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Apocalipsis 1
La revelación de Jesucristo
Introducción

La primera declaración que encontramos en el último libro de las Escrituras lo denomina: “Revelación de Jesucristo”.

Es una revelación. El libro no es algo “oculto” o un “misterio”, como alguna gente lo ha supuesto. La palabra griega original es apokalupsis, de la cual deriva la nuestra, apocalipsis. Lisa y llanamente, esa palabra significa “descorrer el velo”, “descubrir”, una “revelación”.

Mucha gente relaciona la palabra apocalipsis con cataclismos o desastres, con un holocausto nuclear, por ejemplo, o con una Tercera Guerra Mundial. Pero en las Escrituras, el Apocalipsis es una revelación de Jesucristo. El Apocalipsis nos provee de los entretelones de lo que Jesús ha estado haciendo, está haciendo ahora y hará en el futuro, en favor de los seres humanos. ¿Cómo consiguió el apocalipsis esa fatídica connotación? Del hecho de que nos habla vívidamente de los desastres humanos. Pero los menciona, en primer lugar, para revelar que en todos ellos Dios está obrando para liberar a todos los que creen en él. Dios se interesa por nosotros.

Apocalipsis 1:1 nos dice que Dios dio esta revelación a Jesús, quien la envió por medio de su ángel a su siervo Juan. Este la escribió (vers. 2), y pronunció una bendición (vers. 3) sobre las personas que “leen” la Revelación, presumiblemente, en voz alta, y sobre los que “escuchan” esa lectura y están dispuestos a “guardar” lo que dice. El versículo 10 añade que Juan estaba “en éxtasis” (en “Espíritu”, RVR) cuando le sobrevino la revelación.

El ángel era sin duda Gabriel, ese gran ser amigable que dio a Daniel la notable profecía de los capítulos 8 y 9 de su libro, y que visitó a la bienaventurada Virgen María para anunciarle el nacimiento de Jesús. (Véase Daniel 8:16; 9:21; Lucas 1:26.)

La mención de la persona que lee la revelación en alta voz nos recuerda el hecho de que antes de la invención de la imprenta, cuando los libros eran escasos y mucha gente no sabía leer, era costumbre leer largas porciones de las Escrituras en voz alta en las reuniones religiosas. Jesús las leyó en voz alta en Nazaret (véase Luc. 4:16-20), y la costumbre prosiguió en todas las congregaciones judías en los tiempos del Nuevo Testamento (véase Hech. 15:21). Todavía está en vigencia en muchas iglesias cristianas.

De manera que hay una cadena de comunicación: De Dios a Jesús; por el ministerio de un ángel a Juan, en éxtasis (en el Espíritu), y al lector y al oyente obediente.

La Trinidad y el ángel supremo de la profecía estaban preocupados en revelarnos a cada uno de nosotros algo de vasta importancia acerca de nuestro Señor.

“A su siervo Juan”. Cuando Juan se sentó con Jesús en el Monte de los Olivos para escuchar el Sermón Profético esa tarde a la luz de la luna (véanse las páginas 14 y 15), probablemente era muy joven, como Daniel también lo era cuando fue llevado en cautiverio a Babilonia. Tal como Daniel cuando terminó de escribir su libro, Juan, cuando termina de escribir las Escrituras, es un hombre muy anciano, y cautivo, además. (Véase la página 54.)

Juan dirige su libro “a las siete Iglesias de Asia”. Y añade: “Gracia y paz a vosotros de parte de Aquel que es, que era y que va a venir, de parte de los siete Espíritus que están ante su trono, y de parte de Jesucristo” (vers. 4, 5).

En los tiempos bíblicos, las cartas no empezaban con “Querida Beatriz” o “Estimado señor”. Pablo, Pedro y el mismo Juan usaban el saludo cristiano: “Gracia y paz”. (Véase Romanos 1:7, 1 Pedro 1:2 y 2 Juan 1:3.) La “gracia” es la bondad de Dios. Recibimos la “paz” cuando creemos que Dios, en su bondad, nos perdona. También tenemos paz cuando permitimos al Señor que nos ayude a perdonar a nuestros enemigos. Es maravilloso gozar de paz con la gente que hemos perdonado y con el Señor que nos ha perdonado.

La gracia y la paz son, en primer lugar, dones de Dios, y sabemos que el versículo 4 se refiere a Dios, el Padre eterno, porque él es “Aquel que es, que era y que va a venir”.

“Los siete Espíritus”. La declaración que encontramos en el versículo 4: “Los siete Espíritus que están delante de su trono” forma parte de las frecuentes referencias al número “siete” que encontramos en el Apocalipsis. Ya hemos notado que el libro está dirigido a siete iglesias (vers. 4). Antes de terminar el capítulo vamos a leer acerca de siete candeleros de oro (vers. 12 y 20) y siete estrellas (vers. 16 y 20). En otra porción del libro, vamos a leer acerca de una bestia con siete cabezas (13:1), de un dragón con siete cabezas coronadas (12:2) y de siete “colinas” (17:9), que en realidad son siete “reyes” (17:10). Las secciones mayores del Apocalipsis se refieren a las siete iglesias que ya hemos mencionado (caps. 2 y 3), a los siete sellos (4:1 a 8:1), a las siete trompetas (8:2-11:18), a siete escenas del Gran Conflicto (11:19-14:20), y a las siete últimas plagas (caps. 15 y 16).

Con tantos sietes en el libro, llegamos a la conclusión de que “siete” representa plenitud, algo completo y perfecto. En cuanto a “los siete Espíritus que están ante su trono”, podamos llegar a la conclusión de que representan simbólicamente la plenitud y la perfección del Espíritu Santo. De modo que todos los miembros de la Trinidad no solo nos dan el Apocalipsis –es decir, la Revelación–, sino además nos saludan y nos bendicen. El profeta Isaías, cuyo libro no estaba basado en el número siete, presenta al Espíritu Santo mediante seis de sus atributos, a saber: Espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor [reverencia] de Yahvéh (Isa. 11:2).

Características del libro. El constante empleo del número siete concuerda con la naturaleza simbólica del libro. Las bestias y los cuernos, las coronas y las mujeres, los candeleros y los olivos, las langostas que surgen del pozo del abismo, y sobre todo, la serpiente y el Cordero, son unos pocos de los símbolos gráficos de esta fascinante obra de arte.

Al analizar el Apocalipsis, nuestro estudio previo de los numerosos símbolos de Daniel nos va a ayudar muchísimo, porque el Apocalipsis está profundamente enraizado en Daniel. También está profundamente enraizado en otros libros del Antiguo Testamento. Alguien calculó que de los 404 versículos del Apocalipsis, 278 contienen material procedente del Antiguo Testamento. Un profesor colega dice que ha contado 600 palabras y frases del Apocalipsis adoptadas del Antiguo Testamento. Un estudiante de posgrado menciona que él encontró mil. Los vínculos que existen entre el Antiguo Testamento y el Apocalipsis son muy importantes para la comprensión de su mensaje.

El Apocalipsis es, sin duda alguna, un libro de predicciones. Pero en relación con esto ha habido malentendidos. Algunas personas (los futuristas) han llegado a la conclusión de que está compuesto casi exclusivamente por profecías que recién se van a cumplir en el futuro. Por otro lado, otros (los preteristas) afirman que se refiere solamente a acontecimientos acaecidos en la época del apóstol Juan. Entre estos dos grupos, hay otros (los historicistas) que creen que Juan ciertamente se refirió a acontecimientos de sus días, pero también habló de sucesos que aún están en el futuro y que, además, fue inspirado para prever la experiencia de la iglesia cristiana a lo largo de la historia.

Este tercer grupo (los historicistas) debe de tener razón, porque Juan recibió el encargo de escribir “lo que ya es” (en sus propios días) y lo que “va a suceder más tarde (en el futuro)” (Apoc. 1:19). El libro no pudo haber sido dedicado completamente a acontecimientos del futuro distante, porque el primer versículo del primer capítulo, precisamente, dice que el Apocalipsis fue dado para manifestar “lo que ha de suceder pronto”. Y el versículo 3 añade: “El tiempo está cerca”.

Algunas cosas, pero de ninguna manera todas las que están escritas en el libro, estaban “cerca” y habían de “suceder pronto”, en los días de Juan. Algunas cosas iban a suceder después de las primeras, y otras más adelante, por turno, después de aquellas. El Apocalipsis no presenta una aglomeración de acontecimientos que explotan en un instante, como los chicos de un aula cuando se va el maestro. Ciertamente, los acontecimientos que van a ocurrir al fin del milenio vendrán mil años después que los que acontezcan al principio de ese período.

Cuando Apocalipsis 1:1 al 3 se refiere a cosas que han de suceder “pronto” y “cerca”, está hablando del comienzo del cumplimiento de las predicciones que se encuentran en el libro. En los días de Juan, estas profecías estaban, por así decirlo, tirando de la cuerda, ansiosas de comenzar su largo viaje a través de la historia. A Daniel, como ya lo hemos visto, se le mostraron una serie de profecías, cada una de las cuales comenzaba en sus propios días y corrían paralelamente a lo largo de la historia. También en el Apocalipsis varias series de profecías siguen un curso paralelo similar desde los días de Juan hasta el final del tiempo.

Si el Apocalipsis es un libro de predicciones, lo es también de grandes himnos, algunos sublimemente alegres, otros increíblemente tristes. Por ejemplo, Haëndel obtuvo inspiración para su oratorio “El Mesías” de Apocalipsis 19:6: “¡Aleluya! ¡El Señor Dios omnipotente reina!” Hay, incluso, un vestigio de himno en el mismo capítulo primero que estamos estudiando ahora.

“Al que nos ama,

nos ha lavado con su sangre

de nuestros pecados

y ha hecho de nosotros un Reino

de Sacerdotes para su Dios y Padre,

a él la gloria

y el poder por los siglos de los siglos.

Amén” (vers. 5, 6).

El Apocalipsis es también un libro de bendiciones. Bendición significa bienaventuranza, y se ha observado que hay siete “bendiciones” en el Apocalipsis, así como hay nueve “bienaventuranzas” en el Sermón del Monte. (Véase Mateo 5:1 al 12.) Leemos en estos pasajes “bienaventuranzas” para los pobres, los puros y los perseguidos. En el Apocalipsis, leemos de bendiciones prometidas a todos los que mueren en el Señor (14:13), al que está despierto (16:15), al que ha sido invitado a la cena de bodas (19:9), al que participa de la primera resurrección (20:6), al que guarda las palabras de este libro (22:7), y al que lava sus vestiduras (22:14). La primera de estas bendiciones aparece en el capítulo que estamos estudiando ahora: “Dichoso el que lea y los que escuchen las palabras de esta profecía y guarden lo escrito en ella” (vers. 3).

Comencemos inmediatamente a descubrir las bendiciones que el Apocalipsis reserva para nosotros en su primer capítulo.

El mensaje de Apocalipsis 1
I. Jesús tiene las “llaves de la muerte”

Mi madre sufrió muchos años esa enfermedad paralizante que se conoce como mal de Parkinson. Cuando se acercaba su fin, ya no pudo alimentarse a sí misma, y mi padre la visitaba a menudo en el hogar de ancianos donde la estaban atendiendo. Aquella tarde, cuando sonó el teléfono para anunciar que acababa de fallecer, me arrodillé junto a mi cama y leí de nuevo las promesas de Dios acerca de la resurrección. Me consolé con promesas como estas:

“Llega la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y [...] resucitarán” (Juan 5:28, 29).

“Del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo” (1 Cor. 15:22).

“El Señor mismo [...] bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán” (1 Tes. 4:16).

“Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte” (Apoc. 21:4).

¡Cómo me habría gustado que estas promesas se hubieran cumplido en ese momento! Cómo quisiera, mientras escribo estas líneas, que se cumplieran en este instante, antes de que fallezcan otros seres amados.

En la isla de Patmos, solitaria, yerma y rocosa, Juan debió de haber estado embargado por meditaciones semejantes. Habían pasado unos 65 años desde el instante en que Jesús ascendió al cielo en una nube, y los ángeles prometieron que regresaría de la misma manera. En el Sermón Profético, Jesús también había prometido regresar alguna vez. Uno tras otro, los amigos de Juan habían muerto; algunos por causa de la enfermedad o la edad, y otros como consecuencia de las persecuciones. Sus padres, Zebedeo y Salomé, ya habían fallecido. Su hermano Santiago había sido decapitado por causa de Cristo. La madre de Cristo, María, a quien Juan había prodigado sus cuidados después de la crucifixión, evidentemente ya no estaba más con él. Pedro había sido crucificado por causa de Cristo. Pablo, lo mismo que Santiago, había sido decapitado. Del grupo original de los Doce, todos habían desaparecido, menos él. Y a él mismo ya no le quedaba mucho tiempo. ¡Qué pena que Jesús no había regresado! ¿Regresaría alguna vez? ¿Habría realmente una resurrección alguna vez?

¡Cuánto habría dado Juan por poder hablar con Jesús una vez más antes de morir!

Comienza la primera visión de Juan. De pronto, la ensoñación de Juan fue interrumpida. “Una gran voz, como de trompeta” lo sacudió. “Escribe en un libro lo que veas y envíalo a las siete Iglesias”, le indicó (Apoc. 1:10, 11).

Sorprendido, mientras su viejo corazón latía vigorosamente, Juan se dio vuelta tan rápidamente como pudo para ver quién le hablaba. Para su asombro, el suelo volcánico de la isla parecía resplandecer. Siete candelabros de oro aparecieron donde momentos antes solo se veían piedras desnudas. Y “en medio de los candeleros” estaba de pie “como un Hijo de hombre, vestido de una túnica talar, ceñido el pecho con un ceñidor de oro” (Apoc. 1:13). Sus cabellos eran tan blancos como la nieve, y su rostro y sus pies, lo que no estaba cubierto por su túnica, resplandecía en forma sobrenatural. Era el mismo Ser que Daniel había visto en su ancianidad. (Véase el capítulo 10 de Daniel.) Tal como Daniel, Juan también cayó al suelo como muerto.

Tal como Daniel, Juan también escuchó las palabras llenas de gracia: “No temas”. Al mirar hacia arriba descubrió, a pesar de todo el resplandor, que quien le hablaba era su amado Señor.

Jesús se volvió a presentar a su querido, antiguo y fiel amigo: “Soy yo, el Primero y el Último, el que vive”, le dijo; “estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades” (Apoc. 1:17, 18).

De manera que Jesús seguía vivo. Fuera del corto período que medió entre la cruz y su resurrección, él siempre estuvo vivo; y seguirá viviendo por los siglos de los siglos.

Y tiene “las llaves de la muerte”. ¡Claro que sí! Cuando Roma, el imperio más poderoso de la Tierra, lo crucificó y lo puso en una tumba, frente a la cual apostó una guardia de cien hombres, Jesús salió del sepulcro y caminó por entre los guardias de regreso a la vida.

Yo tengo “las llaves de la muerte”. Si Jesús, además de morir, pudo volver a la vida y salir caminando de su propia tumba, no podía caber duda alguna de que ahora era capaz de visitar todas las otras tumbas, para resucitar a sus dormidos ocupantes.

Y Juan, allí, en Patmos, habrá recordado una vez más cómo llamó Jesús gente a la vida aun antes de su propia resurrección. Las palabras de Cristo: “Soy yo [...] el que vive”, se parecían a las que pronunciara mucho antes junto a la tumba de Lázaro.

La muerte y la resurrección de Lázaro. Juan mismo había registrado la historia acerca de Jesús y Lázaro en el capítulo 11 de su Evangelio. Lázaro de Betania había caído enfermo. Sus hermanas, María y Marta, habían enviado un mensajero para que informara a Jesús acerca de su enfermedad, pero no se habían atrevido a pedirle que fuera a Betania a sanarlo. Sabían que Jesús amaba a Lázaro lo suficiente como para acudir sin que se lo pidieran.

Pero cuando Jesús recibió su ansioso mensaje, “permaneció dos días más en el lugar donde se encontraba” (vers. 6). Recién cuando supo sobrenaturalmente que Lázaro estaba en realidad muerto, comenzó a conducir a sus discípulos en dirección de Betania. Les dio esta explicación: “Nuestro amigo Lázaro duerme; pero voy a despertarlo”.

Los discípulos se sorprendieron. “Señor, si duerme”, le replicaron, “se curará”. El sueño sería una señal de que la fiebre había desaparecido y que estaba en camino de recuperar la salud.

Cristo habló con tanta naturalidad acerca de la condición de Lázaro que “ellos creyeron que hablaba del descanso del sueño”. Pero “Jesús lo había dicho de su muerte”. Entonces les dijo con claridad: “Lázaro ha muerto” (vers. 11-14).

La muerte de su amigo Lázaro no infundió temor en Jesús. Para él, la muerte de un creyente era solo un breve intervalo entre la vida y la Vida; un período apenas un poco más largo que el que media entre el momento de ir a dormir y la mañana siguiente, comparado con la eternidad.

“Lázaro duerme”.

“Lázaro ha muerto”.

“Voy a despertarlo”.

Cuando Jesús, con su comitiva, llegó a Betania dos días después, María y Marta lloraban transidas de una amante incomprensión. En medio de sollozos, ambas le dijeron: “Si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano” (vers. 21, 32). Una y otra vez brotaron de sus labios estas palabras durante las horas de insomnio que habían transcurrido desde la muerte de Lázaro: “Si Jesús hubiera llegado a tiempo, nuestro hermano estaría todavía vivo”.

Esas mismas palabras vinieron a mi mente con respecto a mi madre y a mis amigos que duermen. Sin duda, Juan en Patmos pensó lo mismo acerca de la muerte de su hermano Santiago y de sus otros seres queridos. ¡Si Jesús hubiera regresado antes!

A las hermanas de Lázaro, Jesús les dijo: “Tu hermano resucitará”.

Marta replicó: “Ya sé [...] que resucitará el último día, en la resurrección” (vers. 24).

Jesús le dijo: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?” (vers. 25, 26). Marta no entendió lo que Jesús quiso decir, pero sabía que podía confiar en Quién era. “Sí, Señor”, le contestó, “yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo” (vers. 27).

Cuando Jesús dijo: “Todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás”, no quería dar a entender que los creyentes no morirían en ningún sentido. Después de todo, Lázaro había creído en él y, no obstante, había muerto.

Lo que Jesús quiso decir es que la clase de muerte que padecen los cristianos es, a la vista de Dios, solamente un sueño; porque cuando el Señor lo disponga, el cristiano despertará para vida eterna. Y la promesa de vida eterna en Cristo es tan sólida, tan cierta, que es como si nuestra vida eterna comenzara aquí y ahora, y como si la muerte solo fuera un descanso un poco más largo que lo común.

Y Jesús lloró. Pero aun cuando la muerte de sus amigos no horrorizaba a Jesús, el relato nos dice que junto a la tumba de Lázaro “Jesús se echó a llorar” (vers. 35). No negamos nuestra fe cuando lloramos al morir nuestros amados; a veces lloramos incluso cuando solo se van de viaje. El amor nos incita a llorar por la gente que echamos de menos, y “el amor es de Dios (1 Juan 4:13). Los empresarios de pompas fúnebres confirman la observación de que los creyentes y los incrédulos lamentan la muerte de sus amados en forma muy diferente.

Pero Jesús no lloró mucho tiempo. Lázaro había sido sepultado en una pequeña cueva cuya puerta había sido tapada por una piedra de forma circular. Pronto Jesús iba a ser sepultado en un sitio parecido. (Puesto que eran caras, estas tumbas no eran comunes; pero mis colegas de la universidad descubrieron hace poco dos en una región al este del Jordán37, y se sabe de algunas otras descubiertas en otros lugares.)

Jesús ocupó su lugar entre los deudos frente a la entrada de la tumba, y pidió a alguien que hiciera rodar la piedra. Para ese entonces, Lázaro había estado muerto por espacio de cuatro días. Cuando el sol de Palestina irrumpió a través de la abertura, el cadáver envuelto en lienzos, ubicado en su lugar, se convirtió en el foco de la atención de todos. Los ancianos lo contemplaban solemnemente, conscientes de que muy pronto ellos mismos serían amortajados de la misma manera. Los chicos lo observaban, mientras hacían nerviosos comentarios jocosos acerca de cuán fantasmal se veía. María y Marta lo miraban muy seriamente, todavía con deseos de que Jesús hubiese llegado más pronto.

Entonces Jesús pronunció estas palabras sencillas, pero revitalizadoras: “¡Lázaro, sal fuera!” Inmediatamente, el cadáver que estaba en la tumba comenzó a manifestar vida. Resucitado, Lázaro afirmó bien sus pies en el suelo, se enderezó y salió a reunirse con sus amigos. (Véase Juan 11:43 y 44.)

¡Cuántos abrazos, y lágrimas y risas!

El mensaje de Capernaum. Sí, el creyente muere, en cierto modo; pero en otro sentido, tiene vida eterna aquí y ahora. En la sinagoga de Capernaum, poco antes de la resurrección de Lázaro, Jesús dijo a la congregación: “Porque esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él tenga vida eterna, y que yo lo resucite el último día”. “En verdad, en verdad os digo: el que cree, tiene vida eterna” (Juan 6:40, 47).

El que cree, tiene vida eterna.

Y yo lo resucitaré en el último día.

Si creemos en Jesús, tenemos vida eterna ahora, comparado con la eternidad como una promesa viva y segura. Cristo es vida; y si tenemos a Cristo, tenemos vida. “Quien tiene al Hijo, tiene la vida; quien no tiene al Hijo, no tiene la vida” (1 Juan 5:12). Pero necesitamos que se nos resucite en el último día, para que la promesa se cumpla en la realidad. Si no fuera así, no habría necesidad de resurrección.

“Lázaro duerme”.

“Lázaro ha muerto”.

“¡Lázaro, sal fuera!”

Jesús es, a la vez, la Resurrección y la Vida. Nuestra vida en él es eterna, no porque nunca vayamos a dormir, sino porque a pesar de caer dormidos y después de haber dormido, seremos resucitados por Jesús en su segunda venida en el último día.

“El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar” (1 Tes. 4:16).

La resurrección de Jesús mismo. “Estuve muerto”, dijo Jesús a Juan en la isla de Patmos, “pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades” (Apoc. 1:18).

La muerte y la resurrección de Cristo son nuestra evidencia, nuestra garantía, de que él verdaderamente ha vencido la muerte. Los turistas se detienen admirados junto a las tumbas de Abrahán Lincoln, Napoleón Bonaparte y Simón Bolívar; pero miles de cristianos viajan cada año a Palestina para maravillarse ante la tumba vacía de Cristo. “No está aquí, ha resucitado” (Mat. 28:6) es el grito de triunfo que se eleva cada vez que en Semana Santa se celebra el Día de la Resurrección.

Cada una de nuestras esperanzas está implícita en la magnífica realidad de esa resurrección. “Si Cristo no resucitó”, razonaba Pablo con firmeza, “vuestra fe es vana: estáis todavía en vuestros pecados. Por tanto, también los que durmieron en Cristo perecieron. Si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los más desgraciados de todos los hombres!” (1 Cor. 15:17-19).

Pablo, por así decirlo, apostó todo a la resurrección. Y lo hizo con toda confianza. Sabía que Cristo había resucitado. Algunas personas que conocía muy bien habían sido testigos de ello. “Se apareció a Cefas [Pedro]”, afirmó Pablo, “y luego a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales todavía la mayor parte [unos 25 años después] vive”, añadió, “y otros murieron. Luego se apareció a Santiago; más tarde, a todos los apóstoles. Y en último término”, insistió con incontestable convicción, “se me apareció también a mí” (1 Cor. 15:5-8).

En varias de las ocasiones que Pablo menciona, Juan estuvo presente y vio a Jesús. Y ahora tenía el maravilloso privilegio de verlo de nuevo, en su ancianidad, en la isla de Patmos.

Juan lo oyó decir: “No temas, soy yo, el Primero y el Último, el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades”.

Un día, muy pronto, Jesús usará esa llave para abrir las tumbas de todo hombre y toda mujer, de todo niño y toda niña que haya dormido “en él”. Yo creo que mi madre se encontrará entre ellos.

¡Esta seguridad es parte de la Revelación de Jesucristo!

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9789877019780
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