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El Arboreto

Las cosas comenzaron a cambiar cuando Colin y yo firmamos los papeles. Compramos un terreno al que los lugareños llamaban El Arboreto. Era un terreno angosto junto a la autopista, a la sombra del Monte Hood, a una hora en coche a las afueras de Portland en condiciones de tráfico normales. Consistía en casi una hectárea de árboles y una vieja casa de campo todavía en pie en una franja de terreno que, de no ser por ello, se habría destinado al desarrollo comercial. Era un lugar olvidado, prácticamente abandonado, en el cual el mundo estaba sin asfaltar y era suntuoso, semisalvaje, con abundantes campos de hierba y tierra húmeda. Me enamoré por completo del huerto en la parte de atrás. Era como una amalgama de gente; cada árbol con su propia postura. Los perales y los cerezos eran más bajos, con ramas raquíticas. Los manzanos se veían muy agraciados. Recortados en el cielo en líneas oscuras como trazos de tinta, sexys y decadentes, con largas y retorcidas ramas doblegadas por sus pesados frutos.

Enseñaría a nuestras niñas a dibujar afuera en el huerto, criando a nuestros bebés en este paraíso terrenal.

Conocerían cada árbol como si fueran parientes cercanos. La casa rondaría sus sueños cuando crecieran. Yo aún deambulaba por los pasillos de la casa de mi infancia por la noche. ¿Quién no? Sería un regalo criarlas cerca de la tierra. Además, no había ninguna regla en ese tramo rural, ningún contrato, restricción o asociación de propietarios que nos cobrara tasas y nos forzara a cortar eso que hacían pasar por césped.

Estaba preparada para dejar la ciudad atrás.

Un columpio hecho con una rueda estrecha de un Ford T colgaba de una cuerda deshilachada. Empujé la rueda y la dejé balancearse de un lado a otro.

—¡Chicas, mirad! —les dije.

Pero se habían quedado rezagadas, abriéndose paso entre la hierba alta y el suelo áspero. Aún eran muy jóvenes. No podía imaginar qué más podría necesitar un niño aparte de tierra, manzanas frescas en otoño y un buen columpio.

Había un manzano silvestre desparramado como una mano abierta justo detrás de la puerta lateral de la casa, esparciéndose en un conjunto de hojas casi negras y magenta oscuro. Otro árbol, alto y enjuto, vestía una corteza anaranjada que se pelaba como una piel quemada por el sol. Había un frondoso pinar en la parte trasera, y cada árbol se presentaba como un amigo, sensible y acogedor.

El jardín delantero quedaba a la sombra de un sauce llorón cuyas ramas abarcaban un tramo lo bastante amplio para esconder por completo un Cadillac desconchado tras una cascada de hojas. Lo sé porque atravesé la frondosa cortina de sus colgantes ramas amarillentas. La primera vez que pasé por debajo del árbol, las hojas eran increíblemente gruesas. Sin embargo, justo detrás de esa cortina, todo se abría y había espacio para mantenerse erguido. Era una fortaleza natural. Y allí estaba el Cadillac, que con toda probabilidad había sido aparcado un día de verano distante, frente al grueso tronco del árbol. El aire tenía un intenso olor a tierra. Me incliné sobre el cristal nublado de la ventana a medio abrir del Cadillac para escudriñar su interior. Un gato yacía en el asiento delantero, excepto que hacía mucho tiempo que había dejado de ser un gato. Era un esqueleto enredado en los resortes justo donde el asiento se había descompuesto, mientras los huesos esperaban por un conductor.

No me asustaba un gato muerto. Mis hijas aprenderían sobre la naturaleza. Aprenderían biología y ciencias naturales mientras jugaban al aire libre. Deseaba tanto esa casa y esa tierra que podía sentir cómo casi babeaba por ella, la tensión me hacía apretar la mandíbula con un ansia excesiva.

Colin aún se lo estaba pensando.

—¿Soy la única que está entusiasmada con esto? —dije.

—Baysie, cariño —me dijo—, no hay necesidad de ser impulsivos. Pensemos en ello.

Arrancó parte de una larga hebra de hierba silvestre, inspeccionando el terreno. Esa hierba se veía como un pequeño pariente suyo: alto y delgado, con el pelo levantado en mechones, ondeando al viento.

Impulsivo es un término relativo. Yo pienso más rápido que él y sé lo que realmente quiero.

Caminamos por el jardín. Al lado había una tienda de animales llamada ¡MascoCelebration! Puede que, con el mismo espíritu de domesticar a animales, habían esparcido suficiente cemento y asfalto para allanar la naturaleza. Al otro lado del terreno había un concesionario Chevrolet, con un triste y permanente montaje publicitario hecho con globos y banderas. Tras el lindero de la parte de atrás, más campos estaban marcados con estacas. Cintas naranjas revoloteaban como polillas, definiendo los límites de futuras carreteras y terrenos llenos de montañas de tierra. Los constructores habían nivelado colinas y rellenado pantanos. Se podía ver lo que estaba por llegar: un infierno.

El Arboreto era el equivalente comercial de una tierra sin litoral, aislado por aparcamientos. Era un terreno indivisible debido a razones de zonificación. Tampoco estaba en la red de abastecimiento de agua potable y dependía de su propio pozo. Así que era un terreno enorme e irregular con un viejo huerto, provisto de un pozo posiblemente problemático y una casa decrépita. Llevaba en venta media vida.

¡Era nuestro sueño!

—Apenas se ve la tienda de animales entre los árboles —dije.

—Increíble, cariño —me respondió Colin.

Pero yo lo decía en serio. Me reí y le lancé una ramita, hechizada con la idea de escapar del alcance de los Estados Estirados, esas casas insípidas predominantes en el mercado.

Aquí, al noreste, el Monte Hood se alzaba alto y resplandeciente, cubierto de nieve. Estábamos a más de mil kilómetros sobre el nivel del mar, sobre Portland, pero bajo el resplandeciente Monte Hood.

Lucía, nuestra pequeña, recogía arándanos de unos arbustos plantados en línea recta. Seguro que bien cuidados en el pasado. Ahora se veían abandonados. ¡Arándanos silvestres! Qué ensueño.

—¿Qué es esto? —preguntó Lucía con su vocecita tartamudeante—. ¿Qué es esto?

Era una de las frases de su nuevo arsenal. El mundo entero era un misterio para ella. Me encantaba participar en sus preguntas, dejar que el mundo fuera algo nuevo. El césped alto crujía. Los insectos saltaban y chasqueaban, las banderas del concesionario Chevrolet rugían con el viento. Todo resonaba. Me giré y llamé:

—¿Nessie?

La de nueve años.

—¡Nessie! —volví a llamar.

Pero solo escuchaba la voz de Lucía, que seguía preguntando una y otra vez: «¿Qué es esto?». Apuntó hacia la hierba con un palo.

—Un viejo barril roto —le respondió Colin. Y pateó algo oculto.

Sentí que se me aceleraba el corazón, que se me tensaban las manos.

—¿Dónde está? —dije.

El sol destelló en las hojas de un manzano; no había nadie más por allí, no estaba. Grité su nombre. Lo chillé, más bien. Y entonces Nessie se dejó caer de un árbol en un claro bañado por la luz del sol. Se columpió desde una rama baja, usando un brazo y su otro codo contra una cavidad del árbol, como un monito. Nos sonrió y se sujetó la camisa como una cesta, después de llenarla con manzanas deformes y con manchas negras.

La primera vez que vimos la casa, los dueños estaban dentro. La mujer estaba planchando una falda en la cocina. Su pelo largo, increíblemente rizado, estaba húmedo y despedía el olor dulce de un champú de albaricoque. Se había trazado una línea de pintalabios rojo que captaba los pliegues de sus labios. El hombre quitaba fotos enmarcadas de la pared tan rápido como podía, fingiendo que no nos veía mientras recorríamos el lugar. No esperábamos que estuviesen en casa. Hice lo que pude para evitar que las niñas tocaran la colección de conchas de la familia y los tarros de peniques. La mujer presionaba la plancha de arriba abajo como si estuviera asesinando la falda. La cocina era antigua pero cómoda, con unas encimeras de madera adorables, desgastadas tras años de cenas familiares. Toqué las marcas de un cuchillo, imaginándome cómo generaciones de madres cortaban barras de pan y carne asada sobre ella, marcando la vieja madera.

Nos enteramos de que habían hecho una oferta anterior, pero esa oferta dependía de que se eliminaran algunas restricciones de zonificación. La otra persona interesada quería permisos para echar abajo la casa, talar los árboles y construir un gran establecimiento.

Mikal, nuestro agente inmobiliario hippie y de pelo canoso, encendió uno de los fogones para probar la cocina, que estaba pintada de verde. La mujer lo miró, tocando su cocina, e hizo una mueca con la mandíbula como si estuviera masticando un chicle imaginario. El agente inmobiliario golpeó una pieza del panelado y silbó para sí mismo con suavidad.

—Solo queremos salir de aquí —dijo la mujer, medio respondiendo a una pregunta que nadie había hecho.

El agente se balanceó sobre sus sandalias de cuero Birkenstock.

—Podemos cerrar nosotros si ustedes tienen que ir a algún lado —dijo.

La mujer resopló y tiró del enchufe de la pared tan fuerte que el cable saltó hacia atrás y me golpeó en el brazo, como si fuese una pequeña víbora. Me froté la piel justo donde el cable me había golpeado. Sin disculparse, la mujer cogió la falda y se metió en el dormitorio cerrando la puerta. Creo que a lo que se refería era a que querían irse de allí para siempre.

Ellos tenían sus vidas, puede que miserables, y nosotros teníamos las nuestras, aún por delante.

Más tarde, esa noche, aceptaron lo que Mikal, el agente inmobiliario, denominó nuestra oferta agresiva, refiriéndose a agresivamente baja, ya que estábamos agresivamente arruinados.

Colin y yo volvimos a la casa con un inspector. Era una casa extraña, que había sido modificada con los años. Yo supuse que había comenzado como una casa modular Sears a finales de 1980, el tipo de arquitectura que se enviaba en tren en unas cuantas secciones principales y luego se construía usando madera de la zona. No tenía un sótano como tal, pero sí una especie de bodega. Las puertas de esta daban al exterior, al patio, inclinadas hacia el suelo. El inspector se dobló y retiró un tablón de entre las asas de ambas puertas, quitando la cerradura improvisada para mantenerlas juntas y bloqueadas. También parecía como si el tablón estuviera ahí para que nada pudiera salir.

Abrió una de las puertas, lentamente al principio, hasta que esta se desplomó hacia atrás en sus bisagras sueltas, haciendo sonar las partes de metal viejo y desatando una avalancha de hojas secas. Entonces avanzamos, uno detrás del otro, sobre escalones de cemento rajado, a través del polvo y las telas de arañas. El aire se hacía más frío con cada paso.

Todos los sótanos están bajo tierra, pero los bordes desnudos de esa bodega hacían que la tierra fuera más obvia. Daba más la impresión de estar explorando una cueva, o de ser enterrado vivo. El inspector dirigió la luz de una linterna a unas vigas sin tratar. Estalactitas de lodo colgaban de tuberías oxidadas a través de las cuales se filtraba el agua. Puse la mano en una columna de soporte.

—Una bodega perfecta —dijo Colin. Le agarré el brazo y le di un apretón. ¡Había elegido ser optimista! Agradecí ese gesto generoso, porque esa bodega era sombría. Él sabía cuánto quería la casa.

—Tendréis que cambiar las tuberías. Solo tenéis un baño y está en la planta baja, así que no es mucho. Y puede que tengáis algo de moho bajo tierra, y algo de putrefacción —nos dijo el inspector.

El techo bajo del sótano era un entramado de tuberías, cables y vigas. ¡Pero arriba había un gran ventanal! En la planta de arriba había luz y aire, y fuera, aquellos árboles.

—En este lado hay un árbol que crece demasiado cerca de los cimientos. Tienen que talarlo —añadió el inspector. Su linterna alumbró la columna de soporte en la que tenía el brazo apoyado, mostrando el resplandor de una pintura rojo intenso. Me aparté y me sacudí el polvo de las palmas de las manos.

Lo que vimos en el círculo de luz era una escritura, como un grafiti. Decía: «M-Á-T-A-L», por la columna hacia abajo. La «L» parecía desvanecerse, como si quien fuera que lo hubiera escrito se hubiera caído.

Colin pasó un dedo por una tubería oxidada del techo y un destello de agua sucia le goteó en la muñeca dejándole una mancha oscura.

—¿Mátalo? —pregunté.

Pero lo único que Colin dijo fue:

—Pon en la cláusula que tienen que cambiar las tuberías.

Y se secó el brazo en los vaqueros.

Caminando de vuelta al coche, por el camino de entrada lleno de baches, pisé algo así como una raíz, o un trozo de jengibre. Lo recogí, tanteándolo con los dedos. Era un pequeño hombrecillo de metal, un soldado, con su rifle en posición apoyado en el hombro.

—¿Qué pasa, hombrecillo, atacando o defendiendo? —le dije.

Le escupí en la cara, para limpiarle la tierra. Tenía la piel pintada del color del melón, sin ojos pero con un diminuto punto rojo de boca. Era antiguo, el juguete de algún niño, y me pregunté en qué guerra en particular había servido aquel soldado durante la vida de ese niño. Como estaba hecho de metal, quizás de plomo, me imaginé que era bastante antiguo, de antes de que los plásticos lo reemplazaran. La guerra de Corea o la guerra de Vietnam, quizás. Siempre había guerras y soldados. Lo puse en el tronco de un cerezo enano.

—Será nuestro centinela.

Colin ya estaba en el coche. Los árboles se balanceaban a mi alrededor. Sus hojas se sacudían con mil brazos susurrando hola.

Durante el día, el Arboreto era fantástico. Era un refugio. ¡Todo crecía tan bien allí! En la casa, una hilera de plantas de aguacate, cada una en su propia lata de café, crecían como locas. Hasta las niñas estaban creciendo a toda velocidad. Lucía golpeaba la mosquitera, la abría y la cerraba, y la volvía a abrir y a cerrar. Yo la observaba mientras se tambaleaba hacia el jardín como una niña grande. Nessie, que esperaba a que empezara el curso, cogía un libro y trepaba a los manzanos como si se sumergiera en su propio Edén, privado y sin amigos. Su pelo caía como una capa de seda. Recogía manzanas con agujeros, las traía y las alineaba en los alféizares de las ventanas.

Sin embargo, después de que oscureciera, los focos de ¡MascoCelebration! y del concesionario Chevrolet se abrían paso a través del bosque. Se filtraban a través de las cortinas y teñían nuestras paredes con la desolación de un páramo comercial.

La primera noche en la casa, cuando finalmente conseguí que Lucía se durmiera, tan pronto como me escabullí de su habitación de vuelta a nuestra cama, se despertó. No lloró, pero me llamó:

—¿Mamá? ¡Mamá!

Casi sin moverme, respirando apenas, como si me estuviera escondiendo de nuestra pequeña, miré a Colin en busca de ayuda.

—¿Tu turno?

—Doy clase por la mañana.

Y apagó las luces de su lado de la cama. Había sido una semana larga para todos, con la mudanza. Pero era verdad, él era el único que tenía que enfrentarse a sus clases universitarias de Química Elemental y Ciencia Forense cada mañana.

Llegué al final del pasillo.

—¡Lulu! —canturreé—. Es hora de dormir... ¿Estás acostada?

Su habitación brillaba con la luz fría, blanca y electrizante, de los focos. Me llevó otra hora de nanas susurradas conseguir que volviera a la tierra de los sueños. Entonces, ya de vuelta en nuestra habitación, escuché pasos arrastrando los pies. Lu era lo bastante alta como para salir de la cuna, pero no lo había hecho nunca antes. Colin estaba roncando, con la boca abierta contra la almohada, se veía agotado. Escuché otro rato, sin moverme. El sonido de una radio, canciones pop y voces de DJ apagadas se colaban a través de las paredes. Quizás era la radio de Nessie.

Al final recorrí con calma el pasillo hasta donde ella dormía en un nido de mantas. Un globo de helio se mecía en las sombras. En su habitación, Lucía también dormía, ruborizada y calentita.

No era la primera vez que escuchaba la voz de alguna de mis niñas mucho después de que se hubiesen ido a dormir. Era el eco de las palabras que llevaba escuchando todo el día, mezclado con el temor de que alguna de ellas pudiera necesitarme. Era la maldición de una madre, escuchar esas vocecitas, tan queridas, tan dependientes. Intenté escabullirme de su habitación, pero justo en ese momento Lu se despertó. Se giró y se sentó cuando vio cómo me alejaba, se levantó, se agarró a los barrotes de la cuna y alargó los bracitos.

—¡Tata! —exclamó. Su palabra de bebé. Teta.

—¿Cómo? —le dije, sonriéndole—. Nosotras ya no hacemos eso, ¿te acuerdas?

En la antigua casa, ella había dejado de mamar.

—Ahora eres una niña grande.

Pero fui en contra de todos los libros de «Cómo enseñar...» y la aupé. No pude evitarlo. La mudanza también era dura para una niña pequeña; nuestra atención siempre estaba dividida. Tenía que acostumbrarse a una habitación nueva.

—Mi vida —dije en su pelo sedoso. La llevé hasta el pasillo y luego escaleras abajo. Juntas recorrimos la casa, buscando la radio, ese susurro de voces e interferencias. A veces apenas podía oírla. Otras veces casi resonaba. Se oía menos en la planta baja que arriba.

—Estamos en el paraíso, cariño —dije. Pero había una voz hablándonos, en nuestra casa, un zumbido de charlas nocturnas y canciones pop. Sostuve la mano de Lucía y le susurré—: Es en la bodega.

Los fontaneros habían dejado una radio encendida. El sonido debía de estar filtrándose a través de los conductos del aire.

La sostuve cerca de mí mientras abría la puerta trasera para adentrarme en el oscuro jardín, y dudé frente a las puertas de la bodega. Eran pesadas, pero podía levantarlas. Me adentraría con cuidado en la escalera de cemento oscuro, bajaría y apagaría la radio olvidada.

Me incliné para quitar el tablón de entre las asas de las puertas.

¿Qué pasaría si alguien viniera, cerrara la puerta y volviera a colocar el tablón? Estaríamos atrapadas.

No teníamos vecinos cercanos, solo negocios y campos. No había nadie alrededor, excepto Colin. Me lo imaginé buscándonos por la mañana, asumiendo que habíamos ido a dar un paseo, yéndose al trabajo mientras yo aporreaba aquellas puertas astilladas en la parte trasera, con Lu en mis brazos.

El césped alto del Arboreto crujía. Las ramas de un manzano se sacudieron como si un animal hubiera saltado de una a otra. Una brisa se deslizó por mis muslos, en la noche, bajo mi corto camisón. Grillos y cigarras hacían un sonido como de niños riéndose en la distancia, las risas de fondo de una comedia sin fin. Era como si el césped estuviera lleno de pequeños bebés soltando risitas. Hermoso y siniestro. El columpio de la rueda colgaba como una horca. Me incliné hacia las puertas, alcancé el metal frío del asa y saqué el tablón; mientras, sujeté a Lucía con más fuerza e intenté no empujarla. Ella depositó su confianza en mí. Una manzana cayó y golpeó el suelo con dureza. El sonido fue suficiente para hacerme volver adentro, con el corazón palpitando alocadamente. Lucía estaba tan cálida, la abracé con fuerza para calmar mis nervios. ¿Había sido una manzana? Algo se había caído. El jardín era una suave e impecable negrura aterciopelada. Miré hacia atrás a través de la mosquitera. Al final, vi dos brillantes ojos dorados emerger de la oscuridad. Una comadreja parpadeó y desapareció.

A la mañana siguiente había tierra en los cubitos de hielo del congelador. En uno de los cubitos había una hormiga congelada. El soldado de metal de la entrada descansaba sobre una capa de hielo. Estaba envuelto como una momia en la banda elástica, ancha y azul, del brócoli de la noche anterior. Lo saqué del congelador, sujetándolo con dos dedos.

—¿Nessie?

—¿Qué? —Parecía sorprendida, con la boca llena de cereales.

—No metas juguetes en el congelador, sobre todo cuando ni siquiera sabemos de dónde vienen.

Puso los ojos en blanco y señaló a Lucía, que estaba ocupada persiguiendo una rodaja de plátano por la bandeja.

—Lu no llega al congelador —le dije.

Nessie y yo miramos a Colin. Estaba de camino a la puerta, ya cansado, ya envarado y llegando tarde a su trabajo de profesor en la universidad, a kilómetros de distancia.

El correo que recibíamos en esa casa venía dirigido a todo tipo de nombres. Eran nombres anticuados. Hilda y Daisy. Emil, Evan y Cleeve. No Clive, sino Cleeve. También había algunos nombres extrañamente religiosos, como el de alguien llamado Gloria Deo. Yo amontonaba el correo y escribía en cada sobre «Ya no viven en esta dirección».

Gatos callejeros se paseaban por los alrededores, y yo los alimentaba. Les ponía huevos revueltos y atún de lata, y una vez les di sobras de espaguetis. Algunos gatos eran salvajes y salían corriendo, pero otros se me acercaban. Había una muy peluda y con las tetitas caídas que parecía que acabara de tener gatitos a la que me sentía muy unida. Le ponía atún en un bol cuando venía, le pasaba la mano por el pelo y ella ronroneaba, y yo le decía: «Oh, la mamá está hambrienta hoy», sin estar muy segura de si me refería a ella o a mí. Sin saber nunca si me refería a hambrienta o a un anhelo mayor que crecía en mi barriga como un tercer bebé.

Después de unas cuantas noches en las que Lucía se despertaba cada hora, noches pasadas cantando canciones, contando historias, observando al sauce llorón balancearse a través de la ventana del frente, con su copa recortada contra la luna, ya no pude soportarlo más. Necesitaba dormir. Tendría que volver a trabajar en algún momento. Tenía que encontrar un trabajo primero y, para ello, encontrar la fuerza para salir a buscar uno.

—¿Puedes encargarte tú esta vez? —le pregunté a Colin.

—Yo tampoco he dormido últimamente.

Sus ojeras lo demostraban.

—Tengo clases por la mañana y reuniones toda la tarde —me dijo, y se puso una almohada sobre la cabeza. Cuando Lulu comenzó a llorar, Colin apretó la almohada aún más contra su cara, como si estuviera intentando asfixiarse a sí mismo.

Al día siguiente, clavé unas toallas desgastadas sobre las ventanas de la habitación de Lucía, para aplacar la luz, pero esta aún se filtraba por las rendijas. No podíamos permitirnos cortinas nuevas, ya que habíamos gastado todo nuestro dinero en la casa. Esa noche, cuando me llamó, le contesté:

—Duérmete, cariño.

A mi lado, Colin se sentó en la cama.

—De acuerdo, ¡ya basta! —dijo, casi chillando.

Y entonces Lucía llamó:

—¡Mamá!

Me senté yo también. En la antigua casa, ella solía dormir sin problemas.

—No sé si esto es normal, algún tipo de ansiedad por separación debida a la edad o si tiene una infección de oído...

Colin me interrumpió diciendo:

—No tiene fiebre. Está perfectamente. Déjala que llore.

—A lo mejor le están saliendo las muelas.

Aún podía escuchar la radio por encima de nuestras voces en tensión.

—¿Escuchas esa radio? —pregunté. Estaba sonando Jeff Buckley. Podía oírlo canturrear Hallelujah en bucle, en la distancia.

Tarareé con él, luego canté un par de versos.

Colin me dio la espalda, echándose sobre la cama.

—No, no oigo nada.

Cómo mi querido Colin podía conferirle tanto desdén al nombre de la canción estaba más allá de mi comprensión.

—Deberías salir alguna vez, de vez en cuando. Dejar la casa.

—Odio salir de nuestro terreno.

Era verdad. Todo lo que necesitaba estaba allí, en aquella hectárea.

Por el día, el susurro de la radio quedaba enmascarado por la autopista y los altavoces del concesionario Chevrolet, pero cada noche regresaba. A través de las interferencias, escuchaba palabras. Escuchaba al DJ, pero también voces lejanas diciendo «mamá» y «Lu».

Siempre tenía que ir a asegurarme, porque ¿qué pasaba si alguna de las niñas me necesitaba? Abría la puerta de Lulu, luego la de Nessie. Caminaba sin rumbo por los pasillos y las escaleras sobre tablones chirriantes. Intentaba no despertar a Colin. Pero él acababa despertándose de todos modos y me fulminaba con la mirada. Éramos un sistema, un engranaje girando sobre el otro, despiertos toda la noche; madre, niñas, padre, radio. Esa radio me molestaba. Era la única que podía oírla. Una noche dije:

—¿Puedes revisar la bodega, por favor?

—Mañana —me prometió.

Colin se trasladó a la planta baja a dormir en el sillón. Lucía seguía llamándome, realmente alto esta vez, despierta de nuevo. Seguí el sonido de los lloros hasta su habitación, donde la encontré con el rostro enrojecido y en pánico. La cogí en brazos y me senté en la mecedora.

La luz del concesionario se colaba a través de las toallas clavadas y se desparramaba por las paredes. En las sombras vi al soldado de metal boca arriba en el suelo, con el rifle alzado y listo, durmiendo bajo la cuna de Lucía.

Al final, me aventuré a ir a la ciudad para comprar suplementos de magnesio y manzanilla. Estaba en la cola de la caja registradora cuando una señora mayor me echó una mirada con los ojos bien abiertos. Estaba sentada en el banco junto a la máquina para medir la tensión, con un brazo en el manguito. Tenía la manga enrollada hacia arriba, mostrando su piel pálida y manchada, sus brazos fuertes y viejos, con venas azules.

Nessie había ido a leer cómics de Archie en el expositor. Lulu usó las dos manos y sus dedos rechonchos para sacar una pila de panfletos sobre el cáncer de piel y esparcirlos por el suelo.

—Suficiente, cariño, ponlos en su sitio —le dije.

Lo dije en alto, proclamando: «¡Soy una madre concienzuda!».

Me estiré para recoger los panfletos, dejando uno de mis pies atrás para mantener mi sitio en la cola.

La señora mayor mantuvo sus ojos llorosos en mí. Apretó un botón y el manguito del aparato de la tensión se hinchó contra su piel. Las venas emergieron y le acordonaron el brazo. Le di la espalda. Apenas un momento después sentí un golpecito en el hombro. La mujer estaba a mi lado, con la cara muy cerca de la mía.

—Esclavos solían trabajar esa tierra —dijo. Sus dientes eran negros y grises. El aliento le olía a vinagre de sidra de manzana.

Me eché a un lado y agarré a Lulu, que había tirado la pila de panfletos y estaba corriendo por detrás de un estante de gafas de lectura. Intenté ir tras ella. La mujer se metió en medio.

—Quizás no tanto esclavos como prisioneros, si ves la diferencia —me dijo.

No podía ver a mi hija más allá de las bolsas y la falda de la mujer. Me estaba bloqueando el camino.

—Yo crecí donde ahora está esa tienda de animales. Vi algunas cosas —siguió diciendo.

Intenté alcanzar a Lulu de nuevo, e intenté sonreír cuando le pregunté:

—¿Cómo sabe que somos los nuevos propietarios?

Lu se había tirado al suelo. Forcejeé con ella para que se pusiera de pie.

—Los llamábamos esclavos. Esclavos del noroeste. Un montón de ellos —dijo la mujer.

—Era una granja. No había ningún esclavo —le respondí, como si yo fuera una experta.

Eso quería creer. ¡Había manzanas y campos, y abundancia! Era el paraíso, el Edén, el Arboreto, un santuario, y ahora era nuestro, el terreno frondoso, la tierra negra y húmeda, el lugar donde criaría a mis pequeñas.

La mujer se echó a reír, mostrando la cantidad de dientes que le faltaban. Estaba loca.

—¿Una granja? Lo único que crecía ahí era su desesperación. Era un campo de trabajo. Los tenían encadenados. Cava bien el suelo, encontrarás los cuerpos —me dijo.

Esa noche, antes de cenar, llamé a Nessie entre los árboles, pero no me respondió. Miré a través de las ramas y la llamé de nuevo, entonces volví a la casa y le pregunté a Colin:

—¿Has visto a Vanessa?

Usé su nombre completo, pero no por estar enfadada, como hacían algunas madres. Yo usaba su nombre completo con amor, recordando el día que se lo habíamos puesto. Mi querida bebecita. Vanessa, agraciada con un nombre demasiado largo para un bebé tan pequeño, pero perfecto para ella cuando lo personificara, con su pelo oscuro y su personalidad reflexiva hacia el mundo.

Colin estaba leyendo el periódico. Lulu intentaba sacar un plato de la alacena. Me incliné para detenerla.

—No, no, cariño. Se puede romper.

Ella apretó más el plato con los dedos.

Había puesto dos sándwiches de queso fundido en una sartén en el fuego, y tenía una ensalada en proceso, la lechuga despedazada en la tabla de cortar y un desfile de tomates deformes en línea, esperando a ser rebanados. Me encantaba hacer la cena, sabiendo que alimentaría a todos aquellos bajo mi techo. Pero ¿dónde estaba Nessie?

Salí por la puerta principal y la llamé por su nombre, con cada una de sus tres sílabas. Lancé el corazón por la boca, chillando al cielo, siempre con miedo a la autopista que había justo a la salida de nuestra propiedad. ¿Intentaría cruzarla? El jardín trasero se extendía al otro de la casa, abriendo el abanico de posibilidades. Podía estar en cualquier lugar, en cualquier árbol, en cualquier zanja o campo, y no respondió ni cuando mi voz se propagó por toda la superficie que alcanzaba la vista, a todo volumen. Corrí por el camino de la entrada, llamándola. En ese momento eché de menos un lugar más pequeño, un sitio diminuto, un apartamento de una sola habitación donde pudiera observar a mis dos niñas al mismo tiempo.

Cuando empujé la cortina frondosa del sauce, estaba sudando. Pero ahí estaba ella, en el Cadillac, hablando con el gato-esqueleto. Un globo se mecía en el coche con ella, como una cabeza rosada brillante. Golpeé en el viejo cristal de la ventana a medio abrir. Ella pegó un brinco con el sonido.

—A cenar —le dije.

A cenar. Esa excusa ancestral para hacer que los niños entren en casa.

Nessie dejó el esqueleto gris mate que estaba sujetando y dijo:

—¿Por qué estás tan cabreada?

Salió del coche; tenía las piernas sucias.

El amor en mi voz se había transformado en una veloz arremetida furiosa. No era mi intención. ¡Yo pretendía que fuera amor! La agarré por el brazo.

399
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9788412355895
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