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4. Una pandilla
de campeones

De cerca, Foreman no era precisamente un representante menor de la fuerza vital. Emergió del ascensor en una especie de mono bordado y una chaqueta de tela gruesa y entró en el vestíbulo del Inter-Continental flanqueado por dos negros. No parecía tanto un hombre cuanto un león que se mantuviera en posición erguida como un hombre. Se le veía somnoliento al modo de un león digiriendo el cadáver de un animal. Su ancho y bien parecido rostro (no poco semejante a una máscara de Clark Gable algo achatada) no resultaba ni simpático ni antipático, sino que más bien producía la impresión de estar alerta, tal como suele estar alerta un boxeador, por adormilado que parezca su aspecto, lo cual sea posiblemente una prerrogativa de todos los buenos deportistas capaces de apresar con sus dedos un insecto al vuelo y al mismo tiempo de percatarse de la expresión del rostro de algún amigo sentado en la trigésima fila del ring.

Dado que Norman no era a menudo tan emprendedor como hubiera debido ser, en algunas ocasiones se mostraba en exceso decidido. Acababa de regresar a Kinshasa por segunda vez y no sabía que no era correcto hablar con Foreman en el vestíbulo, razón por la cual se le acercó con la mano extendida. En aquellos momentos, Bill Caplan, que era el relaciones públicas de Foreman, se aproximó corriendo al campeón.

—Acaba de llegar, George —dijo Bill Caplan a modo de presentación.

Foreman asintió, esbozó una inesperada sonrisa e hizo una amable observación, calificándome de campeón de los escritores con una voz sorprendentemente suave, tan sureña como de Texas. Se le iluminaron los ojos como si le gustara la idea de escribir… Pronto se divulgaría la noticia de que Foreman estaba trabajando en la redacción de un libro. Después hizo una curiosa observación acerca de la cual se hubiera podido reflexionar durante el resto de la semana. Era enormemente característica de Foreman.

—Perdóneme que no le estreche la mano —me dijo con esa voz cuidadosamente apagada del que no quiere perder un ápice de su fuerza—, pero es que llevo las manos en el bolsillo, ¿sabe?

¡Claro! Si las llevaba en el bolsillo, ¿cómo iba a hacer para sacarlas? Lo mismo que preguntarle a un poeta en el trance de la escritura de un verso si el café se toma con leche o crema. Sin embargo, Foreman hizo la observación con tanta simplicidad que la idea resultó más simpática que grosera. Decía la verdad. Era importante llevar las manos en el bolsillo. E igualmente importante mantener alejado al mundo. Vivía en medio del silencio. Flanqueado por unos guardaespaldas cuya misión era la de mantener apartadas —sí, exactamente— a las personas que se acercaban para estrechar la mano del campeón, podía encontrarse en el vestíbulo en medio de cien personas y no hallarse en contacto con ninguna de ellas. Su cabeza estaba a solas. Otros campeones poseían una presencia impresionante. Tenían carisma. Foreman tenía el silencio. Este vibraba a su alrededor en silencio. Uno llevaba treinta años sin ver a un hombre así, ¿o tal vez fuera más tiempo? Desde que había trabajado un verano en un hospital psiquiátrico, Norman jamás había estado en presencia de alguien capaz de permanecer tanto tiempo sin moverse, con las manos en los bolsillos y bóvedas de silencio para su cámara particular. Por aquel entonces había atendido a unos catatónicos que no efectuaban ni un solo gesto entre el almuerzo y la cena. Uno de ellos, con las manos contraídas en puño, permaneció en la misma posición durante meses, estallando al final en un súbito puñetazo que le rompió la mandíbula a un enfermero que pasaba. Los guardianes informaban siempre a los nuevos guardianes de que los catatónicos eran los pacientes más peligrosos. Y eran sin duda los más fuertes. No hacía falta que te lo dijeran los demás empleados. De la misma forma que la posición de un ciervo en el bosque puede decir: «Soy vulnerable, insustituible y fácil de destruir», de igual modo la posición de un catatónico obsesiona la mente. «Si no me muevo —dice esta posición—, toda la fuerza vendrá a mí.»

Aquí, sin embargo, no cabía preguntarse si Foreman estaba loco. El estado mental de un campeón de los pesos pesados es mucho más especial que todo eso. No habría muchos psicópatas capaces de soportar la disciplina del boxeo profesional. No obstante, un campeón de los pesos pesados debe vivir en un mundo sin proporciones. Es posiblemente el más aterrador de los asesinos desarmados. Con sus manos podría asesinar a cincuenta hombres antes de sentirse lo suficientemente cansado como para seguir matando. ¿O tal vez dicho número se aproximara a los cien? En realidad, uno de los motivos por los que Alí inspiraba amor (y relativamente poco respeto hacia su fuerza) era el hecho de que su personalidad sugiriera invariablemente la idea de que no sería capaz de causar daño a un hombre corriente, sino que se limitaría a zafarse de cada ataque mediante un mínimo movimiento, y que pase el siguiente. Foreman, en cambio, era una amenaza real. En cualquier pesadilla de matanza, atacaría y atacaría.

Pero, como es lógico, los boxeadores profesionales no se entrenan para cometer asesinatos en masa. Muy al contrario, el boxeo ofrece una profesión a los hombres que de otro modo tal vez cometieran asesinatos por las calles. A pesar de ello, la violencia que era capaz de generar un campeón como Foreman causa vahídos cuando se la ve dirigida contra otro boxeador. Esta violencia, convertida en una habilidad especial, le había permitido ganar el campeonato a su trigésima octava pelea. Foreman jamás había sido derrotado. La noche en que ganó el campeonato había acumulado nada menos que treinta y cinco K.O., concluyendo en general sus combates antes del tercer asalto: diez en el primer asalto, once en el segundo, once en el tercero y cuarto. ¡Qué marca tan increíble! No había por qué considerarlo un psicópata. Era más bien un genio físico que empleaba los métodos de la catatonia (silencio, concentración e inmovilidad). Dado que Alí era un genio en otro sentido completamente distinto, cabía anticipar la más insólita de las guerras: una colisión entre distintas encarnaciones de la inspiración divina.

La pelea sería por tanto una guerra religiosa. Lo cual redundaría en beneficio de Alí. ¿Quién se atrevería a decir que Alí no tenía posibilidades de alzarse con el triunfo en una guerra religiosa cuyo escenario fuera África? Norman había esbozado una sonrisa al enterarse de la noticia del combate pensando en el mal de ojo, los exorcistas y los terrenos psicológicos negros. «Si Alí no puede ganar en África —observó—, no podrá ganar en ninguna parte.» La paradoja, sin embargo, fue que, al conocer al campeón, resultó que Foreman parecía más negro. Alí no estaba exento de sangre blanca, en cantidad no escasa, por cierto. Algo había en su personalidad de jubilosa e incluso exuberantemente blanca al modo de un presidente de metro ochenta y cinco de estatura de una hermandad estudiantil sureña. Alí no era a veces mucho más que un actor blanco que no se hubiera embadurnado lo suficiente para el papel y no resultara por ello totalmente convincente como negro, una más de las ochocientas pequeñas contradicciones que se observaban en Alí. Foreman, en cambio, era profundo. A Foreman se le podía tomar por africano con mucha más facilidad que a Alí. Foreman estaba en comunión con una musa. Y esta era también profunda, una prima lejana de la belleza: la musa de la violencia en toda su complejidad. El primer deseo de la musa de la violencia tal vez sea el de conservar la serenidad. Foreman podía cruzar el vestíbulo como un viril manifiesto de la muerte ambulante, alerta a todo y, sin embargo, inmune en su silencio a las fortuitas contaminaciones de los vibrantes apretones de manos de la gente. Las manos de Foreman estaban tan separadas de este como un kuntu. Eran su instrumento y las llevaba en el bolsillo del mismo modo que un cazador guarda de nuevo el rifle en su estuche de terciopelo. El último peso pesado algo parecido a Foreman había sido Sonny Liston. Solía inspirar temor con solo mirarlo y su enojo ante cualquier intrusión que invadiera el campo magnético de su persona se extendía como el humo. La amenaza que inspiraba era íntima: podía liquidar con la misma rapidez tanto a un hombre de pequeña estatura como a uno grandote.

En comparación, Foreman igual hubiera podido ser un monje contemplativo. Su violencia estaba en la aureola de su serenidad. Era como si hubiera aprendido la lección que Sonny había enseñado. Uno no debía permitir que se disipara la violencia, sino que debía almacenarla. La serenidad era el recipiente en el que se podía almacenar la violencia. Por consiguiente, todos los que rodeaban a Foreman habían recibido la orden de mantener apartada a la gente. Y así lo hacían. Era como si Foreman se estuviera preparando para defenderse contra los pensamientos de los demás. Si entraba en escena y toda África deseaba que perdiera, entonces su concentración se convertiría en el océano de su protección contra África. Una defensa formidable.

Observándolo en el transcurso de los entrenamientos, dicha impresión quedó confirmada. El campeón literario de Kinshasa no era más que un experto de mala muerte en boxeo; tan de mala muerte como sus antecedentes de Foreman. Lo había visto una vez hacía cuatro años en el transcurso del combate en que se alzó con un dudoso triunfo sobre Gregorio Peralta en diez asaltos. Foreman se había mostrado lento y torpe. Y después no había vuelto a ver a Foreman hasta su segundo asalto contra Norton. Habiendo llegado a la sala con retraso, no vio más que los golpes que propiciaron el K.O. del segundo asalto. Todo ello difícilmente podía considerarse una imagen completa de Foreman.

Sin embargo, viéndolo en el cuadrilátero de Nsele, resultó evidente que el estilo de George se había sofisticado. Todo en su entrenamiento apuntaba hacia el combate. Su entrenador, Dick Sadler, llevaba en el boxeo prácticamente toda la vida. Archie Moore y Sandy Saddler, junto con Ray Sugar Robinson, eran exactamente los tres boxeadores capaces de ofrecer los más brillantes ejemplos de técnica en relación con las cualidades de Alí. Foreman era por tanto un campeón cuyo entrenamiento estaba siendo dirigido por otros campeones; ello ofrecía la posibilidad de observar cómo eran capaces de actuar algunas de las mejores mentes del boxeo.

Contra los peligros de África y la histeria masiva, el antídoto era evidente: silencio y concentración. Si África no era la única arma con que contaba Alí, la psicología debía ser la siguiente. ¿Trataría de castigar la vanidad de Foreman? No existe actividad física más vana que el boxeo. Un hombre sube al ring para provocar admiración. Por consiguiente, en ningún deporte puede verse uno más humillado. Alí se esforzaría al máximo con el fin de que Foreman se sintiera torpe. Si, cuando resultaba más temible, Foreman se parecía a un león y luchaba como un león, en sus peores momentos se asemejaban a un buey. Por consiguiente, la primera finalidad de los entrenamientos tendría que ser la de perfeccionar el sentido de la gracia de Foreman. A George le estaban enseñando a bailar. Aunque se encontraba todavía en la fase del foxtrot mientras que Alí hacía siglos que había superado las contorsiones y sacudidas de los bailes más modernos, Foreman había aprendido ahora a deslizarse por el cuadrilátero, que era precisamente lo que más falta le iba a hacer. El entrenamiento empezó con un proceso de aflojamiento que otros púgiles no necesitaban. Foreman se encontraba meditando en el centro del ring cuando empezó a sonar por los altavoces una extraordinaria y estrambótica música. Era pop, pero el pop más ambicioso que imaginarse pudiera: sonidos que recordaban a Wagner, Sibelius, Mussorgski y a muchos compositores electrónicos. La naturaleza se estaba despertando por la mañana —esa era la primera impresión que a uno le sugería el tema—, pero, ¡menuda naturaleza! Las brujas de Macbeth reuniéndose con los dioses de Wagner en un amanecer espasmódico. Abundaban los demonios. En las cavernas hervían los vapores. Árboles hendidos con el grito de un hueso roto. El terreno empapado. Grandes masas rocosas se derrumbaban sobre los instrumentos musicales. Entre estos sonidos, tan líricos como el rocío de la música cinematográfica, el sol aparecía lentamente, las hojas se agitaban y los melancólicos latidos de un alma doliente llena de violentos aporreos de órgano llenaban algún que otro hueco de aquel estruendo.

Foreman lucía calzones rojos, una camiseta blanca, un gorro tirando a rojo y guantes rojo vivo, todo lo cual constituía un sangriento contraste con la sobriedad de su estado de ánimo. Mientras sonaba la música, empezó a efectuar pequeños movimientos con los codos y los puños, minúsculos ganchos cerrados que no recorrían ni tres centímetros, pequeñas sacudidas del cuello y parpadeos de los ojos. Después empezó a arrastrar lentamente los pies, pero torpemente. Parecía un gigante que empezara a moverse tras cinco años de sueño. Sin proponerse en modo alguno resultar impresionante, siguió entregado a su danza de sonámbulo. Estaba casi inmóvil, pero evocaba los amortiguados rumores de la vaporosa naturaleza al ir despertando poco a poco. Solo en el ring, ante unos perplejos representantes de la prensa y un público totalmente silencioso integrado por varios centenares de africanos, se movía como si la transición a la máxima velocidad del boxeo no pudiera realizarse más que al cabo de cierto tiempo. Algunos pesos pesados eran conocidos por el rato que tardaban en estar listos —Marciano solía boxear al aire cinco asaltos en los vestuarios antes de disputar un título—, pero el precalentamiento de Foreman producía la impresión de que este solo pudiera establecer de nuevo una conexión con sus propios reflejos olvidándose por completo del tiempo.

Sin embargo, a medida que la música iba dejando de ser un poema musical en honor de El Bosco e iba pareciéndose cada vez más a ciertos rasgos del musical Oklahoma! pasados por Mussorgski —¡qué dulzuras y asperezas!—, los pies de Foreman empezaron a deslizarse y sus brazos empezaron a parar golpes imaginarios. Se adelantó y boxeó al aire atravesando el cuadrilátero y arremetiendo con fuerza creciente en medio de la aflicción que experimenta todo pegador cuando falla un golpe (porque no hay golpe que repercuta más negativamente que aquel que no da en el blanco; a los profesionales se les puede distinguir de los aficionados por la rapidez con la que su torso absorbe la pérdida de equilibrio de este instante). Ahora, tras haber superado Foreman todas estas fases, Sadler interrumpió la música y Foreman se dirigió al rincón. Permaneció allí totalmente ausente mientras Sadler le engrasaba cuidadosamente el rostro y la frente con vistas a su enfrentamiento con el sparring. Había vuelto a la plena melancolía del aislamiento y la concentración.

Entrenó con el sparring Henry Clark, procurando no pegar fuerte, sino más bien divertirse. Mantenía las rápidas manos frente a sí y rechazaba los golpes mediante leoninos zarpazos de los guantes, contraatacando después rápidamente con golpes de izquierda y derecha. Le quedaba todavía mucho que aprender acerca del movimiento de la cabeza, pero sus pies eran muy ágiles. Clark, un querubínico peso pesado negro con reputación propia (octavo entre los aspirantes al título de los pesos pesados), estaba siendo manejado con mucha autoridad por parte de Foreman. Mimado por la prensa (porque era amable y se expresaba con claridad), Clark llevaba muchas semanas cantando las alabanzas de Foreman. «George no pega como otros boxeadores —solía decir—. Un simple golpe en los brazos te deja como paralizado, y eso con guantes pesados. Alí es amigo mío, y mucho me temo que le van a hacer daño. George es el ser humano más castigador que he conocido jamás.»

Aquella tarde, sin embargo, a cinco días del combate, Foreman no intentaba castigar a Clark (que iba a disputar el semifinal con Roy Williams), sino que, en su lugar, se limitaba simplemente a luchar cuerpo a cuerpo. Henry intentaba pararlo, tal como hubiera hecho Alí, y entonces Foreman lo rechazaba o lo empujaba, acorralándolo contra las cuerdas, donde empezaba a golpearlo suavemente, retrocediendo después y practicando el mismo sistema desde el centro del ring. Por alguna razón —tal vez porque Clark, que era muy corpulento, no era lo suficientemente evasivo como para poner a prueba la capacidad de Foreman de moverse por el cuadrilátero—, Sadler interrumpió el entrenamiento al cabo de un asalto e introdujo a Terry Lee, un espigado semipesado blanco que poseía el curtido rostro de un obrero de la construcción, pero que resultaba que era más veloz que un conejo. Por espacio de tres asaltos, Lee se dedicó a imitar a Alí retrocediendo en círculo hacia las cuerdas y después cambiando rápidamente de dirección para escapar a George, que dominaba el centro del ring. Terry Lee no era lo suficientemente corpulento como para encajar los golpes de Foreman y este no intentó castigarlo, limitándose simplemente a darle unos ligeros golpes, a pesar de lo cual Terry ofreció una brillante exhibición, apartándose de las cuerdas para fintar en una dirección y retrocediendo de nuevo para fintar en otra, escapando a continuación a través de cualquier camino de que pudiera disponer y separándose en círculo de las cuerdas de un lado, para ser empujado casi inmediatamente a las de otro y agacharse, deslizarse, cubrirse la cabeza con las manos, caer contra las cuerdas, saltar, fintar, dejar caer las manos, soltar golpes rápidos e intentar alejarse de nuevo al tiempo que Foreman lo iba atacando con creciente alborozo, al comprobar que sus reflejos se iban haciendo progresivamente más rápidos.

Entretanto, Foreman iba aprendiendo nuevos trucos. En determinado momento, al apartarse de las cuerdas, Terry Lee se escapó pasando por debajo de los brazos de Foreman, como un chiquillo que escapara a una paliza de su padre, y el público africano acomodado en la parte de atrás de la sala empezó a soltar carcajadas de burla. Foreman no se inmutó y hasta pareció que se mostraba interesado, como si acabara de aprender un truco gracias al hecho de haber sido burlado, y, al siguiente asalto, cuando Lee lo intentó de nuevo, Foreman actuó con prontitud impidiendo su huida. Contemplando la inteligente imitación de Alí por parte de Terry y observando la astucia y la frecuencia con la que Foreman devoraba espacio en las cuerdas y lo acorralaba contra un rincón, resultó evidente que si Alí deseaba ganar no tendría más remedio que recibir el mayor castigo de toda su vida.

Tras haber completado tres asaltos con Lee, Foreman descendió del cuadrilátero y empezó a trabajar en el punching-ball. A continuación saltó a la cuerda y lo hizo con un bonito movimiento de pies brincando con alegría al son de la voz de Aretha Franklin, que estaba cantando «You Got a Friend in Jesus». El entrenamiento, desde el principio hasta el salto de cuerda, había durado cuarenta y cinco minutos, la duración de un combate de diez asaltos con descansos de un minuto, y Foreman no daba la impresión de sentirse en modo alguno agotado. Saltaba a la cuerda con gran vitalidad y las suelas de sus zapatillas golpeaban el suelo con el mismo ritmo de un batería tocando con sus baquetas. En Foreman se observaba ahora algo más que gracia: se le veía animado merced a la agilidad de su trabajo de pies.

Su entrenador, Dick Sadler, con un gorro plano encasquetado en la parte de atrás de su redonda cabezota negra, dio por terminado el entrenamiento. «Señoras y señores —anunció al público—, así termina nuestra sesión de hoy. Mañana volveremos a hacer lo mismo de la misma manera.» Se le veía rebosante de buen humor.

Foreman se mostró casi amable en el transcurso de la conferencia de prensa que se efectuó a continuación. Vestido con su mono bordado se sentó junto a una alargada mesa, rodeado por los periodistas, y se negó serenamente a utilizar el micrófono. Dado que hablaba en voz baja, todo ello planteaba grandes dificultades a los cincuenta reporteros y cámaras que allí se encontraban reunidos, los cuales no tuvieron más remedio que aceptarlo, dado que Foreman estaba haciendo uso de sus derechos territoriales. Su estado de ánimo le pertenecía y no quería que ningún silbido del sistema radiofónico le desgarrara los sentidos. Pero, una vez rechazado el micrófono y con todos los periodistas congregados a su alrededor, contestó a las preguntas con soltura e inteligencia, utilizando su voz texana no exenta de resonancias. Sus respuestas no permitían adivinar más que una jugosa parte de su estado de ánimo, como si pudiera decir más cosas pero no lo hiciera, con el fin de conservar las cualidades de la compostura y la serenidad… que también eran jugosas.

Mientras Foreman hablaba, uno de sus cincuenta entrevistadores —debía ser nuestro reciente converso a los estudios africanos— estaba pensando en la obra Conversaciones con Ogotemmêli, de Marcel Griaule, un libro excelente. Ogotemmêli consideraba el don del lenguaje como algo análogo al arte de tejer, dado que la lengua y los dientes eran la urdimbre y la trama en la que el aliento podía servir de hilo. Pensándolo bien, la idea no resultaba tan descabellada. ¿Qué era, al fin y al cabo, la conversación sino un tejido psíquico que la mente tenía que coser a otra tela? Al igual que la mayoría de los tejidos, la mayoría de las conversaciones acababan convirtiéndose en harapos.

Foreman hablaba con un auténtico sentido de la delicadeza de lo que estuviera tejiendo, una tela muy bonita y económica, una verdadera tela tejida por un hombre inteligente y sin estudios que, además, resultaba que era un campeón.

Muestras:

Periodista: Su ojo lo encuentro muy bien, George.

Foreman: Eso mismo creo yo.

Periodista: ¿Qué opina de su peso?

Foreman: Cuando se es un peso pesado, el peso habla por sí solo.

Periodista: ¿Cree que lo dejará fuera de combate?

Foreman (completamente relajado): Me gustaría.

Al observar la hilaridad que había provocado su respuesta, Foreman esbozó una sonrisa. Al preguntarle el siguiente periodista qué le parecía aquello de pelear a las tres de la madrugada, Foreman dio una respuesta más larga.

—Cuando uno se encuentra en buenas condiciones —dijo—, puede hacer muchas cosas que no podría hacer habitualmente. La buena condición física lo hace a uno más flexible. En realidad, la hora no me preocupa lo más mínimo.

—Alí afirma que ha peleado con boxeadores más duros que aquellos con los que lo ha hecho usted.

—Eso —dijo Foreman— puede ser un tanto a mi favor. Yo tengo un perro que se pelea constantemente. Y siempre vuelve a casa zurrado.

—¿Espera que Alí vaya a por el ojo?

Foreman se encogió de hombros:

—Es justo que la gente vaya a por lo que pueda siempre que pueda. El cuervo ataca al espantapájaros, pero se asusta de quienes saben moverse.

—Tenemos entendido que está usted escribiendo un libro.

—Ah —repuso Foreman suavemente—, me gusta simplemente anotar lo que ocurre.

—¿Y a ha pensado en el tema del libro?

—Será acerca de mí en general.

—¿Abriga el propósito de publicarlo?

Foreman adoptó una expresión pensativa, como si estuviera contemplando las inexploradas tierras de la literatura que se abrían ante él.

—No lo sé —repuso—; tal vez lo escriba solo para mis hijos.

Periodista: ¿Le molestan a usted los comentarios de Alí?

Foreman: No. Me recuerda a un loro que repite constantemente: «Eres un tonto, eres un tonto.» No es que pretenda ofender a Muhammad Alí, pero es como un loro. Lo que dice ya lo ha dicho antes.

Le preguntaron si le gustaba el Zaire, y se le vio como turbado, respondiendo por primera vez con voz insegura:

—Me gustaría quedarme el mayor tiempo posible y visitarlo.

Si los boxeadores eran unos excelentes embusteros, tal vez no fuera un boxeador.

—¿Por qué se aloja en el Inter-Continental en lugar de hacerlo aquí?

Foreman contestó con gran rapidez:

—Bueno, es que estoy acostumbrado a la vida de hotel. Aunque me gusta mucho este sitio en Nsele.

Le salvó otra pregunta:

—Tenemos entendido que el presidente Mobutu le ha regalado un cachorro de león.

Foreman volvió a esbozar una sonrisa.

—Es lo suficientemente grande como para no ser un cachorro. Es todo un señor león.

—¿Le gusta ser campeón?

Era como si los periodistas tuvieran derecho a dirigir preguntas estúpidas, de la clase que fueran. Lo malo era que existían motivos más que sobrados para las preguntas estúpidas, porque era muy posible que, respondiéndolas, se revelara mejor el personaje.

—¿Le gusta ser campeón?

—Pienso en ello todas las noches —contestó George, añadiendo con tal amor hacia sí mismo que no le fue posible conservar el suave tono de su voz—: Pienso en ello y le doy las gracias a Dios, y le doy las gracias a George Foreman por poseer auténtica resistencia.

Se percibía en su voz la inevitable esquizofrenia de los grandes deportistas. Al igual que les ocurre a los artistas, les cuesta trabajo no ver al profesional como una criatura separada del niño que lo creó. El niño (ahora ya adulto) sigue acompañando al gran deportista y está enormemente enamorado de él; con un amor inmaduro, que conste.

Pero Sadler, Moore y Saddler le habían estado enseñando a enmendar sus errores. Y ahora volvió a hablar con voz suave y añadió rápidamente:

—No me considero superior a ningún otro campeón de los que me han precedido. Es algo que poseo de prestado y que tendré que ceder a otro. —Ahora se mostró expansivo—. Me encanta ver a los jóvenes mirándome y diciendo: «Ah, yo lo puedo vencer», y me río. Yo también era así. Me parece muy bien. Así debe ser.

Se mostraba tan satisfecho de aquella conferencia de prensa que se había convertido como en una especie de fuerza natural de la sala y gustaba a todo el mundo. Contrastaba con Alí, que, cuando había periodistas presentes, se empeñaba en referirse a la última ofensa a su persona y parloteaba por ello ante los medios de comunicación como un tejado de cinc azotado por el viento.

Siguieron las preguntas. Las respuestas de Foreman ofrecían siempre el aterciopelado toque de un par de pantalones de tela gruesa muy usados. Solo en determinado momento dejó traslucir cómo debía ser cuando se enojaba. Un periodista le preguntó qué pensaba de la afirmación de Alí según la cual él era más militante y trabajaba más que Foreman en favor de su pueblo.

George se tensó. La urdimbre y la trama estaban enredando el hilo. Su respiración sonaba ligeramente entrecortada.

—No hay ninguna afirmación —dijo— que pueda molestar a una persona inteligente. En cuanto a lo de que Alí es militante… — se vio obligado a levantar la voz —. Ni siquiera pienso en esas cosas —añadió, dando por zanjado el asunto.

Resultaba evidente que el enojo se presentaba en él con la misma facilidad que las lágrimas en un chiquillo mimado. Su capacidad de cólera debía ser enormemente inestable, lo cual explicaba en parte sus rituales de concentración. Al igual que el hombre que teme caerse de los lugares elevados y fija la mirada en el suelo para no tener que mirar por la ventana, Foreman fijaba la mente en la ausencia de perturbación.

—Cuesta mucho —dijo Foreman— concentrarse y ser amable cuando le hacen a uno preguntas que ya ha escuchado otras veces. —Se atenía al principio de que la repetición es la muerte del alma—. Miren, me estoy preparando para una pelea. Este es mi principal interés. No quiero distraerme. No me gusta enemistarme con la prensa, pero quiero mantener la mente ocupada en las cosas que estoy haciendo. Hay que ser estable al ciento por ciento en todas las cosas que se hagan, ¿saben?

Y miró a su alrededor como para dar a entender que ya había hablado lo suficiente.

—George, una última pregunta. ¿Cuál es su pronóstico para la pelea?

Foreman campaba a sus anchas. Todo había terminado.

—Ah —repuso, sin intención de imitar a nadie—, soy el boxeador más grande de todos los tiempos. Soy una maravilla. La quinta maravilla del mundo. Soy hasta incluso más rápido que Muhammad Alí. Y lo voy a dejar fuera de combate en tres… dos… uno —se rió con los ojos—. Me esforzaré al ciento por ciento —dijo—. Ese es mi único pronóstico.

Ahora le dirigieron algunas preguntas a Dick Sadler. Bajito, rechoncho, de unos sesenta años, calvo, con una nariz achatada y un aplanado gorro negro sobre la calva, el entrenador de Foreman era rudo, gordinflón y formidable en sus facciones, dado que estas eran un mapa de composturas: Sadler sabía muy bien cómo se doblaba la carne en el mundo real. Dado que además era una amalgama de aquella astuta sabiduría de modales que procede de la fertilización cruzada de las distintas instituciones negras —la cárcel, el boxeo, la música e incluso la oratoria personal—, de haber sido un actor, Sadler hubiera podido interpretar cualquier papel, desde el de un miembro de una cuadrilla de presidiarios hasta el de un anciano médico. Hubiera podido ser un comediante de tres al cuarto y un buen actor, y lo había sido; hubiera podido tocar el piano o la trompeta, y había tocado ambos instrumentos. Era versátil y lo sabía desde la edad de nueve años, en que había empezado a actuar en las comedias de La pandilla. Sus facciones le recordaban a uno rostros clásicos, tales como el de Louis Armstrong o Moms Mabley; la boca de Sadler andaba siempre procurando digerir el sabor que le había dejado en los labios la última de sus observaciones. Estas eran a menudo originales, porque jamás necesitaba decir lo mismo dos veces. Aun así, cuando hablaba con la prensa procuraba decir siempre lo mismo. «La repetición es la seguridad de los idiotas», decía su mirada sardónica al tiempo que desarrollaba sus discursos.

—George —les dijo ahora— va a meter el pie izquierdo entre las piernas de Muhammad. ¡Oooh! —exclamó con voz dolorida—. Eso es lo que George debiera hacer. Golpear en el riñón, golpear en el corazón, volver a golpear en el riñón. ¡Oooh! George sabe hacer muchas más cosas que Muhammad. Pega mejor, mucho mejor, y es rápido y mucho más completo. George sabe escabullirse, George sabe parar, George te agarra las entrañas por dentro, te hace dar vueltas y te golpea un lado de la cabeza. Ya lo sabrán ustedes, o tal vez no lleguen a saberlo. —Sadler se detuvo, bajó la mirada y se tambaleó como un borracho—. Pero las piernas de ustedes sí lo sabrán.

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