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CAPÍTULO 2

una inundación y una quimera

No son solo los fragmentos que se conservan en los museos, sino las mismas ciudades, a las que amamos tanto que querríamos conservarlas tal cual, inmutables en la medida de lo posible, haciéndolas incluso —aunque sea absurdo— más parecidas a lo que fueron. David Hockney ha señalado que los objetos sobreviven, en general, por dos motivos: porque están hechos de un material tan duro que resiste el efecto del tiempo o porque alguien los ama. Ese «alguien» es, con frecuencia, una entidad corporativa, como un museo o una asociación; por ejemplo, la Soprintendenza del legado cultural de la Toscana.

Trajimos a colación ese hecho en nuestra visita florentina, mientras recorríamos el museo contiguo a la basílica franciscana, el Museo dell’Opera di Santa Croce, en el antiguo refectorio del convento, que alberga varias obras maestras de la pintura y la escultura. Tanto el edificio como la gran iglesia se encuentran en una de las partes bajas de la ciudad, cerca del Arno. Cuando el río se desbordó, en una catástrofe ocurrida en noviembre de 1966, la Santa Croce y el Museo se inundaron con un magma de agua, barro y grasa. Los daños fueron enormes, y algunas obras quedaron destruidas casi por completo.

PdM Entre las víctimas del desastre de 1966 destaca una, y es el gran Crucifijo de Cimabue.

Esta obra imponente, casi gigantesca, es una reliquia de los albores del Renacimiento, esos días en los que el humanismo y el realismo comenzaron a filtrarse entre las fórmulas que los artistas italianos habían heredado de Bizancio. La crecida violenta arrancó la pintura de casi toda la superficie, y sobre todo del rostro y el cuerpo del Cristo. Vinieron años de restauraciones minuciosas, pero desarrolladas de tal forma que quedasen expuestas con claridad las zonas dañadas. El efecto, y en esto coincidimos Philippe y yo, es tan rompedor visualmente que hace casi imposible contemplar el Crucifijo como una obra de arte.

PdM Aunque los conservadores disponían de muchas opciones, como la de repintar con cuidado para reducir el efecto óptico de los daños, algo que las fotografías anteriores a la riada habría permitido, dejaron el Crucifijo con sus llagas a la vista. Las autoridades decidieron mantenerlas como un testimonio conmovedor y nítido del desastre, parecido a lo que se hizo tras la Segunda Guerra Mundial con la iglesia bombardeada del kaiser Guillermo en Berlín, que se dejó en ruinas.

Hay un esfuerzo continuo, puede que desapercibido para muchos visitantes, por preservar los objetos que contemplamos en los museos o en cualquier otro lugar, y que sería el equivalente, en palabras de Hockney, al amor colectivo que sentimos hacia algunos fragmentos que se conservan de épocas pasadas. El amor, no obstante, puede manifestarse de muchas formas, algunas tiernas y otras toscas. La «conservación» y la «restauración», por tanto, se aplican en diversos grados, desde los más cuidadosos a los más intrusivos, desde la limpieza delicada hasta la restauración más radical e incluso drástica. Aunque muchas de las técnicas que se emplean son científicas, la decisión final acerca del grado de intervención suele ser cuestión de gusto.

En el Museo dell’Opera del Duomo, que visitamos después de comer, Philippe se detuvo frente a la extraordinaria talla a tamaño natural de la Magdalena de Donatello, y esta actuó como la famosa magdalena empapada en té de Marcel Proust. La visión de la escultura abrió las puertas de la memoria y nos arrastró —a él y a mí— cincuenta años atrás.


Donatello, Santa María Magdalena, c. 1457. Madera, a. 188. Museo dell’Opera del Duomo, Florencia.

PdM La primera vez que vi la Santa María Magdalena de Donatello no estaba aquí, sino en el Baptisterio, cubierta de barro. Yo estaba en Florencia con un viaje pagado por el Met, en el otoño de 1966. Llegué a finales de septiembre, y entre otras personalidades que me presentaron, estaba el esteta y experto sir Harold Acton, cuya espléndida villa, La Pietra, es hoy propiedad de la Universidad de Nueva York. Me invitó a comer el día 5 de noviembre.

Sin embargo, mi pequeña historia comienza en las primeras horas del día anterior, el 4, cuando el Arno, tras varios días de lluvia torrencial, comenzó a desbordarse, y amenazaba con anegar sus orillas. Esa mañana estaba atravesando el Ponte Vecchio camino de mi pensión, en Via dei Calzaiuoli, cuando las aguas inundaron la ribera. Así que corrí hacia la pensión, ganándole la carrera por poco al agua; de hecho, creo que acabé con los pies empapados, como si estuviese diluviando. Subimos todos al piso de arriba y, desde mi balcón, miré hacia la Piazza del Duomo, y en concreto a la zona entre el Baptisterio y el Duomo.

Podía ver el agua crecida, que arrastraba coches y muebles por la calle a gran velocidad y, para mi horror, ya batía las puertas del Baptisterio, también llamadas del Paraíso, ese glorioso testamento de la innovación y el genio renacentistas. Todos nos quedamos en el piso superior hasta la mañana siguiente, cuando el agua empezó a retirarse. Lo primero que hice fue precipitarme hacia la piazza, donde el caos era total, y la gente deambulaba estupefacta. Aunque el barro me llegaba hasta las pantorrillas, conseguí abrirme camino hasta el Baptisterio.

Las puertas del este se habían abierto de par en par, los paneles de Ghiberty estaban arrancados en parte, y un par de ellos habían caído al suelo, embarrado. No había ningún funcionario ni policía, solo un puñado de empleados del museo, aturdidos, a los que mostré mi identificación del Met. Lo primero que vi al entrar fue a la Magdalena de Donatello. Creo que se encontraba a la izquierda, nada más acceder al Baptisterio. Estaba ennegrecida por el barro, que le había llegado hasta las manos. A dos esculturas más les había ocurrido lo mismo. La retiraron muy deprisa, me parece que un par de días después ya no estaba. Supongo que la pondrían en los primeros puestos de la lista de obras que debían rescatarse. Así que, ya ves, no es la primera vez que me encuentro con ella.

Ese día tenía que comer con sir Harold, y no hacía más que pensar en qué iba a hacer. Por supuesto, los teléfonos no funcionaban, ni los vehículos, ni ningún otro medio de transporte, ni tenía forma de comunicarme con él para cancelarlo. Así que decidí recorrer a pie los cuatro kilómetros hasta La Pietra.

Llamé al timbre, dando por hecho que llegaba con retraso, y admiré las vistas mientras el portero me abría. «Soy Philippe de Montebello», le dije. Mirándome con incredulidad, me preguntó: «¿No vendrá a comer con sir Harold?». «Sí». «¿Con ese aspecto?», me interrogó. Estaba claro que no sabía nada de lo ocurrido. Le dije que el Arno se había desbordado y que Florencia era un desastre. «¡Oh! ¡Oh!», exclamó, y avisó a sir Harold, que se presentó diciendo: «Joven, iba a decirle que, para venir a verme, hay que vestirse de forma apropiada». Le resumí lo que había sucedido con la riada, y le conté que los Ghiberti estaban tirados en el lodo.

Naturalmente, no comimos. Llamó a su chófer y nos precipitamos hacia el coche, con el que nos acercamos todo lo que pudimos al centro de la ciudad. Sir Harold se puso las botas de caza y caminamos hasta la piazza del Duomo para entrar al Baptisterio. Cuando sir Harold vio la Magdalena, el Donatello, se detuvo y lloró.

Dediqué los siguientes días a ayudar a los conservadores a trasladar las piezas, pero llegó un momento en el que había tanta gente colaborando que nos chocábamos, y cuando se terminó mi beca de viaje me marché. Al final pudieron salvar la mayoría de los frescos que habían sido afectados por la riada, retirándolos cuidadosamente de las paredes con la técnica del strappo da muro, repintándolos con la del trattegio, sombreando en busca de la armonía tonal, más que la precisión en los detalles, que habría sido más precisa, pero también inexacta. La tragedia trajo un beneficio: bajo los frescos encontraron numerosos bocetos, llamados sinopie por el pigmento rojizo que utilizan (sinopia).

Tras dejar atrás el Museo Dell’Opera del Duomo paseamos hacia el norte, por calles cada vez más despejadas, hasta uno de los lugares menos frecuentados de Florencia, el Museo Arqueológico. Por cada centenar de visitantes que se agolpan en los Uffizi debe de haber uno, como mucho, que viene al Museo. Este orden de prioridades habría desconcertado a Lorenzo el Magnífico, pues aquí puede verse una de sus posesiones más preciadas, una antigua cabeza de caballo de bronce. Para Lorenzo, sería algo más precioso e infrecuente que los esfuerzos que realizaban los artistas contemporáneos por seguir sus instrucciones, como en el caso de Botticelli, cuyos cuadros son los mejores de la Galería.

Phillippe, por descontado, coincidía con el punto de vista de Il Magnifico, ya que no había dejado de insistir, desde la hora del desayuno, en que teníamos que ir al Museo Arqueológico. Cuando llegamos, nos dimos cuenta de que estábamos virtualmente solos. Aunque nos rodeaban numerosos objetos fascinantes y hermosos, nos descubrimos parados, una y otra vez, frente a uno de ellos: la escultura en bronce de una bestia mitológica —en parte león, en parte cabra, en parte serpiente—, conocida como la Quimera.

PdM ¿Cuántas veces hemos vuelto a esta galería? ¿Cuántas veces nos hemos visto irremediablemente atraídos hasta aquí? Una característica de las obras maestras del arte es que no dejan de llamar nuestra atención, convocándonos. Son como esa música que queremos escuchar siempre, o ese libro que nos encanta releer porque nunca nos cansamos de lo que nos ofrecen, sea un detalle o sea el conjunto. Por ejemplo, ya hemos vuelto tres veces a verla, y no he dejado de explayarme alabando su melena, proyectada como en lenguas erguidas y agitadas por el viento; y esa postura defensivo-agresiva, esa extraordinaria unión de vida y artificio.

Sin embargo, solo ahora me he percatado de las venas de su vientre, otro de los detalles que se han citado y observado muchas veces y, aún así, ninguno de estos aspectos explica por qué seguimos volviendo a esta sala. Es por la ferocidad de esta bestia, por su espíritu, todo el fruto de la imaginación creativa del artista. No fue esculpida por un simple artesano; aquí nos encontramos con la obra de un verdadero artista, que ha sentido y pensado hondamente. Sabía exactamente lo que quería suscitar, y lo logró con creces. Lo mismo puede decirse de todas las obras maestras, y su contrario también es cierto. Si entre la intención (o lo que se percibe como tal) y la realización hay una brecha, entonces la obra no ha alcanzado su fin.

De la autoría de la obra nada se sabe, ni tampoco de la persona que la encargó, o del por qué. El único dato firme es que la hizo, o la pidió, un etrusco, y también que está dedicada al dios Tinia, cuyo nombre aparece en la pata delantera derecha. Hay quien sugiere que la escultura pudo formar parte de un conjunto con el héroe griego, así mismo mitológico, Belerofonte, que acabó con la monstruosa Quimera, una especie de precursor de la historia de san Jorge. (La Quimera, que exhalaba fuego, parece un dragón).

De ser así, hace mucho que desapareció la estatua de Belerofonte. Unos obreros encontraron por casualidad la Quimera en Arezzo, en noviembre de 1553, con otros bronces etruscos. El botín no tardó en caer en manos de Cosimo I de Médici, gran duque de Toscana, quien la añadió a su colección del Palazzo Vecchio de Florencia. Benvenuto Cellini cuenta en su autobiografía cómo él y el duque dedicaron varias tardes a limpiar las esculturas más pequeñas, Cellini blandiendo un martillo en miniatura y Cosimo con un diminuto escoplo de joyero para retirar la tierra que tenían adherida. Antes del hallazgo, la Quimera ya había perdido su cola con cabeza de serpiente, que no fue sustituida hasta el siglo XVIII. Y eso es, en resumen, todo lo que sabemos, además de que se trata de una obra maestra única.

PdM Aunque existía toda una tradición iconográfica para las quimeras en esa época, me aventuro a decir que la mayoría parecerían pedestres en comparación con esta.

Esta pieza está fechada hacia el 400 a. C., más o menos en torno al que se considera tradicionalmente el año de la fundación de Roma. Y, sin embargo, parece reciente, tanto como las esculturas de Donatello del Bargello, que son 2000 años más nuevas. Esta es una de las cualidades de este material renombrado por su resistencia, el bronce, que niega los efectos habituales del tiempo, de tal forma que obras creadas hace siglos, e incluso milenios, tienen un aspecto contemporáneo. El bronce, a no ser que a alguien le dé por fundirlo, sobrevive admirablemente. Según la expresión de Hockney, es una sustancia tan resistente que puede perdurar, aunque no la amen. Así se entiende el alarde del poeta romano Horacio, cuando decía que sus versos eran un monumento más duradero que el bronce.


Quimera de Arezzo, 400-350 a. C. Bronce, 78,5 x 129. Museo Archeologico Nazionale, Florencia. Fotografía DeAgostini/SuperStock.

También fue el punto de partida de una muestra notable que Philippe y yo recorrimos ese mismo año en la Royal Academy of Arts de Londres, en la que se exhibían objetos de épocas y lugares muy diversos, con el único denominador común de su material, el bronce. Resultaba desconcertante el modo en el que ciertas obras, como la Quimera o un retrato de Herculano, que había estado enterrado durante milenios, tenían un aspecto casi reciente.

No obstante, este no es el único motivo por el que la Quimera parece tan poderosa. Posee una cualidad que desafía al tiempo, pero que también se comunica a través de él, incluso con personas que no saben casi nada, porque no pueden, sobre las creencias de los que la crearon o sobre el mensaje que podría contener. De algún modo inexplicable, una obra maestra del arte trasciende su propia época.

CAPÍTULO 3

inmersos en el bargello

Después de cenar en el patio del Palazzio Pitti (del que hablaremos más adelante), acordamos vernos a la mañana siguiente en el Bargello, que representa un paso más en el proceso de museificación. Nació en la Edad Media como una estructura con un propósito absolutamente práctico: ser un fuerte, una prisión, un lugar de muerte y dolor. A mediados del xix se transformó en algo totalmente distinto: el Museo Nazionale del Bargello, un repositorio de esculturas góticas y renacentistas recogidas de iglesias y espacios públicos de toda la ciudad.

El Bargello, por tanto, fue producto de un impulso cívico y gubernamental para fundar una institución en la que el público pudiese disfrutar del arte. Pero, al mismo tiempo, fue un síntoma de la época romántica. Las obras se reunieron en un edificio que rezumaba historia, una fortaleza pétrea con su propia atmósfera. De haber encargado un museo para las artes decorativas y la escultura florentina en el siglo XXI, no se habría llegado a algo así.

PdM Es curioso que mi primera impresión al entrar en el patio haya sido que los fragmentos esculpidos que se exhiben en las paredes me recuerden a los percebes del casco de un navío. Estos objetos se recogieron por toda Florencia, y luego se colocaron en las paredes y sobre otras piezas. Ninguno fue creado, originalmente, para estar aquí, por lo que poseen un carácter improvisado que me encanta. Lo mismo me ocurre con el maravilloso juego de la luz solar y las sombras, y el sentido histórico casi tangible de este edificio. Al subir las escaleras y mirar ese patio de piedra, nos viene a la mente una imagen de riachuelos de sangre. Aquí se llevaban a cabo ejecuciones, porque no dejaba de ser la Bastilla Florentina, su Place de Grève.

Fue construida en 1255 como residencia para el Capitano del Popolo, el Capitán del Pueblo, un administrador que representaba a los habitantes que no eran nobles. Más tarde fue la del Podestà, el principal magistrado, y en el siglo XVI se convirtió en el Bargello, la casa del jefe de la policía. Durante siglos sirvió como cárcel, cuartel y lugar de ejecuciones. Leonardo da Vinci esbozó a Bernardo di Bandino Baroncelli, ahorcado desde sus ventanas en 1479, y quien, a pesar de pertenecer al extenso clan que encargó el retablo y la capilla de la Santa Croce, también fue el asesino de Giuliano de Medici en la conspiración de Pazzi. Se ejecutó a los últimos prisioneros aquí a finales del siglo XVIII —la pena capital se abolió en 1789—, pero siguió siendo el cuartel general de la policía hasta finales de la década de 1850, cuando se decidió convertirlo en un museo.

Entramos en una estancia de la planta baja, en la que se muestra una magnífica sucesión de esculturas del siglo XVI, que incluyen el Baco, el Bruto y el Tondo Pitti de Miguel Ángel, y el Mercurio de Giambologna. Es un extraordinario despliegue de obras maestras, pero por algún motivo relacionado con la jerarquía de celebridades que siguen muchos de los turistas de Florencia, parece que no atrae demasiado a las multitudes. Después de un rato, Philippe se concentró en los relieves y grabados del pedestal del Perseo de Benvenuto Cellini, la principal figura de bronce que habíamos estado contemplando el día anterior en la Loggia dei Lanzi, al volver de la Santa Croce. Habíamos hablado entonces sobre qué estábamos observando exactamente, si el original o una imitación (como ocurría, evidentemente, ante la réplica del David de Miguel Ángel).

Así es Florencia, y Philippe comentó —de hecho, lamentó— que resultase tan difícil, a veces, distinguir a los unos de las otras, lo que demuestra algo más: en el Bargello nos encontramos en un museo dentro de un museo mayor. En cierto grado, todo el centro de la ciudad de Florencia se ha museificado.


Benvenuto Cellini, Perseo, 1545-54. Bronce, a. 320. Loggia dei Lanzi, Florencia. Foto Scala, Florencia, cortesía del Ministero Beni e Att. Culturali.


Lorenzo Ghiberti, Puertas del Paraíso, 1425-52, fotografiadas in situ en 1970. Baptisterio, Florencia. Foto Scala, Florencia.

PdM Mis colegas más eruditos, sin duda, se escandalizarán por esto, pero allá vamos: sobre todo en Florencia, me perturba no saber qué es original y qué no, o cuál es la primera versión y cuál la réplica. Por eso siempre busco la guía más detallada de la ciudad. Cuando ayer veíamos el Perseo de Cellini, no estaba seguro de lo que mirábamos, y no solo no me gusta, sino que desapruebo la falta de certeza o, dicho de otro modo, desapruebo encontrarme cuestionando mis propias respuestas por la incertidumbre. De hecho, el Perseo no es una réplica, aunque su pedestal sí es falso. Resulta que ese pedestal, las estatuillas de bronce y los relieves ya estaban aquí, en el Bargello.

He descubierto que, si no eres un especialista en el Renacimiento italiano, te encuentras con un elemento incómodo al pasear por Florencia. Si posees un conocimiento moderado y te detienes, por ejemplo, al cruzar Orsanmichele, podrías pensar que la estatua de San Jorge de Donatello tiene que ser una copia, porque el original está en el Bargello. Pero no siempre es así. En esta ciudad, algunas de las obras más importantes han sido sustituidas en los últimos años debido al aire contaminado, y con razón, pero otras no.

Así que mi peregrinación de hoy por Florencia difiere bastante de la que se haría en el siglo XIX, cuando los visitantes aún podían confiar en lo que veían sus ojos. Hay veces en las que no es preciso cotejar el original y la réplica para detectar la diferencia. Al detenerse frente al David de Miguel Ángel que se encuentra frente al Palazzo Vecchio, se sabe que no es el verdadero, aunque la copia cumple una función, que es la de informarnos acerca de la posición y la escala del original, lo que a su vez permite comprender la topografía de la Piazza della Signoria, centro político de Florencia, tal y como era en el Renacimiento.

Las llamadas Puertas del Paraíso de Ghiberti, en el Baptisterio, también son réplicas modernas, pero eso no impide que los turistas —ignorantes o indiferentes— se detengan para fotografiarlas.

A los espectadores les atrae el prestigio de un nombre, en este caso de un modo paradójico, porque se debe a una cita atribuida a Miguel Ángel, según la cual son tan hermosas como para haber servido de puertas del mismo Cielo.

Por su parte, el anterior juego de puertas de bronce, también de Ghiberti, se encuentra en un lugar a pocos metros del Baptisterio. Esas puertas sirven de entrada al edificio, y los visitantes hacen cola ante la taquilla a centímetros de una auténtica obra maestra íntegra de la escultura del siglo XV, pero casi nadie se digna a echarles un vistazo.

Dicho esto, también puede ser que Philippe y yo no seamos más que un producto de nuestro tiempo, al atribuir tanta importancia al objeto original más que al diseño, a la idea o a la obra maestra, que creo que puede contemplarse perfectamente en la copia de las Puertas del Paraíso. Las personas que se congregan frente a ellas para fotografiar este facsímil se comportan de un modo similar a los entendidos de los siglos XVII y XVIII, quienes no tenían inconveniente en valorar la copia de cualquier pintura o escultura clásicas. Charles de Brosses, el viajero y escritor del siglo XVIII, llegó a decir: «No me inquieto por adquirir originales de los grandes maestros… Prefiero bellas copias de las pinturas famosas a un precio asequible».

PdM Se da, no obstante, una diferencia fundamental entre una copia realizada con un objetivo concreto, como el de reemplazar una escultura para protegerla de la contaminación o de los elementos, y una copia, habitualmente repetida muchas veces, y creada para perpetuar una imagen. Esto es lo que ocurre con las copias romanas de las esculturas griegas, cuyos originales ya no existen —se fabricaban en bronce, y en la Antigüedad solían acabar fundidas— y de las que muchas son copias de copias, normalmente con variaciones. Es un tema amplísimo y fascinante.

Después de admirar las obras de Miguel Ángel, Cellini y Giambologna, subimos las escaleras hasta el piso principal del Bargello, y Philippe se siente atraído de inmediato hacia la galería en la que se exhiben, en vitrinas, grabados romanos, bizantinos y medievales en marfil.

PdM En esta vitrina están algunos de mis objetos preferidos, fantásticos en su sensualidad: dípticos consulares, obras romanas y de Bizancio… No hay nada esculpido en marfil que no me guste, excepto lo que obedece al puro virtuosismo. Si te parece, no vamos a hablar de obras individuales; lo único que diré es que me frustra que solo podamos deducir sus cualidades táctiles. No vivimos en los primeros siglos de nuestra era, ni somos coleccionistas de otra época, así que no podemos sostenerlos en la mano ni acariciarlos, tal y como exigirían. Hoy en día, hasta los conservadores tienen que manipularlos con guantes de látex. Aquí, en el Bargello, no me desagrada la disposición algo caótica de los objetos, que casi tenemos que «descubrir» dentro de su vitrina. Hay veces en que los museos modernos parecen demasiado ordenados: los objetos perfectamente alineados, pulcrísimos, como si gritasen: «¡Admiradme!».

Después de estudiar las vitrinas durante media hora o más, nos dirigimos hacia la estancia principal del edificio, un espacio enorme que contiene la mejor colección de escultura Florentina del siglo xvi que pueda encontrarse. Las obras expuestas incluyen tallas de Donatello, Verrocchio y Ghiberti. Y, sin embargo, este lugar no parece un museo.

PdM Al entrar en esta gran sala se siente que es el lugar en el que deben colocarse las mejores piezas, como así ocurre. Me encanta estar aquí, me siento como en el crisol del Renacimiento. ¿Hay alguna sala en el mundo que contenga tantas obras maestras? El Bargello es una mezcla de la estatutaria florentina más admirable colocada en el lugar más insospechado. El producto es curioso, pero también magnífico. En cierto modo es un museo, y en cierto modo no lo es, porque las obras no están ordenadas según un criterio didáctico, y también porque las han situado en un lugar muy cercano al que ocuparon en su origen.

Del David de Donatello de allí emana de inmediato un sentido de confianza en sí parecido a su escultura de San Jorge, divina, que es además una de las mayores obras de arte de la historia. Vale, lo arrancaron de su nicho en el exterior del Orsanmichele, pero desde esta ventana casi vemos el lugar en el que se encontraba. Así es más fácil entender lo que estaba haciendo Donatello con la estatua, en términos iconográficos, de sentido y de simbolismo, respecto a la ciudad: san Jorge, el protector de Florencia; o, por citar otro ejemplo, se comprende por qué este David de Donatello estaba en el Palazzo Medici, al igual que su Judith y Holofernes.

Los investigadores han sugerido que Cosimo de Medici colocó el David y la Judith de Donatello en el patio del Palazzo para que los visitantes los viesen como un emblema de los Medici en calidad de gobernantes, herederos de los emperadores romanos. También se ha dicho que pretendían comparar su reinado con el de las figuras bíblicas, que salvaban y protegían a su pueblo.

Ese mensaje, que en su época estaría claro, ahora se ha perdido, no porque las esculturas se hayan trasladado, sino porque la propaganda se ha vuelto irrelevante. En las leyendas junto a las obras o en internet nos informamos acerca del contexto y el significado de estas esculturas, pero no podemos experimentar el mensaje tan poderoso que querían trasmitir al crearse. En cambio, nos hablan a través de sus características formales y visuales, lo que en el fondo podría ser más importante. Si se piensa en ello, se descubre que es por eso, mucho más que por la importancia histórica que se les atribuya, por lo que se preservaron y por lo que siguen suscitando admiración.

MG Históricamente, supongo que las colecciones renacentistas, como las antigüedades y esculturas que acumulaban los Medici en sus palacios, serían los antepasados de los museos modernos.

PdM Sí, desde luego, porque una colección es la condición indispensable para hablar de un museo y, por supuesto, fueron muchas de esas colecciones las que acabaron conformando el primer contingente artístico de estas instituciones. El orden de las colecciones según los criterios de la ortodoxia prevalente es otro legado, y el tercero lo constituye la apertura al público. Este fue un motivo de gran peso para la acumulación de objetos —tanto antiguos como contemporáneos— en la Florencia de los siglos XV y XVI, y más aún en Roma. Las antigüedades solían exhibirse en patios enormes, y había personas que acudían al palacio por negocios, para presentar ruegos y demás. Eran en gran medida espacios «públicos», lo que en esa época quería decir que la élite, unos pocos privilegiados, podían acceder a ellos.


Donatello, David, c. 1430-32. Bronce, a. 158. Museo Nazionale del Bargello, Florencia. Foto Scala, Florencia — cortesía del Mnistero Beni e Att. Culturali.


Donatello, San Jorge, c. 1416. Mármol, a. 214. Museo Nazionale del Bargello, Florencia.

En el Vaticano del siglo XVI también había espacios «públicos», y le pidieron a Bramante que diseñase un lugar en el que mostrar las antigüedades del Belvedere, que había pasado a formar parte del mismo Vaticano, y que fue donde se instalaron el Laoconte y el Apolo de Belvedere epónimo. Fueron descubiertos a comienzos del nuevo siglo, y el Laoconte fue reconocido de inmediato gracias a la descripción de Plinio el Viejo, con la que estaban familiarizados todos los humanistas y artistas, y casi toda la clase ilustrada. Es significativo que se la considerase una obra suprema de la Antigüedad, y por eso se la valoraba tanto. Que representase al héroe troyano de Virgilio, al que habían condenado por advertir contra los griegos y sus regalos, tenía una importancia secundaria. Ese cambio en el significado primitivo de los objetos es también un precursor de los museos: las consideraciones estéticas se imponen sobre su función original o posterior.

MG Es cierto. En cuanto un objeto entra en un museo, su significado cambia. Sin embargo, hay una enorme variedad de obras de arte renacentistas con un carácter transitorio. Los Medici tenían la escultura del David de Donatello en el patio palaciego, en parte, por el simbolismo político al que has aludido, pero también porque era una obra espléndida, de un artista famoso y en un estilo muy avanzado, y que acabó rodeada de estatuas y relieves clásicos que mostraban el gusto refinado de la familia.

Puede que el motivo por el que esta estancia del Bargello parezca tan adecuada es porque, aunque la disposición responde a un motivo —en esta sala todo es del siglo XV—, también posee algo del carácter de una colección de patio, como la que se encontraba en su día en el Palazzo Medici.

PdM Que no estén alineadas es otro factor. En cualquier otro lugar no se encuentran más que líneas perfectas, como en los Uffizi, por ejemplo. Aquí hay un tumulto delicioso.

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