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LOS OJOS DE BAMBÚ

A Pablo, mi hijo, nuestro compañero.

A Jaime, mi marido, por su consejo y ayuda.

Al doctor José A. Infante Vial, en quien admiro su constante dedicación al ser humano.

Escribir este libro no me resultó fácil. Hubo ocasiones en que tiré las hojas manuscritas para levantarme y permanecer junto a la ventana con el alma puesta en el inmenso territorio chino, mientras mil recuerdos de situaciones y rostros se agolpaban frente a mis ojos. El cariño hacia aquel pueblo extraordinario no había disminuido, pero había madurado. A la viajera de treinta días extasiados sucedía la conciencia del escritor y su deber, la contribución en apresurar el desenvolvimiento total del hombre.

Un personaje de mi novela dice: “Uno después de vivir y trabajar en China nunca más vuelve a ser el mismo”.

Esto lo presentí cuatro años atrás cuando el primer día de enero de 1960 mi marido y yo pisamos tierra china y salieron a encontrarnos los rostros amables y sonrientes que aguardaban en el aeropuerto; a pesar del frío intenso del invierno se extendía sobre nosotros el más puro y despejado cielo.

Invitados por la Asociación de Periodistas Chinos desde Londres, lugar donde residíamos, tuvimos ocasión de viajar por China de norte a sur y de llegar así hasta Cantón, aquella vieja ciudad tradicional y revolucionaria apretada a orillas del río Chu Kiang. Recuerdo que en nuestras habitaciones del hotel junto al río miraba yo la ciudad y un estremecimiento se mezclaba a la emoción de esos momentos. Estaba en China, el país cuya civilización es la más antigua e ininterrumpida llegada hasta el presente; su historia es la historia del hombre, quien comenzó a escribirla hace ya 3.700 años.

El hechizo que produce China es parecido a un enamoramiento. Imposible permanecer extraño ante esos niños hermosos y dulces cuyo porvenir está hoy asegurado; imposible no entusiasmarse ante el inmenso progreso obtenido en catorce años; imposible olvidar los rostros abiertos y fraternales de los intérpretes que durante una comida íntima —aquella noche de Año Nuevo chino— dejaron de lado su mesurada condición de funcionarios para beber con nosotros el largo brindis de la amistad; imposible fue para mí evitar las lágrimas cuando abracé a Jo y Tsung junto a las escalinatas del jet que nos arrancaría del Asia. Y ya en el avión, mientras los amigos se convertían en pequeñas manchas azules sobre el hielo, me prometí con firmeza regresar algún día.

Han pasado cuatro años y hoy formulo cuatro palabras sobre esta mi última novela, cuya trama ocurre en Pekín y la cual comencé a escribir en 1963, en Chile, después de diez meses de trabajo en China, porque había regresado con mi marido a ese país, tal como lo deseáramos, un día 30 de enero de 1960.

No es fácil hacer una crítica desde la admiración y el respeto, pero es preciso hacer, más aún hoy que se han puesto al descubierto las gravísimas consecuencia que produce la ausencia de toda crítica.

Hubo alguien que observó con una sonrisa: “¿Tratar de hacer objeciones? ¿Para qué…? Nada lograrás y dentro de unos quince años esta etapa en China habrá pasado”.

Nadie duda que dentro de ese tiempo esto habrá pasado, pero quince años corresponden a los mejores, a la formación de una generación. Aceptar como inevitable la necesidad de meter en puño de hierro a esa generación, aceptar como inevitable postergar la realización interior del ser humano en nombre de imperativos materiales, es en cierta medida hacerse cómplice de ello; más aún cuando esta necesidad es proclamada desde un país: principio general para todos los pueblos; más aún cuando ya otros países del mismo sistema han comprendido que no es ni práctico ni positivo caer en eso.

No hay equivalentes que compensen al hombre la limitación de sus posibilidades, porque nadie vivirá por él su propia vida, y esto no está sujeto a color de piel, sistemas o costumbres; bajo el ropaje de los hábitos el hombre es en esencia el mismo en cualquier país del mundo, y nunca más generoso que cuando se ha realizado interiormente.

Es un hecho que millones de seres ven la superación del sistema capitalista como un gran paso hacia la liberación del hombre y los acontecimientos que aquí se exponen constituyen problemas en el desarrollo histórico de este gran ideal humano.

M. V.

“Yo tenía, yo tenía ese gusto de vivir entre los hombres, y he aquí que la tierra exhala su alma de extranjera…”.

Lluvias. Nieves. Exilio.

Saint-John Perse

“Preciso es que nos sometamos a la carga de estas amargas épocas; decir lo que sentimos, no lo que debiéramos decir”.

El Rey Lear

Shakespeare

El golpe en la puerta se repitió igual. Ya no era posible guardar silencio y esperar que se marchara; aquel golpe interrumpía su trabajo y su quietud. No dejó el lápiz ni levantó la cabeza al decir con fastidiada resignación: “Adelante”; lo hizo cuando los pasos del hombre llegaron hasta la mesa y vio su mano apearse en ella. Se echó atrás en la silla y miró su rostro con fijeza. Otra vez le parecía extraño, distinto. Las últimas semanas le sucedía esto a menudo, y era desagradable, tan desagradable que deseaba evitar esos encuentros, postergarlos, cerrar la puerta. Pero resultaba difícil. La habitual taza de café al término del día, conversada sobre la fatiga y las emociones, fue al principio un descanso que ella esperaba con ansiedad; su risa alegre de hombre sano, sus bromas y el amor sin condiciones hacia el pueblo que los acogía, eran tan reconfortantes como el aroma fuerte del café.

—¿Por qué no contestabas?

Dejó el lápiz sobre la mesa y se puso de pie. No trató de sonreír ni de formular una excusa. No la tenía. Su mesa de dibujo estaba situada en el taller a pocos pasos de la puerta que a esa hora solo él golpeaba. Se encogió de hombros y fue hasta el rincón del cuarto a dar corriente eléctrica al pequeño hornillo que sostenía la cafetera.

—Hay noches en que me siento muy cansada.

Se sentía muy cansada, incluso la pintura la abrumaba y le parecía como si todo lo realizado en el último tiempo careciera de valor. Ese tiempo tan esperado se le escapaba en días inútiles y los apuntes que tomara con tanto entusiasmo permanecían abandonados dentro de una carpeta. Desde la discusión que motivaron no había vuelto a mirarlos.

Interrumpió su pensamiento para observar al hombre y pensó que deseaba verlo reír como antes, sorprender de nuevo sus dientes blancos y afilados que daban al rostro moreno, vital, cierto aspecto de animal carnívoro. Pero su semblante era una mancha oscura y cerrada en donde se abrían los ojos urgentes, desconocidos. Recordaba aquel primer encuentro en el hotel, sin palabras durante largo rato. Había tomado su cabeza con expresión incrédula y maravillada, y ella experimentó alivio entre la firmeza de sus manos.

—Parece agobiada por alguna preocupación que no puedo explicarme. Javier llegará dentro de pocas semanas, ¿verdad?

No contestó. Cerca de su brazo, junto al rincón donde se encontraba el hornillo, pendía el cordón de las persianas. Tiró de él y manipuló un rato hasta dejarlo asido al gancho que las sostenía. La copa de un árbol rozaba la ventana.

—Creo que te aíslas demasiado, exageras. Hoy me contaron que alguien te vio huyendo por los pasillos; eso no puedes hacerlo, porque muchas personas esperaban tu llegada, querían estar contigo, oírte, ver tus trabajos. En cambio, tú huyes por los pasillos.

“Los pasillos del hotel construidos para que todos se crucen y nadie se detenga. No olvidaré jamás la primera vez que pisé la alfombra verde, inacabable, tirada como una soga desde el primero al último piso”.

Le pareció de pronto que él hablaba y se sintió inquieta al reparar en su distracción. Volvía a evadirse, porque se evadía en medio de cualquier conversación o circunstancia ese último tiempo, y cuando intervenía en ellas Wang Te-en, era el intérprete quien debía traerla de nuevo al presente, atento y sorprendido. Miró a su amigo para oírlo mejor, pero este no pasó por alto el gesto.

—Es bastante difícil entenderte. ¿Qué te sucede? Vives como en otro mundo.

La misma urgencia apretaba cada una de sus palabras. El agua hervía y Clara no reparaba en ello.

—¡Dios! ¿No vivimos en otro mundo, acaso? Y esta soledad que me reprochas, ¿quién puede disfrutarla o rechazarla a gusto?

—En el restaurant todos suelen quejarse de ti. ¿Por qué no bajas a comer alguna vez?

—No podría. Solo la idea de encontrarlos reunidos, mirándose las caras de mesa a mesa, me espanta, me enferma. Tengo la sensación, entonces, de estar flotando en sus compañías como dentro de una pecera para diversión o provecho de alguien.

El pito de la cafetera los interrumpía. Se inclinó para tomarla y comenzó a llenar las pequeñas tazas de jade que él le llevó una tarde, poco después de su llegada. Tres tazas sin platillos, a la usanza del país.

—Pero… ¿Qué te sucede…? Hablas en un tono de reproche que no tiene explicación. Si no estás contenta aquí, no lo estarás nunca en ninguna parte. Tiempo y tranquilidad para pintar, buen taller, materiales de primera calidad y la vivencia de una revolución maravillosa. Realmente, no sé qué pensar de ti. ¿O se trata de aquella discusión acerca de tus dibujos? Me atreví a criticarte porque siempre lo hice, porque me preocupas; entre nosotros es lógico proceder así. Estoy seguro de que terminarás por encontrarme razón.

Clara tenía la taza cerca de sus labios y por sobre ella lo miraba. “No fue una discusión como antes; fue distinto, como entre desconocidos, sin referencias ni pasados”.

Por la ventana abierta veía apagarse una a una las luces del edificio de enfrente. La noche estaba agradable, la temperatura se mantenía sin variaciones desde la tarde y ellos podía llevar todavía simple ropa de lana. Clara permanecía sumida en la contemplación del cielo, atenta a los relámpagos que se encendían a lo lejos, cada breves intervalos.

—Me marcho, creo que es mejor dejarte sola. Ya conversaremos otro día, cuando pises tierra firme.

—¡Germán!

Con la mano en la cerradura, este se detuvo un momento. Clara llegó a su lado y lo miró llena de angustia.

—Germán, lo siento, pero… ¿Tú crees que pisamos tierra firme?

Abrió la puerta de un golpe y salió al pasillo. La alfombra verde tendida sobre la baldosa aparecía en la esquina a sus espaldas y desaparecía en la otra esquina frente a ellos. Cinco, seis, siete puertas cerradas rompían la monotonía blanca de las paredes. Acomodado en una banqueta dormitaba un empleado que al oírlos se puso de pie algo sorprendido. Miró, sonrió, hizo una inclinación de cabeza y volvió a sentarse.

—Contempla estos pasillos, Germán. Por aquí entré a mi llegada, y recuerdo que cuando quise después bajar al jardín, me perdí en ellos. Como tú, como todos en un principio. Había un reloj a la vuelta, por ese reloj pensé guiarme, pero había otro reloj igual en el extremo opuesto y siempre los confundía. Me paraba frente a mi puerta y su número era distinto. ¿Dónde estaba el mío? Corría de nuevo sobre la alfombra hasta que un empleado me tocaba en el hombro pronunciando apenas: “other side”. Aún ahora salgo con miedo, temores inexplicables, temor de no llegar nunca a esa esquina, de que la alfombra no termine y se alargue, de volverme a perder en estos pasillos.

—Clara…

Pero ella continúo en voz baja, agarrándose a sus ojos:

—Hace unos días soñé que entraba al hotel y lo encontraba totalmente vacío, las puertas y ventanas de todos los departamentos golpeándose al viento y las piezas desnudas. Me desperté transpirando. Esa noche alguien vino a casa y me contó la misma pesadilla.

Germán sacudió la cabeza para desprenderse de su mirada.

—Basta. Debes ir mañana mismo al médico para hablarle de tus nervios. Todo lo que me dices me parece de una terrible ingratitud con esta gente. Podría hacerte mil reproches sobre tu pequeña individualidad que defiendes en forma tan desesperada; aquí no tiene cabida, debe fundirse en la auténtica grandeza de este mundo. No pierdas el sentido de las cosas.

Se inclinaba sobre ella y su rostro aparecía desnudo como si de él hubiera tirado una máscara. Clara pensó que volvía a verlo después de mucho tiempo, en la continuación de una escena olvidada años atrás, inconclusa. No se oía un ruido, un paso, una voz. Todo adquiría a esa hora un aspecto algo irreal. Observaba a Germán con una mano en la boca y un poco de miedo. ¿Qué podía decir? Ignoraba la pregunta y desconocía al amigo. Pero se recuperó pronto y entró en sí misma pálida y temblorosa, emergiendo a la realidad como a una superficie.

—Tienes razón, mañana iré al médico; tal vez ambos debiéramos ir al médico y pedir un tranquilizante que nos ayude a poner las emociones en su lugar.

También Germán recuperaba su rostro habitual. Quiso murmurar algo, pero se detuvo. Sin una palabra echó a andar mientras ella se quedaba frente a la puerta. Cuando lo vio llegar a la esquina, Clara entró en su departamento.

La luz en la mesa de dibujo marcaba un círculo blanco sobre el papel y, en un extremo, las dos tazas de café ponían una redonda nota negra. Miró con alivio el piso desnudo que hizo despojar de alfombras al día siguiente de su llegada. Un par de sillones de mimbre reemplazaban los pesados y uniformes sillones del hotel. Al mirarlos recordó las caras estupefactas de los empleados cuando ella ordenó retirar la mayor parte de los muebles sin importarle nada el vacío que dejaban en las tres habitaciones: dormitorio, taller y sala. Trataron de hacerla entrar en razón a través del intérprete, tan estupefacto como ellos:

—Son muy cómodos, completamente occidentales, diseñados para amigos extranjeros. No puede quedarse solo con algunas mesas y la cama.

Pero ella se quedó solo con algunas mesas y la cama. No fue capaz de soportar la uniformidad metida en su casa, como no fue capaz de soportar más de una semana el inmenso comedor de luces blancas pendientes del techo sobre las curiosas e insistentes miradas de los comensales. Trataba de esfumarse de alguna manera o de llegar a cenar lo más tarde posible, pero aquello fue superior a su voluntad y tuvo que renunciar al restaurante.

Días desconcertantes esos primeros días de su llegada, llenos de cortesía y generosidad por parte de la institución que la invitara, pero llenos también de una indefinible angustia que parecía brotar de los pasillos interminables, de la curiosidad ajena, del cemento gris, helado y repetido en los numerosos bloques cuyo conjunto componía el Hotel Internacional, construidos tras una inmensa área cerrada, lejana de la ciudad, abierta solo en dos extremos, y en cada uno, garitas con ojos y manos vigilantes sobre el permiso que autorizaba a los residentes la entrada o salida del hotel, pequeño pasaporte que le fuera entregado horas después de su llegada.

Germán no estaba en el aeropuerto de Pekín ese día de su llegada. Viajaba por China presidiendo una delegación sudamericana y debió esperarlo, esperarlo con la ansiedad de varios meses en que sus relaciones dependieron de cartas aéreas recibidas, en general, antes de las preguntas o con las respuestas atrasadas, sin posibilidades de diálogo. Las cartas de Germán hablaban un lenguaje nuevo, desconocido, excitante, redescubriendo el mundo. Javier siempre ocupado en su cátedra universitaria y los diversos trabajos derivados de aquella, encomendó más tarde a su mujer la tarea de contestarle, y Clara comenzó a hacerlo a medias, un poco aturdida ante ese derroche de energías. Las respuestas que llegaron principiaron, entonces, a girar en torno a una idea repetida en cada párrafo, sugerida primero y expresada luego entera: la posibilidad de contratar a Javier para un curso de Cultura Latinoamericana en la Universidad de Pekín y de una invitación a ella. La invitación y el contrato llegaron muy pronto, pero Javier debía esperar el término del año universitario en su patria —solo unos meses restaban—; entretanto Clara podría salir primero.

—Te hará bien…

Miró las tazas en la mesa de dibujo y pensó que aún permanecían en el baño el plato y el vaso de leche ya vacíos, usados para las comidas que le enviaban del restaurante.

Presionó el cordón de la luz sobre el lavabo y en el centro del espejo apareció su rostro. Al mirarlo recordó que el contacto con su imagen durante el último tiempo se limitaba solo a la buena distribución de los lápices y del lápiz labial. Deslizó el índice por la superficie lisa y fría, lentamente. “El mismo rostro de siempre, el que suele aparecer en los periódicos, el que saludan los amigos y que Javier ama. El mismo de siempre. ¿El mismo…?”.

En la superficie lisa y fría no tocaba las fisuras de su piel. “Serás siempre hermosa porque tu belleza no está sujeta a los años”. Germán asomaba en sus recuerdos.

Retiró la mano del espejo y apagó la luz sobre el lavabo. Olvidaba el vaso y el plato. Pasó enseguida al taller y estuvo largo rato inmóvil en medio del cuarto. Aquel encender y apagar su imagen en el cristal la había deprimido.

“No hay problemas que se solucionen con un viaje. Alguien decía que uno llega a otro sitio, abre la maleta y encuentra de nuevo su propia alma. Nadie lo sabe más que yo y, sin embargo, partí como antes. ¿Cuántos años hace del primero? Mi viaje de bodas y todos mis viajes después de viuda. Viajes de placer según las compañías de turismo y mis amigas, armada de cheques viajeros que me entregaba papá con esa generosidad que terminó al casarme otra vez. En este silencio parece absurdo que todo eso haya existido. Estoy sola. ¿Qué hago aquí…? ¿Quién es Germán…?”.

Por la ventana irrumpía la voz aguda de una mujer que gritaba desde la entrada al hotel, acompañada de voces más bajas en distintos tonos. Era bastante imprevisto, más aún a esa hora; escuchó un momento y luego el silencio se tragó el estrépito.

Experimentaba un extraño decaimiento, una curiosa sensación de absurdo que actuaba durante aquel tiempo en China como un nexo entre la realidad de hecho y lo que esperaba de ella. Tenía conciencia de la angustia producida por eso y se reprochaba no haber ido al médico en el instante mismo que la sintió de nuevo aparecer. Conocía los síntomas y la temía; apretaba ahora su garganta, manteniendo sus párpados abiertos por las noches. No la llamaría “angustia”, sino malestar, insomnio, al pedir un tranquilizante en la policlínica de enfrente; solo algunas pastillas bastaban para despertar con el día. La luz de la mañana fijaba el mundo sin claroscuros, sin misterios, sin temores. Bastaría con dormir largas horas como antes, un año atrás —después del accidente—, cuando el rostro ansioso y dolido de Javier y la risa alentadora de Germán eran los únicos intervalos recordados. Germán decidido y urgente interrumpía su reposo sin miramientos; siempre un proyecto de viaje, un artículo o una noticia.

—Me escriben de Río, no hay contestación tuya a la Bienal. Insisten, debes presentar tus cuadros. ¿No tienes? ¡Pinta, pinta, pinta…!

Durante la convalecencia abandonó un día la cama y fue al taller. Abrió la carpeta de cuero en donde metía los apuntes y estuvo mucho rato mirando la “Cabeza de Cristo” del Giotto, cuya reproducción tenía sujeta a la cubierta interior. Era una de sus pinturas amadas desde niña y la llevaba consigo como la afirmación del ser humano y del artista. Contemplarla le producía una fuerte impresión de compañía casi física. La encontró una tarde en la galería donde compraba sus libros, hojeando un cuadernillo de pinturas, y le causó, otra vez, la misma fascinación experimentada en su infancia. Los ojos de Cristo miraban al mundo con la húmeda expresión de la carne y en su expresión palpitaba el estremecimiento de la tragedia. En nada se asemejaba el ser humano del cuadro a las imágenes sagradas de la capilla del colegio con su Dios etéreo, abstracto, lejano, sumido en su gloria, transfigurado. Este era el individuo, el hombre, afirmando su personalidad, materializándose en solidez y extensión. Amaba la imagen porque estuvo unida a una importante época de su vida, el paso de la adolescencia a la juventud, de los anchos y tibios años pegados al regazo materno a la conciencia en sí misma y de la soledad. En la pintura del Giotto, el dolor, la ternura y la miseria aparecían magnificados, convertidos en esencia del hombre. Clara, que entonces comenzaba a pintar, colocó el Cristo frente a su mesa de dibujo como expresión y exigencia de su obra futura.

Fueron meses en que reemplazó a la pintura por el lecho. Se metía en ella como al sueño; pintó de todo, pasó de la abstracción a lo concreto sumergida en luces y sombras como en un delirio de aquel refugio la sacó Germán una noche en que golpeó a la puerta de su taller:

—Me voy a China.

Contemplaba ahora la “Cabeza de Cristo”. Frente a esta y bajo su mano, líneas negras se derramaban sobre el papel. Imágenes conservadas en una forma primaria para esperar la revelación en su interior, revelación que comenzaba a vislumbrar y cuyo vaciado definitivo a la tela estaba interrumpido. Comprendía, de pronto, el sentido de su angustia. Colocó los apuntes en la mesa en el orden cronológico en que fueron tomados. Solo días de diferencia entre ellos. Y al mirarlos tenía de nuevo cada escena total y presente, detenida en el espacio como en el minuto mismo del impacto. Frente a Clara se sucedían las imágenes: un hombre en la calle, un rostro de niño, la Avenida Chan An agobiada por el verano. Todo lo que soñaba pintar y que un día Germán sorprendió en su taller. A pedido suyo había distribuido aquella vez los apuntes para explicarle sus significados, lo que ella veía, el punto en donde la tocaron. Se estremecía hablando, temerosa ante la incertidumbre y la inminencia de la creación. Se expresaba humildemente, deteniéndose en cada apunte como frente a un milagro.

—Ya estoy en lucha, Germán, en lucha con ideas y formas. Déjame enseñarte la primera tela que trabajo; me ha costado muchas horas y mucho esfuerzo; tiemblo ante el temor de no llegar al equilibrio.

Su pasión le impidió notar la frialdad que ascendía al rostro de su amigo. Cuando volvió la tela, este la dejó inmóvil con su exclamación:

—¡Es increíble!

Las dos palabras sonaron algo brutales y Clara levantó la cabeza un poco aturdida. No era el tono de sus viejas polémicas, era un rechazo absoluto y tajante.

—¿Tú crees que se puede venir a China y pintar caprichosamente? ¿Piensas mirar esta tremenda realidad con los ojos viciados? Quisiera ver la reacción de nuestros amigos chinos frente a estos apuntes y a esa tela. No sabes lo que estás haciendo.

Clara sostenía el cuadro como un muro que se estremecía bajo la emoción de su mano. Germán había sido siempre el primero de los amigos a quien enterara de sus proyectos, suya la mejor frase de elogio o de reproche y la más respetada; nadie poseía tan agudo y exacto instinto de captación. Detenido frente a sus cuadros, decía la palabra justa y reveladora. Pero en ese momento no había lugar para una discusión amigable y cualquier respuesta encendería una riña.

—Si no comprendías lo que esto significaba, jamás debiste haber empezado a pintar. Estás aquí porque, además de ser nuestra mejor pintora, tenías una actitud valiente y rebelde. Todo lo aplaudíamos en ti, allá estaba bien, se debía atacar, abrir camino, señalar errores; pero acá eso no se justifica, la situación es otra, se ayuda a construir un mundo nuevo. Un artista en medio de esta revolución va hacia adelante, no puede ponerse a dudar, está entregado a una causa mucho mayor que a sí mismo, nada hace a medias: “conmigo o contra mí”.

Clara había cogido la tela con ambas manos para volverla a colocar en su sitio. Lo hizo dificultosamente porque un súbito malestar le llenaba de agua la boca como si fuera a desmayarse. Mientras alcanzaba uno de los sillones de mimbre y sacaba el pañuelo, recordó, de pronto, que ya le había sucedido algo semejante en Italia, en una de las piezas del Quirinal. La profusión de dorado en el techo y las paredes, en el borde de las cortinas y de los muebles, le produjo mareo y náuseas y tuvo que abandonar la sala apoyada en el guía. ¿Por qué recordó aquello?

Su aspecto alarmó a Germán, que se acercó rápidamente; cambió de actitud en un segundo y ella lo tuvo frente a su sillón con el aire azorado de un niño.

—Debí hablarte hace mucho tiempo. Tú sabes…, soy a veces un poco brusco…, sin quererlo; pero trata de entenderme, por favor. He deseado tanto hacerte comprender la dimensión de esta realidad, alejarte de un pasado sin futuro, que me pongo violento, no sé dominarme y esperar de ti misma la reacción, una reacción frente a lo inmediato, a la posibilidad, la posibilidad de ser felices. ¡Cómo quisiera hacerte comprender, Clara! Yo quisiera…

No terminó la frase porque ella se reponía y lo miraba fijamente. Se enderezó con dificultad y permaneció un momento frente a Clara, la cabeza gacha y el aspecto desolado. Después giró sobre sus talones y salió sin despedirse .

Ella fue a su dormitorio y se echó sobre la cama.

Estaba tendida y tenía miedo. Se aferraba a la noche como la única posibilidad de olvidar su cuerpo. Alguien se inclinaba buscar el latido de su corazón en la muñeca. Sobre la esfera luminosa del reloj el minutero corrió sesenta segundos.

¿Cuánto tiempo corrió después? Otra vez la sensación de absurdo, todo carecía de sentido. Vio a Javier detenido en la losa de aterrizaje. Se iba sola a los ocho años de su segundo matrimonio, unión adulta, sin despedidas ni separaciones. Ocho años de continuidad rotos en un instante, por volar, tal vez, a la aventura. Clara protestó del viaje en un comienzo, dijo simplemente que no, estaba demasiado cansada, deberían habituarse de nuevo a la idea de continuar la vida solos como antes y no huir de ella; pero la adaptación tardaba, su cuerpo se resentía de la violenta interrupción sufrida a los ocho meses de un proceso natural que efectuaba por primera vez y que la fatalidad cortó. Prefería seguir viviendo como si la mascarilla de anestesia estuviera todavía suspendida sobre su cara. Era mejor dormir, librarse de la miseria física, acostumbrarse a la muerte; acallar en definitiva el claxon y las luces que se venían encima y luego el espantoso ulular de la ambulancia. En el taller quedaron sus trabajos, papeles y telas en los cuales intentó captar algo de la compleja naturaleza humana. Vanidad increíble y repetida. ¿Para qué…? Javier comenzó a insistir, insistió Germán, le escribieron. ¿Para qué…? No quería emprender tarea alguna, no deseaba nada. Sonreía observando la pasión de Javier empeñado en sus clases, sus investigaciones y su último ensayo. ¿Para qué…? Si la vida es impuesta sin consulta previa, ninguna necesidad había de justificarla.

Pero también esa pasividad terminó un día y fue al taller para reintegrarse a la pintura, aunque sin lograrlo aún del todo: períodos de intensa actividad creadora mezclados a caídas, desánimo e indiferencia. Meses y semanas que terminaron en la cabina de un avión.

—Nos veremos pronto —dijo su marido al besarla—; en cuanto arregle mis asuntos vuelvo a reunirme contigo.

Alguien caminaba en el corredor. Sus pisadas absorbidas por la alfombra eran un leve rumor que al llegar a la esquina sonaban fuerte sobre la baldosa. “Debe ser Fanny que vuelve”. Con este pensamiento miró el reloj y vio marcada en la esfera la una de la mañana. No tenía sueño y aunque se acostara permanecería despierta esperando el paso de las horas, horas en que solía escribir a Javier hasta ser sorprendida, a veces, por la primera luz de la madrugada.

Los pasos volvieron a oírse y Clara puso atención. Acababan de pararse frente a su puerta. Un tímido golpe sonó en la madera y ella dio autorización para entrar con un poco de extrañeza.

La rubia cabeza de Fanny asomó sigilosamente:

—¿Se puede…?

Sin esperar respuesta cerró la puerta tras de sí y pasó al recibidor. Clara pensó que llenaba la sala su cabello platinado y su exuberancia. Vestía una bata negra muy ceñida y sostenía un cigarrillo en los dedos. “Parece un Toulouse”, se dijo observándola.

—Como oí a Germán moverse en su departamento me atreví a volver… ¿Molesto?

Clara negó sin palabras. La alusión a su amistad con Germán había sido dicha entre sonrisas torcidas, pero no valía la pena detenerse en ello. La muchacha jamás entendería una amistad como la de ambos, y eso era, desde su punto de vista, absolutamente justo.

La vio sentarse y agitar las manos.

—Tenía que contárselo a alguien y tú me pareces la única persona de fiar en el hotel. Los demás inventarán que estaba borracha.

Se dispuso a escuchar. Tres o cuatro veces la había recibido en su departamento, pero nunca a esa hora y siempre con algún pretexto: el pulverizador contra los mosquitos, un poco de café, un sobre aéreo. Era evidente que estaba algo bebida y muy alterada. Mientras la observaba pensó decirle con suavidad y firmeza que se marchara, ya conversarían más adelante; luego recordó las horas en espera de la madrugada y su falta de ánimo para escribir esa noche a Javier. “Es una pobre chica sola”, se dijo, mirando a Fanny chupar nerviosamente el cigarrillo.

—Cuenta, te escucho.

—Me han detenido los policías de la entrada (porque has de saber que el hotel está custodiado por policías) y me exigieron el pase como si no me conocieran. De pura rabia les dije que no lo tenía y que me dejaran en paz; pero cuando quise pasar, uno de ellos me detuvo gesticulando y se puso frente a mí con los brazos abiertos. ¿Te das cuenta? Me cegué de furia y le di un empujón; gritó, llegaron otros, los insulté en español y en inglés hasta que sonó de pronto el teléfono y me dejaron entrar.

La indignación la levantaba del asiento; comenzó a pasearse retorciéndose las manos.

—Ahora se atreven a todo; no te imaginas cómo han cambiado las cosas desde que llegué. Antes todas eran sonrisas y amabilidades, hoy te echan los perros… Pero yo me vengo de ellos diciéndoles frases que les enfurecen. Claro que después me devuelven la mano, porque acá todo está contabilizado: las personas que recibes, a quien saludas, el nombre de tus libros…

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