Читать книгу: «Tierra de bárbaros», страница 3

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Blanca, entusiasmada, comenzó a fantasear:

Podríamos organizar un baile de disfraces, o contratar a los cómicos del circo para representar una opereta. Mariquita Sánchez toca muy bien al piano el Cielito lindo, y también Alberta, que además baila danzas egipcias y otras danzas de última moda en Francia, como la polca... y la montonera, claro, que no puede faltar.

El piano de Dori está desafinado..., acotó su hermana, haciendo un inciso que le venía muy bien para evadir la citada montonera.

¿Desafinado?, puso el grito en el cielo Blanca.

¡Callate, sonsa, no levantes la voz que va a oírnos la negrada!, exclamó refiriéndose a los dos esclavos que a escasos metros acarreaban fardos de alfalfa y los subían a una carreta.

En ese preciso instante se abrió una ventana en el piso superior y la voz de lady Steagman las llamó al orden, recordándole especialmente a Blanca que era hora de retirarse a dormir, y a Celeste que Leandro estaba cansado y quería irse a casa. Y las últimas palabras de su madre se solaparon con la voz grave del sereno en la calle anunciando las ocho bajo un cielo que prometía llenarse de estrellas.

Mientras vaciaba la pava con el agua ya fría al pie de un naranjo, Blanca intentó prolongar la charla:

¿Te enteraste de lo de Mr. Toad y...?

Pero su hermana la detuvo en seco: ¡ya, callate, Blanquita! Mañana me lo contás. ¿Querés que mamá nos rete?

Pero Blanca, cuchicheando, insistió:

¿Y lo de la Severa, lo sabés?

Celeste vio acicateada su curiosidad y quiso enterarse si se refería exactamente a quien ella se imaginaba:

¿La Severa Villafañe, decís? ¿La de La Rioja?

Sí, la novia de ese tal Facundo Quiroga, susurró Blanca mientras entraban en la casa por la puerta de la cocina. Dicen que quiere meterse a monja... Y él es tan lindo... vi una estampa suya en el diario El Rayo.

Eso de meterse a monja será por las palizas que él le da, le contestó su hermana, también con un susurro. Además el muy taimado será muy lindo, pero está casado y tiene un montón de hijos en La Rioja.

¡Mentiras!

¡Ja, ja! Sos una cándida, hermanita, te crees todo lo que te cuentan las chinitas estas, le reprochó refiriéndose a las sirvientas. Claro que está casado. Y es un hombre muy cruel y salvaje del que es mejor mantenerse alejada.

DOROTHY HENDICOTT

Dorothy era muy conocida en Buenos Aires, tanto por los de su clase como por el pueblo llano, que excepcionalmente, aunque fuera rica, la admiraba sin envidias ni rencores cuando, cada tarde, acompañada de la negra Prudencia, su nanny, de Gonzalo o de sus amigas íntimas paseaba por La Alameda o recorría las calles del centro, absorta ante las vidrieras de las tiendas de moda. Era de admirar su elegancia las veces que acudía a la ópera, o cuando iba a misa con su marido, envuelta en el gran velo negro de encaje que la cubría desde el peinetón hasta la cintura, y entre cuyos pliegues asomaba su libro de oraciones de nácar labrado; llegaba seguida a pocos pasos por los dos criaditos negros ataviados en traje de groom, con sus botoncitos dorados, el uno con una ofrenda de rosas blancas para la virgen y el otro con la alfombra recogida bajo el brazo, en la que habría de arrodillarse delicadamente su ama. Había sido su marido quien se los había regalado en su primer aniversario y eran dóciles y limpitos para lo poco que le habían costado.

El suicidio de su padre y al año escaso de su boda la muerte de su madre, en un accidente con la yegüita en la que acostumbraba a cabalgar en Los Sauces, fueron las desgracias que acabaron de forjar la melancolía de Dorothy, quien dejó de ser la misma no solo para sus amigas: a la vista de todos su carácter alegre se fue retrayendo paulatinamente como un caracol en su concha. Conservaba su encanto e ingenuidad pero su sonrisa había perdido frescura, y el brillo de sus ojos se había vuelto ligeramente acuoso, como de quien está punto de romper en llanto. Por profundo y sólido que fuera el amor que sentía por Gonzalo, no era suficiente para erradicar el desconsuelo de haber perdido a sus padres tan seguido el uno del otro. Una dolencia elemental dormitaba en su alma, una diminuta espina se ahondaba en su pecho. No obstante, continuaba siendo amable y dulce, rasgos que contrastaban con el talante seco de su marido, que se volvía más huraño según pasaban los días y veía desaparecer sus esperanzas de tener descendencia.

No era difícil deducir el motivo de la acritud de Gonzalo Carballido, con frecuencia y poco tacto se lamentaba de la falta de ese hijo que ultimara la felicidad de su matrimonio y garantizara la continuidad de su sangre. Y aunque pusiera como excusa a Dios o a su mujer, todos recordaban aquellos sarcásticos versos.

El hombre está obsesionado, se cuchicheaba en los salones porteños.

¿Tanto desea a ese niño?

Darling, hay mucha plata y no es cuestión que se desvanezca o pase a las arcas de la iglesia cuando ellos mueran.

Y Dori, ¿qué dice?

Ella no dice nada. Vos la conocés, es una santa, la pobre. ¡Con lo que ella lo quiere!

Todo había cambiado para Dorothy, incluso la arraigada costumbre de dejar la estancia Los Sauces a comienzos del otoño y regresar a la casona familiar de Barracas, donde se habían celebrado tertulias y veladas musicales donde se bailaba y cantaba hasta avanzada la noche. Estas fiestas bajo su techo habían sido proverbiales por el derroche tanto de generosidad como de espíritu y fantasía. El salón principal siempre había estado dispuesto hasta en los mínimos detalles para un baile o una soirée. Tan importantes, que las familias más destacadas acudían de todo el territorio cruzando la Pampa, atravesando las Sierras Grandes, internándose en el desierto, salvando las salinas, y poniendo en riesgo sus vidas, exponiéndose a malones o a matreros. Las fiestas en casa de los Hendicott habían marcado historia, ser invitado fue signo de alta estima, distinción y alcurnia. El más importante de estos acontecimientos en la historia de la casa de Barracas, había sido el baile de máscaras del 25 de mayo de 1820, con motivo del décimo aniversario de la independencia. A pesar del desconcierto y la anarquía generados por una constitución en ciernes, a la que se estaba dando cuerpo pero jamás cuajaba, y a la inestabilidad y malestar generados por los breves y continuos gobiernos, que duraban apenas días, no habían faltado gobernadores ni caudillos a la fiesta, y estuvieron presentes los embajadores de Londres y de Río de Janeiro, aliados por entonces contra la corona española; y el mismísimo gobernador de Buenos Aires, Idelfonso Ramos Mejía, se había presentado con toda su familia. Tenía Dorothy por entonces poco más de siete años, y aunque no se le había permitido estar presente, desde la barandilla del piso superior lo había observado todo oculta tras una frondosa palmera; con su camisón rosa y su gorrito de dormir, sus ojos bien abiertos siguieron cada movimiento de los invitados con enorme curiosidad. Pero lo que ella adoraba y evocaba llena de sentimiento, eran los veranos en Los Sauces, junto a Celeste —Blanca era todavía un bebé— y a Alberta, cada vez que venían a la estancia a veranear con sus padres o bien las enviaban acompañadas de sus celosas y eficaces nannys; también rememoraba con especial ternura el día que sus padres le participaron que tendría un hermanito con el que jugar y montar a caballo, y la llegada de Prudencia, no mucho mayor que ella, toda ojos asustados y mutismo, días después de nacer este. Se le llenaban los ojos de lágrimas al evocar aquel breve año, que fue lo que duró la vida del niño.

EL CIRCO LAFEROS SMITH

No tardaron en confirmarse las palabras del capitán Soler: se trataba de un auténtico tigre de Bengala huido aquella misma madrugada de las jaulas del fabuloso circo ecuestre Laferost Smith, que llevaba atracado en el puerto cuatro días y cuya gigantesca carpa de tres palos se alzaba en la rivera de La Alameda. Los porteños disfrutarían de las piruetas ecuestres de la señora Smith, la hermosa y joven ecuyère, y podrían deleitarse con las oberturas y arias de ópera, los equilibristas, los forzudos, los jinetes habilidosos, y algunos verían por vez primera en su vida, animales fabulosos como elefantes, leones, osos bailarines y monos amaestrados. Se anunciaron también como brillantes novedades mundiales a Eduviges, la exótica Mujer Lagarto, y Mr. Toad, el extraordinario Hombre Sapo.

Se corrió la voz de que el mismísimo don Juan Manuel de Rosas había declinado asistir a una función de gala en el Teatro de la Ópera para ir al circo con su familia. El rumor despertó en el acto la suspicacia del capitán Soler, quien decidió no acudir para no tener que verle la cara al chancho, según dijo; además, dedujo que tanto Dorothy como Rosalía irían acompañadas de sus respectivos maridos para, precisamente, coincidir con el general y que sus nombres aparecieran en las columnas de eventos de la alta sociedad de los diarios dominicales. Sería mejor acercarse otro día, al fin y al cabo el circo iba a quedarse en Buenos Aires una temporada larga.

Pero cuando esa misma mañana el capitán se hubo enterado por amigos y confidentes que Rosas no acudiría a la carpa hasta la semana siguiente, pues se hallaba de viaje por las provincias del Norte, le comunicó a su familia con entusiasmo y remarcado énfasis:

He cambiado de idea y sí vamos a ir al circo.

El capitán ignoraba que a los pocos minutos de empezada la función se vería entrar a Dorothy del brazo de Gonzalo a su derecha y del de su querida amiga misia Alberta Brawm a su izquierda, y el grupo se situaría a un lado de la entrada, en una de las primeras filas.

Blanca no pudo ocultar la alegría que le produjo coincidir con sus amigas, pues no se lo esperaba, y le dio un discreto codazo a su hermana, quien le hizo saber con un ligero gesto que ya los había visto. Como era de esperar en él, Bonifacio Soler no se preocupó en ocultar su disgusto, frunció el ceño y lanzó un prolongado soplido de fastidio. Su hija Celeste alcanzó a oírle murmurar algo, muy por lo bajo, pero no distinguió el contenido exacto de su queja, aunque lo adivinó y deslizó una mirada cautelosa a su madre, sentada junto a Blanca, pero lady Steagman no se dio por aludida y mantuvo la mirada fija en la pista, sin desviar un ápice sus ojos hacia los asientos donde se habían sentado Dorothy, su marido y misia Alberta. Estas, igualmente discretas, habían pasado casi desapercibidas para el resto del público merced al tácito y generoso acuerdo pactado entre las damas patricias de no acudir ni al circo ni al teatro con peinetones que no tuvieran más de cincuenta centímetros de envergadura. Lady Steagman de Soler se mantuvo en todo momento dignamente erguida en su silla de tijera, jugueteando con las redondas perlas de su collar, muy campante y digna, como correspondía a su categoría, educada para hacer de la indiferencia un culto y una virtud. Mientras tanto, su esposo disfrutaba a medias del espectáculo: cierto mal de fondo lo soliviantaba, oscuros pensamientos lo distraían de las elegantísimas piruetas que en esos momentos ejecutaba la señora Smith, que en equilibrio sobre el corcel en marcha sustituía sus faldas rojas de terciopelo por otras amarillas recamadas de lentejuelas y abalorios.

Cuando vio entrar a Gonzalo Carballido con su porte altivo, un apellido vino a la mente del capitán Soler, un apellido que no dejaba de darle vueltas en la cabeza, al igual que le ocurría a casi todo el mundo: el de los cuatro hermanos Reinafé, gobernadores todos ellos de Córdoba, aunque figurara solo uno en el cargo; y cada vez que lo recordaba la indignación le inflamaba el pecho y se le disparaba la imaginación por sombríos derroteros. No ser partidario de Rosas no implicaba necesariamente desear la muerte del gaucho Facundo, hombre cabal y fiel, federal, sí, pero al contrario de Rosas, partidario de una Constitución inminente; y había numerosas voces anunciándolo, y todos los rumores apuntaban a los cuatro hermanos, si bien otros señalaban al propio Rosas, fastidiado de que alguien como el gaucho pudiera hacerle sombra con su creciente popularidad. Y a Gonzalo lo habían visto más de una vez en sitios equívocos también frecuentados por el gaucho Santos Pérez.

Hacia la mitad de la función y justo en el momento en que Mr. Smith anunciaba con un megáfono de hojalata las virtudes extraordinarias de la Mujer Lagarto y del Hombre Sapo, e instaba a los asistentes a visitar sus carpas anexas, los ojos se volvieron sin poder evitarlo hacia una mujer, que nada más entrar se situó discretamente en las últimas filas. Era la dama ataviada de amazona que se había dejado ver en la Recova la mañana del tigre de Bengala, pero esta vez no venía de amazona sino en traje de paseo burdeos, con discretísimo miriñaque y un recogido sombrero con velo negro de muselina. Se produjo un ligero rumor general y el propio Mr. Smith se distrajo un instante de su labor de maestro de ceremonias para dirigirle una mirada furtiva, pero recobró al instante su discurso y continuó mintiendo:

Directamente llegados de las fabulosas montañas del Indostaní, estos inexplicables fenómenos de la madre naturaleza, caprichos del Creador...

Gonzalo y Dorothy, sin hacer apenas caso a las palabras del señor Smith, se miraron con incredulidad. Él mostró una leve sonrisa de desdén. Allí estaba su paisana la asturiana, su peor enemiga, la loca que nunca se dejaba ver por la capital y viajaba de incógnito en una inexpugnable berlina pintada de rojo inglés. Había oído rumores de que estaba por Buenos Aires, pero lo que menos esperaba era encontrársela en el circo, con lo poco que le gustaba a la Fresneda exhibirse en público.

UN VERANO CARGADO DE PRESAGIOS

En la capital el clima continuaba húmedo y pegajoso. A partir de media mañana, el sol ardía de tal forma que levantaba una densa bruma en la superficie del río y volvía el aire viscoso, la ropa se adhería incómodamente a los cuerpos que transpiraban sin tregua despertando el mal humor de las damas, que veían mermar a velocidades pasmosas los frascos de Agua de Colonia y lavanda. Una molicie aplastante obligaba a permanecer en las casas buscando, como los gatos, el rincón más sombrío y refrescado. Los patios apestaban como nunca a comida y carne podrida por más que se taparan los pozos de basura con tablones, bolsas de arpillera mojadas y una gruesa capa de tierra que había que apartar cada vez que se arrojaban desperdicios.

¡Ay, si de una vez por todas hicieran las cloacas!, suspiraban.

Pero, si ya están aquí los ingenieros franceses, señora.

¿No me diga?

Sí, llevan años aquí, pero seguimos sin alcantarillas.

Las tormentas comenzaron con mucho escándalo de truenos y abundaron las tardes con un cielo tan encapotado, tan plomizo, que cubría la ciudad con una noche prematura y obligaba a encender los faroles de sebo de las calles, aunque fueran las cinco de la tarde. Los relámpagos convulsionaban de añil las azoteas y poblaban los sueños de la gente con fantasmagorías y supersticiones; como un demente el cielo exaltado y eléctrico de Buenos Aires no paraba de disparar rayos y centellas de las que entran en las casas por el ojo de la cerradura. Las encopetadas señoras corrían a cubrir con paños oscuros los espejos para evitar desgracias. Aunque reinaba el mal tiempo no hubo lluvias demasiado intensas, ni horas de alivio para el sofoco porque, para más adversidad el Pampero venía caliente ese año. Nadie abandonaba su casa salvo por estricta necesidad; circulaban por las calles algunos esclavos y sirvientas descalzos, yendo a brincos para no quemarse la planta de los pies encallecida, saltando banquinas y esquivando charcos de agua fermentada, cumpliendo entre rezongos sus mandados. Aunque los enjambres de moscardones verdes iban por millares de un barrio a otro y se asentaban en el recogimiento de los patios, los porteños huían de las habitaciones y preferían tumbarse a la bartola en las galerías con malvones, bajo las pérgolas de Santa Rita, aunque tuvieran que estar continuamente aplastando insectos con matamoscas urdidos de palma. Al adverso clima se sumó el fastidio y la amargura creados por los caudillos de las provincias del norte, enfrentados en continuas bravuconadas, escaramuzas y crímenes, que habían llegado al colmo en Salta y Tucumán, donde Heredia y Latorre se abocaban a matarse mutuamente en una guerra civil. Y los gobiernos federales de las provincias del Litoral reclamaban al gobierno interino de Vicente Maza eliminar los aranceles aduaneros de los ríos.

¡Ya basta de aranceles!

¡Esto no hay quien lo pare!

El general Rosas es el único que puede hacerlo.

Pero no quiere volver a gobernar si no es con plenos poderes...

Todo estaba patas arriba por entonces y la suspicacia a flor de piel. Se rumoreaba mucho sobre las andanzas del gaucho Facundo Quiroga y su ejército de Colorados en la provincia de la Rioja, donde tenía su estancia, y se sabía de la misión que Vicente Maza le había encomendado: justamente, poner orden en Salta y Tucumán limando esas eternas asperezas entre los respectivos gobernadores caudillos: rencillas, conspiraciones, violencia... Pero todo se habría de solucionar a su regreso, cuando Rosas se decidiera a instaurar una constitución federal como venía prometiendo.

¡Solo don Juan Manuel puede parar esto!, decía la paisanada. Él tiene que tomar las riendas del país.

Vaya y ponga sosiego entre esos hombres. ¡Carajo!, ya va siendo hora de que dejen de pelear entre ellos, le había dicho a Facundo don Vicente Maza, a quien se lo vio más alterado, susceptible y adusto que nunca, porque sabía que Rosas seguía manejando los hilos desde las sombras, empeñado en mejorar las administraciones de las provincias antes de avocarse a organizarlas en la Federación. Era consciente, o suponía en definitiva, de que la estabilidad de su sillón de gobierno peligraba.

También estaban en boca de todo el mundo los nombres de los cuatro hermanos Reinafé, que gobernaban Córdoba, y unas veces se hablaba de ellos a favor y las más en contra, pues eran bravos, ambiciosos y capaces de cualquier cosa con tal de tener dominio, y recelaban de Facundo y su poder creciente.

¿Los hijos de Queenfaith?, preguntaría una dama de la aristocracia.

Sí, darling, los Reinafé como ellos se hacen llamar, pero el que manda de verdad es José Vicente, el mayor, precisaría otra dama.

Mandan los cuatro, diría una tercera.

Pero por sobre todas las elucubraciones había una que se cernía con creciente fuerza en el aire de las pulperías, una que olía a sangre allí donde fueran el gaucho Santos Pérez y sus secuaces —por entonces campeando en Córdoba—, y se les soltara la lengua por la bebida y la cólera acumulada en sus corazones, pues se la tenían jurada a Quiroga.

Dicen que al muy sotreta lo vieron en Buenos Aires hace un tiempo, conspirando en una fábrica de velas.

¿Conspirando?

Sí, señor, conspirando.

¿Contra quién?

¡Ah, no se sabe...! Pero ya puede figurarse, aparcero. E hizo un gesto con ambos índices a los lados de la cara como enrulándose las patillas.

MISTERIOSO ROMANCE

Cada tarde los porteños se daban cita en el circo y entre cabriolas, operetas y payasadas olvidaban por unas horas el malestar, la zozobra, la inseguridad reinantes en el territorio, que tantas veces acababan en sangre. La señora Smith y su marido lucían a diario sus saltos mortales ante un público poco exigente pero entusiasta. Los saineteros improvisan diálogos llenos de ingenio y picardía que provocaban la carcajada. Pero cada día el mayor triunfo se lo llevaban Eduviges, la Mujer Lagarto y Mr. Toad, el extraordinario Hombre Sapo, cautivando a los curiosos más obsesos y corajudos capaces de aguantar sin inmutarse la repugnancia y envilecimiento de ambos monstruos, e incluso disfrutando con sus gruñidos y regüeldos.

En relación a estos últimos se produjo un verdadero acontecimiento extraoficial, de mayor repercusión que la mismísima fuga del tigre de Bengala y de la supuesta conspiración contra Facundo Quiroga: un rumor que aseguraba que Mr. Toad —cuyo verdadero nombre era Herbert Edward Hancock—, había cautivado el corazón de una hermosa y distinguida dama.

¿Pero es una mujer normal?, se preguntaban.

Sí, normal... y además, muy hermosa.

¡Oh, darling, se ve cada cosa en este país!

Cada vez que don Juan Manuel de Rosas dejaba su estancia en San Miguel del Monte y volvía a Buenos Aires iba al circo, solo o con toda su familia. Fue lo único que pudo divertirlo, cambiarle el humor y apartarlo durante unas horas de los anhelos y deberes de poderoso ganadero y caudillo. Exento de reserva, libre para hacer lo que le viniera en gana, no ocultó su admiración por la afamada señora Smith y aplaudió y vitoreó rabiosamente las artes ecuestres de esta, incluso en presencia de su mismísima esposa, doña Encarnación Ezcurra, de la que siempre se dijo que era muy celosa, y de su bella y bondadosa hija, Manuelita.

Aunque el general parecía tener puestos en el espectáculo los cinco sentidos, mantenía en todo momento un sexto y un séptimo, si hacían falta. En su cabeza, aparentemente centrada en las cabriolas de los Smith, se barajaban nombres de destacados individuos, familias de unitarios con negocios en Inglaterra que no estarían dispuestas a perder sus beneficios derivados de la aduana, junto a nombres de voluntariosos federalistas, y los de asesinos y sicarios alertas a venderse al mejor postor para matar a quien hiciera falta, sin importarles las penurias del pueblo. Rosas fantaseaba de buena fe un futuro glorioso para las provincias del norte, con sus caudillos leales al frente, libres de la amenaza de malones, y también de industriales y comerciantes ávidos de acabar con lo poco que quedaba de la industria nacional; eran tan malvados los indios como los gringos, si bien estos últimos se decían civilizados, o tal vez por esto. A su lado, en la incómoda silla a la que por deferencia le habían puesto un colorido almohadón de lana, Encarnación Ezcurra no abandonaba su gesto frío y distante mientras tramaba con refinada astucia de zorra vieja —y a mayor velocidad con la que su marido hacía malabarismos con destinos humanos— cómo sacar partido al poder que en breve habría de recuperar este. Misia Manuelita, ajena a las cavilaciones de sus progenitores, relumbraba toda ella feminidad, dulzura y elegancia, blondas y lazos de terciopelo, mientras repartía sonrisas a uno y otro lado sin discriminar, y hacía volver constantemente la cabeza a los espectadores para admirarla, aunque perdieran momentos del espectáculo.

Cuando pasaron a la galería de los fenómenos expuestos en carpas más pequeñas, dispuestas a un lado de la principal, Rosas y su mujer quedaron fascinados con el aspecto monstruoso del Hombre Sapo y la Mujer Lagarto, pero Manuelita no pudo tolerar tanta fealdad y sordidez y se desmayó. Tuvieron que sacarla de allí en volandas porque no hubo sales aptas para devolverle el sentido.

RUMORES, CHISMES, HABLADURÍAS

De vuelta del circo, en casa de los Soler se respiraba un silencio incómodo, un malestar que se vería acentuado durante la cena, cuando apenas intercambiarían palabra y cada uno mantendría ridículamente fija la vista en el fondo del plato. Únicamente su esposa tuvo la delicadeza de intentar romper con el clima enrarecido haciendo dos o tres comentarios acerca del espectáculo circense, y en particular sobre la repugnancia que le había provocado no tanto el Hombre Sapo como la Mujer Lagarto; pero con tan poca fortuna había elegido el tema, que de inmediato hubo de disculparse reconociendo que no era de buen gusto mencionar a esos monstruos en momento tan delicado como la cena. Hizo un segundo intento de fracturar el velo de tirantez aludiendo a la inusual frescura de la noche, pero tampoco esta vez tuvo respuesta favorable, de modo que optó por callar, llevarse a los labios la copa de vino, alzar las cejas y suspirar sutilmente resignada a la derrota, mientras veía a su amada familia a través de la copa, deformada por las aberraciones del cristal.

Después de la cena, mientras tomaban una copita de licor espirituoso en la salita, sus hijas disfrutaban del aire perfumado del jardín aprovechando que la brisa proveniente del mar espoleaba hacia las afueras de la ciudad la pestilencia que durante todo el día había azotado a las indefensas almas. Celeste y Blanca hacían balance de lo ocurrido en el circo a la vez que se regalaban pequeñas y femeninas confidencias.

En realidad, querida, me tiene demasiado preocupada Dorothy, le confesó Celeste a su hermana. Cada día que pasa la veo más decaída. Parece no superar nunca la terrible pérdida de sus padres ni las ofensivas mentiras vertidas por los diarios. ¿Vos no la notás como si estuviera en Babia?

Darling, Dorothy siempre ha vivido en Babia, contestó al vuelo su hermana, que a pesar de sus pocos años era muy perspicaz.

No seas cínica, decime la verdad, ¿no te parece que muchas veces está en la luna de Valencia?

Sí, es cierto. Y además la veo triste... amargada. ¿No viste la cara que tenía en el circo? ¿Vos crees que realmente es feliz con Gonzalo como afirma? Porque a mí, si te digo la verdad, me parece que desde que se casó con el Gallego está más amargada que antes; aunque ella lo niegue, según vos me dijiste...

Shhh, bajá la voz, Blanca, que tatita y mamita podrían oírte.

¡No me importa! ¡Que me oigan, si quieren!, protestó Blanca con pueril enfado y soberbia. Yo la veo desmejorada, y esa es la verdad...

Vos no comentes nada, dijo Celeste, inclinándose hacia su hermana con gesto confidente. Dorothy está así porque..., y se quedó callada mientras comprobaba que no había sirvientes merodeando por el jardín. Enseguida continuó, con afectada gravedad: hermanita, vos sabés como todo el mundo lo sabe que Dorothy no puede tener hijos y teme perder a su marido. Ese es el asunto.

¡Oh! ¿Entonces no son verdad los versos del El Loco Machaca Batatas?

Justamente, querida, es verdad, porque es él y no Dori el impedido para procrear.

¿No me digas?

Sí, él no puede. Ya está confirmado. El doctor Abregú, que siempre estuvo a la cabecera de su familia y de la nuestra, y que vos sabés muy bien que es toda una eminencia, habló seriamente con Dorothy y se lo explicó. Y ella, por fin, me lo confesó entre lágrimas. Pero, por favor, Blanca, no se te ocurra decir nada, que te conozco, y sos una bocarrota.

¿Yo, bocarrota?, saltó esta alterada, poniéndose de pie y llevándose ambas manos al pecho, herida en su amor propio: vos sí que sos una chismosa, que el otro día le dijiste...

¡Callate, sonsa! Si querés que te lo cuente hacé el favor de cerrar la boca y escucharme.

Bueno, está bien, refunfuñó Blanca, recuperando la compostura, y volvió a sentarse junto a su hermana dispuesta a una larga confidencia, mientras se retorcía con nerviosismo un bucle que le caía sobre la frente.

A LA CAZA DEL TIGRE

En cuanto el señor Smith se enteró de que su magnífico y valioso felino adquirido en la Rubia Albión había sido visto en la Recova, acudió a las autoridades y lo reclamó ofreciendo una recompensa de cincuenta pesos a quien lo capturase vivo, preocupado más por la valiosa pérdida del animal estrella que por el daño que este pudiera causar a la gente si le entraba el hambre.

Dos días seguidos lo buscaron las fuerzas del orden y al no hallar pistas, decidieron acudir a un viejo gaucho baqueano, un hombre de porte impresionante, envuelto en un poncho rojo mugriento y raído, con una larga melena blanca, que hacía ostentación de una sonora rastra cargada de monedas españolas de plata. Se descalzó para no estropear posibles huellas y no tardó en dar con las del bicho, que conducían hasta las afueras de la ciudad, más allá de la curtiembre y la fábrica de velas, pero allí se perdían. Cuando en cuclillas observaba el abrupto final de las huellas, el hombre fue sacudido por un presentimiento que le torció el gesto de por sí fiero y le hizo desistir de seguir buscando, rehusando la jugosa recompensa prometida por el señor Smith. Solo una cosa se le oyó afirmar entre dientes, y no volvió a repetirlo:

Ese tigre tiene alma de hombre... o de mandinga.

En sus ojos esquivos se reflejó un miedo inusual. Dio media vuelta, montó en el pingo y se alejó al galope sin mediar palabra ni admitir un solo peso por sus servicios. Solo aceptó en pago dos botellas de caña y unas cuantas lonjas de charqui.

Nunca volvería a verse al tigre de Bengala pasear por las calles de Buenos Aires, pero los vecinos que pudieron admirarlo no olvidarían jamás su aire espléndido, sus líneas de azabache sobre el fondo de oro intenso. Tampoco imaginarían que meses después, a más de ciento cincuenta leguas de allí, en la Villa de Cosquín, el mismo animal trastornaría la de por sí atribulada existencia de las hermanas Adoradoras del Cuerpo Incorrupto, y en particular acabaría de sacar de quicio a sor Estigma y a la inocente Severa Villafañe.

LA CONJURA

Desde que el mayor de los Reinafé asumiera el gobierno de Córdoba secundado por sus tres hermanos (gobierno al que había llegado después de derrotar y aprisionar al general José María Paz, quien previamente había invadido la provincia y lo había protegido a él sin reservas), el gaucho Santos Pérez andaba inquieto, no se sentía completamente a salvo en su republiqueta de Santa Catalina, notaba que influencias y poder se le iban de las manos. Mejor sería acudir a la cita de los irlandeses, a ver qué mierda querían.

En la Casa de Gobierno de Córdoba donde los cuatro hermanos gobernaban simultáneamente, habían tenido lugar reuniones secretas en las que habían hablado y elucubrado sobradamente del gaucho Facundo, de sus posesiones, sus minas, su fortuna sólida y creciente; también habían mencionado con enorme preocupación el carisma que generaba en determinada gente de la capital y en el paisanaje, quienes cada día mostraban mayores respeto y estima por el gaucho, deslumbrados por su estampa recia y su renombre de valeroso, leal a la patria y al general Rosas. Con preocupación habían discutido respecto de la sombra que podía hacerle a este al frente de un segundo gobierno de Buenos Aires, aunque Rosas fingiera indiferencia con el intermitente retiro en su estancia Los Cerrillos, y se negara a asumir el poder sin un plebiscito popular que lo legitimara, cada vez que se lo proponía la Cámara de Representantes y el mismísimo pueblo. Que Facundo andaba coqueteando con el poder nadie podía negarlo. Aunque no lo manifestara abiertamente tenía sobrados motivos para hacerlo, porque el pueblo lo reclamaba a voces, porque era un héroe, y se necesitaban héroes para forjar el futuro lleno de gloria que se perfilaba tras la costosa independencia, porque el gaucho era el hombre llamado a enfrentar y combatir los continuos conatos invasores del absolutismo español, que no se resignaba a la pérdida de estas tierras, las permanentes incursiones de los gringos ávidos de nuevas y más ricas colonias, y los progresivos amagos de Francia por desplazar a los ingleses en el comercio e importaciones. Asimismo, era la persona adecuada para recuperar y reconstruir una industria nacional que evitara la absoluta dependencia del puerto y la aduana. El gaucho tenía, además, un ejército leal, fiero y bien armado. Y Córdoba no dudaría en acogerlo al frente de su gobierno. Facundo sería bienvenido por el pueblo, pero jamás por los cuatro irlandeses que gobernaban, y que acababan de sofocar una revolución por parte del general Huidobro, casualmente, amigo íntimo de Quiroga. ¿Qué duda podían albergar los hermanos de las intenciones del ambicioso Facundo?

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