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EL SUR SE TRANSFORMA EN NORTE

“Existe el destino, la fatalidad y el azar; lo imprevisible y, por otro lado, lo que ya está determinado. Entonces como hay azar y como hay destino, filosofemos”

Séneca

Mientras realizaba tareas en el área de Turismo Submarino, tuve oportunidad de conocer gente con actividades muy variadas, entre ellos Jorge Depasquali, guardafauna de la Reserva Punta Norte, Península Valdés. Este lugar – que siempre atrapó mi atención por su salvaje belleza natural, su geografía y su fauna tan especial— es el único apostadero continental del elefante marino del sur (Mirounga leonina), una especie que sorprende por su aspecto, su tamaño y sus características sociales. Pero la conversación y la amistad de Jorge fueron también importantes estímulos para mis visitas a la reserva.

Jorge conocía mi afición por los animales y mi deseo de ser guardafauna. A principio de octubre de 1974 me visitó en el local de buceo donde yo trabajaba y me hizo una propuesta que dio un giro de 180 grados a mi vida. Me dijo que iba a renunciar a su cargo y, como el actual auxiliar de guardafauna quedaría al frente de la reserva, era necesario un nuevo ayudante. Yo tenía que decidir – en lo posible, ese mismo día— si quería intentar obtener ese puesto. Horas más tarde, Jorge me presentaba ante José Gaspar Pepitoni, responsable del Departamento Conservación, como aspirante al cargo.

Por su parte, Pino Nicoletti me reunió con Antonio Torrejón, entonces Subsecretario de Información Pública y Turismo, quien había creado y administraba las Reservas de Fauna. Torrejón estuvo de acuerdo con mi nombramiento, pero sugirió que, para mayor seguridad de mi hija de un año y medio, Jéssica Valeria, se me enviara a la Isla de los Pájaros, más cercana que Punta Norte a poblaciones con un centro asistencial (Puerto Madryn y Puerto Pirámide). Cualquier enfermedad, inclusive las habituales en los niños, multiplicaban sus riesgos cuando la distancia es grande y la comunicación difícil.

En ese entonces las reservas no contaban con transmisores de radio y los vehículos afectados estaban en pésimas condiciones; a eso se sumaba el estado de los caminos de tierra, que quedaban intransitables cuando llovía. Los guardafaunas solían quedar incomunicados por varios días o semanas, con un agravante: la falta de agua potable, que llegaba desde Madryn o Trelew en camiones cisterna de ocho mil litros. Por último, la luz provenía de un grupo generador, que no siempre funcionaba o contaba con el combustible suficiente para el mes.

A pesar de esas adversidades, insistí en mi pedido: Punta Norte. Los riesgos podían reducirse con precauciones. Además, si se crían niños felices y sanos en los campos alejados de poblaciones, ¿por qué Diana y yo no seríamos capaces de hacer lo mismo con Jessica? Admitía que ambos veníamos de la comodidad urbana, donde cualquier problema se soluciona con un llamado o la visita a un especialista, ya sea para reparar algún desperfecto mecánico o problemas de salud. Pero la oportunidad estaba frente a mí y decidí que defendería mi candidatura en el lugar elegido.

El 11 de octubre de 1974 firmé mi contrato como auxiliar de guardafauna de Punta Norte, feliz de trabajar en una reserva de exclusiva jerarquía dentro del área de conservación. Me quedé allí trece años, once de ellos como guardafauna titular.

Desde muy pequeño la Península Valdés atrajo mi atención de una forma casi mágica. Con mis cinco años de edad, su sobresaliente contorno me parecía la panza de una mujer embarazada. Y tenía razón: hoy sé que en ella se está gestando el necesario concepto del respeto a la vida en todas sus formas y manifestaciones. Por eso mi trabajo en Punta Norte significó tanto para mí; por eso, también, dejé tanto de mí en esa reserva.

La Península Valdés tiene 97 kilómetros de largo por 63 de ancho y se ubica hacia el ángulo nororiental de la Provincia de Chubut y está comprendida entre los 42º y 43º de latitud Sur. Se extiende de Norte a Sur desde el paralelo 42º 04’ 56’’ hasta el paralelo 42º 53’ 55’’, y de Este a Oeste desde el meridiano 63º 33’ Oeste de Greenwich hasta el meridiano 64º 23’ del mismo origen. Por el Norte linda con el Golfo San Matías; por el Sur y Este, con el Océano Atlántico; por el Oeste, con los Golfos Nuevo y San José y el istmo que la une al continente. Su punto más saliente es Punta Norte (latitud 42º 05’ S, longitud 63º 47’ O); allí, un faro de 21,1 millas de alcance determina la entrada al Golfo San Matías.

La forma del territorio justifica su denominación: península proviene del latín paene (casi) e insula (isla). El istmo (de 35 kilómetros de largo por veintinuo en su parte más ancha y sólo cinco en la más angosta) permite el ingreso a esta casi isla y a los 3.625 kilómetros cuadrados de territorio que conforman su interior. Su superficie semiplana, que se inclina suavemente hacia el nordeste, forma parte del típico terreno mesetiforme que caracteriza a la plataforma extrandina. Su litoral presenta contornos irregulares de singular belleza, constituidos en gran parte por abruptos relieves que se originan en barrancas cuyas alturas oscilan entre veinticinco y 110 metros. Las bases de estos terrenos ingresan al mar a modo de extensas plataformas horizontales, las restingas; el oleaje las tallas y les da el aspecto de canales y piletones irregulares.

Estas barrancas que forman los acantilados de la Península están constituidas principalmente por la intercalación de rocas sedimentarias y piroclásticas. Las primeras resultan del endurecimiento por compactación y cementación (debido a reacciones químicas) de arena con granos de diversos tamaños depositadas por el mar. Las piroclásticas, si bien se formaron también por el endurecimiento de sedimento, tienen otra materia por base: las cenizas volcánicas depositadas directamente o transportadas hacia el mar.

En las rocas sedimentarias son muy comunes las grandes concentraciones de conchillas petrificadas. Estos fósiles, pertenecientes a organismos que vivieron en el mar, atrajeron la atención de Charles Darwin, el primer científico que llegó a esta parte de la costa patagónica. En 1833, al recorrer las barrancas de la Península Valdés (en ese entonces conocida como San José), Darwin descubrió fósiles de organismos invertebrados que habían habitado regiones marinas durante el Terciario y estableció que esas rocas debían haberse formado en ese período. Darwin fue el primero en postular que la Península se habría originado en ese momento geológico y que antes sólo habría formado parte de un fondo marino.

Estudios posteriores indicaron que los niveles sedimentarios se formaron bajo las aguas hace unos quince millones de años, durante la última parte del Terciario, conocida como Mioceno. Entonces el mar cubría extensas regiones y la Península Valdés integraba el fondo a no más de cincuenta metros de profundidad. Las regresiones marinas que siguieron dieron origen a la actual posición: los sedimentos depositados se hicieron cada vez más consistentes y los lentos movimientos ascendentes que afectaron a la Patagonia los elevaron y expusieron. La acción de las aguas continuó, una vez emergido el continente, en la embestida constante que erosionó las barrancas hasta sus niveles rocosos más firmes, que resistieron el desgaste y se ven hoy en restingas que cubren las altas mareas.

Se estima que el mar que cubría la Península Valdés era cálido, a juzgar por las características y variedad de los fósiles presentes: bivalvos (entre los que se destacan las ostreas de más de treinta centímetros de longitud y quince de alto), esqueletos de ballenas, dientes de tiburones, paladares de rayas y cangrejos. Los restos de madera silicificada que se encuentran en los acantilados y bajo el agua son una muestra de la flora que se habría desarrollado cerca de la orilla de ese antiguo mar.

La Península Valdés es un muestrario geológico de gran importancia que no ha sido estudiado profundamente. Peor aún, parte de ese Patrimonio Natural de la Humanidad se pierde. A veces el motivo es la ignorancia; en otras ocasiones, en cambio, hay un completo conocimiento de causa y de beneficios. Demasiadas veces tuve que ver ostreas de millones de años de antigüedad convertidas en lustrosos ceniceros barnizados.

5
LA LEYENDA VINO A MÍ

“La alegría de ver y entender es

el más perfecto don de la naturaleza”

Albert Einstein

Durante el primer mes, aprovechando que mi familia se encontraba en Buenos Aires, me instalé junto a Jorge en su casa de Punta Norte y aprendí mis flamantes obligaciones. En treinta días de excelente convivencia caminamos infinidad de kilómetros: mientras manifestaba su admiración por lo que veía, Jorge me transmitía conocimientos y experiencias que me resultaron de enorme utilidad.

La mezcla de sorpresa, admiración y respeto de sus relatos me permitió entender de una manera diferente a esos indolentes elefantes marinos que dormitaban a poca distancia de mi casa, ubicada a unos veinte metros de la playa. Jorge comprendía a los animales que debía cuidar; para él, su trabajo era mucho más que un conjunto de deberes: era una forma de vida por la que optó el día que llegó de visita y decidió no regresar a Buenos Aires.

Jorge supo sobrellevar la distancia que lo separaba de los suyos y la falta de generosidad de la suerte: amaba lo que hacía. Por eso su despedida de Punta Norte fue un momento inolvidable. Mientras recorría el paisaje con la vista, su sonrisa revelaba que en su mente se agitaban vivencias que en ese momento se convertían en recuerdos. Pensé que algún día me tocaría a mí repetir esa ceremonia.

Quise renovar la casa y comencé por pintarla. La ayuda de Quique Dames – hijo de un amigo buceador— y de Evelyn y Bruno Schlüchter – un matrimonio suizo que recorría el mundo en su casa rodante— me permitió ordenar la casa a mi gusto sin desatender la reserva. También Carlos Medina – el nuevo guardafauna titular— y su familia facilitaron mi primera etapa de adaptación en Punta Norte.

En el aislamiento de una reserva, las reglas básicas de convivencia pueden ser insuficientes. Se comparten las veinticuatro horas con personas que no siempre tienen los mismos gustos, hábitos o expectativas; no hay un lugar donde distraerse de las tensiones diarias; un único vehículo compartido limita los desplazamientos a sólo lo necesario. Los Medina fueron una buena compañía en esas condiciones.

Como en un campo, en una reserva las tareas comienzan al amanecer y terminan cuando anochece. Hay que controlar y reparar los alambrados perimetrales que marcan los límites de las reservas; hay que preservar la limpieza general del área (tarea nada sencilla en un lugar visitado por turistas); hay que mantener los motores y vehículos en buen funcionamiento; hay que atender a cada persona que ingresa a la reserva y asesorarla sobre la vida de la fauna protegida. Y, sobre todo, hay que recorrer las áreas bajo control para censar los animales apostados dentro del perímetro, tomar los datos meteorológicos y estar atento a cualquier cambio en la fauna o en el clima. Parte importante del trabajo consiste en observar el comportamiento de los animales durante diferentes condiciones de clima y marea: eso permite comparar sus cambios de conducta, ampliar los conocimientos sobre la vida de la especie bajo control y dar una información actualizada al turista que visita la reserva con el deseo de conocer y no sólo de tomar una foto.

De espaldas al mar, me encontraba en esa tarea: instruía a un visitante muy curioso sobre la vida de los elefantes. En un momento perdí la atención del hombre: “¿Qué es eso?”, me preguntó, mientras miraba hacia el mar con expresión de sorpresa. Cuando giré, no vi más que la superficie azul, serena y brillante como un espejo. Pero de pronto siete animales negros con aletas dorsales quebraron el agua. Duró un segundo: tan sorpresivamente como aparecieron, desaparecieron bajo el mar que volvió a su aspecto calmo. Tan sorprendido como el turista, yo también pregunté: “¿Qué es eso?” Carlos Medina se acercó y nos explicó: “Son orcas. De ahora en más van pasar seguido, porque los lobitos comenzaron a nadar”.

En los tres meses que llevaba en la reserva, sólo había visto fotos o dibujos de orcas. Verlas aparecer desde su cielo húmedo hacia mi cielo seco fue un momento que concentró la magia de todos los tiempos y me atrapó en un hechizo sin límites, que me siguió hasta en sueños. Y también ocupó una buena cantidad de mis horas de vigilia: a partir de ese momento las observé casi a diario. Me fascinó su manera de pasar de un suave desplazamiento a una actividad violenta para capturar lobos o elefantes marinos, sin que pudiera percibirse señal alguna.

Por lo general, los turistas rechazaban a las orcas. Pero su sentimiento era ambivalente: al mismo tiempo que nos preguntaban si no íbamos a evitar que atacasen a los lobos, filmaban o fotografiaban el hecho. Carlos y yo intentábamos explicar lo que sucedía pero, por ignorar particularidades del comportamiento de las orcas, nos limitábamos a señalar que el ataque de una especie a otra es parte de un equilibrio necesario y respuesta a un estímulo básico, el hambre.

Algunos no entendían el mensaje y opinaban que nuestra misión como guardafaunas debía ser la protección de los lobos y los elefantes marinos, aunque para llevarla a cabo debiéramos disparar contra las orcas. Nos resultaba muy difícil explicar un concepto ecológico a un niño cuyos padres creían en la mala fama de las orcas, aumentada además por los relatos de algunos guías durante el largo viaje desde Puerto Madryn o Trelew.

En ese entonces, la actividad de algunos guías dejaba mucho que desear. A veces era mejor que hicieran el trayecto callados y que el turista llegara sin información alguna antes que les contaran una combinación de errores y fantasías que confundían a los visitantes. Por fortuna la actitud de estos guías cambió cuando advirtieron que en Punta Norte procurábamos hablar con el mayor número de visitantes posible y que nuestros relatos no se ajustaban a los suyos. Cuando comenzamos a exigir que los guías permanecieran junto a sus grupos y diesen las explicaciones pertinentes, mejoró su actitud hacia los turistas. Los buenos guías, por añadidura, dejaron de sufrir perjuicios por las acciones de sus colegas menos responsables.

6
¿PECES, BALLENAS O DELFINES?

“El mayor desorden de la mente consiste en creer que las cosas

son de cierta manera, porque nosotros deseamos que así sean”

Jacques Benigne Bossuet

La clasificación de la orca es:

Clase: Mammalia

Orden: Cetácea

Suborden: Odontoceti

Familia: Delphinidae

Genero: Orcinus

Especie: Orca

El orden al que pertenecen estos mamíferos marinos, Cetácea, tiene raíz griega (ketos) y latina (cetus): en ambos casos, el significado de los términos es ballena. Por ese motivo no se puede negar de manera absoluta que la orca pueda ser considerada una ballena; para evitar confusiones se determinó el uso de una característica para marcar las diferencias: todo cetáceo que posea barbas en lugar de dientes, es una ballena. Esa diferencia se encuentra en los dos subórdenes en los que se dividen los Cetácea: Mysticeti y Odontoceti.

El primer suborden, al que no pertenece la orca, tiene dos características: poseen cráneos simétricos y carece de dientes. En el lugar de la dentadura los Mysticeti tienen prolongaciones córneas de queratina llamadas barbas en un número y tamaño variable de acuerdo a la especie. Las barbas tienen forma de un peine y cuelgan a ambos lados del maxilar superior del animal, lo que permite filtrar el alimento (compuesto principalmente por krill, entre otras especies planctónicas y pequeños peces). Los Mysticeti se divididen en tres familias: Eschrichtiidae (ballena gris, exclusiva del hemisferio norte); Balaenopteridae (ballenas rorcuales, divididas a su vez en los géneros Balaenoptera y Megaptera) y Balaenidae (que también se divide en los géneros Caperea, Balaena y Eubalaena). En la actualidad existen once especies de estas grandes ballenas.

El segundo suborden, donde se inscriben las orcas, presenta cráneos asimétricos y dientes cónicos. El volumen de la dentadura varía según la especie: los zifios poseen sólo dos dientes y el delfín común puede superar los 240. También el tamaño de las piezas varía entre especies: desde 1,5 a veinte centímetros. Al presentar dientes de igual forma y tamaño (homodoncia) y carecer de molares que les permitan masticar, los Odontoceti deben trozar y tragar pedazos enteros de su alimento. Este suborden es muy amplio: incluye nueve familias y alrededor de setenta especies.

Dentro de este suborden, la orca pertenece a la familia Delphinidae, aunque por la forma redondeada del frente de la cabeza (producida por el tejido graso llamado melon, que se ubica sobre el maxilar superior) se la incluye en la subfamilia Globicephalidae, junto con las falsas orcas, las orcas pigmeas y los calderones.

Por último, debido a su amplia distribución a nivel mundial, el género sufre variaciones además de las diferencias debidas al sexo y la edad: los cambios en el color, el tamaño, la alimentación y el territorio dan forma a distintas razas de orcas.

Al menos ocho de las once especies conocidas de Mysticeti y veintiséis de las setenta especies de Odontoceti fueron vistas y registradas en aguas argentinas. El siguiente es el listado taxonómico de cetáceos observados en aguas del Mar Argentino, con indicación (asterisco) de los animales localizados en particular en las aguas de los Golfos Nuevo y San José, en la Península Valdés:

Mysticeti, familia Balaenidae: ballena franca (Eubalaena australis)* y ballena franca pigmea (Caperea marginata)*;

Mysticeti, familia Balaenopteridae: ballena azul (Balaenoptera musculus), ballena fin (Balaenoptera physalus), ballena sei (Balaenoptera borealis)*, ballena de Bryde (Balaenoptera edén), ballena minke (Balaenoptera acuturostrata)* y ballena jorobada (Megaptera novaeangliae)*;

Odontoceti, familia Ziphiidae: zifio de Arnoux (Barardius arnuxii), zifio de Shepherd (Tasmacetus shepherdi)*, zifio de Cuvier (Ziphius cavirostris) *, zifio nariz de botella (Hyperoodon planifrons), zifio de Héctor (Mesoplodon hectori), zifio de Gray (Mesoplodon grayi)* y zifio de Layard (Mesoplodon layardii);

Odontoceti, familia Platanistidae: franciscana (Pontoporia blanvillei)*;

Odontoceti, familia Physeteridae: cachalote (Physeter catodon)* y cachalote pigmeo (Kogia breviceps);

Odontoceti, familia Phocoenidae: marsopa de anteojo (Phocoena dioptrica)*, marsopa espinosa (Phocoena spinipinnis)*;

Odontoceti, familia Globicephalidae: ballena piloto o calderón (Globicephala melas)*, orca (Orcinus orca)*, orca pigmea (Feresa attenuata) y falsa orca (Pseudorca crassidens)*;

Odontoceti, familia Delphinidae: delfín austral (Lagenorhynchus australis), delfín oscuro (Lagenorhynchus obscurus) *, delfín cruzado (Lagenorhynchus cruciger), delfín de Fraser (Lagenodelphis hosei)*, delfín liso del Sur (Lissodelphis peronii), tonina overa (Cephalorhynchus commersonii)*, delfín de Risso (Grampus griseus)*, delfín listado (Stenella coeruleoalba), delfín moteado (Stenella attenuata), delfín común (Delphinus delphis) y tonina nariz de botella (Tursiops truncatus o Tursiops gephyreus)*

Durante mucho tiempo se pensó que estos mamíferos marinos eran peces. Los antiguos grabados los presentan con cola de pez, escamas, garras y dientes. Un marino escribió: “Como los peces, las ballenas tienen la piel lisa. Como los peces, las ballenas tienen aletas. Como los peces, las ballenas tienen cola. Así, pues, deduzco que las ballenas son peces”. En celebraciones cristianas que prohíben la ingesta de carne roja se comieron delfines por pensar que eran peces y no mamíferos marinos.

Para complicar aún más el panorama, las denominaciones eran infinitas. En 1758, con la décima edición de Systema Naturae de Karl Linnaeus, se establece que ningún nombre mencionado antes tiene validez y se describen 4236 especies, que adquieren aceptación oficial. Esa fue la primera publicación que adhirió a la nomenclatura binaria – equiparable a la designación de las personas por su nombre y apellido— que facilitó el registro y la catalogación de las poblaciones.

Linnaeus denominó científicamente a las orcas como Delphinus orca, literalmente delfín demonio. El origen de ese nombre puede ser del latín orca (una clase de ballena), orcus (del más bajo mundo, divinidad infernal) u orco (de los infiernos, mortuorio). Casi un siglo más tarde, en 1860, Leopold Fitzinger creó un nuevo género, Orcinus, cuya derivación podría ser de latín orcynus, una clase de atún, en referencia a los hábitos predatorios de las orcas.

Además de esas importantes clasificaciones, en el pasado las orcas recibieron diferentes denominaciones científicas: Orca capensis, Orca magellanica, Orca ater, Orca rectipinna, Orca latirostris, Orca africana, Orca tasmanica, Orca minor, Orca antarctica y Orcinus nanus, entre otros. También se las reconoce por sus nombres vulgares: orca (Argentina), opaiachi o ëpaiachi (yamana, lengua de los aborígenes de Tierra del Fuego), killer whale (Estados Unidos), épaulard (Francia), sakamata o sadshi (Japón) y ardursak (lengua de los esquimales de Groenlandia).

Una de las razas de orcas más estudiadas desde la década del ’70 (con las pioneras investigaciones de Mike Bigg, Ken Balcomb, Graeme Ellis, John Ford, Ian MacAskie y Paul Spong, entre otros), es la del Pacífico Noroeste: se trata de más de trescientos individuos que durante el verano frecuentan las aguas costeras de la isla de Vancouver y Puget Sound.

Estas investigaciones revelaron que las orcas son matriarcales: el ejemplar dominante es la hembra más adulta, la madre o abuela de los integrantes de cada grupo. Las hembras son las responsables del paso intergeneracional de habilidades y experiencias (cómo y dónde varar, cómo interpretar las corrientes y mareas, los peligros que representan las restingas, etcétera), de la enseñanza de las llamadas (las del grupo y las compartidas con otros) y seguramente de la transmisión de su historia, experiencias esenciales para la conducta social del grupo, su supervivencia y su reproducción.

La compleja sociedad de las orcas está formada por los grupos maternales, unión de una hembra adulta y su cría, que nadan juntos. Luego siguen los subpod, compuestos por dos o más grupos maternales que viajan juntos e inclusive permanecen asociados toda su vida. En orden de complejidad ascendente, el pod, se organiza con dos o más subpods que viajan juntos y comparten un dialecto del grupo y complejas técnicas de caza. Un subpod podría separarse del pod por algún período y regresan sin que se generasen problemas sociales. Por último, la comunidad está conformada por agregaciones de pods que nadaron juntos por lo menos en una ocasión.

A las orcas estudiadas en el Pacífico Noroeste se las dividió en residentes del Norte y residentes del Sur. Presentan aletas dorsales con el extremo superior redondeado; su montura, dividida por una línea negra, desciende desde el lomo hacia adelante en forma paralela, semejante a un dibujo marmolado. Se alimentan exclusivamente de peces (sobre todo, salmón) y se desplazan por los pasajes oceánicos entre islas y cerca de la costa; mantienen dialectos particulares de cada grupo o pod y vocalizan durante largos períodos.

Estos grupos presentan una estabilidad social permanente: viven en unidades familiares cuyos integrantes suelen nacer y morir dentro del grupo. Periódicamente se unen con otros grupos de individuos emparentados para nadar y cazar juntos, hecho que facilita el apareamiento entre machos y hembras de grupos diferentes (aunque Deborah Duffield y Lanny Cornell hallaron evidencias cromosómicas y bioquímicas de consanguinidad en orcas).

En las mismas aguas se encuentra una segunda raza de orcas (que se presume de la misma especie, separada genéticamente por miles de años), las comunidades transeúntes. Presentan aletas dorsales triangulares y más puntiagudas que las residentes; sus monturas, cerradas, se parecen a las de nuestras orcas, que generalmente no presentan una línea negra en su montura gris. También al igual que nuestras orcas, en su dieta incluyen – además de peces— lobos marinos y focas, entre otros mamíferos marinos.

En esta raza, la estabilidad social no se mantiene a largo plazo como en las residentes: con frecuencia, los machos abandonan a sus madres al llegar a la madurez y viajan solos o en grupos. No utilizan dialectos particulares de cada grupo sino que comparten, desde California hasta el Sudeste de Alaska, los mismos sonidos de llamadas. Suelen pasar la mayor parte del tiempo silenciosas; vocalizan cuando capturan y comen una presa.

Durante sus desplazamientos suelen realizar inmersiones por períodos de hasta cinco minutos; además, sus respiraciones no son tan audibles como las de las residentes, ya que al incluir mamíferos marinos en su dieta deben ser cuidadosas para no alertar a la presa mientras se aproximan a ella. Esta conducta también es compatible con las de nuestras orcas.

Las transeúntes se desplazan solas o en grupos pequeños (por lo general, de hasta seis individuos) a lo largo de la línea costera del oeste de los Estados Unidos; si se cruzan con grupos residentes, no interactúan. Aún no se determinaron los límites del territorio y el número de individuos que compone esta comunidad.

En 1997 se descubrió en esa zona una tercera raza, a la que se llamó comunidad de mar abierto, que parece preferir las aguas abiertas (alrededor de la Isla Reina Charlotte, British Columbia) a las costeras o más protegidas donde hay residentes y a veces transitorias. Presentan aletas dorsales de punta curvada y, en ocasiones, la misma montura marmolada de las residentes. Se desplazan en grupos de veinte a sesenta individuos; se alimentan de peces y de mamíferos marinos. Esta raza podría estar socialmente aislada de las anteriores por miles de años.

Las comunidades de orcas de nuestro país mantienen conductas sociales y alimentarías parecidas a las transitorias y de mar abierto, a pesar de su enorme distancia geográfica y genética de ellas. Vocalizan poco o nada, excepto cuando capturan una presa y la comen; los individuos adultos también se emancipan de la madre y se unen a otros grupos.

Durante la temporada ballenera antártica de 1979-80, la flota ballenera Soviet Russia cazó 906 orcas, una matanza organizada y masiva que mereció el repudio internacional y la posterior prohibición. En 1983 se conocieron los resultados de los estudios que realizaron los investigadores rusos A.A Berzin y V.L. Vladimorov: 220 ejemplares tenían los vientres blancos característicos de la Orcinus orca mientras los 686 restantes presentaban una estructura general más pequeña y estaban cubiertos por una fina capa de diatomeas, por lo cual se las denominó orcas amarillas.

Los análisis morfológicos y bio-ecológicos les permitieron explicar la diferencia y declarar que en aguas de la Antártida viven dos tipos de orcas del género Orcinus. La especie recién descubierta – a la que llamaron glacialis– se alimenta casi exclusivamente de peces y se congrega en grupos de 150 a doscientos individuos. A pesar de habitar en regiones muy cercanas, no se mezcla con Orcinus orca, que forma grupos de diez a quince individuos. Orcinus glacialis se encuentra alrededor de la banquina helada o entre grandes bloques de hielo (los ejemplares cazados fueron localizados entre los 60° y 141° 40’, en diversas latitudes), mientras que Orcinus orca prefiere las aguas libres de hielo.

El estudio también señaló diferencias comparativas entre ambas especies: machos y hembras de Orcinus glacialis son más pequeños que los de Orcinus orca, cuyo ancho de cráneo promedio es notablemente mayor (en machos, la medición del ancho del rostrum en su centro era de 7,1 por ciento mayor que Orcinus glacialis). Los dientes mostraron una diferencia importante en todos los casos: el diente de mayor tamaño y crecimiento terminado del macho de Orcinus glacialis es casi dos veces más pequeño y cuatro veces más liviano que el mismo diente con crecimiento pendiente del macho de Orcinus orca.

El trabajo de Berzin y Vladimorov sobre 156 estómagos de Orcinus orca y 629 de Orcinus glacialis mostró también diferencias en la alimentación: mientras en Orcinus orca predominaban los mamíferos marinos (89,7 por ciento contra 7,1 por ciento de calamares y 3,2 por ciento de peces), en Orcinus glacialis predominaban los peces (98,5 por ciento contra 1,1 por ciento de calamares y 0,4 por ciento de mamíferos marinos).

En 1981, Yu Mikhalev y sus colaboradores propusieron que la población de orcas del Océano Antártico fuera considerada como una nueva especie: la llamaron Orcinus nanus (orca enana) y argumentaron que sus individuos son 1,5 metros más pequeños que las orcas del hemisferio norte. Sin embargo, a partir de los estudios de 1983 se planteó la posibilidad de que nanus y glacialis sean un mismo tipo de orca.

Pero estudios más recientes están indicando que existirían en la Antártida cuatro tipos de orcas:

Tipo A: tiene el tamaño de una orca promedio (hasta 9 metros los machos y 6 las hmebras) con un patrón de color blanco y negro, y un parche ocular de tamaño medio, paralelo al cuerpo, sin capa dorsal. Vive en aguas abiertas y se alimenta casi exclusivamente de rorcuales australes (Balaenoptera bonaerensis).

Tipo B: es de menor tamaño que la de tipo A; el parche ocular es casi dos veces más grande que la del tipo A, y paralelo al cuerpo. Las zonas obscuras en lugar de ser negras tienen una capa de tono grisáceo. Posee una gran mancha gris claro que se distribuye desde la cabeza hasta la aleta dorsal, como si fuera una capa. Su dieta está constituida principalmente por focas, ballena minke y jorobada. Habita zonas costeras y regularmente en zonas de hielo, frecuenta la Península Antártica. Al menos algunos ejemplares del tipo B se desplazan hacia zonas cercanas al sur de Brasil, regresando a la Antártida luego de un viaje de unos 9.400 kilómetros en solo 42 días. Lo interesante del estudio realizado por Durban y Pitman es que al parecer lo hacen para cambiar la piel y eliminar con ella las diatomeas que la cubren, ya que sus desplazamientos, seguidos por satélite, indican que no se están alimentando sino nadando en forma constante.

880,95 ₽
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0+
Дата выхода на Литрес:
10 января 2024
Объем:
360 стр. 34 иллюстрации
ISBN:
9789878712345
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
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