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CUANDO SE CERRARON LAS ALAMEDAS

© Oscar Muñoz Gomá, 2021

Todos los derechos reservados Oscar Muñoz Gomá.

Pehoé ediciones

San Sebastián 2957, Las Condes Santiago de Chile

Registro de Propiedad Intelectual Nº 2020-A-617

ISBN Edición digital: 978-956-6131-10-6

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com

La reproducción total o parcial de este libro queda prohibida, salvo que se cuente con la autorización del editor.

Santiago de Chile

NOTA DEL AUTOR

Este relato es una novela de ficción, aunque está inspirada en hechos reales que ocurrieron en Chile en las últimas décadas del siglo XX. Las alusiones a personajes históricos también son ficcionales y no reflejan necesariamente la realidad, aunque estén dentro de lo posible. El relato sobre la isla Dawson se basa en el libro de Sergio Bitar Isla Diez, Pehuén, 1987.

REFERENCIAS BIOGRÁFICAS DEL AUTOR

Nació en 1938. Estudió en el Liceo Alemán de Santiago. Es ingeniero comercial por la Universidad de Chile y doctor en economía por la Universidad de Yale. Fue investigador y Director Ejecutivo de CIEPLAN. Ha publicado numerosos artículos y libros de economía, entre los cuales se pueden mencionar Estrategias de desarrollo en economías emergentes, Edición FLACSO-Universidad de Chile, Santiago, 2001; Más allá del bosque: transformar el modelo exportador, Edición FLACSO, Santiago, (coordinador), 2002; El modelo económico de la Concertación 1990-2005. ¿Reformas o cambio?, FLACSO-Editorial Catalonia, Santiago, 2007; En los ecos del tiempo-Memorias, dos tomos, edición privada, 2015. Ha sido profesor de diversas asignaturas de economía en las universidades de Chile, Católica, Diego Portales y Alberto Hurtado. Ha participado en talleres literarios durante más de treinta años.

PRIMERA PARTE

LAS ALAMEDAS CERRADAS

11 DE SEPTIEMBRE DE 1973

1

A las diez y media de la mañana sonó el teléfono de Margot Lagarrigue, mientras tomaba el desayuno. Ese día se levantó más tarde. Su hijo Sebastián dormía plácidamente. Sus vacaciones de septiembre acababan de empezar. Estaba muy inquieta por la situación del país. Las marchas, contramarchas, manifestaciones, atentados, agresiones, insultos y descalificaciones entre las autoridades habían creado un clima enrarecido, crispado, todos enrabiados. Había mucha presencia policial en las calles y a menudo con gran violencia de uno y otro lado. El aire olía a gases lacrimógenos.

Desde la muerte trágica de su esposo, Rodrigo Darrigrande, estaba muy sensible. En cada víctima veía de nuevo a su esposo muerto y todos sus desgarros. Aún no lograba asentar bien su espíritu, el equilibrio de su personalidad. Se estremecía ante las escenas de violencia que presenciaba a diario en la televisión y en los diarios. Y eran cada vez más frecuentes. En el fondo de su alma anhelaba que todo terminara de una vez y no se atrevía a confesarse que eso significaba sólo una cosa.

La llamaba Juan Pablo Solar, el amigo íntimo de Rodrigo, quien se hizo cargo de los trámites funerarios cuando éste falleció. Tuvo también la dolorosa misión de ir a darle la mala noticia. Pero se convirtió en un buen amigo de ella y se mantuvo muy cerca durante sus primeros meses de viudez. La acompañaba con delicadeza y consciente de su duelo, no como tantos frescos que al poco tiempo se le acercaron con intenciones seductoras. Margot era muy atractiva desde los tiempos universitarios y siempre hubo gente rondándole alrededor.

La voz de Juan Pablo sonó ronca y alterada, nerviosa, apenas podía hablar.

− Margot, se ha producido el golpe que todos temíamos. Se levantaron las tres ramas de las fuerzas armadas y también los carabineros y le piden la renuncia al presidente. Si se niega, le advirtieron que bombardearán La Moneda. La radio Magallanes está informando de todo, pero es probable que dentro de poco la silencien también.

− Me parece terrible, pero esto no daba para más, Juan Pablo. Lo siento por ti, que es tu gobierno. No sé qué pensar, no sé si es bueno o es malo.

− Por el momento se ha desatado la violencia más brutal. Los militares rodearon La Moneda a la espera de que el presidente se entregue. Hay disparos en el centro, enfrentamientos entre soldados y civiles armados. Mira, es muy delicado y si esto va en serio, y yo creo que sí, todos los altos funcionarios del gobierno correremos el riesgo de ser detenidos o ejecutados. Los cabecillas ya hablaron por la televisión. Están liderados por el general Pinochet, que se suponía respaldaba a Allende. Hablaron en un tono muy amenazante y conminaron a la plana mayor del ejecutivo a entregarse.

− ¿Qué vas a hacer Juan Pablo? ¿Corres riesgo tú?

− Por supuesto, soy subsecretario y por lo tanto, estoy entre las primeras autoridades que tienen que ir a entregarse. Pero yo no lo voy a hacer. No les tengo ninguna confianza. Piensa que hasta ayer Pinochet era el general más leal al presidente. Esto viene mal, Margot.

− Juan Pablo, no lo hagas. No te entregues, espera un poco a ver cómo evoluciona todo. ¿Sabes, por qué no te vienes a mi casa? Yo estoy fuera de toda sospecha, no he participado en política, a pesar de que Rodrigo sí lo hacía. Además, mi padre es empresario, es momio y no creo que corra ningún peligro.

− Te lo agradezco, Margot. Y creo que voy a aceptar tu ofrecimiento. Al menos para ganar tiempo y ver cómo se desenvuelve todo. Antes voy a hacer algunos llamados telefónicos porque quiero saber más de mis compañeros del ministerio. Ya hablé con el ministro y él se va a trasladar donde un amigo también. Dio orden de que la gente se quede en sus casas. El presidente lo llamó temprano, porque ya de madrugada le advirtieron que empezaba el golpe. Orlando Letelier fue detenido por el general Arellano Stark a las siete y media de la mañana. No se sabe su paradero. El presidente ha estado hablando con sus colaboradores y pidiéndoles que no vayan a La Moneda. Quiere evitar un derramamiento de sangre.

− Te espero, entonces. A la hora que quieras.

Margot sintió un temblor en todo su cuerpo. Una sensación que no tenía desde que le avisaron que habían asesinado a Rodrigo. Trató de relajarse, tomó agua y fue a ver a su hijo Sebastián. Seguía durmiendo y decidió no despertarlo.

Se sentó para pensar con tranquilidad. En lo personal y familiar, no albergaba temores. Tenía sus propias ideas, nunca le había gustado ese gobierno, a pesar de que su marido llegó a ser un funcionario importante. Su cultura política se había formado en una familia más bien de derecha, moderada y nunca extremista. Su padre criticaba al régimen y pensaba que efectivamente iba a caer por la situación del país. Los sindicatos se tomaban las empresas, los campesinos expulsaban a los patrones de sus campos, los precios de los productos elementales andaban por las nubes, cuando se podían conseguir, la gente reclamaba por todos los medios posibles. Todos los días había enfrentamientos callejeros en el centro de la ciudad, con bombas lacrimógenas que dejaban el aire irrespirable. En cierta ocasión Margot se encontró en el medio de una manifestación contra el gobierno y se aterró cuando el gas lacrimógeno le impidió respirar por varios segundos.

Mientras su esposo Rodrigo vivía, tuvieron largas conversaciones que le hicieron ver otros puntos de vista. Él era militante del Mapu y trataba de explicarle que los cambios importantes en un país nunca ocurren pacíficamente, o al menos, sin conflictos sociales. Se fue apartando de amistades que propiciaban un golpe militar y, en alguna medida, sintió simpatía por gente que se sacrificó para que las cosas funcionaran mejor. Y aunque antes pensaba que cuando cayera el gobierno, tendría que celebrar con champaña, pero ahora ya no sabía qué pensar. Algo en sus entrañas le decía que todo estaba mal, que iban al despeñadero. Cuántas veces conversó de esto con Juan Pablo.

− Mira, estoy medio loco−, le decía su amigo subsecretario−. La descoordinación en el gobierno es imperdonable. A veces participo en las reuniones del comité político y es una olla de grillos. Cada uno tira para su lado. Y el presidente como que perdió la capacidad de mando. Los escucha a todos, pero no se decide por qué vía seguir.

Margot fue a poner la televisión para mirar las noticias. Repetían una y otra vez el primer bando de la Junta Militar que asumió el poder y reiteraba el llamado al presidente Allende a entregarse. Las calles del centro eran una desolación. Los tanques y patrullas militares llenaban el espacio. Algunos soldados se ubicaban detrás de vehículos estacionados para responder el fuego que les llegaba desde algunos edificios. Había francotiradores en los pisos altos y terrazas. Dejó en silencio el televisor y sintonizó la radio Magallanes. Estaba hablando Allende, al final de su discurso y anunciando que más temprano que tarde se abrirían las grandes alamedas para que pase el hombre libre. De pronto la transmisión se interrumpió y la onda radial desapareció.

Sebastián apareció en su pijama y los ojos somnolientos. Tenía cinco años. Margot todavía estaba conmovida con el discurso del presidente. Aunque no le gustaba, no podía evitar una empatía con él, que afloraba contra su voluntad. Su hijo le pidió desayuno y ella le preparó un jugo natural de naranjas y le calentó la leche. El niño se quedó mirando el televisor, atraído por las fuertes escenas que se desplegaban. Margot lo llamó a la cocina para servirle su desayuno y distraerlo de las brutales escenas. No quería exponer a su hijo a esa violencia desatada. Pero tampoco quería mostrarse autoritaria, de manera que buscaba las oportunidades para conducirlo sin frustraciones.

Poco después del mediodía, el teléfono sonó nuevamente. Era Ricardo Schmidt, quien había sido ayudante de su esposo en el ministerio y amigo fiel.

− Margot, supongo que ya estás enterada de todo. ¿Has visto las noticias? ¡Están bombardeando La Moneda!

− ¡No! ¡No he visto nada! Pero, ¿cómo puede ser? ¡Si es el palacio de gobierno! ¿Cómo pueden los propios militares bombardear el edificio más simbólico de nuestra república?

Margot se sintió golpeada pero al mismo tiempo se sorprendió de escuchar palabras que nunca creyó que saldrían de su boca. ¡Símbolo de nuestra república! Sonaban más a una frase de poesía menor. Algo se estaba trastornando en ella. Pero Ricardo seguía hablando.

− Margot, ¡tengo que salir del centro! Me vine sin saber que había orden de no presentarse. Aquí no hay casi nadie. ¡No me puedo quedar y tampoco me quiero ir a mi casa! ¿Me podrías recibir, por algunas horas, hasta que se sepa mejor qué va a pasar?

− Pero, ¡por supuesto Ricardo! Vente inmediatamente para acá. No sé cómo lo vas a hacer, pero vente.

− Tengo mi citroneta estacionada cerca y confío en poder salir del centro. Y ojalá no la hayan bombardeado.

− Ya, te espero. Juan Pablo me avisó que también se viene. Ten mucho cuidado, por favor.

Tomó conciencia Margot de que su casa se estaba convirtiendo en refugio de eventuales perseguidos políticos. Recordó que a pocos metros vivía una pareja joven, muy extremistas en sus ideas, pero con quienes había simpatizado. El barrio de Lo Curro era nuevo, en los extramuros de la ciudad y todavía había muchos sitios eriazos. Se había formado a partir del loteo de un gran fundo cercano a Santiago hacía varias décadas y lindaba con un cerro, cercano al Manquehue, a cuyos pies se formaron pequeñas parcelas rurales, vendidas a bajo precio. En una de ellas, el propietario había construido una pequeña cabaña para acoger a un hijo. Éste se fue del país, la cabaña quedó desocupada y al poco tiempo una pareja joven se instaló a vivir ahí. Habían arrendado la cabaña por una suma muy módica. Simón Araya era sociólogo y enseñaba en la Universidad de Chile y Gloria Gutiérrez practicaba la artesanía en textiles. Vivían modestamente. En más de una oportunidad Margot los acarreó en su auto, ya que el transporte público no funcionaba en ese barrio. Ella había simpatizado con la joven pareja, a pesar de sospechar que Simón participaba en el MIR, porque era muy crítico del gobierno y de todo lo que pasaba en el país, pero no desde la derecha sino desde la ultraizquierda. Tenían dos hijos de cuatro años el mayor y de dos la pequeña. Eran sencillos, esforzados.

− ¡Este gobierno cree que va a hacer la revolución llamando a elecciones!−, se mofaba. No ocultaba su admiración por Cuba.

Decidió ir a buscarlos. No tenían teléfono, ya que en varias oportunidades habían ido a hablar a su casa. Vistió a Sebastián y salieron de la casa en dirección a la cabaña, que no estaba a más de unos cincuenta metros. Los encontró sentados, tomando té, pálidos y tratando de sintonizar noticias en una pequeña radio de mala calidad. Abrieron con cautela cuando Margot les golpeó la puerta. Por una rendija se asomó el rostro de Simón. Cuando la vio su expresión se relajó y la invitó a entrar.

− Simón, vénganse de inmediato a mi casa. No pueden quedarse aquí.

Se miraron Simón y Gloria y sin mayor cuestión ambos asintieron.

− En verdad, estamos asustados−, confesó Gloria−. Nuestra mayor preocupación son los niños.

− Al final pasó lo que tenía que pasar−, Simón exhibió con un dejo de soberbia lo que consideraba su clarividencia−. Era imposible que este gobierno se saliera con la suya. Era obvio que la alta burguesía y la casta militar no le iban a permitir hacer una revolución popular.

− Simón−, le pidió Gloria−. Concentrémonos en lo inmediato. Tú ya estás en lista negra. No podemos quedarnos aquí, al menos por hoy. Tenemos que salir.

− Yo debería ir a reunirme con mis compañeros. Somos muchos los que ya estábamos en lista negra. Y nos hemos preparado para combatir, pero, es cierto, no tengo cómo llegar al punto de encuentro que tenemos fijado. Quizás sea mejor esperar uno o dos días. De acuerdo, gracias Margot, sinceramente te agradezco tu generosidad. Llévate ahora a Gloria y los niños y yo llegaré apenas pueda. Antes tengo que preparar algunas cosas.

− No. No te dejo aquí. ¿Te vas a ir por la calle en este barrio de la alta burguesía, como dices tú? Te esperamos, busca lo que necesites. Pero no te demores mucho, porque espero a otras dos personas que vendrán.

− Tengo que acarrear un equipaje. Voy a buscarlo.

Tardó diez minutos en reaparecer. Portaba una maleta de tamaño mediano, pero, por lo visto, pesaba mucho. Apenas podía con ella. En el otro brazo llevaba un bulto largo, envuelto en frazadas. También parecía pesado. Margot no quiso preguntar, pero le advirtió.

− No, no puedes ir por la calle con esos bultos y menos en este barrio. Esperen aquí. Voy a buscar el auto. No demoraré.

Cuando ya estuvieron en su casa, Margot encendió nuevamente el aparato de televisión. Hubo un anuncio que los dejó helados.

− El depuesto presidente ha muerto−, anunció un locutor con voz lacónica−. No quiso aceptar el ofrecimiento que le hizo la Junta Militar de abandonar la sede de gobierno y ser trasladado a otro lugar. Prefirió el suicidio. Repito, Salvador Allende acaba de cometer suicidio. En estos momentos…

Margot cortó la transmisión. Gloria rompió a llorar, abrazada a Simón. Los niños la miraron en silencio.

2

Hacia la una de la tarde llegó Juan Pablo Solar. Ingresó a la parcela y estacionó su auto frente a la casa. A pesar de ser ya un adulto de treinta y cinco años no podía dejar de sentir un nerviosismo propio de adolescente cuando visitaba a Margot.

Le confesó a un amigo íntimo, con quien se hacían confidencias, que en realidad estaba enamorado de ella.

− Es una mujer extraordinaria−, se la describía−, es bella, sensible, inteligente, de fuerte personalidad. Tiene una energía vital, una capacidad de empatizar con los demás, que cuando está con alguien parece que no hubiera nadie más en el mundo. Cuando habla sus ojos brillan. Fue muy fuerte en sus horas de dolor, cuando perdió a Rodrigo, pensando en primer lugar en su hijo, a quien quiso evitarle todo trauma y todo recuerdo amargo de ese momento tan triste.

− Y, ¿qué esperas?−, lo estimulaba su amigo.

− Mira, me incomoda mucho hablar de esto con ella. Me parece indecoroso. Lo sentiría como un sacrilegio. Ella tiene que vivir su duelo, asumir su vida y la de su hijo, lograr un equilibrio afectivo que, me imagino, debe ser muy difícil. Hemos sido muy buenos amigos, yo era muy cercano a Rodrigo. Y para serte franco, ya tuve un fracaso matrimonial y tengo que pensarlo muy bien antes de adquirir un nuevo compromiso. Pero, quien sabe.

Juan Pablo atraía a las mujeres, tenía buena presencia, con más de un metro ochenta de altura, rostro aceitunado y una voz profunda. Pero en su interior no había lo que pudiera llamarse una pasión. Hasta ahora. Desde la viudez de Margot no pudo evitar la experiencia vital de sentirse su pareja, aunque nunca hubo gestos ni sugerencias en tal sentido. Sin embargo, percibía una cierta reciprocidad de parte de ella. No quiso interpretarla sino como una amistad genuina. Habría sido muy torpe de su parte ir más allá. Pero se preguntó ahora cómo este terremoto político que estaban viviendo iba a afectar sus vidas. Esto podría cambiarlo todo.

Se bajó del auto y tocó el timbre. Apareció Margot y su rostro se veía alterado. Se abrazaron en el antejardín.

− ¡Qué bueno que hayas llegado, Juan Pablo! Estaba preocupada por ti. Es terrible lo que pasa. Acaban de anunciar que el presidente murió.

− Sí, lo supe. Estoy muy conmovido. Lo traté muchas veces, en reuniones oficiales y en más de alguna celebración amistosa, a las que era muy aficionado. Margot, se nos vienen tiempos difíciles. Esto no va a ser fácil. Tenemos que prepararnos.

Entraron a la casa y la anfitriona hizo las presentaciones de sus vecinos, Simón Araya y Gloria Gutiérrez. También había llegado Ricardo Schmidt, a quien Juan Pablo ya conocía, en el ministerio. Todos estaban con rostros sombríos. Los niños se habían retirado a la habitación de Sebastián donde jugaban. En el living-comedor, la televisión mostraba nuevas escenas de lo que ocurría en las calles del centro: detenciones de civiles con los brazos en alto, que iban siendo encerrados en camiones militares.

− Voy a preparar algo para que comamos−, anunció Margot−. No se hagan muchas ilusiones, solo algo liviano para almorzar. No estoy de mucho ánimo para cocinar. Juan Pablo, por favor, saca bebidas y vino de ese armario de la esquina.

Juan Pablo se sintió halagado de cumplir una especie de función de dueño de casa. Descorchó una botella de vino tinto y otra de blanco, sacó vasos y los distribuyó en una mesita de centro. Simón fue el primero en tomar un vaso y servirse un vino tinto. No hizo amago de ofrecerles a los demás. Su rostro, enmarcado por la larga cabellera y una barba negra y profusa, mostraba una sonrisa contenida, sarcástica. Había dejado el bulto largo con que llegó muy cerca de donde estaba y no le perdía mirada. Ricardo Schmidt fue más considerado y sirvió los vasos a Gloria, Margot y Juan Pablo, cuando éstos regresaron de la cocina trayendo sándwiches y frutas, que comenzaron a servirse.

− Vamos a cortar la televisión para que tengamos algo de descanso y podamos servirnos este almuerzo, muy frugal por lo demás−, sugirió Margot y sin esperar respuestas procedió a hacerlo.

Alguien tocó el timbre y todos se miraron. Margot salió a abrir. Oyeron saludos amistosos en el antejardín. Entró con un hombre joven de rostro alegre.

− Les presento a mi hermano Benjamín−, su rostro expresaba cierta aprensión−. Pero háganse el ánimo, aquí llegó un ultra momio.

Lo dijo en un tono de semibroma, palmoteando a su hermano. Se notaba incómoda. Benjamín traía una botella de champaña en la mano.

− Espero no interrumpir, pero quise venir a acompañar a mi hermana. No quería dejarla sola. Puede pasar cualquier cosa. Pero, ¿por qué todos tan compungidos? ¡Hay que celebrar! ¡Aquí traje una botella de champaña!

− Benja, entiende que no todos compartimos tus ideas. Aquí hay gente que está triste por lo que pasa, por la muerte del presidente, porque estamos en un momento muy crítico para el país.

− Bueno, lo lamento si es así como lo ven, pero miremos el lado positivo. Se acaba la incertidumbre, se acaba el caos y la anarquía en que estábamos. Les apuesto a que todo va a ir mejor.

Margot lo tomó de un brazo y se lo llevó a la cocina. Conocía bien a su hermano. Era buena persona, inteligente, muy de derecha, pero no le gustaba complicarse en la vida.

− Por favor, Benjamín, no seas inadecuado. Estos son mis amigos, son partidarios del gobierno de Allende, no es gente violenta y ahora son ellos los que van a enfrentar una enorme incertidumbre. ¿No has visto las noticias? ¿No has visto la violencia con que los militares están tratando a los civiles que eran miembros del gobierno?

− Pero, ¿qué esperabas? ¿Qué los trataran con algodones? ¿No viste que hay gente disparándoles a los militares desde los techos de los edificios?

− Mira, me encanta que me hayas venido a acompañar, pero te voy a pedir que seas prudente, que no provoques. Tratemos de pasar el día con la mayor tranquilidad posible, hasta donde se pueda, porque las cosas no están para celebrar. Así es que, gracias por la champaña, pero la vamos a guardar en el refrigerador para una mejor ocasión. Y ahora, abrázame, porque estoy temblando.

Regresaron al living y se sirvieron algo de lo que había sobre la mesa, mientras los demás hacían lo propio. Simón estaba sentado en un sofá y miraba al suelo, con un rostro amargo. Sostenía un vaso con vino. En algún momento se levantó y se acercó a Margot. Le habló en voz baja.

− Margot, te quiero pedir un favor. Acompáñame a la cocina.

Ella pensó, algo divertida, que su cocina se estaba convirtiendo en un verdadero confesionario de iglesia. Escuchó a Simón.

− En esta maleta que traje tengo documentación muy delicada. Hay papeles con nombres de algunos compañeros, direcciones, teléfonos, instrucciones para casos de emergencia. Son muy comprometedores si caen en otras manos. Tampoco quiero comprometerte a ti. ¿Cómo podríamos deshacernos de ellos?

− Con razón se veía tan pesada. Quememos esos papeles. Vamos a encender la chimenea y echamos todo ahí. Pero antes dime, ¿qué tienes en ese bulto largo que trajiste? Perdona si soy indiscreta, pero en las actuales circunstancias tengo que saber qué está pasando en mi casa.

Simón la miró fijo a sus intensos ojos verdes y vaciló antes de responder.

− Te tengo confianza y estoy agradecido que nos hayas acogido en tu casa. Por eso te voy a contestar bien francamente. Son fierros.

Margot lo miró con cara de pregunta.

− ¿Fierros? ¿Qué quieres decir?

− Nosotros llamamos fierros a unos juguetitos para prepararnos a una larga lucha. Es un arma.

− Pero, ¿estás loco? ¿Cómo se te ocurre traer un arma a esta casa en un día como hoy?

− Margot, yo ya no voy a regresar a mi casa. Tengo que irme a la clandestinidad. Mañana mandaré a Gloria a la casa de sus padres y yo tendré que desaparecer del escenario.

− ¡Ah, no, Simón! Lo siento, pero esa arma tendrá que desaparecer de aquí a la brevedad. Y tampoco tú podrás andar por ahí llevando un bulto de ese tamaño. ¿Por qué es tan grande?

− Es una metralleta AK6. Y no puedo deshacerme de ella. Tengo que ir al combate.

− Estás loco, Simón. Imagínate si llegan militares a esta casa. Hay niños chicos, hay gente inocente. ¿Cómo puedes comprometernos así? No, no lo acepto. Tendrás que deshacerte de ella. Además, te advierto que estás mal de la cabeza si crees que vas a ir a combatir. ¿Un puñado de personas sin orden ni disciplina contra un ejército profesional?

Simón se quedó en silencio y pensativo. Se asomó a una ventana de la cocina y miró el jardín. Luego pareció decidirse.

− ¿Tienes algún lugar para esconderla bien?

− Mira, la vamos a esconder por algunas horas, hasta que anochezca. Pero después la vamos a hacer desaparecer. Anda a buscarla y sígueme.

Simón recogió el bulto y subió con Margot al segundo piso de la casa. Se dirigieron al baño. Margot llevó una pequeña escalera guardada en un closet.

− Mira, ahí arriba hay una tapa que da al entretecho. Se abre fácilmente, empujándola. Pon la escalera, te subes y escondes el bulto. No dejes marcas en la tapa para que no se note que ha sido removida recientemente.

Simón hizo lo indicado y Margot guardó después la escalera en su lugar. Bajaron.

− Ahora vamos a encender la chimenea para quemar tus papeles.

Llamó a Ricardo y le pidió que fueran con Simón a traer leña del patio. Y les anunció a los demás que encendería la chimenea.

− ¿Para qué?- preguntó Benjamín−, si no hace tanto frío.

− No importa, la vamos a encender y tú vas a ayudar también−, le respondió Margot, perentoria. Era su hermana mayor y él siempre respetó sus opiniones.

Simón y Ricardo llegaron con varios leños y un pequeño atado de astillas más finas. Se arrodillaron frente a la chimenea, armaron una base con diarios y astillas y les aplicaron un fósforo encendido. Rápidamente se alzaron las lenguas de fuego. Agregaron algunos leños más grandes.

Benjamín se sacó su chaqueta y se quejó del calor.

− No es un día para chimenea−, se quejó−, pero, en fin. ¿Qué es lo que tenemos que quemar? Porque me imagino que de eso se trata.

Nadie respondió, pero apareció Simón con un alto de papeles que había sacado de su maleta. Los fue arrojando en pequeños montones al fuego. Gloria le ayudó con otro tanto. Revolvieron las brasas con unos instrumentos de fierro.

Alguien había puesto nuevamente las noticias en la televisión. Se reiteraban las escenas de la mañana, los bandos que emitía la Junta, que seguramente habían preparado en los días anteriores. Porque no era un golpe improvisado. Estaba muy bien planificado. Se informó que habría toque de queda a partir de las seis de la tarde. Esto era en tres horas más. Entremedio la televisión exhibía algunos documentales turísticos sobre las bellezas de Chile, los lagos, las montañas nevadas, escenas folklóricas campesinas. De pronto se interrumpían y se anunciaban listas de personas que deberían presentarse ante las nuevas autoridades. Incluían a todos los ministros de Allende, los subsecretarios y algunos altos ejecutivos de empresas públicas. Se oyó el nombre de Juan Pablo Solar. Este se quedó en silencio.

− Lo mejor que puedes hacer−, le dijo Benjamín−, es ir a entregarte. Estarás detenido unos días y te van a soltar. Si no has hecho nada, supongo.

− Lo estoy pensando−, respondió lacónicamente el aludido.

− ¡Nooo! Por ningún motivo−. Se oyeron varias voces, entre ellas la de Margot.

Simón argumentó con más convicción.

− No vayas. Correrías un alto riesgo de ser eliminado. En este momento nadie responde por nada. Lo único que hemos visto es el odio de la Junta. ¿Viste las caras de los cuatro? Si te entregas, no solo vas a ir preso, sino es probable también que te torturen para sacarte información. Y después al paredón.

− Es lo que hacían en Cuba, ¿no?−, Benjamín no pudo contener su sarcasmo.

Simón se levantó y salió al patio de atrás, a fumar, dijo. Gloria lo acompañó.

− Tendré que salir por unos minutos−, anunció Margot−. Voy a hacer algunas compras, aunque no estoy segura si encontraré lo suficiente.

El desabastecimiento de mercadería era general. Pero algo podría hallar. Y aunque su despensa no estaba muy mal provista, preveía que la noche sería larga y quizás qué pasaría al día siguiente. Eran varios los comensales que tendría que atender.

− Te acompañaré−, le dijo Juan Pablo.

− ¡Ni por nada! Eres cara conocida y más de alguien podría denunciarte. No, tú te quedas aquí y no te mueves.

Su hermano Benjamín se ofreció para acompañarla.

− No hay riesgo para mí−, hizo saber con una sonrisa arrogante. Se sentía ahora en el bando de los vencedores.

Se aprontaban para salir cuando apareció Sebastián, el hijo de Margot, que andaba jugando en el jardín con los otros niños.

− Mamá, hay un camión con soldados en la calle.

Se levantaron rápidamente todos y se asomaron a las ventanas de la casa. Se podía escuchar la respiración agitada de varios de los presentes. Efectivamente, en el camino que había a los pies de la parcela un camión con soldados estaba estacionado. Comenzaron a bajar con agilidad. Gloria tembló y se aferró a Simón.

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9789566131106
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