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Читать книгу: «La pequeña huérfana», страница 4

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Susana ya no trabajaba en la ciudad, pidió el traslado a Valladolid cuando su padre enfermó, lo cuidó sus últimos días y después se hizo cargo de su madre enferma. La tutela de Carina pasó a disposición de congregación religiosa a la que pertenecían las monjas que la cuidaban.

Ellas la bautizaron en la capilla cuando apenas llevaba un mes conviviendo allí. Le respetaron el nombre y le dieron apellidos: Carina de Santa María de Jesús. En esa época era lo normal, a los niños huérfanos se les ponían apellidos según los santos del día o según la congregación religiosa a la que pertenecieran. En algunas ocasiones se les ponía el apellido Expósito a aquellos niños sin padres, pero solo en ocasiones burocráticas, cuando estos no estaban bautizados. Llevar de por vida el apellido Expósito te delataba como huérfano, todo el mundo sabía lo que significaba esa palabra. Hasta que decidieras casarte y llevar el apellido de tu marido. Tan solo las mujeres podían ponerse el apellido de su marido.

—¿Entonces? —dijo la madre superiora sentada al otro lado de la mesa de su despacho—. ¿Pretenden adoptarla o acogerla?

—Queríamos acogerla, madre.

—¿Por qué? —Se cogió las manos y se apoyó inclinada sobre su mesa, su rostro permanecía inerte.

—Siempre quisimos ser padres. Pero no lo hemos logrado —dijo la mujer que se sentaba al otro lado de la mesa; la acompañaba su marido, un hombre de apariencia sosegada.

—¿Y no se plantean adoptar?

—De momento podríamos acogerla un tiempo —habló el marido—, después ya veremos qué posibilidades hay.

—¡De acuerdo! —masculló sor Vicenta mientras miraba a otro punto de la habitación, pensativa.

—Pueden acogerla en verano, si les parece bien. Lleva mucho tiempo sin salir del colegio —dijo sor Ángela.

—Díganos que tenemos que hacer, madre.

—Traigan su documentación y esta solicitud firmada —aclaró la madre superiora mientras sacaba unos documentos de un cajón.

—Bien, haremos los que haga falta.

El matrimonio se levantó de sus sillas, el marido levantó la mano para darle un apretón cordial a la madre superiora, esta se levantó de su silla haciendo caso omiso al saludo, rodeó su mesa y se dirigió a la puerta. La abrió y antes de salir añadió: «Estaremos en contacto, buenos días».

Sor Ángela acompañó al matrimonio a la puerta de salida, disimulando no dar importancia a lo ocurrido. Podía notar los rostros perplejos y el aire molesto por la soberbia que caracterizaba a la madre superiora. Los despidió siendo lo más cordial que se pudiera ser en aquel momento y cerró la puerta dejando caer un largo suspiro.

En el mes de junio, al terminar las clases, Carina debía irse a casa con aquel matrimonio que había venido meses antes a conocerla. Solo la vieron en persona una vez, y ella no les dio importancia. Estaba jugando con su muñeca y no le interesaba en absoluto lo que hablaban los mayores

—Carina, este viernes te vas a casa de los Duarte —explicaba sor Ángela mientras le acariciaba el pelo—. Vas a pasar el verano con ellos.

—¿Por qué? —Se enfurruñó.

—El cole cierra en verano, tienes que ir.

—¡Pero puedo quedarme contigo!

—No te preocupes —añadió—. Estarás bien.

—¡No quiero ir! —Carina se cruzó de brazos y agachó la cabeza.

—¡No seas cabezota! —jaló por su mentón levantándole el rostro—. Vendrás en septiembre, y seguirás jugando con las niñas. —Le sonrió.

—Quiero quedarme con Julia. Dile que me lleve a su casa —replicó Carina.

—Julia vive lejos y no hay sitio. Su casa es pequeña. —Sor Ángela intentaba eludir las explicaciones—. Pórtate bien, ¿quieres? —Sor Ángela la tomó de la mano y le sonrió.

Carina agachó la cabeza resignándose. Sabía que si le decían que tenía que irse con unos desconocidos ella se iría. Le gustase o no, no habría otra opción.

Soltó su mano y corrió al patio a jugar con las demás niñas, pronto se hizo la hora de la merienda. Minutos después, sor Ángela las llamó desde el patio superior, las niñas subieron las escaleras que comunicaban ambos patios deteniendo su paso cuando se acercaban al comedor. A las monjas no les gustaba que entrasen a las estancias armando alboroto o corriendo por los pasillos, eso era motivo de castigo. Aunque ella ya las había visto subir corriendo.

—¡Yo llegué primero!

—¡Mentira! —dijo Ana—. Eres una tramposa.

—Corres muy despacio —se burló Marta—, yo no tengo la culpa de que corras tan despacio. Así que yo cojo el bocadillo primero.

—Niñas, dejad de correr y discutir, las señoritas siempre son educadas —dijo la monja—. ¿Dónde está Carina?

Sor Ángela miró a ambos lados del patio y se percató de que la pequeña estaba sentada en un columpio, cabizbaja y agitando los pies de adelante hacia atrás. Sabía que ya era lo suficientemente mayor como para comprender lo que significaba irse con unos padres de acogida.

—Déjala, no le des el bocadillo. No ha venido cuando nos llamaste —dijo Marta mientras aguardaba su turno para merendar.

—Si no te callas, la que se quedará sin bocadillo serás tú —añadió Gema.

Sor Ángela la llamó una vez más, mientras observaba cómo arrastraba los pies con fastidio. Cuando llegó, la monja le dio su merienda, ella la tomó desganada y regresó al columpio. Sor Ángela la observaba mientras terminaba de repartir los bocadillos. Sintió una congoja al verla así, pero ¿qué podía hacer? Ella no tomaba las decisiones en cuanto a temas burocráticos se tratase. Y sabía que, si no se iba con el matrimonio Duarte ese verano, le tocaría volver a pasarlo dentro del colegio, sola. Aquello resultaba molesto para sor Vicenta, esperaba que los meses de verano no se escuchara ni el zumbido de una mosca, mucho menos los ruidos de algún niño correteando por el patio.

Después desapareció de nuevo tras la puerta que daba al comedor, mientras las niñas se sentaban en los columpios a merendar. Gema, que estaba algo apartada del resto de las niñas, se escondió detrás de unas enormes macetas con arbustos. Observó que nadie la miraba, sacó su bocadillo del papel que lo envolvía y le dio un beso al pan, murmuró algo con los ojos cerrados y después lo lanzó al tejado.

—¿Por qué lo has tirado? —Carina, que se percató de lo que hacía, se apresuró a acercarse a Gema.

—¡Vete de aquí, canija!

—Pero ¿por qué has tirado el bocadillo? ¿No sabes que eso es pecado?

—No me gusta la manteca colorada —murmuró Gema mientras ponía un dedo sobre sus labios—. Como le digas a alguien algo, te vas a enterar.

—¿Y por qué le has dado un beso? —Carina frunció el ceño.

—Cuando tiras algo, sobre todo, comida que no te gusta, tienes que darle un beso y pedir perdón, así Dios no se enfadará contigo.

—¿Puedo tirar al tejado las salchichas blancas que nos dan en el comedor? —curioseó.

—¡No! De ninguna manera.

—¿Por qué? Si tú lo tiras, ¿por qué yo no? No me gustan —dijo Carina retorciendo el rostro.

—¡Porque no! Y vete ya de aquí, mocosa. —Gema le propinó un pequeño empujón y la echó de allí. Ya estaba cansada de tantas preguntas.

Carina tropezó con un bordillo y cayó al suelo, el bocadillo se abrió en dos dejando el interior pegado al suelo. Se incorporó limpiando sus rodillas ennegrecidas por la suciedad del patio, sacudió sus manos y recogió el pan del suelo. Pensó que como no había sido culpa suya no tendría que besar el sucio pan, y aprovechando que las demás internas ya habían bajado al otro patio lo lanzó también al tejado. Corrió hacia las escaleras con el corazón saliéndosele del pecho, temía que alguna interna la hubiera pillado, o lo que era peor, alguna monja. A pesar de los rasguños agradeció la caída, a ella tampoco le gustaba la manteca colorada.

Por la noche durmió temiendo ser castigada por tirar el pan, ¿quizás hubiera sido mejor confesarlo? De ninguna manera, tendría que haber dicho que Gema la empujó porque la pilló tirando su pan, la castigarían también y Gema se vengaría propinándole una buena cachetada, como mínimo.

El viernes llegó más rápido de lo que Carina pensaba, se encontraba sentada en una silla del pasillo de la entrada, justo a mitad de camino entre la puerta de la calle y el despacho de sor Vicenta, o, como las niñas la llamaba en secreto, sor Sargenta. Al otro lado se encontraba la salita de espera donde las monjas solían recibir a las personas que entraban al colegio, las hacían esperar allí algunos minutos antes de dejarlas pasar al despacho. Sor Sargenta solía decir que las visitas debían comprender desde el primer momento que allí había reglas que cumplir y que las exigencias por parte de visitas y familiares no serán bien recibidas. Ella era la autoridad del centro y procuraba que siempre se notase, para que no hubiera dudas.

El pasillo solía ser solitario y frío, era la parte del colegio más odiada por las niñas, debían permanecer en absoluto silencio y sin moverse de sus sillas, momificadas cual escultura de cera en un museo. Alguna monja se encargaba de vigilar que esa orden se cumpliera, permaneciendo sentada frente a ellas y vigilando cada gesto con desaprobación.

Carina había sido la última en quedarse en el pasillo, pero no le importaba. De hecho, cuanto más tarde llegasen aquellos desconocidos, mejor. Vestía con una falda azul marino de tablillas que caía justo por encima de las rodillas, una camisa blanca abotonada con el cuello bien ajustado y mangas largas. Por encima de la camisa sobresalían unos tirantes oscuros que terminaban en su cintura sujetando la falda. El uniforme del colegio era la prenda con la que debían entrar y salir del centro.

El timbre sonó retumbando los oídos de la pequeña con un agudo sonido. La monja que la vigilaba se incorporó y se acercó a abrir, mientras Carina se inclinaba desde su silla, escuchó algunas voces y su nombre, y comprendió que ya habían venido a por ella. Su cuerpo se removió al sentir un escalofrío que la sacudió. Al pasar se detuvieron frente a ella.

—Hola, tú debes de ser Carina, me llamo Caty. —Una mujer de rostro gentil y piel tersa se agachó frente a ella y le tendió la mano para saludarla.

Carina observó que era alta, bien vestida, con el pelo largo, de color castaño con ondas muy rizadas.

—¡Hola! —atinó a decir.

—¡Qué niña más educada! Yo me llamo Manuel —dijo el hombre que permanecía de pie.

Ambos sonreían, con un brillo en sus ojos. Se miraban el uno al otro constantemente mientras que Carina los miraba de arriba abajo. Le parecieron simpáticos, quizás mucho más de lo que ella esperaba y eso la tranquilizó.

—¿Me das la mano, pequeña? —masculló Caty—. ¿Quieres venir a casa con nosotros?

Carina alzó sus hombros para dejarlos caer después, hizo una mueca con los labios y se bajó de la silla dándole la mano a Caty. Con la otra abrazó a su muñeca Rosi contra su pecho y caminó con ellos hasta la puerta del despacho.

—Pasen, por favor —dijo la madre superiora—. Tú quédate aquí, con tu muñeca. —Se volvió hacia la pequeña y le ordenó sentarse de nuevo en la silla. Caty le sonrió y le dijo que volverían enseguida.

—Buenos días, madre —dijo Manuel tendiendo la mano en el aire.

—Buenos días, siéntense. —Sor Vicenta los miró con seriedad y se acomodó en su sillón sin devolverles el apretón de manos—. ¿Han comprendido la importancia de que Carina mantenga en su hogar las mismas normas que en el centro?

—Por supuesto, madre —respondió Caty.

—Esta niña no sabe lo que es tener padres ni familia. Es importante que el ambiente sea muy familiar y tranquilo. Pero, sobre todo, que no sea un despilfarro, hay que poner límites y normas.

—Lo entendemos —dijo el marido en un afán de darle la razón para acortar la conversación.

—Nos ha costado mucho hacer de ella toda una señorita —recalcó la monja entrelazando sus manos encima de la mesa—. No me gustaría que, al volver, la niña tenga un comportamiento ordinario, esté descontrolada o sea maleducada.

—No será así, madre. —Manuel empezó a sentirse un poco molesto por la soberbia con la que siempre los recibía.

Después de algunas instrucciones más y un par de números de teléfono apuntados en una hoja de papel, la madre superiora les indicó que ya podían llevársela, no sin antes recalcarle la fecha en la que debía volver al colegio. Caty y Manuel salieron del despacho dejando caer largos suspiros. Pero, al ver de nuevo el rostro de la pequeña que esta vez les devolvió la sonrisa, se conmocionaron. La tomó de nuevo de la mano y salieron del centro.

Manuel se agachó y recogió una pequeña maleta que estaba apoyada en la parte trasera de la silla, era una especie de bolso de tela estampado y con asas grandes, le pareció muy pequeño como para llevar ahí ropa y zapatos suficientes para todo el verano.

—Sube al coche, ¿sabes ponerte el cinturón? —le preguntó la mujer mientras la ayudaba a subir.

—¡No!

—No pasa nada, yo te lo pongo. —Le ajustó el cinturón—. ¿Estás bien?

Carina asintió.

—No debes tener miedo, lo pasaremos bien. —Caty le acarició el pelo, le guiñó el ojo y cerró la puerta trasera del coche.

—¡En marcha! —la voz de Manuel sonó divertida.

Carina dejó escapar una pequeña risa y abrazó fuerte a Rosi. La observaron por el retrovisor, sonriendo con ella. Manuel puso el motor en marcha de su viejo Mercedes gris, y tomó rumbo por la carretera principal de la ciudad.

—¿Cómo se llama tu muñeca? —Caty le preguntó girándose hacia atrás.

—Rosi —respondió levantando la cabeza y ajustando el vestido de la muñeca.

—Es muy bonita, ¿me dejas verla?

A Carina se le cambió el rostro, agarró fuerte a su muñeca apretándola contra sí, como si la quisiera proteger. No respondió la pregunta de Caty.

—Tranquila, te la devolveré enseguida, lo prometo.

Carina, no muy convencida, se desprendió de la muñeca, ofreciéndosela sin quitarle el ojo de encima.

—Tiene la falda del vestido rota —observó ella mientras revisaba las costuras de la muñeca—. Si quieres se la puedo coser, si tú me dejas.

—Sí —respondió alzando los brazos para que se la devolviera.

Manuel aminoró la marcha, dobló por la esquina de una calle residencial y paró frente a la puerta de garaje de un edificio alto. Introdujo una llave en una ranura de la pared que tenía al lado y la puerta comenzó a elevarse, chirriaba un poco y Carina se tapó los oídos encogiéndose de hombros.

—Tranquila, no te asustes —le dijo Caty.

El coche se adentró en un oscuro cubículo, dio la vuelta a una columna al final de este y aparcó el coche al lado de otro un poco más grande que el suyo. Era el coche de su vecino Francisco, con quien hacía muy buenas migas y al que solía visitar con frecuencia. Francis y Marga tenían un hijo, Héctor, de seis años. Ambos coincidían en que debían presentárselo a Carina para que tuviera con quien jugar y quizás así pudiera sentirse algo más cómoda con ellos.

Al bajar del coche caminaron hasta una puerta que daba a un acceso para subir al edificio. Caty pulsó el botón del ascensor y este abrió sus puertas momentos después. Carina se sorprendió al observar un gran espejo que cubría desde el techo hasta la mitad del panel del ascensor, el resto de sus paredes estaban lacadas de un vivaz rojo. Carina apretó fuerte la mano de Caty y se arrimó a su falda.

—¿Dónde vamos?

—Tranquila, es solo un ascensor. Te subes, pulsas el botón del número de planta al que quieres ir, y te lleva allí —le explicaba mientras la cogía por las dos manos y se ponía a su altura—. No tengas miedo, no te pasará nada.

Caty proyectaba en ella un aire alentador que la colmaba de tranquilizad y bienestar. Salir del colegio e ir a un lugar extraño rodeada de personas desconocidas resultaba en cierta manera algo nuevo, desconocido. No era la primera vez, eso lo sabía bien, aunque no lo recordaba. Cuando era un bebé tuvo unos padres adoptivos y, en otra ocasión, un verano otra familia la tuvo en acogida, pero ella era tan pequeña que no recordaba. Lo sabía porque Susana se lo contó antes de marcharse, y las internas del colegio también se hicieron cargo de restregarle sus fracasados intentos de tener una familia. A Carina aquello no solía afectarle, Julia siempre le decía que no hiciera caso, que solo querían meterse con ella por ser la más pequeña e indefensa.

Cuando el ascensor se detuvo, sonó un timbre muy agudo y las puertas comenzaron a abrirse, tras ellas se encontraba un pasillo largo con un suelo de mármol arabesco bien pulido. Lo atravesaron hasta llegar a la puerta del apartamento donde vivían Manuel y Caty.

Carina se sorprendió al entrar y ver la magnitud de aquella casa, frente al recibidor se encontraban unas puertas correderas barnizadas en tono roble, que daban a un salón decorado con dos sofás en color crudo llenos de cojines anaranjados, encima de estos había un gran cuadro de un paisaje de árboles frondosos, su marco era ancho, de un dorado labrado. Caty le indicó que se sentara y le quitó los zapatos para no ensuciar el parqué.

—¿Quieres merendar? —le preguntó.

Carina levantó la vista y asintió sin decir ni una sola palabra. Estaba atónita observando todo lo que había a su alrededor, en su colegio no había decoraciones, ni alfombras ni muebles tan grandes y bonitos como esos.

—¿Qué te apetece? —volvió a decir Caty abriendo la nevera mientras cogía a Carina por debajo de los hombros para alzarla.

—No sé. —Se encogió de hombros

—¿Quieres una natilla?

—¿Hay pan con aceite y azúcar? —preguntó Carina.

Caty se sorprendió.

—¿Qué son todas esas cosas? —Señaló al interior de la nevera.

Ella no estaba acostumbrada a nada de lo que Caty le ofrecía, en el colegio nunca les dieron algo diferente a bocadillos, fruta y algún yogur ocasional. Caty se percató de que aquello debía ser también nuevo para ella, se compadeció.

—¿Prefieres un yogur? —Sacó uno de la nevera, lo acomodó en la mesa de la cocina e indicó a Carina que se sentara en una de las sillas.

—Pero… hoy no me he ganado ningún premio. —Carina, confundida, miró el yogur frente a ella.

—¿Un premio? —dijo Caty perpleja—. ¡No hace falta! Si lo quieres, te lo puedes comer. Te haré un sándwich.

Carina la miró confundida mientras se metía cucharadas del yogur en la boca. Manuel entró a la cocina después de acomodar algunas cosas en la habitación del fondo. Miró a la pequeña y le sonrió, después se acercó a Caty, quien preparaba el sándwich en silencio.

—¿Ocurre algo, cariño? —Se acercó a ella y le preguntó en voz baja.

—Es increíble. La niña pensó que le daba el yogur porque se merecía un premio. —Suspiró conteniendo el rencor—. ¿Qué clase de alimentación le dan? Estoy segura de que tampoco sabe lo que es un sándwich.

—Bueno, ahora está con nosotros y la alimentaremos bien. Está algo delgada, pero no parece desnutrida.

Caty dejó caer otro largo suspiro y le llevó el sándwich a la niña. Ella lo miró, lo cogió con timidez y probó un bocado.

Aquel acto confirmó las sospechas de Caty, quien conmocionada y llena de resentimiento con las monjas miró a su marido, él le frotó los hombros y le dio un beso en la mejilla.

—Será mejor que te cambiemos de ropa, vamos a salir —le dijo Caty retirando el plato vacío y limpiándole la boca con una servilleta de papel.

—¿A dónde vamos?

—A la ciudad, a pasear —dijo Manuel guiñándole un ojo—. Nos comeremos un helado grande.

Carina se rio.

—Vamos a ver qué hay en tu maleta, ¿vale?

Caty la tomó de la mano y la llevó a la habitación donde dormiría. Era pequeña, pero suficiente para ella sola; Manuel había pintado las paredes de un blanco roto, y había colocado una cenefa de flores lilas y rosas. Caty vistió la cama con una colcha de princesas y un cojín mullido.

Al llegar miró la habitación de arriba abajo y preguntó:

—¿Quién duerme aquí? ¿Tienes una hija?

—No, Carina, esta habitación la hemos preparado para ti. —Esbozó una sonrisa.

—¿Es para mí sola? —Levantó la cabeza y miró a Caty retorciendo el rostro.

—Sí. ¿Te da miedo dormir sola? —Se agachó a su altura y la tomó por la cintura.

—¡No lo sé! —Encogió los hombros dudosa a la vez que miraba al suelo.

—Nuestra habitación está justo enfrente, dejaremos las puertas abiertas y si me necesitas me llamas. ¿Te parece bien?

Carina asintió y entraron a la habitación. Ella abrió puertas y cajones, curioseó lo que había en su interior, cogió a Rosi en brazos y miró debajo de la cama. Caty abrió la maleta y empezó a sacar las cosas que había en ella, un pijama algo viejo que aparentemente parecía que ya le quedaba pequeño, algo de ropa interior, un par de vestidos desvaídos y unas zapatillas. Se deducía que podían ser blancas, pero estaban tan sucias que su color resultaba dudoso.

—¿Esto es todo? —preguntó Caty atónita mirando a Manuel, quien se asomaba a la puerta de la habitación.

—Me parece que hoy es día de compras —contestó él.

—Me parece increíble que las monjas no le tengan ni un poco de ropa decente. —Empezó a enfurecerse—. Después nos exigen a nosotros un montón de chorradas: rezar, misas, normas.

—No te irrites, cariño, iremos a comprarle algo de ropa, y a comer un helado. —Miró a la pequeña, quien los escuchaba sentada al borde de la cama.

—¿Y qué le pongo yo ahora para salir, Manuel? —protestó Caty volviendo a meter todo dentro del bolso.

—¡Déjala como está! Ahora le compramos ropa y la cambias en el vestidor de la tienda.

—Vamos, cariño, vámonos de paseo —le dijo a Carina cogiéndola en brazos y sentándose en la cama con ella para peinarla un poco.

Le recogió el pelo en una coleta alta con cuidado de no darle tirones. Y le puso un poco de perfume de un frasco decorado con dibujos de princesas.

Caty se sentía afligida, esperaba que la niña necesitara ropa y algunas cosas personales, pero desde luego no esperaba que lo poco que hubiera en aquella bolsa fuera inservible. Manuel las observaba con una sonrisa en su rostro y los ojos brillantes. Caty se había convertido en madre en el mismo momento que tomó de la mano a la pequeña unas horas antes.

—¡Estás lista y preciosa! —le dijo sonriendo y dándole un beso.

Ella le devolvió la sonrisa y no dijo nada, olió su perfume cerrando los ojos y le pidió a Caty un poco para su muñeca.

Después se dirigieron de nuevo al garaje, subieron al coche y atravesaron las carreteras de la ciudad, llegaron a un conjunto de edificios altos y Manuel aparcó el coche en un cubículo cercano a la acera.

Entraron en un gran almacén de ropa de varias plantas, estaba repleto de estanterías y percheros donde colgaban infinidad de prendas, la espesura de la gente dificultaba el paso entre los pasillos que separaban las diferentes secciones y Carina se agarró con firmeza a la mano de Caty.

—Mira, Caty, ¡hay un ascensor! —decía soltándole la mano y señalando; en su otra mano llevaba a Rosi, su muñeca.

—Sí, hay un ascensor porque hay varias plantas y un garaje, también hay escaleras. ¿Por dónde quieres subir?

—Por el ascensor —dijo dando pequeños saltitos.

Subieron a la segunda planta. Le llamó la atención el colorido de las prendas que tenían aquellos percheros, llenos de dibujos y adornos brillantes. Tardaron un buen rato en elegir varias prendas y zapatos mientras probaban las tallas. Manuel le compró un juguete que ella misma escogió y después tomaron un helado en una de las terrazas que colindaban con el almacén.

De regreso a casa se quedó dormida en el coche, había sido un día muy ajetreado y lleno de emociones para ella. Al subir decidieron no despertarla. Así que la acostaron en la cama, despojándola únicamente de los zapatos, no quiso ponerle el pijama para no despertarla. Estaba tan agotada que durmió la noche de un tirón y no se despertó hasta el día siguiente.

Clarice, Córdoba – verano, 1975

Los días en el hospital de Córdoba transcurren acalorados e intensos, la elevada temperatura trae consigo pacientes con golpes de calor, sobre todo, niños. En Maternidad parece que hay más parturientas que nunca, y el trabajo se desborda en casi todas las áreas, sobre todo, en Urgencias. Clarice y Ricardo tienen más trabajo que de costumbre, dejándolos desbordados.

Clarice se levantó a rastras, no eran ni las ocho de la mañana y ya el sol resplandecía con una intensidad fuera de lo común. Se dirigió al baño, donde vislumbró una piel más ennegrecida alrededor de sus ojos, se despojó del camisón y se metió en la ducha. Dejó que el agua tibia recorriera su piel mientras permanecía con los ojos cerrados aferrándose a sus hombros, disfrutando de la reconfortante vitalidad que aquella ducha le proporcionaba, despojándola de su desgastado estado.

Se vistió con ropa ligera, secó su cabello con el aire caliente del secador y se dirigió a la cocina. Allí se encontraba Ricardo con una taza de café en una mano y una tostada en la otra. Sobre la mesa estaba dispuesta la cafetera y la jarra de leche, algunas pastas de té y tostadas calientes. Se sirvió una taza y se sentó junto a él después de darle los buenos días.

—Esta noche cocino yo —dijo él mientras se levantaba de la mesa. Dejó su taza en el fregadero y la besó.

Clarice lo miró aturdida.

—Pero ¡si a ti no te gusta cocinar! —atinó a decir con su café aún en la mano.

—Bueno, hoy me apetece. —Se encogió de hombros.

—¡Por mí, perfecto! —dijo haciendo un aspaviento con la mano y cruzándose de piernas.

Terminó el café, se dirigió a la habitación y se cambió de ropa. Ricardo la esperaba con la puerta abierta e impaciente.

—Vamos, Clari, que siempre llegamos con el tiempo justo.

—Ya voy, ya voy. ¿Dónde están las llaves? —Clarice suspiraba mientras rebuscaba en su bolso.

Riki levantó las llaves en el aire.

—¿Buscas esto? —Se rio.

—¡Qué gracioso estás hoy! —Le arrebató las llaves de la mano y se burló. Después cerraron la puerta tras de sí, marchándose a toda prisa.

Al llegar al hospital, dejó sus cosas en su taquilla y se dirigió a la sala de enfermeras. Por el pasillo se cruzó con Lucía, quien caminaba de un lado al otro con desesperación.

—¡Menos mal que has llegado ya! ¡Te necesito!

—¿Qué ocurre? ¡Tranquilízate!

—Ven conmigo al paritorio, ¡rápido! —exclamó nerviosa mientras le tiraba del brazo para que la acompañara.

La llevó a rastras mientras le explicaba lo sucedido.

—Es urgente, tenemos un parto muy complicado, la mamá no deja que el ginecólogo la toque porque es hombre, el bebé viene de nalgas y está a punto de nacer. ¡Está fuera de sí!

—Pero ¿a qué esperabais? Tenías que haberme llamado inmediatamente —exclamó Clarice muy enfadada—. ¿Quién está de guardia hoy?

—El Dr. Fuentes —se apresuró a decir—. No he tenido tiempo de llamarte, acaba de ocurrir ahora mismo. Pensé que ya habías llegado y fui directa a buscarte.

—Ya hablaremos cuando solucione esto. Ahora, déjame trabajar.

Clarice atravesó la puerta del paritorio mientras terminaba de ponerse unos guantes estériles. El Dr. Fuentes se hizo a un lado en un largo suspiro de alivio, ella lo miró por un instante. No hizo falta decir nada, sabía lo que pensaba y tampoco era el momento adecuado para discusiones.

—Buenos días, mamá. —Sonrió a la parturienta en una tranquilidad absoluta—. Soy Clarice, vengo a ayudarte. ¿De acuerdo?

La mujer asintió mientras murmuraba y se retorcía del dolor. Clarice colocó sus manos sobre su abdomen y palpó con cuidado.

—Lo primero que haré será mirar cómo va ese bebé y te administraré un calmante para reducir el dolor —indicó a la enfermera que le administrara el calmante—. Vamos a traer al mundo a este pequeño, ¿preparada?

—Sí —dejó escapar en un agónico grito.

La mujer empezó a empujar cuando la matrona le indicaba, sus gritos se escuchaban a través de las paredes, tras varios empujones y gritos sacaron al bebé, lo limpiaron y lo envolvieron en una fina sábana. Clarice lo puso sobre el pecho de la madre, que permanecía exhausta y casi desfallecida.

—Lo has hecho muy bien, mamá, ahora descansa. Vendré a verte en media hora —dijo Clarice despidiéndose de la mamá.

—Gracias, Clarice —dijo Lucía con cierto alivio mientras le temblaban las manos.

Clarice puso su mano en su hombro y suspiró.

—¿Dr. Fuentes, podemos hablar un momento? —dijo mientras apresuraba el paso y se ponía a su lado.

—Lo sé, Clarice, ¡discúlpame! —masculló mientras se cruzaba de brazos, sabía que no había sido profesional—. He intentado ayudarla, pero no se dejaba tocar.

—Deberías haber sido más hábil, y buscar ayuda de inmediato —le gritó enfurecida—. No puedes esperar a que yo aparezca y lo solucione. Podría haber sido tarde para ella y su bebé.

Necesitó un momento a solas. Se encerró en su despacho y se sentó a oscuras en su silla anclando los codos en la mesa y apoyando la cabeza en sus manos. Sus dedos se entremezclaban con su pelo en un intento desesperado de sacar todo lo que llevaba dentro. Sentía impotencia, rabia, sus ojos estaban aguados y sus labios temblorosos. En ese momento entró Ricardo, cerró la puerta y sin decir nada la abrazó besándola en el pelo. Con dulzura se lo apartó de la cara y le levantó su barbilla para verle el rostro.

—No llores, lo has solucionado —mascullo—. Todo ha ido bien, Lucía me lo ha contado.

—¡Ja! Mejor ni me la menciones. —Clarice suspiró de nuevo con rabia y apartó la mirada.

—¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras?

—Estoy mejor, no te preocupes.

—No, Clarice, a mí no me engañas. Sé que hay algo más. —Él la conocía bien, sabía perfectamente cuándo ocultaba algo.

—Nada, Riki, ¡de verdad! No es nada. —Le miraba a los ojos, intentando parecer convincente.

—¡Ya lo sé! —Levantó la cabeza y suspiró un momento antes de volver a hablar—. Tiene que ver con esa niña que atendiste hace unos años. ¿Es eso otra vez, Clari?

Ella se sorprendió, lo miró algunos segundos y agachó la cabeza.

—¡Tú no lo entiendes! —Apartó la mirada.

—No. No lo entiendo ¡Explícamelo! Creía que eso ya quedó atrás.

710,27 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
410 стр. 1 иллюстрация
ISBN:
9788411142649
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

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