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CENSURA Y DEMOCRACIA
Desgraciadamente, también en España estamos conociendo, en tiempos aún más recientes, casos de censura. Se han aplicado, más bien, a conciertos que iban a ser financiados con dinero público, y a artistas que en las letras de sus canciones pueden incorporar la defensa del terrorismo, o actitudes machistas. Pero, evidentemente, estas polémicas afectan también a la difusión radiofónica de sus trabajos. ¿Merece la creación artística, más allá de cualquier valoración estética de la misma, un espacio dentro de la sociedad que opere como una zona franca —una expresión que aquí aplicaremos al propio espacio radiofónico—, y en la que cualquier forma de expresión pueda circular libremente?
El problema, desde luego, radica en las concepciones que profesemos respecto al conjunto de la sociedad. Si exceptuamos a las personas menores de edad, así como a cualesquiera otras que por su condición o circunstancias merezcan una especial protección, para el resto de ciudadanos cualquier restricción legal en este sentido puede ser considerada como una desafortunada forma de paternalismo. En una sociedad democrática cualquier adulto libre debería poder elegir, y valorar por su cuenta, qué manifestaciones artísticas quiere conocer (y, en su caso, disfrutar —o aborrecer—). Exactamente lo mismo se podría afirmar, por cierto, respecto a las declaraciones de carácter político —si es que podemos presumir que los ciudadanos adultos están en condiciones no solamente de emitir periódicamente sus votos, sino también de someter a crítica cualquier argumento ideológico que se les presente—. Quienes hablan, en este sentido, del riesgo de «blanqueo» de determinadas posiciones políticas suelen hacerlo desde el miedo, una sensación ajena —por no decir opuesta— a la responsabilidad democrática (y más próxima, por el contrario, a quienes tienen vocación de censores).
El carácter básico de estas afirmaciones, que solo puede justificarse por la reciente publicación de ciertos alegatos en favor de la censura aún más básicos (y además, pensamos, muy equivocados —especialmente cuando pretenden provenir de un pensamiento progresista o de izquierdas—), se explica ante la sorpresa que parece ocasionar algo tan previsible como que algunas propuestas que para algunos ciudadanos resultan atractivas puedan ser consideradas ofensivas o incluso hirientes por otros. Con el único límite de la Constitución y el resto de la legalidad vigente —interpretada por los jueces, en caso de duda o conflicto—, ello no debería suponer ningún problema para nadie, sino más bien un estímulo para ejercitar nuestra tolerancia.
Retornando al ámbito de lo artístico, a menudo el conflicto radica en la financiación con recursos públicos de estas manifestaciones. Partiendo de que esos recursos son siempre y por definición limitados, necesariamente deben tomarse decisiones respecto a qué obras y artistas difundir, en detrimento de otras que no recibirán ese apoyo. En el ámbito de la programación radiofónica, donde el tiempo acaso sea el recurso más preciado, esto representa una de las mayores dificultades para quien se encarga de elegir qué suena —o, por ejemplo, a quién se entrevista— en cada momento. Desde cierto punto de vista, aquello que no accede —aunque sea por estas razones— al espacio radiofónico también está siendo objeto de cierto tipo de censura.
Conviene señalar, en este punto, que esta discusión, totalmente diferente de la anterior, queda ya fuera del ámbito de discusión legislativo y, por supuesto, judicial: esas decisiones serán siempre de carácter político —las tome quien las tome—. Siempre dentro del ya mencionado marco legal, la —necesariamente amplia— discrecionalidad de esos programadores, y de los representantes políticos (municipales, regionales, estatales…) que los han elegido, indefectiblemente implicará una sobrerrepresentación de algunas manifestaciones o tendencias estéticas, y sobre todo una infrarrepresentación de muchas más. Una forma, qué duda cabe, de censura estructural e institucionalizada. Imposible de eliminar totalmente, pero que una política cultural más amplia y generosa ciertamente puede ayudar a paliar.
En este particular contexto, y en este determinado sentido, sí tiene cabida aquella memorable frase de Gabriel García Márquez en su novela La mala hora: «Aquí el único que tiene derecho a prohibir algo es el Gobierno —dijo—. Estamos en una democracia». Dentro de las atribuciones legales de cada gobierno (estatal, regional, municipal…), así es. Y el medio último para corregir esas decisiones prohibitorias, en caso de que a un ciudadano le parezcan molestas, o directamente intolerables, radica en su derecho a votar, y expresar así su desacuerdo. Por su parte, quienes han tomado esa decisión que se percibe como errónea y desafortunada, así como aquellos que, en su caso, los designaron como personas encargadas de tomar esa decisión, desde luego tienen una responsabilidad política —no de otro tipo— a este respecto, que deberán asumir ante los ciudadanos.
Antes de que tengan oportunidad para votar, esos ciudadanos también pueden expresar su desacuerdo de múltiples maneras, enfocadas a ejercer algún tipo de presión sobre esos representantes públicos. Y, siguiendo en el terreno de lo difícilmente sorprendente para nadie, a partir de lo anterior se puede adivinar que esos responsables políticos, al recibir presiones por parte de algunos de esos potenciales votantes (o, más bien, potenciales no votantes) que difunden públicamente sus intenciones al respecto, pueden tender a modificar sus decisiones, incluso antes de que estas se hayan materializado. Tampoco hay nada nuevo ni complicado en esto: dentro de cualquier sociedad democrática medianamente articulada se configuran grupos de presión —lobbies— mejor o peor organizados, y dedicados a velar por los valores o intereses particulares que sus miembros tienen en común (sean estos de índole estética, política, religiosa, profesional, económica en general, etc.).
Toda esta argumentación, dicho sea siquiera de pasada, se centra en la difusión de producciones de carácter artístico por parte de instituciones públicas. Quizá desde posiciones políticas más próximas al liberalismo (o al neoliberalismo) esto implique un enorme y criticable sesgo en nuestro discurso. Ciertamente, la libertad de empresa —consignada también en la Constitución— permite y hasta fomenta, con los mecanismos de protección y subvención correspondientes, la producción y difusión de cualesquiera manifestaciones de tipo cultural. Esto, sin duda, puede entenderse —y celebrarse— como la posibilidad de ejercer un contrapeso a las tendencias respaldadas desde las instituciones públicas (o, en otro sentido, como un complemento o apoyo a esa labor por parte de la iniciativa privada).
Desde luego, se agradece que la encomiable iniciativa privada enriquezca el panorama cultural de una sociedad tan plural como la nuestra. Pero una experiencia de varias décadas, en alguna medida representada por las páginas de este libro, constata que ciertas creaciones, relevantes para el desarrollo histórico de la escucha radiofónica, solamente han podido existir gracias al apoyo de instituciones públicas. Nos referimos a la inmensa mayoría de los trabajos analizados en este ensayo. Y, de hecho, resulta reseñable que las obras aquí comentadas que han surgido de la iniciativa privada son ya relativamente lejanas en el tiempo (pensemos, por ejemplo, en el cine de Chaplin —quien, por cierto, ya en 1919 también tuvo sus más y sus menos con los oligopolios hollywoodienses, lo cual le llevó a participar en la creación de la productora independiente United Artists… compañía que en 1981 terminaría comprando Metro-Goldwyn-Mayer—).
Entre las creaciones artísticas que se consideran fundamentales, desde la perspectiva de este estudio, para analizar la evolución del concepto de escucha radiofónica —por haber desafiado y ayudado a ampliar los límites de este concepto—, en las últimas décadas pocas aportaciones han provenido directamente del ámbito empresarial. Se trata, simplemente, de una constatación, que se refuerza al recordar que, al menos en el contexto español, no es en absoluto frecuente no ya la producción, sino tampoco la difusión de trabajos como los que aquí se analizan en medios de comunicación de titularidad privada.
En cualquier caso, debe advertirse que la alusión anterior a una «sociedad democrática medianamente articulada» puede suscitar algunas dudas cuando se intenta aplicar, todavía hoy, al caso español. Aún no estamos demasiado bien entrenados en el uso de nuestras libertades democráticas. Más allá de la sempiterna justificación de este hecho que apela al retraso propio de un país sometido durante cuatro décadas a una dictadura —lo cual, ciertamente, no favorece la sana aparición de colectivos de la sociedad civil que luchen por sus legítimos intereses—, resulta todavía más triste que el diagnóstico de los siguientes cuarenta años de momento no ofrezca, en cuanto a este asunto, un panorama lejanamente comparable al de otros países con mayor tradición democrática.
Como en tantos otros aspectos propios de nuestro tiempo, ese retraso en la configuración de grupos de presión dentro de la sociedad española (retraso que, por lo demás, se hace particularmente notable y doloroso en el ámbito de la creación artística contemporánea —por ejemplo, en la timidez a este respecto de asociaciones con alta legitimidad y representatividad, como el Instituto de Arte Contemporáneo—) desde hace unos años se superpone con otra circunstancia paralela, el auge de las redes sociales. Ello propicia situaciones como la que sirve al escritor —y autor radiofónico— José Antonio Pérez Ledo para iniciar un artículo titulado «El depurador cultural», publicado en eldiario.es el 13 de agosto de 2019:
Un buen día David (nombre falso) encontró en Spotify una canción que le provocó una sensación extraña. En un primer momento no supo identificar qué le ocurría. Tuvo que pasar una semana para que cayese en la cuenta: aquella tonadilla le había ofendido profundamente. Pudo dejarlo estar, pero eso, pensó, sería una dejación de sus responsabilidades como ciudadano. Debía impedir que otra persona sensible como él se topase con semejante ignominia. Expuso sus motivos en un hilo de Twitter que generó el ruido suficiente como para que varios periódicos se hiciesen eco. Lo llamaron «polémica». Varias emisoras dejaron de emitir la deleznable canción y dos ayuntamientos suspendieron los conciertos del artista.
Así se inicia la breve distopía originada por una cuestionable —pero cada vez más frecuente— comprensión de ciertas «responsabilidades como ciudadano» por parte de nuestros vecinos. Al cabo de unos pocos párrafos, y recordando tal vez aquel poema que comienza con las palabras «Primero se llevaron…» (atribuido a autores tan diferentes como Eduardo Alves da Costa, Vladímir Maiakovski, Bertolt Brecht o Martin Niemöller), el relato concluye así:
La iniciativa no tardó en cosechar millones de apoyos. David se sentía profundamente feliz… hasta que una mujer llamada Susana (nombre falso) inició una campaña contra él. Susana expuso sus razones en Twitter, el asunto se hizo viral y la polémica llegó a los medios tradicionales. Y David, rodeado e indefenso, exigió respeto a la libertad de expresión. ¿O acaso vivimos en una dictadura?
No analizaremos ahora cómo la recepción de un determinado mensaje radiofónico puede suscitar reacciones como la que Pérez Ledo atribuye a David (nombre falso) en su artículo. De hecho, debemos postergar hasta un próximo trabajo la reflexión acerca de algunos procesos psicológicos propiciados por la llegada a nuestros tímpanos de ese tipo de señales —aunque esta se produzca, como en el relato, a través de ese trasunto de la radio que es Spotify—. En ese futuro texto nos detendremos en las reacciones de nostalgia que tiende a aparejar, estructuralmente, la escucha radiofónica. Pues algo semejante a la añoranza de un mundo perfecto, sin ofensas ni agravios, parece estar en la base del comportamiento de un personaje como David (nombre falso) en una parábola como esta, y en el origen de tantos otros actos de censura.
Retornemos ahora, siquiera por un momento, a El gran dictador. La crítica cinematográfica sigue discutiendo —de manera un tanto bizantina— si el personaje del barbero judío se corresponde con la figura de Charlot, el vagabundo que alcanzó fama internacional en los mismos años veinte en los que la radio también lo hacía. Sin duda se trata de un arquetipo y, de hecho, aunque en el contexto cultural español se adoptó el apelativo que había surgido en Francia —Charlot—, la lengua inglesa siempre denominó a este personaje «The Tramp», es decir, el vagabundo.
Chaplin insistió enfáticamente en que el barbero de El gran dictador no era Charlot (si bien el personaje de 1940 mantuvo el bigote, el sombrero y la apariencia en general de este). Quizás el hecho —tan relevante para nuestro estudio— de que el protagonista de El gran dictador hablara, cosa que nunca llegó a hacer Charlot (pues en Tiempos modernos solamente canturreaba), resultase determinante para Chaplin en este sentido. En cualquier caso, el humilde judío que en El gran dictador padece los abusos del fascismo toma la palabra en la película, quizás de un modo parecido a como lo hace David (nombre falso) en la pequeña historia que se acaba de exponer. Lo que Twitter le permite a este último es, desde esta perspectiva, comparable a lo que consigue el barbero cuando deviene doble del dictador Hynkel: una tribuna pública desde la cual expresar sus opiniones.
La cuestión que más interesa aquí —y que podría pasar tan desapercibida como la aparición, tras los respectivos discursos del barbero y el del tirano, de unos aplausos tal vez demasiado parecidos entre sí— es la forma en la que tanto el barbero de la película como David (nombre falso) en el relato llegan a alcanzar esa posición, esa potestad enunciadora. En ambos casos es el puro azar lo que les ubica ante una audiencia masiva. Los dos personajes se yerguen como defensores, y acaso representantes, de causas que pueden ser loables… Pero no han sido elegidos (desde luego, no democráticamente) por ese público que los aclama, ni está claro qué representan exactamente (¿intereses generales, o más bien particulares?), y este es un hecho que puede pasar desapercibido no solamente en el relato de Pérez Ledo, sino también en El gran dictador.
La vocación masiva de la radio, que normalmente se predica pensando en los pasivos oyentes de este medio, podría ahora contemplarse desde el otro lado de la membrana del micrófono. Los personajes y situaciones que se acaban de analizar ponen de manifiesto cómo es, también, una suerte de individuo-masa (anónimo e irresponsable en un sentido literal: no responde ante nadie de sus actos) quien puede ocupar esa posición de autoridad que confiere, precisamente, el manejo de la membrana. Esta, al concentrar, amplificar y multiplicar aquello que recibe, y proyectarlo hacia el inmenso y mostrenco espacio radiofónico, realiza —de manera invisible y sutil— una función cuyos efectos no son solamente éticos y políticos, sino también ontológicos: transforma lo particular en general.
WALTER RUTTMANN: HACIA WOCHENENDE
El filósofo de ascendencia marxista Herbert Marcuse ubicó, ya desde la publicación en 1964 de El hombre unidimensional, las raíces del problema que se acaba de plantear:
[…] nuestros medios de comunicación de masas tienen pocas dificultades para vender los intereses particulares como si fueran los de todos los hombres sensibles. Las necesidades políticas de la sociedad se convierten en necesidades y aspiraciones individuales, su satisfacción promueve los negocios y el bienestar general, y la totalidad parece tener el aspecto mismo de la Razón.
Sería fácil describir como un engaño esta capacidad de medios como la radio para magnificar aquellos intereses particulares que se transmiten a su través, creando la ilusión de que podrían ser generales —esto es, que pueden afectar a todos los miembros de la comunidad—. Aquí se manifiesta otra característica fundamental del espacio radiofónico, que antes solo ha podido ser mencionada de pasada: su carácter multiplicador. «Ahora mismo, mi voz llega a millones de seres en todo el mundo», afirmaba Chaplin en su discurso final. La relación entre las dos membranas extremas que configuran los límites principales del espacio radiofónico no está equilibrada. En el esquema básico de la topología radiofónica, a un micrófono le corresponden varios altavoces, y es precisamente esta desproporción lo que provoca ese efecto multiplicador en la recepción de sus contenidos, y en definitiva lo que configura la radio como el primer medio de comunicación de masas… O, más bien, como lúcidamente corregía y propugnaba el pensador y filólogo Agustín García Calvo, como un medio de formación de masas.
Aquí ese carácter multiplicador que atribuimos al espacio radiofónico se combina con lo que denominaremos el efecto magnificador del micrófono. Más allá de cualquier comparación evidente entre este instrumento de captación sonora y una lupa o un microscopio, también debe reconocerse —dentro de la perspectiva sobre la escucha radiofónica que estamos trazando— la capacidad del micrófono para agrandar, en un plano conceptual, aquellas señales que su membrana recibe. Una primera y evidente plasmación de esta capacidad magnificadora del micrófono se manifiesta, retomando las palabras literales de Marcuse, cuando esta lupa sonora contribuye a presentar «los intereses particulares como si fueran los de todos los hombres sensibles».
Al efecto magnificador del micrófono se contrapone el efecto concentrador del tímpano. Conforme al primero, como se acaba de expresar, las ideas volcadas a través del transductor se amplifican también metafóricamente, es decir, se hacen más abstractas y genéricas. El efecto concentrador del tímpano, por su parte, implica que las señales procedentes del espacio radiofónico se percibirán como un mensaje concreta y específicamente destinado a su receptor —esto es, el titular de ese tímpano vibrante—. Este efecto resulta fundamental para comprender el fenómeno, más amplio, de la intimidad radiofónica (que se analizará unas páginas más adelante). La idea de proximidad, de cercanía emocional que propicia en el oyente la escucha radiofónica obedece a ese efecto concentrador del tímpano, como si este medio enfatizara los sesgos cognitivos vinculados al narcisismo. En contraste, el micrófono consigue desparticularizar las señales que recibe: aunque estas estuviesen dirigidas a (o pensadas para) un receptor específico, la agnóstica membrana microfónica consigue abstraerlas, desproveerlas de todas sus circunstancias y particularidades, transformándolas en errantes electrones a la espera de que un tímpano las haga suyas.
Los multitudinarios discursos fascistas que inspiraron la parodia de Chaplin, al igual que la propia ideología que los sustenta, se basan en los dos efectos que se acaban de describir. Cada uno de los radioyentes que escuchaba esas arengas percibía que aquellos mensajes estaban destinados, específicamente, a él o ella, que tenían que ver —muy directamente— con su vida, con sus circunstancias particulares: a eso denominamos efecto concentrador del tímpano. Pero, al otro lado del espacio radiofónico, las emisiones captadas por el micrófono, esas vibraciones que en última instancia tienen su origen en alguien o algo preciso y concreto al atravesar la membrana transductora se generalizan, devienen indeterminadas.
En ese cruce imposible entre lo extremadamente individualizado y la abstracción informe, entre el rostro preciso y la borrosa mancha, está la masa. Los regímenes totalitarios del siglo XX, con los fascismos a la cabeza, supieron ubicarse en ese emplazamiento a la vez político y psicológico. Un lugar tan limítrofe y difícil de aprehender como el espacio radiofónico, cuyo gran potencial esos regímenes supieron detectar y aprovechar, otorgándole una fisonomía que aún nos acompaña.
La difusión generalizada de los medios de comunicación en amplios sectores sociales (fenómeno característico de las primeras décadas del pasado siglo) no puede desligarse del surgimiento de la sociedad de masas. El inaudito crecimiento demográfico en las ciudades occidentales iniciado con la Revolución Industrial ya había transformado la escala y la apariencia de los núcleos urbanos. A partir de ese momento, estas metrópolis serán progresivamente habitadas por un nuevo tipo de individuo, cada día más distinto del que desarrolla su vida en un ambiente rural. Seres anónimos, no necesariamente vinculados a una familia, a un oficio o a un lugar que los identifique y defina ante sus nuevos vecinos, y que en última instancia determine sus posibilidades vitales.
Dentro del cada vez más asentado marco de producción y consumo capitalista, estas personas pueden desempeñar —normalmente en el contexto floreciente de las fábricas— un trabajo no demasiado especializado, muy diferente de un oficio en el sentido tradicional de este término. Es decir, en las ciudades realizarán labores fácilmente sustituibles unas por otras, dependiendo de las necesidades del mercado. Se convierten así, en cierta manera, y siempre a los ojos de la industria —pero también de buena parte de la sociedad—, en seres indistintos, difícilmente diferenciables los unos de los otros. Mujeres y hombres masa.
Quizás en una esfera más privada de su existencia estos individuos sí puedan desarrollar —dentro de las posibilidades que el propio mercado les otorga— una cierta personalidad, entretejida por vínculos afectivos más o menos sólidos con sus semejantes. Pero los nuevos sistemas de producción requieren ingentes cantidades de trabajadores perfectamente permutables entre sí, y a ser posible desprovistos de rasgos que los hagan destacar demasiado en el contexto de la novedosa sociedad de masas. Seguramente el autor que con más agudeza ha sabido penetrar en esta «degradación de la conciencia de sí mismo» propia del trabajador en el contexto capitalista sea el sociólogo —y también violonchelista— Richard Sennett, en libros como El artesano.
Todo lo anterior, que sin duda se aplica a las clases sociales más bajas del conjunto de la sociedad, y que de hecho configuró los rasgos definitorios de la nueva clase proletaria, con solo ciertos matices se aplicaría, progresivamente, al resto del tejido social urbano. La radio desempeñó una tarea fundamental en este proceso de transformación y homogeneización social. Destacando por su agilidad entre los primeros medios de comunicación de masas (con permiso de los periódicos y de las tempranas grabaciones fonográficas, y aunque el cine conociese muy pronto una sorprendente expansión e influencia en los modos de vida), la radio —escuchada al principio de manera colectiva entre la población obrera, a menudo analfabeta— hizo buena la expresión «medio de formación de masas», en tanto que ayudó a instituir esa nueva forma de subjetividad que se acaba de describir.
La pieza Wochenende (Fin de semana), compuesta por Walter Ruttmann en 1930, puede ser escuchada desde la perspectiva de esa naciente sociedad de masas. «Los fines de semana son para las secretarias», solía afirmar —desde luego con mucha ironía, y en consciente distancia respecto a los márgenes de la corrección política— el historiador del arte Juan Antonio Ramírez. La pieza es una celebración de ese tiempo presuntamente ajeno a la productividad mercantil que era y es el fin de semana. Como ha señalado José Iges (artista sonoro, teórico y comisario —además de cofundador, junto a Francisco Felipe, del programa radiofónico Ars Sonora—) en su artículo «Soundscapes: una aproximación histórica», la obra de Ruttmann
[r]eflejaba la transición de un día de trabajo a un día festivo, el domingo al aire libre y la lasitud lejos de la vuelta al trabajo del día siguiente. La banal realidad, si se quiere, pero transpuesta y magnificada por la lógica del corte y el empalme, de la yuxtaposición. De la lógica narrativa procedente, pues, del montaje cinematográfico.
Efectivamente, Ruttmann procedía del ámbito de la creación cinematográfica, y acaso sea en esa disciplina donde ha cosechado un mayor reconocimiento. Junto a artistas como Hans Richter u Oskar Fischinger, se le considera un pionero del cine experimental. Wochenende es, de hecho, una particular película, realizada en «negro y negro» (nada se muestra en la pantalla en sus más de once minutos de duración), si bien se transmitió a través de la radio después de ser estrenada en un cine.
Quizá la formación como arquitecto de Ruttmann —que igualmente recibió enseñanzas de pintura— propiciase en él una cierta sensibilidad hacia las implicaciones urbanísticas de las nuevas ciudades, incluyendo la necesidad de huir periódicamente de ellas. Recordemos que en 1927 había dirigido su película (esta vez en blanco y negro) Berlín: Sinfonía de una gran ciudad. La capital alemana, laboratorio de los más arriesgados experimentos durante todo el siglo XX —no solo arquitectónicos y cinematográficos, también sociales y políticos—, se prestaba particularmente bien para radiografiar esa entonces todavía novedosa práctica, mantenida hasta nuestros días por todo buen representante de (o aspirante a) la clase media, consistente en «irse de fin de semana».
Wochenende impactó en numerosos críticos y estudiosos del cine, también en España. Ya en 1948 Ángel Zúñiga escribía lo siguiente en Una historia del cine:
Se trata, nada menos, que de un film sin imágenes. Esta es idea totalmente original para contarnos a través de sonidos que nos son familiares, de rumores concebidos, de ecos de la naturaleza, los cambios perceptibles de un día de trabajo a otro de fiesta, a un domingo cualquiera pasado al aire libre. Oímos, pues, desde el quiquiriquí del gallo a las canciones de rueda de los chiquillos; los chillidos de los borrachos y la vuelta al trabajo, al llegar el lunes. Por primera vez, los sonidos son capaces de crear un mundo nuevo, de evocar una serie de sensaciones. El juego acústico de Ruttmann consiste en el encadenamiento rápido de frases cortas, de sonidos evocadores que en el montaje nos sugieren nuevas analogías. La voz del hombre de negocios que pide un número por teléfono, una de cuyas cifras coincide con la que dice un muchacho que en la escuela canta la tabla de multiplicar y, luego, ese mismo número lo oímos por boca del encargado del ascensor de unos grandes almacenes que advierte la llegada a los distintos pisos, con las especialidades que se encontrarán en los mismos.
El final de esta cita, con la referencia a esos grandes almacenes —que podría complementarse con el recuerdo del sonido de una máquina registradora, hacia el final de la pieza—, deja muy claro que para Ruttmann el consumo figura destacadamente entre las actividades propias del Wochenende. Los trabajadores necesitan cierto tiempo de asueto al final de la semana, entre otras razones, para poder comprar. La que se evoca en esta obra no es cualquier forma de consumo: igual que los sujetos quedan indiferenciados mediante el homogeneizador sistema fabril, e igual que su capacidad de trabajo es perfectamente intercambiable por la de cualquier otro obrero, los grandes almacenes —relativa novedad de la época— ofrecen, simplemente, productos (así, en abstracto). Es decir, de manera totalmente opuesta a como un zapatero podría ofrecer sus calzados o un carnicero sus viandas. El propio uso de la palabra «almacén» da pistas acerca de que ahí cabe prácticamente cualquier cosa. Bienes consumibles de todo tipo prestos a ser adquiridos dentro de un tiempo que los propios trabajadores también consumen: no son pocos los sonidos de relojes, junto a otras marcas del paso del tiempo (el canto del gallo, la sirena de una fábrica, las campanas de una iglesia…) que Ruttmann lleva a su composición.
El concepto de indiferenciación que, unido al de homogeneización, estamos aplicando a ese nuevo sujeto producido por el capitalismo de inicios del siglo XX (así como al tipo de trabajo —y de consumo— que estaba llamado a realizar) entronca con las ideas anteriormente expuestas sobre el micrófono. Al referirnos al agnosticismo de este intentamos significar la imposibilidad de que su membrana diferencie entre las distintas señales que recibe. Para el micrófono —muy a diferencia de nuestros tímpanos— los orígenes y las causas de las vibraciones que acoge son irrelevantes. Está diseñado para que todos esos estímulos energéticos queden homogeneizados bajo la misma categoría: sonido.
Wochenende es, como se ha apuntado más arriba, una celebración de ese momento aparentemente improductivo que —como breve pausa entre sucesivas jornadas laborales— en realidad sí es importante para la producción de algo: una nueva forma de subjetividad. A través de cierto uso particular del tiempo de ocio se configura un nuevo modo de estar en el mundo, un nuevo tipo de individuo. Salir de fin de semana será, a partir de este momento histórico, y hasta nuestros días, una forma de distinción (dentro de la dinámica general de indistinción propia de las masas). Ruttmann edifica un temprano monumento sonoro a esa nueva tipología pequeñoburguesa del dominguero, que intenta imprimir en su vida —y acaso en la de su familia— cierta singularidad con su «escapadita» de la ciudad durante el fin de semana, aunque con ello no haga sino inscribirse en otra masa, análoga a la que conforma como trabajador.