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CAPÍTULO SIETE

Godfrey, acurrucado como una bola, se despertó por un quejido constante y persistente que interfería con sus sueños. Despertó lentamente, dudoso de si estaba realmente despierto o todavía atrapado en su interminable pesadilla. Parpadeó en la débil luz, intentando deshacerse del sueño. Había soñado que era un títere en una cuerda, colgando de los muros de Volusia, cogido por los Finianos, que tiraban de las cuerdas arriba y abajo, moviendo los brazos y las piernas de Godfrey mientras él colgaba de la entrada de la ciudad. Habían hecho mirar a Godfrey mientras, bajo él, miles de sus compatriotas eran asesinados ante sus ojos, mientras por las calles de Volusia corría la sangre roja. Cada vez que creía que había acabado, el Finiano volvía a tirar de las cuerdas, tirando de él arriba y abajo, una vez y otra y otra…

Al final, afortunadamente, Godfrey despertó por el quejido y se dio la vuelta, con la cabeza como rota, y vio que el ruido procedía de unos pocos metros, de Akorth y Fulton, los dos acurrucados en el suelo junto a él, quejándose, cubiertos de moratones y cardenales. Por allí cerca estaban Merek y Ario, tumbados inmóviles en el suelo de piedra también –que Godfrey enseguida reconoció como el suelo de la celda de una prisión. Todos parecían haber sido cruelmente golpeados pero, por lo menos todos ellos estaban allí y, por lo que Godfrey veía, todos respiraban.

Godfrey estaba aliviado y consternado a la vez. Estaba sorprendido de estar vivo después de la emboscada de la que había sido testigo, sorprendido de que los Finianos no lo hubieran matado allí miamo. Sin embargo, al mismo tiempo, se sentía vacío, angustiado por el remordimiento de saber que, por su culpa, Darius y los demás habían caído en la trampa dentro de las puertas de Volusia. Todo por culpa de su ingenuidad. ¿Cómo había podido ser tan estúpido de confiar en los Finianos?

Godfrey cerró los ojos y sacudió la cabeza, deseando que el recuerdo se marchara, que la noche hubiera ido de otra forma. Él había llevado a Darius y los demás hasta la ciudad inconscientemente, como los corderos al matadero. En su mente oía, una y otra vez, los gritos de aquellos hombres intentando luchar por sus vidas, intentando escapar, que resonaban en su cerebro y no lo dejaban tranquilo.

Godfrey se apretaba las orejas e intentaba hacer que se marchara y que los quejidos de Akorth y Fulton se ahogaran, pues los dos estaban obviamente doloridos por todas sus magulladuras y por haber dormido una noche en un duro suelo de piedra.

Godfrey se incorporó, la cabeza parecía que pesaba media tonelada y miró a su alrededor, una pequeña celda de prisión en la que solo estaban él y sus amigos, y unos cuantos más a los que no conocía y le consolaba un poco el hecho de que, dado lo lúgubre que parecía aquella celda, la muerte podía venir a por ellos más pronto que tarde. Esta prisión era claramente diferente a la última, daba más la sensación de ser una celda de espera para aquellos que están a punto de morir.

En algún sitio a lo lejos, Godfrey oyó los gritos de un prisionero que era arrastrado por un corredor y lo entendió: este sitio en realidad era una cárcel de espera para ejecuciones. Había oído hablar de otras ejecuciones en Volusia y sabía que, con la primera luz del día, él y los otros serían arrastrados hacia fuera y se convertirían en un diversión para el circo, para que los buenos de sus ciudadanos pudieran ver cómo los Razifs los desgarraban hasta la muerte, antes de que los juegos de gladiadores de verdad empezaran. Por esto los habían mantenido con vida tanto tiempo. Por lo menos ahora todo esto tenía sentido.

Godfrey gateó sobre sus manos y rodillas, estiró el brazo y dio un golpe a cada uno de sus amigos, intentando despertarlos. La cabeza le daba vueltas, le dolía cada rincón de su cuerpo, que estaba cubierto de chichones y moratones y le dolía hasta moverse. El último recuerdo que tenía era el de un soldado que lo había dejado inconsciente y entendió que lo debían haber apaleado ellos una vez estaba fuera de combate. Los Finianos, aquellos cobardes traidores, obviamente no eran capaces de matarlo ellos mismos.

Godfrey se agarró la frente, le sorprendía que pudiera dolerle tanto sin ni siquiera haber bebido. Consiguió ponerse de pie de manera insegura, las rodillas le temblaban, y observó la oscura celda. Solo había un único guarda al otro lado de las barras, de espaldas a él, apenas mirándolo. Y, sin embargo, estas celdas estaban hechas de sólidas cerraduras y gruesas barras de hierro y Godfrey sabía que no sería fácil escapar esta vez. Esta vez, estarían aquí hasta la muerte.

A su lado, poco a poco, Akorth, Fulton, Ario y Merek consiguieron ponerse de pie y todos también examinaron los alrededores. Veía el desconcierto y el miedo en sus ojos, seguidos del remordimiento, cuando empezaron a recordar.

“¿Murieron todos?” preguntó Ario, mirando a Godfrey.

Godfrey sintió un dolor en el estómago al asentir lentamente con la cabeza.

“Es culpa nuestra”, dijo Merek. “Los decepcionamos”.

“Sí, lo es”, respondió Godfrey, con la voz rota.

“Te dije que no te fiaras de los Finianos”, dijo Akorth.

“La cuestión no es de quién es la culpa”, dijo Ario, “sino qué vamos a hacer al respecto. ¿Vamos a dejar que todos nuestros hermanos y hermanas mueran en vano? ¿O vamos a vengarnos?”

Godfrey vio la seriedad en el rostro del joven Ario y le impresionó su determinación de acero, incluso estando en prisión y a punto de morir.

“¿Venganza?” preguntó Akorth. “¿Estás loco? Estamos encerrados bajo tierra, custodiados por barras de hierro y guardas del Imperio. Todos nuestros hombres están muertos. Estamos en medio de una ciudad hostil y de un ejército hostil. Todo nuestro oro ha desaparecido. Nuestros planes han fracasado. ¿Cómo vamos a vengarnos?”

“Siempre existe una manera”, dijo Ario, decidido. Se dirigió a Merek.

Todas las miradas se dirigieron a Merek y él frunció el ceño.

“Yo no soy experto en venganzas”, dijo Merek. “Yo mato hombres cuando me molestan. No espero”.

“Pero tú eres un experto ladrón”, dijo Ario. “Has pasado toda tu vida en la celda de una cárcel, según dices. ¿Seguro que no nos puedes sacar de esta?”

Merek se giró e inspeccionó la celda, las barras, las ventanas, las llaves, los guardas –todo– con ojos de experto. Lo estudió todo y los miró de nuevo con tristeza.

“Esta no es una celda de prisión común”, dijo. “Debe ser una celda finiana. Artesanía muy cara. No veo puntos flacos, ni salida, por mucho que desearía deciros lo contrario”.

Godfrey se sentía agobiado, intentaba no escuchar los gritos de otros prisioneros de al final del pasillo, caminó hacia la puerta de la celda, apoyó la frente contra el frío y pesado hierro y cerró los ojos.

“¡Traedlo hasta aquí!” resonó una voz al fondo del pasillo de piedra.

Godfrey abrió los ojos, giró la cabeza y, al mirar al fondo del pasillo, vio a varios guardas del Imperio arrastrando a un prisionero. El prisionero llevaba una banda roja sobre su hombro y por el pecho y colgaba sin fuerzas de sus brazos, sin ni siquiera intentar resistirse. De hecho, cuando se acercó más, Godfrey vio que tenían que arrastrarlo, pues estaba inconsciente. Obviamente algo le sucedía.

“¿Ya me traéis otra víctima de la plaga?” exclamó el guarda burlonamente. “¿Qué esperáis que haga con él?”

“¡No es nuestro problema!” respondieron los otros.

El guarda de turno puso cara de miedo mientras levantaba las manos.

“¿Yo no voy a tocarlo!” dijo. “Ponedlo por allí, en el hoyo, con las otras víctimas de la plaga”.

Los guardas lo miraron de manera inquisidora.

“Pero todavía no está muerto”, respondieron.

El guarda de turno frunció el ceño.

“¿Pensáis que me importa?”

Los guardas intercambiaron una mirada e hicieron lo que les habían dicho, lo arrastraron por el pasillo de la cárcel y lo echaron a un gran hoyo. Godfrey entonces vio que el hoyo estaba lleno de cuerpos, todos ellos cubiertos por la misma banda roja.

“¿Y qué pasa si intenta escapar?” preguntaron los guardas antes de irse.

El guarda al mando esbozó una cruel sonrisa.

“¿Sabéis lo que la plaga le hace a un hombre?” preguntó. “Estará muerto por la mañana”.

Los dos guardas se dieron la vuelta y se marcharon y Godfrey miró a la víctima de la plaga, tumbado allí solo en un hoyo sin vigilancia y, de repente, tuvo una idea. Era tan disparatada que podía incluso funcionar.

Godfrey se dirigió a Akorth y a Fulton.

“Dadme un puñetazo”, dijo.

Ellos intercambiaron, perplejos, una mirada.

“¡He dicho que me deis un puñetazo!” dijo Godfrey.

Ellos negaron con la cabeza.

“¿Estás loco?” preguntó Akorth.

“Yo no voy a darte un puñetazo”, interrumpió Fulton, “por mucho que te lo merezcas”.

“¡Os digo que me deis un puñetazo!” exigió Godfrey. “Fuerte. En la cara. ¡Rompedme la nariz! ¡AHORA!”

Pero Akorth y Fulton se dieron la vuelta.

“Has perdido la cabeza”, dijeron.

Godfrey se dirigió a Merek y a Ario, pero ellos también se echaron atrás.

“No sé de qué va esto”, dijo Merek, “pero no quiero ser parte de ello”.

De repente, uno de los otros prisioneros de la celda se dirigió de forma decidida hacia Godfrey.

“No pude evitar oíros”, dijo, mostrndo su boca desdentada al sonreír, echándole su aliento rancio. “Estaré más que feliz de darte un puñetazo, ¡solo para que cierres la boca! No tienes que preguntármelo dos veces”.

El prisionero se balanceó e impactó directamente con sus huesudos nudillos en la nariz de Godfrey y Godfrey sintió un agudo dolor que le atravesó el cráneo mientras chillaba y se agarraba la nariz. La sangre le chorreó por la cara y por la camisa. Los ojos le escocían por el dolor, nublándole la vista.

“Ahora necesito aquella banda”, dijo Godfrey, dirigiéndose a Merek. “¿Me la puedes conseguir?”

Merek, atónito, siguió vista a través del corredor, hasta el prisionero que yacía inconsciente en el hoyo.

“¿Por qué?” preguntó.

“Hazlo, sin más”, dijo Godfrey.

Merek frunció el ceño.

“Si le ato algo, quizás pueda alcanzarla”, dijo. “Algo largo y muy delgado”.

Merek levantó el brazo, palpó el cuello de su propia camisa y sacó un alambre de ella; al estirarlo, era lo suficientemente largo para su propósito.

Merek se inclinó hacia delante contra las barras de la prisión, con cuidado para no alertar al guarda y estiró el alambre, intentando enganchar la banda. Lo arrastró por el barro, pero cayó a pocos centímetros.

Lo intentó una y otra vez, pero Merek seguía atrapado a la altura del codo en las barras. No eran lo suficientemente delgado.

El guarda miró hacia allí y Merek rápidamente lo retiró antes de que pudiera verlo.

“Déjame probar”, dijo Ario, dando un paso adelante cuando el guarda dio la vuelta.

Ario agarró el largo alambre y pasó sus brazos a través de la celda y sus brazos, mucho más delgados, pasaron hasta la altura del hombro.

Estos quince centímetros de más era lo que necesitaba. Apenas alcanzó la punta de la banda roja con el ganchó, Ario empezó a tirar de él. Se detuvo cuando el guarda, que estaba girado en la otra dirección dando una cabezada, levantó la cabeza y echó un vistazo. Todos esperaron, sudando, rezando para que el guarda no mirara hacia ellos. Esperaron durante lo que pareció ser una eternidad, hasta que el guarda empezó a cabecear de nuevo.

Ario tiró de la banda más y más, deslizándola por el suelo de la cárcel, hasta que al final atravesó las barras y entró en la celda.

Godfrey estiró el brazo y se puso la banda y todos se alejaron de él por miedo.

“¿Qué narices estás haciendo?” preguntó Merek. “La banda está cubierta de plaga. Nos puedes infectar a todos”.

Los otro prisioneros de la celda también se escharon hacia atrás.

Godfrey se dirigió a Merek.

“Voy a empezar a toser y no voy a parar”, dijo, con la banda puesta mientras una idea se cocía en su mente. “Cuando venga el guarda, verá mi sangre y esta banda y le dirás que tengo la plaga, que se equivocaron y no me separaron”.

Godfrey no perdió el tiempo. Empezó a toser violentamente, restregándose la sangre de la cara por todas partes para que pareciera peor. Tosía más fuerte de lo que jamás lo había hecho hasta que, finalmente, oyó cómo se abría la puerta de la celda y entraba el guarda.

“Haced que se calle vuestro amigo”, dijo el guarda. “¿Entendéis?”

“No es un amigo”, respondió Merek. “Solo un hombre al que conocimos. Un hombre que tiene la plaga”.

El hombre, perplejo, miró hacia abajo y, al ver la banda roja, sus ojos se abrieron como platos.

“¿Cómo entró aquí?” preguntó el guarda. “Deberían de haberlo separado”.

Godfrey tosía más y más, todo su cuerpo se retorcía por el ataque de tos.

Prontó sintió que unas manos ásperas lo agarraban y lo arrastraban hasta fuera, empujándolo. Fue tropezando por el pasillo y, con un empujón final, lo tiró al hoyo con las víctimas de la plaga.

Godfrey estaba tumbado encima del cuerpo infectado, intentando no respirar muy profundamente, intentando girar la cabeza y no respirar la enfermedad de aquel hombre. Le rogaba a Dios que no la cogiera. La noche sería larga allí tumbado.

Pero ahora no lo vigilaban. Y cuando hubiera luz, se levantaría.

Y atacaría.

CAPÍTULO OCHO

Thorgrin sentía cómo se precipitaba al fondo del mar, la presión crecía en sus oídos mientras se hundía en el agua helada, sintiendo como si le clavaran un millón de puñales. Pero mientras se hundía más, sucedió la cosa más extraña: la luz no se volvía más oscura, sino más brillante. Mientras se sacudía, hundiéndose, arrastrado hacia abajo por el peso del mar, miró hacia abajo y se sorprendió al ver, en una nube de luz, a la última persona que esperaba ver aquí: su madre. Ella le sonrió, la luz era tan intensa que apenas podía ver su cara y ella extendió sus amorosos brazos hacia él mientras se hundía, dirigiéndose directamente a ella.

“Hijo mío”, dijo, su voz era totalmente clara a pesar del agua. “Estoy aquí contigo. Te quiero. Todavía no ha llegado tu hora. Sé fuerte. Has pasado una prueba, sin embargo van a venir muchas más. Enfréntate al mundo y no olvides nunca quién eres. Nunca lo olvides: tu poder no proviene de tus arma, sino de tu interior”.

Thorgrin abrió la boca para responder pero, al hacerlo, sintió cómo el agua lo envolvía, lo tragaba, lo ahogaba.

Thor despertó de golpe, miró a su alrededor, preguntándose dónde estaba. Sintió un áspero material en sus muñecas y se dio cuenta de que estaba atado, con las manos detrás de su espalda, a un palo de madera. Echó un vistazo a la lúgubre bodega, sintió el balanceo y enseguida supo que estaba en un barco. Lo sabía por la manera en que se movía su cuerpo, por las brechas de luz que entraban, por el olor decrépito de hombres atrapados bajo cubierta.

Thorgrin miró alrededor, poniéndose alerta de inmediato, sintiéndose débil e intentando recordar. Lo último que recordaba era aquella horrible tormenta, el naufragio, él y sus hombres cayendo del barco. Recordaba a Angel, recordaba agarrarse a ella con todas sus fuerzas y recordaba la espada en su cinturón, la Espada de los Muertos. ¿Cómo había sobrevivido?

Thor miraba a su alrededor, preguntaba cómo podía estar navegando en el mar, confundido, buscando desesperadamente a sus hermanos y a Angel. Se sintió aliviado al distinguir unas formas en la oscuridad y verlos a todos por allí cerca, atados con cuerdas a postes: Reece y Selese, Elden e Indra, Matus, O’Connor y, a pocos metros de ellos, Angel. Thor se sentía feliz al ver que todos ellos estaban vivos, aunque todos parecían estar agotados, machacados por la tormenta y por los piratas.

Thor oyó una risa escandalosa, discusiones, griterío proveniente de algún lugar por allá arriba y después lo que sonó como explosiones en sus oídos mientras los hombres se tiraban unos sobre otros en la hueca cubierta y recordó: los piratas. Aquellos mercenarios que intentaron hundirlo en el mar.

Reconocería aquel sonido en cualquier lugar, el sonido de individuos vulgares, aburridos en el mar, en busca de crueldad -se los había encontrado muchas veces antes. Se dio cuenta, al sacudirse su sueño, que ahora era su prisionero y luchó con las cuerdas, intentando liberarse.

Pero no pudo. Habían atado bien sus brazos, igual que sus tobillos. No iba a ir a ninguna parte.

Thorgrin cerró los ojos, intentando reunir el poder que llevaba dentro, el poder que él sabía que podía mover montañas si él lo elegía.

Pero no vino nada. Estaba demasiado agotado por la dura experiencia del naufragio, sus fuerzas todavía estaban demasiado bajas. Sabía por experiencia en el pasado que necesitaba tiempo para recuperarse. Tiempo que sabía que no tenía.

“¡Thorgrin!” dijo una voz aliviada, a través de la oscuridad. Era una voz que reconocía bien y, al echar un vistazo, vio a Reece, atado a pocos metros, mirándolo con alegría. “¡Vives!” añadió Reece.

“¡No sabíamos si lo lograrías!”

Thor se dio la vuelta y vio a O’Connor atado a su otro lado, igualmente contento.

“Rezaba por ti a cada minuto”, dijo una dulce y suave voz en la oscuridad.

Thor echó una ojeada y vio a Angel, con lágrimas de alegría en los ojos, y sintió lo mucho que se preocupaba por él.

“Le debes la vida, ¿sabes?” dijo Indra. “Cuando te lanzaron al agua, fue ella la que se tiró al agua y te trajo de vuelta. Si no hubiera sido por su valentía, ahora mismo no estarías aquí”.

Thor miró a Angel con un nuevo respeto y un nuevo sentimiento de gratitud y devoción.

“Pequeña, encontraré el modo de recompensarte”, le dijo.

“Ya lo has hecho”, dijo, y él pudo ver que realmente así lo creía.

“Recompénsala sacándonos a todos de aquí”, dijo Indra, luchando contra sus cuerdas, enojada.

“Aquellos piratas parásitos son lo más bajo que hay. Nos encontraron flotando en el mar y nos ataron mientras todavía estábamos inconscientes por la tormenta. Si se hubieran enfrentado a nosotros hombre a hombre, hubiera sido otra historia”.

“Son unos cobardes”, dijo Matus. “Como todos los piratas”.

“También nos quitaron nuestras armas”, añadió O’Connor.

El corazón de Thor dio un vuelco cuando, de repente, recordó sus armas, su armadura, la Espada de los Muertos.

“No te preocupes”, dijo Reece, al ver su cara. “Nuestras armas superaron la tormenta –la tuya incluida. Por lo menos, no está en el fondo del mar. Pero la tienen los piratas. ¿Ves allí, a través de los listones?”

Thor miró a través de los listones y vio, en la cubierta, todas sus armas, tendidas bajo el sol, los piratas reunidos a su alrededor. Vio el hacha de batalla de Elden y el arco dorado de O’Connor y la alabarda de Reece y el mayal de Matus y la lanza de Indra y el saco de arena de Selese – y su propia Espada de los Muertos. Vio a los piratas, con las manos en las caderas, mirando hacia abajo y examinándolas con regocijo.

“Nunca había visto una espada así”, dijo uno de ellos a otro.

Thor enrojeció de ira al ver cómo un pirata daba un golpe con el pie a la espada.

“Parece que fuera de un Rey”, dijo otro, dando un paso adelante.

“La encontré yo primero, es mía”, dijo el primero.

“Eso será por encima de mi cadáver”, dijo el otro.

Thor observaba cómo los hombres se abalanzaban el uno sobre el otro y después oyó un fuerte porrazo cuando ambos se desplomaron sobre cubierta, luchando, mientras los otros piratas formaban un círculo a su alrededor y los abucheaban. Iban rodando sobre el suelo de aquí para allá, dándose puñetazos y codazos, mientras los demás les animaban a hacerlo, entonces finalmente Thor vio que la sangre le salpicaba a través de los listones, vio cómo un pirata pisoteaba la cabeza del otro varias veces.

Los demás gritaban, deleitados con ello.

El pirata que ganó, un hombre sin camisa, con un torso nervudo y una larga cicatriz en el pecho, se levantó y, respirando profundamente, se dirigió hacia la Espada de los Muertos. Mientras Thor observaba, este alargó el brazo, la agarró y la levantó victorioso. Los demás gritaron.

Thor hervía la verlo. Esta escoria sujetando su espada, una espada digna de un Rey. Una espada por la que él había arriesgado su vida. Una espada que le habían dado a él, y a nadie más.

Entonces se oyó un grito repentino y Thor vio cómo la cara del pirata, de golpe, hacía un gesto de agonía. Gritó y lanzó la espada, parecía que estaba sujetando una serpiente y Thor vio cómo volaba por los aires e iba a parar a cubierta con un sonido metálico y un golpe seco.

“¡Me ha mordido!” exclamó el pirata a los demás. “¡Este bicho raro me ha mordido la mano! ¡Mirad!”

Extendió la mano para mostrar que le faltaba un dedo. Thor echó un vistazo a la espada, a través de los listones se veía la empuñadura y vio unos pequeños dientes afilados sobresaliendo de una de las caras que estaban allí grabadas y la sangre corriendo por ella.

Los otros piratas se giraron a mirarla.

“¡Es del demonio!” exclamó uno.

“¡Yo no la tocaré!” exclamó otro.

“Olvidaos de ella”, dijo uno, dándole la espalda. “Hay muchas más armas para escoger”.

“¿Y qué pasa con mi dedo?” grito el pirata con agonía.

Los otros piratas rieron, lo ignoraron y, a cambio, se concentraron en las otras armas, luchando todos ellos por el alijo.

Thor volvió a fijarse en su espada, ahora la veía allí, tan cerca de él, casi al alcance de la mano al otro lado de los listones. Una vez más intentó con todas sus fuerzas liberarse, pero la cuerda no cedía. Estaba bien atado.

“Si pudiéramos conseguir nuestras armas”, dijo Indra furiosa. “No puedo soportar ver sus grasientas manos encima de mi lanza”.

“Quizás yo pueda ayudar”, dijo Angel.

Thor y los demás la miraron incrédulos.

“A mí no me ataron como a vosotros”, explicó. “Mi lepra les asustó. Ataron mis manos, pero después lo dejaron. ¿Veis?”

Angel se puso de pie, mostrando que sus muñecas estaban atadas detrás de su espalda, pero sus pies estaban libres para caminar.

“De poco nos servirá”, dijo Indra. “Incluso así estás encerrada aquí abajo con todos nosotros”.

Angel negó con la cabeza.

“No lo entendéis”, dijo. “Soy más pequeña que todos vosotros. Mi cuerpo puede colarse entre estos listones”. Se dirigió a Thor. “Puedo llegar hasta tu espada”.

Él la miró, impresionado por su valor.

“Eres muy valiente”, dijo. “Te admiro por ello. Aún así, te pones en peligro. Si te cogen allá fuera, podrían matarte”.

“O peor”, añadió Selese.

Angel los miró de nuevo, orgullosa, insistente.

“Moriré de todas formas, Thorgrin”, respondió Angel. “Esto lo aprendí hace tiempo. Mi vida me lo enseñó. Mi enfermedad me lo enseñó. Morir no me importa; solo vivir es lo que importa. Y vivir libre, libre de las ataduras de los hombres”.

Thor la miró, inspirado, sorprendido de su sabiduría a una edad tan temprana. Ella ya sabía más sobre la vida que la mayoría de los grandes maestros que él había conocido.

Thor asintió con la cabeza solemnenmente. Podía ver el espíritu guerrero dentro de ella y no lo iba a refrenar.

“Ve entonces”, dijo. “Sé rápida y silenciosa. Si ves alguna señal de peligro, vuelve a nosotros. Tú eres más importante que aquella espada”.

Angel se alegró, estaba animada. Se dio la vuelta rápidamente y corrió a través de la bodega, andando torpemente con las manos detrás de su espalda, hasta llegar a los listones. Allí se arrodilló y miró hacia fuera, sudando, con los ojos abiertos como platos por el miedo.

Finalmente, viendo su oportunidad, Angel pasó la cabeza a través de un agujero que había en los listones, lo suficientemente ancho para que ella pasara. Se contoneó para poder pasar por él y se dio impulso hacia fuera con los pies.

Un instante después, desapareció de la celda y Thor vio que estaba de pie en cubierta.

Su corazón latía fuerte mientras rezaba por su seguridad, rezaba para que pudiera coger su espada y volver antes de que fuera demasiado tarde.

Angel, que estaba de pie, se puso de cuclillas y fue corriendo hacia la espada; la alcanzó con su pie descalzo, lo colocó en la empuñadura y lo deslizó.

La espada hizo un ruido fuerte al deslizarse por cubierta, hacia la bodega. Cuando estaba a tan solo unos centímetros de los listones, de repente, una voz cortó el aire.

“¡Pequeña asquerosa!” exclamó un pirata.

Thor vio que todos los piratas se giraban hacia ella y después echaban a correr tras ella.

Angel corrió, intentando volver, pero la cogieron antes de que pudiera conseguirlo. La agarraron y la alzaron en brazos y Thor vio cómo se dirigían hacia la barandilla, como si se prepararan para arrojarla al mar.

Angel consiguió levantar el talón con fuerza y, al impactar con él directo en medio de las piernas del pirata, se oyó un quejido. El pirata que la sujetaba gimió y la soltó y, sin dudarlo, Angel fue corriendo por la cubierta, llegó a la espada y le dio un puntapié.

Thor observó, emocionado, cómo la espada se colaba entre las grietas e iba a parar a la bodega, justo a sus pies, con un fuerte golpe.

Entonces se oyó un grito cuando uno de los piratas dio una bofetada a Angel. Los otros la alzaron y la llevaron de vuelta a la barandilla, preparados para tirarla al mar.

Thor, sudoroso, tenía más miedo por Angel que por él mismo, miró hacia su espada y sintió una intensa conexión con ella. Su conexión era muy fuerte. A Thor no le hacía falta usar sus poderes mágicos. Le hablaba, como si lo hiciera con un amigo, y sentía que le escuchaba.

“Ven a mí, amiga mía. Líberame de mis ataduras. Vamos a estar juntos de nuevo”.

La espada atendió su llamada. De repente, se levantó en el aire, flotando tras su espalda y cortó sus cuerdas.

Thor inmediatamente se dio la vuelta, agarró la empuñadura en el aire y bajó la espada, cortando las cuerdas de sus tobillos.

Entonces se puso de pie de un salto y cortó las cuerdas de todos los demás.

Thor se giró y se dirigió a los listones, levantó su bota y dio una patada a la puerta de madera. Hecha añicos, salió volando en pedazos mientras él salía disparado a la luz, libre, espada en mano y decidido a rescatar a Angel.

Thor corrió a toda velocidad por cubierta y fue directamente a los hombres que sostenían a Angel, que se retorcía en sus brazos, con miedo en los ojos mientras se acercaban a la barandilla.

“¡Soltadla”, exclamó Thor.

Thor corría hacia ella, derribando a los piratas que se acercaban a él por todos lados, rajándoles el pecho antes de que pudieran atacar – ninguno de ellos podía igualarse a él y a la Espada de los Muertos.

Se abrió camino en el grupo, de un golpe se sacó a los dos últimos del camino, después estiró el brazo y agarró por atrás la camisa del último pirata justo antes de que la tirara abajo. De un tirón lo trajo hacia él, tirando a Angel de vuelta por encima de la barandilla, le torció el brazo al pirata para que la soltara. Ella fue a parar segura a cubierta.

Entonces Thor agarró al hombre y lo lanzó por la borda. Cayó en picado en el mar helado, gritando.

Thor oyó pasos y, al darse la vuelta, vio docenas de piratas que se le echaban encima. Esta no era una barca pequeña sino un enorme barco profesional, tan grande como cualquier barco de guerra y albergaba, por lo menos, a cien piratas, todos ellos curtidos, acostumbrados a una vida de matar en el mar. Todos ellos atacaban, dando claramente la bienvenida a la lucha.

Los hermanos de la Legión de Thor empezaron a salir de la bodega, cada uno de ellos corriendo hacia delante para recuperar sus armas antes de que los piratas las pudieran alcanzar. Elden, de un saltó, evitó a un pirata que quería cortarle el cuello con un machete, entonces lo agarró y, de un cabezazo, le rompió la nariz al pirata. Le arrebató el machete de la mano y lo cortó por la mitad. A continuación, de un salto, fue a por su hacha de batalla.

Reese tomó su alabarda, O’Connor su arco, Indra su lanza, Matus su mayal y Selese su saco de arena, mientras Angel pasó rápidamente por delante de ellos y dio una patada en la espinilla a un pirata antes de que este lanzara un puñal a Thor. El pirata gritó y se agarró la pierna y el puñal salió volando por la borda.

Thor fue al ataque hacia delante y saltó hacia el grupo, dando una patada a un pirata en el pecho y rajando a otro, después dio la vuelta y rajó a otro en el brazo antes de que pudiera alcanzar a Reece con su machete. Otro atacó e hizo oscilar un garrote dirigido a su cabeza y Thor se agachó, mientras el garrote pasaba de largo zumbando. Se disponía a apuñalarlo, pero Reece dio un paso adelante y usó su alabarda para matarlo.

O’Connor soltó dos flechas que pasaron, como un zumbido, por delante de Thor y Thor se dio la vuelta y vio cómo dos piratas, que le atacaban por la espalda, caían muertos. Divisó un pirata que iba directo a Angel y Thor estaba a punto de alcanzarlo cuando O’Connor se adelantó y le clavó una flecha en la espalda.

Thor oyó pasos y, al girarse, vio a un pirata atacando a O’Connor por la espalda con un garrote. Thor embistió y, sintiendo cómo la Espada de los Muertos vibraba, partió el grueso garrote en dos y después apuñaló al pirata en el corazón antes de que pudiera alcanzarlo. Thor entonces dio la vuelta, pegó una patada a otro hombre en las costillas y, dirigido por la Espada de los Muertos, cortó la cabeza del hombre. Thor estaba maravillado. Era como si la espada tuviera un corazón latiente propio y deseara que Thor hiciera lo que ella quería que hiciera.

Mientras Thor daba cuchilladas con furia en todas direcciones, una docena de hombres se amontonó delante de él, que estaba cubierto de sangre hasta los codos cuando, de repente, un pirata saltó por detrás sobre su espalda. El mercenario alzó un puñal y lo dirigió hasta la parte de atrás del hombro de Thor y estaba demasiado cerca, y era demasiado tarde, para que Thor pudiera reaccionar.

Thor divisó, por el rabillo del ojo, un objeto que era lanzado en el aire hacia él y, de repente, notó que el hombre lo soltaba y caía sobre cubierta. Al darse la vuelta vio que Angel estaba allí y que acababa de tirar una piedra y entendió que había impactado a la perfección con la sien del hombre. El hombre se retorcía a los pies de Thor y Thor observó, sorprendido, cómo Angel daba un paso adelante, agarraba un anzuelo de cubierta y, levantándolo en alto, le atravesó el pecho al hombre. Era el mismo anzuelo que los piratas habían usado para atraparlos en su red en el mar. Thor se dio cuenta de que la justicia había cerrado el círculo.

Thor no tenía ni idea de que Angel tuviera aquello dentro de ella; vio la furia en sus ojos mientras estaba delante de él y se dio cuenta de que tenía el espíritu de un verdadero guerrero y era mucho más compleja de lo que él sabía.

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199 ₽
Возрастное ограничение:
16+
Дата выхода на Литрес:
10 сентября 2019
Объем:
274 стр. 8 иллюстраций
ISBN:
9781632916853
Правообладатель:
Lukeman Literary Management Ltd
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

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