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CON PERDÓN

DE LA PALABRA

CON PERDÓN

DE LA PALABRA

natalia crespo



Dirección editorial: Gastón Levin / Silvia Itkin

Diseño de tapa e interior: Donagh / Matulich,

sobre diseño de colección Estudio ZkySky

La obra “Sin título” (dibujo con grafito y lápices sobre papel - 15 x 21 cm.,

año 2017) se reproduce con autorización de su autor, Gustavo Stocovaz

http://guaznimu.blogspot.com

© Natalia Crespo, 2019

© Obloshka, 2019

ISBN: 978-987-46902-6-5

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Libro de edición argentina. Impreso en Argentina.

Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial

de esta obra sin previo consentimiento del editor/autor.



Crespo, NataliaCon perdón de la palabra / Natalia Crespo. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Obloshka, 2019.224 p. ; 20 x 14 cm.ISBN 978-987-46902-6-51. Narrativa Argentina Contemporánea. 2. Literatura Argentina. I. Título.CDD A863

Para Diego, con amor


Los lugares, personajes y situaciones de esta novela

son enteramente ficcionales. Cualquier coincidencia

con la realidad es pura semejanza.


“Me aproximé y vi a una familia importante de Adrogué.

Vi sobre una mesa sobre un paño de seda un canelón.

Que no era un canelón sino algo expelido por matriz

humana, de otra forma el cura no bautizaría. Averigüé

y una enfermera me contó que todos los años la

pareja distinguida traía un canelón para bautizar.

Que el doctor le aconsejó no parir ya porque

aquello no tenía remedio. Y que ellos dijeron

que por ser muy católicos no debían dejar

de procrear. Yo a pesar de mi minusvalía

califiqué el tema de asquerosidad, pero no podía

decirlo. Esa noche no pude comer de asco.”

Aurora Venturini, Las primas

Su Señoría:


No nací para este encierro que me habita como un parásito, este encierro que aspiro y exhalo noche y día y que parece fogonearse en una pipa infinita. Tampoco nací para el fingir que, como un silicio, llevo clavado a mis carnes ya de un tiempo a esta parte. Cierto es que mi cuna era de lata, no de plata, y cierto es que el tiempo me fue llevando por este río de desgracias, la vida, montado yo a la cuna de lata y siempre bamboleante, siempre a punto de caer.

¿Escuchó alguna vez la expresión “¿es o se hace?”? Yo todavía no sé si soy o me hago, si mi problema acaso no fue confiar demasiado en lo que leía, más que en lo que veía y vivía, dejarme llevar por mis fantasías e ilusiones, siempre a la espera de lo soñado, al punto de no poder discernir los lechos de los hechos, los suelos de los duelos, lo propio de lo ajeno.

Solo usted puede remediar mi estado, señora Juez. Un hada buena frente a un huérfano viejo y andrajoso. Solo usted puede bajarme de la lata, subirme a la orilla, frotarme un poco, sacarme la pipa, desclavarme el silicio.

Le escribo esta carta confiado en que podré ablandar su jurídico corazón. Iré contándole la historia de mi vida y entenderá Su Merced cómo llegamos a esta situación, que me tiene a mí encerrado y a usted, ya verá, con el horror abriéndole la boca.

De nada sirve ser tan legalista, ajustarse tanto a la letra chica del Código Penal. Siempre hay caminos alternativos, Su Señoría, ramas inesperadas en este río zigzagueante por el que todos, sea en plata o en lata, navegamos a la deriva. Al fin de cuentas, no es tan mala la propuesta de mi abogadito. Piénselo. Un gran valor humano llamado “contactos” unido a otro gran valor humano llamado “dinero” sabrán aliviarle todo mal trago y usted quedará flotando, no solo en su cuna de plata, sino también con algunas orlas de oro embelleciendo su persona. Que no es coima, Su Merced. La familia prefiere llamarlo “agradecimiento”.

I


Vine al mundo marcado por la impiedad divina. Sin suerte. Sin el beneplácito de Afrodita, diosa del amor y la belleza. Se la hago corta: no tengo pies. Tengo dos piernas que el Señor —por desidia o afán de aquelarre— no quiso terminar de formar. Dos trozos de carne engordados en los muslos y escuálidos desde las rodillas para abajo, rematados en dos muñones a la altura de los tobillos. Luego, el vacío, la total ausencia de esas pequeñas raquetas perpendiculares al cuerpo. Pies, tan corta la palabra como el trozo de cuerpo que representan. Y tan inalcanzables. Pies, como una aberración del verbo piar.

Mi cuerpo siempre me avergonzó. Dicen que mi madre, Doña Herminia de los Nogales, de escaso entendimiento y aún más escasos recursos, al parecer no logró estarse quieta durante el embarazo porque debía trabajar la pobre sin descanso en un taller clandestino de Flores, fabricando medias y camisones y bombachas a destajo. Prendas de algodón, rosadas y suaves. Tan suaves y rosados como mis muñones al nacer yo. Con el desgaste de los años y la mucha intemperie, se han vuelto de un marrón arratonado y hoy tienen en las puntas esa rugosidad propia de los codos “normales”.

Sin embargo, el Señor tuvo un gesto noble conmigo, un descanso dentro de la fumada de porro que se debe haber mandado al concebir mi existencia: tengo un rostro hermoso, con un “perfil griego”, nariz recta y mucho pelo renegrido y ondulado. Y mi belleza no termina en la cara: un poco por herencia, otro poco por los esfuerzos de la silla de ruedas, mis brazos son musculosos; mi pecho, amplio.

Pero, ante todo —y lo digo sin fanfarria— soy un hombre curioso y pensante. Desde el día en que descubrí en un libro de arte la escultura El Pensador de Rodin, declaré a mi alrededor (es decir, a los muchachos del barrio y los curas de mi colegio) el parecido entre mi figura (vista de costado, descontando el renegrido y sin enfocar muy abajo) y la del tal Rodin. Así que desde joven y un poco a pedido mío, todos me llaman “Muñón el Pensador”.

De no haber tenido una cuna de lata y desgraciada, habría vivido de esta riqueza espiritual, haciéndome catedrático o escritor o, mejor aún, Juez Nacional. Forrado en plata, habría recorrido el mundo con yates, autos importados y bellas amantes. Pero muy otra fue la suerte que me salió en las cartas de la vida. Si no hubiese nacido deforme, habría puesto pies en polvorosa, como decía mi maestro Bartolo (ya le iré contando quién ha sido Bartolo), pero no pude. Y de eso justamente trata esta historia: de pies, de polvos y de lo que no se pudo.

II


Soy de Benavídez, provincia de Buenos Aires, y nací en 1976. Más precisiones que estas no tengo, vaya a saber cuántos días después del alumbramiento se dignó mi padre a anotarme en el Registro de las Personas. Hasta de que yo fuera persona dudó el desalmado (por mi condición física, a la que ya me referí y que no hace falta repetir porque la deformidad es algo que nadie olvida, Su Señoría, y menos usted, jueza tan inteligente y dedicada).

Además de desalmado, mi padre era alcohólico y golpeador. Nunca supe su nombre de pila. Todos lo conocían en el pueblo (y yo lo conocía menos que todos) como Muñóz (o, en la jerga de los muchachos de Benavídez, “Muñó”). Cada tanto y sin decir agua va, Muñó desaparecía de casa llevándose el poco dinero que mi madre guardaba en la vasija de losa amarilla arriba de nuestra humilde mesa, casi siempre vacías (vasija y mesa). Cuando, al cabo de tres o cuatro días de ausencia, volvía a merodearnos, Muñó iba directamente a nuestros colegios (el de monjas, de mi hermana, frente al mío, de curas), donde ambos estábamos becados gracias a la caridad religiosa. Nos sacaba de las clases y nos convidaba algún fasito que fumábamos los tres a escondidas, apoyados sobre la pared trasera del colegio Sagrado Corazón de Jesús, pasándonoslo, como pipa de la paz, de boca en boca. Luego nos marcaba alguna quinta de la zona residencial cercana a Benavídez y nos instruía para que robáramos algo del jardín. Mi hermana, ágil y delgada, un poco gacela, debía saltar las rejas y traer lo que pudiera. Si había alguna ventana abierta, el botín era jugoso… me acuerdo una vez que, de solo asomarnos, encontramos una billetera justo sobre un sillón pegado a la ventana abierta, esperando el manotazo. No siempre teníamos suerte. En general, las casas estaban cerradas y la Zulma solo podía traer lo que encontraba en el jardín de cada quinta: ropa de la soga, algunas herramientas o cosas de la parrilla, a veces apenas alguna fruta que arrancaba de los árboles del fondo. Yo debía quedarme de campana en la entrada. Cualquier botín era ganancia para Muñó, que nos frotaba las cabezas en señal de aprobación y se iba por donde había venido, él también un poco alegre y volátil, pero no solo del faso fumado en ronda familiar. No guardo malos recuerdos de aquellos días. Mi hermana Zulma y yo, todavía niños y nada habituados al tabaco, pronto perdíamos pie de la realidad (tal vez lo mejor que podía pasarnos en la mísera Benavídez) y, por un rato, flotábamos sonrientes, casi alegres de haber visto de nuevo a nuestro padre. Mucho tiempo y grandes esfuerzos me costó, Su Señoría, dejar el mal hábito. “La sangre se hereda y el vicio se apega”, me diría Bartolo años más tarde.

Pronto los curas se percataron de lo que ocurría. Empezaron a dar aviso a las monjas cada vez que veían a Muñó acercarse al predio de los colegios. Nos escondían a Zulma y a mí en el subsuelo común para varones y mujeres, donde estaba la cocina, y nos ponían a rezar y a picar ajo (todo lo cocinaban con ajo los de aquella congregación), a rezar y a picar ajo y a rezar y a picar ajo, y así hasta que el peligro (o sea, Muñó) estuviera nuevamente lejos. Quizás por eso me han quedado grabados en el alma, para siempre y unidos, el Padre Nuestro y el olor a ajo. En cada merodeo frustrado, la rabia de mi padre hacia los curas se acrecentaba, lo envolvía y mareaba como a nosotros el humo del tabaco.

Mi madre se llamaba, tengo dicho, Herminia de los Nogales. Era una mujer un tanto calva, ojerosa y renga. Explotada en el trabajo, abandonada de marido, sola en el hogar y a cargo de dos criaturas, ha tenido un pasaje más que duro por esta, nuestra vida terrenal. Dios quiso crearla, además de fea y desdichada, un tantín idiota (quizás para anestesiarla de tanta desgracia). Así que, lejos de guardar rencor, Herminia se la pasaba canturreando alegremente entre el patio de tierra y nuestra casita, ajena a sus padeceres, dándole de comer la poca comida que teníamos (unos choclos secos de dientes marrones) a las seis gallinas escuálidas de las que sacábamos más huevos de lo imaginable, en cantidades tan inverosímiles que llegué a creer que, como me decía Bartolo, se trataba de gallinas milagrosas.

A mi hermana Dios le pasó, como en caja bien embalada, la viveza que le escamoteó a mi madre. Se la pasó empaquetada y con moño, porque el Señor es así, ha separado un lote de cualidades y rasgos y miserias para cada familia y las va largando de a poco, de generación en generación, riente y gozoso como largaba mi madre los granos marrones a nuestras aves raquíticas. Belleza pa vos, torpeza pa vos, inteligencia pa este otro, y así sucesivamente hasta quedarse entre manos con el hueso pelado del choclo del destino.

A mi hermana Zulma no solo le tocó el grano de la viveza, sino también el de los rendidores pechos: inmensos como dos melones maduros, la han ayudado a abrirse camino en nuestra fútil existencia. Sin llegar a bella, por ser Zulma provocativa y astuta, gran bailadora de la danza del caño, siempre vestida con ropa que resaltaba sus carnes (en el reparto del volumen corporal, todo fue para Zulma, muy poco para mí, Su Señoría), no tardó en conseguir fáciles medios de vida. En poco tiempo y a temprana edad (catorce o quince), ya tenía un leal proveedor de marihuana y varios “amigos”, en verdad clientes fijos. Mi madre la veía irse enfundada en sus minúsculos vestidos de colores chillones y decía, mientras se pasaba un huevo de una mano a la otra, la boca casi completamente desdentada, seseando y escupiendo al hablar: “qué hermoza ez la Zulma”. Y aunque Zulma, como tengo dicho, no era hermosa, vista con ojos maternos y comparada conmigo, baldado y en silla de ruedas, las palabras de mi madre no sonaban descabelladas. El Creador, por demás irónico, me dio un rostro bellísimo y un cuerpo sin pies, y a la Zulma, en cambio, un cuerpo bien formado pero rostro del tipo equino (“jeta de caballo”, le decían en Benavídez, y a veces también “yegüita”). Yo amaba a Zulma y celaba sus partidas: la miraba irse, en equilibrio sobre sus altísimos tacos, mientras maniobraba desde mi silla de ruedas para sacar de la sartén el huevo frito sin quemarme (mi madre, ajena a mí en su alegre idiotez, nunca me ayudaba).

Padre alcohólico y ausente, madre idiota y fea, hermana prostituta y yo, tullido de nacimiento. Como ve, Su Señoría, en mi familia no nos hemos privado de nada. Y eso que todavía no le hablé en profundidad de mí mismo.

III


Estoy a dos meses de vivir en el cotolengo al que usted me mandó y a dos días de empezada esta carta. Manso como agua de estanque. Llevo la cara gastada y con ella la esperanza, aunque no por eso he dejado de comer (o sorber) la sopa verde que llaman “cena” y más parece moco de anciano. Los duelos con pan son menos, decía Bartolo.

Fui uno de esos niños de quienes la gente dice “se hizo solo”, “en la escuela de la vida”. Hasta séptimo grado iba al colegio, más para no quedarme en casa que porque mi madre apostara a mi educación. Estaba a solo unos meses de egresar de la primaria cuando ocurrió un episodio horrible que reivindicó a mi padre ante los curas y truncó para siempre mi escolaridad. Iba al colegio San Pío XIV (enfrente, como le tengo dicho, del de mi hermana, Sagrado Corazón de Jesús).

El San Pío XIV era un establecimiento jesuítico. Además de lujoso e imponente ante mis ojos de niño pobre, tenía una enorme biblioteca con clásicos de la literatura española que devoré desde muy chico (Dios me ha mandado a mí el paquete de la curiosidad). Dirigía esta biblioteca el cura Bartolomé (¡oh, querido Bartolo!), natural de Cádiz, que me enseñó a nadar por las grandes obras del Siglo de Oro. A los doce años ya me había leído todo Quevedo, Mateo Alemán, La Celestina y El Lazarillo de Tormes. Por supuesto que mis compañeros de clase, enteros de cuerpo pero tullidos de alma —eso me decía siempre Bartolo, tal vez para consolarme—, se burlaban de mi hábito de encerrarme en la biblioteca y de mi modo de hablar que, de tanto estar con Bartolo y de tanto leer a los españoles, se iba impregnando de arcaísmos y refranes. Bartolo, sin ir más lejos, era un refranero andante, todo lo ilustraba con un dicho popular o con una cita literaria. Pero a mí no me importaban los desprecios de mis compañeros, cuanto más me burlaban, más exageraba yo mi modo raro de hablar… hasta que se me fue naturalizando. Yo era feliz en la biblioteca de Bartolo, que me acariciaba y me convidaba chocolate caliente en invierno, helados en verano (verdaderos manjares al lado de la dieta de huevos a la que me tenía acostumbrado mi madre), me contaba las andanzas de Sancho y me leía, durante horas enteras, hermosos libros de caballeros y príncipes, historias de amor cortés y poemas antiguos.

El idilio bibliotecario llegó a su cúspide cuando, en la pubertad y ya con algunos pelos, veía que Bartolo elegía solo libros grandes y de tapa dura y, con la excusa de acomodarlos bien en mi regazo, se demoraba con ambas manos sobre mi entrepierna y luego, olvidado del chocolate o del helado, de los libros y de los clásicos españoles, echaba gozoso la cabeza hacia atrás. Desde abajo yo podía ver cómo mi nombre, hecho espuma, era paladeado en el susurro de su boca. “Ay, Muñón, ay, Muñón”, solía repetir entre espasmos y sacudones de su propia entrepierna, que golpeaba contra las manijas de mi silla (así de alto era Bartolo) y hacía que las ruedas, ñiqui ñiqui, ñiqui ñiqui, se fregaran incitantes contra el piso. A mí también me conmovían aquellos trances. De solo mirar a Bartolo, me venía por todo el cuerpo un cosquilleo (como con los fasos de papá), mientras descubría azorado cómo mi pantalón gris de uniforme del colegio (regalo de Bartolo) se erguía hasta alcanzar una altura insospechada (lo digo sin fanfarria, Su Señoría).

Todo andaba sobre ruedas en el colegio (más aún en la biblioteca), como la vida misma para mí, hasta que un día, sin previo aviso y medio borracho, cayó al establecimiento mi padre, con tan mala suerte que justo lo vio a Bartolo besándome en el cuello y susurrándome su despedida al oído, el chocolate caliente ya en mis manos y un hermoso libro de Mateo Alemán en un costado de mi silla. La actitud tierna del cura español escandalizó a Muñó —tan desalmado, tan básico—, a quien ese trato le pareció degenerado. Se le subieron a la sangre los hervores y al rostro los colores. “¡Puto del orto!”, gritó entonces, con una fuerza que yo nunca pensé tuvieran sus aindiados pulmones (digo “aindiados” porque mi padre era más bien achaparrado, del tipo del altiplano o, como se estila decir en Benavídez, “un negro de mierda”). Bartolo entró en pánico, yo también, el chocolate y el libro cayeron al piso y mi silla se deslizó hacia adelante, rodando apenas por el claustro impoluto del San Pío XIV. Rápidamente otro cura limpió el charco de chocolatada y se llevó el libro (fue lo que más lamenté, en casa me esperaban los huevos fritos raquíticos, las risas destempladas de mamá y las bailantas atigradas de la Zulma). “¡Te voy a denunciar, maricón hijo de puta!”, gritaba desencajado ese señor, ahora más colorado que marrón, a quien yo sentía cada vez menos como mi padre. Bartolo y yo nos miramos de reojo, muertos de miedo. Muñó se había arremangado la camisa y tenía los puños apretados, prontos a la embestida. Yo giré mi silla, roleé y me puse justo en medio, interrumpiendo el camino entre Muñó y mi querido Bartolo. Saqué pecho y me preparé para defendernos. Muñó daba saltitos cortos en el lugar, como de ratón o de boxeador, y seguía gritando barbaridades. A Bartolo le temblaba el mentón. Justo a tiempo apareció el director del colegio: “Pero, ¡¿qué es este escándalo?! ¡¿Qué está pasando acá, por el amor de Dios?!”. “¡Lo pesqué! ¡Este puto del orto se estaba por tirar a mi hijo!”, gritó Muñó desencajado, y a mí me dolió en el alma que trataran así a Bartolo, tan fino y culto, tan bueno que era siempre conmigo.

Y ese fue, Su Señoría, el último día de mi educación formal. El resto de lo que sé (que no es poco, lo digo sin fanfarria) me lo ha enseñado esa otra escuela sin claustros marmolados y techos altos. La lleca.

IV


¿Aún está allí, Su Señoría? Varios días han pasado desde la última vez que le escribí, una tarde de verano, bajo un árbol del jardín del cotolengo Santa Catalina. “A los bienes y a los males, la muerte los hace iguales”, era uno de los refranes de Bartolo. Algún día han de igualarse nuestras suertes, aunque hoy sea usted nada menos que la Dra. Silvia Simonelli de Lavalo, Juez Nacional, y yo sea poco más que un ciruja deforme y criminal. Algún día, el cuero verde oliva de su sillón de Tribunales habrá de convertirse en el mismo verde gris de este jardín o en el verde suave de mis ojeras, tornasolado y cambiante como el verde violáceo del cuello de las palomas.

Todos somos, al fin, los aros de humo del porro que se ha fumado el Creador. Impredecibles y lábiles, danzamos la danza aérea del azar con la certeza de nuestra futura desintegración. ¿Qué dejamos en este mundo al irnos? ¿Una estela negra azulada? Apenas un vaho, una leve turbación del aire. No más que eso, Su Señoría. Ni siquiera usted, mente clara y reflexiva, resulta menos fútil que el resto de los mortales. Pero, como sabemos, en el camino que va de la boca divina que nos expele a la evaporación total, hay quienes tienen la suerte de danzar con facilidad, hasta con gracia yo diría, pues les ha sido dada una alfombra de plumas de ganso para deslizarse como por un tobogán. Otros, sin embargo, los más yo creo, reptamos el aire cuesta arriba como si fuera hecho de bosta y clavos, muertos de frío, porque han usado nuestras plumas para armar la alfombra de los de arriba.

Gracias a Bartolo soy un apasionado lector de cuanta cosa escrita cae en mis manos: desde volantes de pizzería hasta manuales de geografía, obras clásicas, literatura española del Siglo de Oro o revistas Billiken. De casi trece años, baldado, velludo, brillante (lo digo sin fanfarria) pero desaprovechado, sin recursos y chupada mi sangre por la sanguijuela de la orfandad, pasé una larga temporada en casa, junto a mi madre y a la Zulma (cuando estaba). Dormía mucho, me masturbaba otro tanto, le daba duro y parejo a la meditación y cada tanto recibía con plena felicidad libros de literatura que, por intermedio de algún pibe del colegio, me hacía llegar mi querido Bartolo. Estos envíos no ocurrían con frecuencia porque el director del lugar, aunque no echó ni amonestó a mi maestro, por no olvidar aquella frase célebre de mi padre (“puto del orto”), lo tenía al pobre Bartolo entre ceja y ceja. Durante ese largo verano pajeril reflexioné y me di cuenta de algo. Pude ver lo que siempre había estado allí y yo no percibía por haber andado tanto tiempo con la nariz hundida en los libros, la boca dentro de la taza de chocolate, la bragueta entibiada por las manos de Bartolo. Estaba conmovido de haber vuelto plenamente al hogar, de que todas las mañanas, tras la cama caliente, me esperaran los huevos y la danza de la Zulma. Aunque extravagante y pobre, me di cuenta, tenía una familia y la amaba con cuerpo y alma.

Desde que Muñó no nos visitaba, los días pasaban con armonía. Casi con armonía. A no ser por el Corcho, el perro de mi padre, que cada tanto merodeaba la casa, tan jetón como su dueño, a por comida. Perro del orto. Cada vez que lo veía cerca o lo escuchaba ladrar, sentía la sangre dentro de mí chispear como el aceite de la sartén. Cusco y orejudo, la mirada del Corcho era turbia, como endiablada. Cuando no aparecía, la vida era pacífica. Me pasaba las mañanas leyendo. Si Bartolo no me había mandado libros (o me los había encanutado el pibe que hacía de chasqui, cada vez menos confiable), releía los que ya tenía. A veces también releía las anotaciones fogosas que Bartolo me hacía en los márgenes (aunque luego empezaron a aburrirme… entre Cervantes y Bartolo, me quedaba con el primero). Al mediodía llegaba el almuerzo del clásico huevo frito (que, a decir verdad, a mi madre le salía cada vez mejor), a veces contábamos con postre (uno de los clientes de mi hermana era chino, tenía un supermercado y nos regalaba cada tanto alguna lata de duraznos). Luego seguían largas siestas pobladas de raras fantasías eróticas con personajes literarios (Lolita de Nabokov me hacía perder la cabeza). A eso de las cuatro empezaba una nueva sesión de lectura y al caer el día mateaba en el patio de tierra, junto a mi madre, viendo ambos las danzas bailanteras de la Zulma. “¡Qué prezioza ze ha puezto la Zulma!”, decía entonces ella, balanceando la cabeza a derecha e izquierda, sin memoria de que eso mismo había dicho el día anterior, y el anterior al anterior, y que lo diría sin duda al siguiente. Pero aquella repetición, lejos de aburrirme, me daba la única versión que he conocido de la ternura materna (aunque no iba dirigida a mí sino a mi hermana). Ahora que mi madre no está, Su Señoría, me felicito de haber compartido esos momentos con ella, de haberle cebado los mates más ricos que Herminia de los Nogales haya tomado jamás en su vida. Así me decía ella cada día, frente a cada mate, con su alegre desmemoria seseante: “¡Loz mejorez matez de mi vida!”.

Recuerdo que hacia el final de aquel verano ya había descubierto, no sin tristeza, cierto deterioro en mi madre. Unos cuantos pelos blancos de barba plateaban su mentón. En mi hermana también sobrevolaba cierta decadencia (aunque no a causa de las nieves del tiempo). Había perdido un diente (no quise saber cómo) y la danza del caño le salía cada vez más desangelada, sin aura, como una obra de teatro que se repite muchas veces. Un día se lo dije, con todo el amor fraternal del que era capaz (que tal vez no era mucho, ahora que lo pienso): “Zulmita, tenés que bailar con más convicción”. Y agregué, al calor de mis lecturas (en ese momento, poesía mística): “Gemí un poco, como en trance divino”. Pero aquella sugerencia no le gustó a mi hermana, que tenía de mi madre muy ganado el favor y de mí muy perdido el temor. “¿Por qué no te metés en lo tuyo, parásito de mierda?”. Así fue como conocí la sensibilidad escénica de la Zulma, acostumbrada a las ovaciones sibilantes de mi madre, a la saliva del amor.

Respecto del diente, le cuento (para que no piense que en mi familia somos unos dejados) que Zulma logró que uno de sus clientes —de los cuales tenía muchos porque el negocio era próspero y ella muy dedicada— le pagara el implante. Se trataba de un joven estudiante de odontología venido del Chaco, calentón y envalentonado como pocos, que le puso como condición que la inicial de su nombre fuera grabada en medio de la pieza a implantar en la provocativa boquita de Zulma. Por suerte esta vez la chica se asesoró bien (por mí, ¿por quién sino en Benavídez?) y le exigió al chaqueño un contra requisito: que la grabación fuera en imprenta minúscula. Como el pibe se llamaba Luis, aquel posesivo tatuaje dental quedó como una simple línea vertical que partía el diente al medio y hasta lo hacía más natural, más a tono con el resto de la dentadura de Zulma, que distaba de la impecabilidad. Ya ve, Su Merced, cómo incluso los que vamos por la vida reptando por la senda de clavos y mierda podemos tener aquí y allá algún que otro progreso luminoso, casi como plumas de ganso.

Luego de aquella expresión de Zulma (“parásito de mierda”), medité mucho sobre mi situación en la casa solariega. Caí en la cuenta —entre mates y pajas— de que todo, excepto los huevos (todo: los duraznos en lata, la yerba, el azúcar, el pequeño jabón del baño y hasta la pastafrola que comíamos cada tanto), era provisto por mi hermana. Y claro, Muñó fumado y fugado vaya a saber uno dónde, mi madre envejecida y más alegre que nunca, ¿con qué ingresos se sustentaba mi querido hogar? Sentí culpa y remordimiento por no haberme dado cuenta antes, yo siempre con la nariz en los libros y una mano en la entrepierna.

En estas elucubraciones estaba cuando vi desde el patio de mi casa, de refilón y como escurriéndose de mí, la cara del Corcho. Venía a por comida el muy turro. Me miraba con un ojo, luego con el otro. Nunca de frente. Se acercaba a la casa y se sentaba a mirarme. Me mostraba un pedazo de cola hacia abajo, luego la agitaba para los costados, como diciéndome “tirame un huevo, huevón”. Perro del orto. Si se llega a morfar una gallina, ¿qué nos queda a nosotros?, me acuerdo que pensé. Era noche cerrada pero luminosa: la luna estaba redonda y fresca como el queso que nunca habíamos comido ni comeríamos. (Mi padre jamás nos había traído comida. Ni quesos ni nada. Yo, Su Señoría, supe lo que era el jamón recién en la pubertad y gracias a Bartolo.) Y ahora este perro del orto a por comida en mi propio patio, me acuerdo que pensé. Me miraba con un ojo, luego con el otro. Nunca de frente. Sobre la tierra, cerca de los tablones que hacían de pared del gallinero, había un alambre que mi madre usaba para trabar la puerta del cobertizo. Caminé sin hacer ruido. Lo agarré de las puntas. Se doblaba con facilidad. Tenía el largo justo. Perro del orto. Di dos pasos en silencio, pisando la tierra con cautela. Cuando estuve detrás del Corcho, cho, cho, cho, lo llamé cariñosamente, imitando la voz aindiada de Muñó. El animal se acercó con las orejas gachas, el hocico mojado y querendón. Cho cho cho. Le atrapé el cuello con el alambre y apreté fuerte. Ya está el chivo en el lazo, hubiera dicho Bartolo. Cho cho cho. El desgraciado lanzó un grito que me perforó los tímpanos, pegó un par de patadas hasta que cayó, pesado y caliente, sobre la tierra quebrada. Me limpié la sangre con un trapo que había junto al cobertizo y trabé la puerta con el alambre, no fueran a escaparse las gallinas.

399
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181 стр. 36 иллюстраций
ISBN:
9789874690272
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