos, lo cierto es que su apariencia inspira respeto a pesar de la humildad de su servicio.

—Acerquémonos para escucharlo mejor.

De pronto todos los murmullos y las palabras cesaron. Juan había anunciado algo al ver acercarse a aquel hombre:

—He aquí el Cordero de Dios.[21]

Sus siguientes palabras sonaron tiernas:

—Yo necesito ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?

Jesús lo abrazó y le dijo:

—Juan, es necesario que yo cumpla todo que está lo establecido. Tú lo sabes. Bautízame.

Temblorosamente, Juan sumergió a Jesús en el agua. Entonces tuvo la certeza, al ver a la paloma que descendía del cielo y se posaba sobre Jesús. Y escuchó la voz que decía:

—Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia.[22]

La gente quedó pasmada. ¿Se trataba de un trueno que anunciaba la lluvia? ¿Qué había sido ese ruido potente que se escuchó desde el cielo? ¿Por qué había cambiado la fisonomía del firmamento? ¿Realmente las nubes se abrieron, o se trató de una alucinación colectiva? ¿Por qué sintieron de pronto ese temor como si algo solemne y terrible hubiera sucedido? Y por cierto que sucedió: el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo se unieron en ese momento entre el cielo y la tierra inaugurando la era mesiánica.

Capítulo 7
EN EL DESIERTO [23]

La llanura estéril y salvaje se extendía ante sus ojos. Jesús pensó en el contraste con el valle que acababa de dejar unos días antes. La fertilidad y la aridez. Recordó que el desierto había sido el lugar de prueba para los israelitas, quienes vivieron allí dando vueltas por cuarenta años a causa de su rebeldía y desobediencia. Pero el Padre jamás los abandonó: siempre fueron dirigidos por él en los más mínimos detalles, aun dónde y cuándo plantar y levantar el campamento, dónde hallar agua, hasta les prodigó el alimento. Y fue en el desierto donde recibieron la ley de Dios.

Pero ahora él había llegado hasta allí impulsado por el Espíritu. Su cuerpo estaba débil, pues no había probado alimento por varios días. Entonces el diablo se presentó y le dijo:

—Si eres el hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan.

El Enemigo apelaba a algo más profundo que solo saciar una necesidad física. Se proponía que Jesús empezara a utilizar su poder en forma independiente de la voluntad del Padre para beneficiarse a sí mismo. ¡Qué astuto era!

Pero Jesús respondió:

—Escrito está. No sólo de pan vivirá el hombre sino de toda palabra de Dios.

El diablo se enojó con la respuesta, pero no se dio por vencido. ¿Con que le respondía con la palabra escrita de Dios?... Con esa misma palabra lo tentaría, aunque aplicándola fuera de contexto. Lo llevó a la santa ciudad, lo puso sobre el pináculo del templo, y le dijo:

—Si eres Hijo de Dios, échate abajo, porque escrito está: “A sus ángeles mandará acerca de ti, y en sus manos te llevarán, de modo que nunca tropieces con tu pie en piedra”.

El diablo sabía perfectamente que una caída desde esa altura le causaría la muerte. Así que insistió: Vamos, échate abajo, porque si eres Hijo de Dios él te protegerá de todos los peligros, como está escrito. ¡Demuéstralo arriesgando tu vida! Jesús jamás dudó que Dios estaba con él y tampoco tenía que demostrarlo con ningún acto espectacular como proponía el diablo.

Entonces le respondió:

—Además está escrito: “No pondrás a prueba al Señor tu Dios”.

Otra vez le llevó el diablo a un monte muy alto, y le mostró todos los reinos del mundo y la gloria de ellos, y le dijo:

—Todo esto te daré, si postrado me adoras.

Jesús contempló la grandeza que se desplegaba ante sus ojos, la hermosura de las ciudades, el brillo de las armas de los ejércitos, el ruido de las voces humanas como el ruido de un mar lejano, la plenitud de la vida de un mundo en movimiento que podía rendirse fácilmente a sus pies. Pero él no había venido para ser un Mesías militar y político ni para recibir gloria humana. No dudó ni un instante y respondió:

—Vete, Satanás, porque escrito está: Al Señor tu Dios adorarás y a él solo servirás.

Jesús utilizó las Escrituras como su autoridad final para enfrentar al Enemigo. El diablo comprendió que había sido derrotado, entonces le dejó; y he aquí vinieron ángeles y le servían.

Jesús volvió a mirar la llanura desolada y estéril. Todavía sentía el sabor amargo que le había dejado la presencia del enemigo de su alma. Pensó en la forma tan astuta en que había intentado seducir su corazón. Y sintió compasión por los seres humanos. Era necesario que él también experimentara la tentación para poder identificarse plenamente con ellos. Aunque sin pecado, iba a compadecerse de las debilidades. Él iba a interceder ante el Padre para socorrerlos.[24] En el futuro, cuando los seres humanos leyeran esta historia se sentirían fortalecidos, pues él había demostrado que frente a las grandes tentaciones de la vida se puede salir airoso en el poder de su Espíritu y mediante su Palabra. Además, debían confiar que de alguna manera frente a la tentación él les mostraría la salida para que pudieran resistir.[25] Porque “El ladrón no viene sino para matar hurtar y destruir”. Él había venido para prodigar vida. Y vida en abundancia.[26]

¡Debía comenzar cuanto antes su misión!

Capítulo 8
BUSCANDO NUEVOS AMIGOS [27]

Los ojos de Jesús se posan en las pequeñas embarcaciones que se mecen al compás de las olas del mar de Galilea. Vistas desde donde él se encuentra semejan un cuadro hermoso, un paisaje marino que evoca la quietud y al mismo tiempo la fuerza y la braveza de las aguas. Pues, por estar situado en una hondonada entre las montañas que lo rodeaban, el mar estaba sujeto a repentinas y violentas tormentas. Pero aquella mañana las aguas se mecían apacibles. Capernaúm, ciudad marítima en la región de Zabulón y Neftalí, tal como había sido profetizado, empezaba a ver la luz.[28]

Pero Jesús está mirando más allá del hermoso paisaje, él siempre mira más allá de las circunstancias. Ahora sus ojos se detienen sobre dos personas a las que conoce bien, aunque estas todavía no lo sepan. Dos hermanos —Simón y Andrés— arrojan sus redes en el mar. Sus brazos corpulentos lanzan y jalan. Tienen la piel oscura y tosca por estar expuestos constantemente a los rayos solares. Sus rostros jóvenes están marcados por algunas grietas casi imperceptibles, que recuerdan noches de fatiga, días sin descanso, largas jornadas de trabajo. Pero Jesús sabe que pronto eso terminará. Les esperan kilómetros de recorrido a su lado, como pescadores de hombres.

La multitud se agolpa al reconocer a Jesús. Tienen sed de la Palabra. Él sonríe: tiene para darles una bebida mucho más dulce que las aguas del lago. Jesús busca un lugar desde donde predicar, un lugar donde todos puedan verlo, pues su voz es potente y se vuelve más potente aún cuando enseña las verdades del reino. Pero donde está, al mismo nivel que la gente, no todos pueden distinguirlo. Entonces se acerca a la barca de Simón y pide que le permita enseñar desde allí a la multitud. Simón accede, no entiende por qué le sería difícil negarle algo a ese hombre de mirada serena, y él también queda atrapado por su doctrina. Pero luego se sorprende más aun, cuando le ordena remar hacia adentro para volver a lanzar las redes.

—Maestro, toda la noche hemos estado trabajando y nada hemos pescado —Pedro estaba realmente frustrado. Como pescador una vez más había saboreado el sabor del fracaso. Sin embargo, no puede terminar la protesta, el rostro del Maestro sereno y sonriente lo lleva a pronunciar otras palabras—: Pero en tu palabra echaré la red.

Y la echa sobre las aguas, en obediencia, sin esperar ninguna sorpresa; la decepción de la larga jornada nocturna había calado en su ánimo. De pronto, siente que algo jala con fuerza hacia abajo. Es el peso de la red que ha desnivelado la posición de la barca. Pedro ríe y su risa contagia a Jesús quien ríe también. Andrés grita de alegría. Ambos hermanos arrastran con fuerza la red, se mojan, Jesús les ayuda, pero aun así no pueden, la enorme cantidad de peces empieza a romper la red. Entonces llaman a gritos a Jacobo y Juan, quienes se encuentran a unos metros de distancia:

—Vengan, ayúdenos, no podemos solos con tantos peces.

—Señor, tú sabías esto… —de pronto el rostro de Pedro se contrae, ha entendido algo. Solo el Señor del universo sería capaz de hacer subir los peces de día para que llenaran una red. Percibe que Jesús es una presencia santa y poderosa. Y que no es ajeno a las necesidades del ser humano. Entonces cae de rodillas.

—Señor, aléjate de mí porque soy un hombre pecador.

¿Alejarse? Jesús no quiere alejarse. ¡Si se ha aproximado a ellos para que sean sus amigos, para darle un sentido diferente a su existencia! Allí tienen la mejor pesca de su vida. Pero es tiempo de elegir.

—No temas, desde ahora serás pescador de hombres.

Parece una locura. ¡La pesca más extraordinaria de sus vidas, y la dejan a cargo de los ayudantes! Pues los cuatro: Pedro, Andrés, Jacobo y Juan, dejándolo todo, le siguieron.

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9789972849466
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