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Capítulo 12

Al día siguiente Marisol se fue a la parroquia que estaba en una aldea no lejos de la finca. Allí servía de cura el padre Alejandro con quien la chica confesaba de vez en cuando.

A la muchacha le gustaba mucho conversar con él. Padre Alejandro celebraba oficios hacía ya mucho tiempo, en aquella pequeña parroquia al borde del pueblo, y que frecuentaban los hacendados desde las fincas vecinas y los campesinos de la aldea. Ya era un hombre de avanzada edad, y los parroquianos le querían por su sabiduría y amabilidad. Siempre encontraba palabras para dar consuelo a los que lo necesitaban en difíciles momentos de la vida. Marisol le recordaba aún desde su niñez. Por haber perdido a su padre hacía unos años, le faltaban los consejos de un hombre, por eso siempre que lo necesitaba, con mucho gusto se comunicaba con el cura que también la quería como si fuera su hija.

– Necesito confesar y hablar con usted sobre muchas cosas, padre – le dijo Marisol al cura al saludarlo, cuando se vieron en la iglesia; al oír esto el Padre Alejandro invitó a la muchacha a sentarse en el banco junto a sí mismo.

– He cometido muchos errores durante los últimos meses – empezó Marisol su charla – y me siento culpable. Por mi causa, casi murió un caballero quedando herido grave, y además coqueteé en el baile con otro hombre aunque me parecía muy antipático.

– ¿Cuándo has logrado hacer de mala gana todo esto, hija mía? – le preguntó el cura cariñosamente – ¿no crees quizás, que estás engrandeciendo tu culpa y te auto flagelas tontamente?, ¡yo ya te conozco bien! – sonrió.

Marisol le relató muy detalladamente todo le que le había pasado en los últimos meses, mientras el padre Alejandro la estaba escuchando muy atentamente frunciendo el ceño.

– Es una historia muy ingrata, hija mía – le dijo al callarse un poco – Por una parte, como si no tuvieras la culpa, no querías que a tu antiguo novio le hicieran daño. Hasta tu hermano se negó a vengarle. Sin embargo, pasó lo que pasó. Quizás, el Señor le castigó por otras razones desconocidas para nosotros.

– Por otra parte – continuaba el cura – ya te has dado cuenta de que aquel hombre no había sido predestinado para ti, entonces, intentaste apropiártelo utilizando los celos; esto es un pecado, hija mía. No importa lo que te hubiera prometido y que no lo cumpliera, simplemente Dios lo apartó de ti. No obstante, en tus adentros, tuviste ganas de vengarle ¿no?

Marisol bajó su cabeza.

– Pues bien, Marisol, a veces la envidia y el deseo de vengar hieren antes que la espada; tienes que arrepentirte y pedir perdón, hija mía. Y también, porque intentaste involucrar a otra persona en tu venganza. Según lo que me has contado no me parece un hombre decente. De esta manera, al coquetear con él, abriste una caja de Pandora, esto es muy peligroso, porque no se sabe qué pueda cometer tu pariente. Deben tener cuidado, tanto tú como toda la familia.

Los dos se quedaron callados un rato.

– Otro cura, en mi lugar, te recomendaría que te retirases al convento – continuó el padre Alejandro. – Sin embargo, según te conozco, tú no has sido creada para llevar una vida de monja. Quizás los años de estudios que pasaste en el monasterio de las carmelitas, te fatigaron bastante.

– Pues, que hago, padre? – le preguntó Marisol.

– Tienes que frecuentar el templo, pedir perdón al Señor y arrepentirte por lo que has hecho o pensabas hacer. Dios te perdonará. Respecto al amor, … creo que el amor de tu vida aún no ha aparecido y que lo encontrarás más adelante.

Marisol meneó su cabeza y respiró dolorosamente. Padre Alejandro la miró interrogativamente. La muchacha le contó también, como hacía unos años había conocido a un cantante del coro de la iglesia que debía hacerse cura, y como se había enamorado de él.

– ¡Ahora lo comprendo! – exclamó el padre – Sólo me queda compadecerte, hija mía. Es un gran disgusto enamorarse de un hombre que no pueda casarse, ya que debe servir a Dios. El Señor te ha hecho pasar por una prueba muy grave; intentabas a olvidar a aquel muchacho por medio de otro. Lamentablemente, muchas personas actúan de la misma manera, pero no es justo, hija mía – suspiró el padre – como ves, no ha salido nada bueno de todo esto.

Marisol lo miró penosamente.

– Pues entonces ¿qué hago padre, con todo esto? – volvió a preguntarle – No se puede amar a este hombre ya que está predestinado a Dios; por otra parte, tampoco podía amar a otro hombre ya que había sido predestinado para otra mujer. Entonces ¿quién está predestinado para mí?

– Aún eres joven hija mía, ya encontrarás a tu prometido.

– Y ¿si de repente resultara que, otra vez, aparece otro hombre, no estará predestinado para mí?

– Al prometido no le pasarás de largo – contestó el padre Alejandro, de una forma evasiva.

La muchacha se quedó sorprendida, al oír esta afirmación. ¿Qué podría significar? ¿qué quería decirle el padre Alejandro?

– Padre ¿por qué es así el mundo, que si uno sirve a Dios, no puede amar a nadie, no puede tener una familia? – le escrutaba Marisol. Se acordó de Rodrigo y le dio un vuelco el corazón.

– Tocas un tema muy espinoso, hija mía – le contestó el cura. – El hombre que sirve a Dios, no debe amar sólo a una persona, sino a todos, pero en otro sentido, distinto de lo que comprendes tú.

– Ten cuidado, Marisol – añadió, suspirando. – Conmigo puedes hablar de cualquier cosa, soy cura y estoy vinculado por el arcano de confesión, pero no te olvides que en nuestro país, el poder supremo en realidad no pertenece al rey, ni siquiera a la iglesia católica, sino al Tribunal de la Inquisición que se somete al Papa. Muchas personas inmorales e indecorosas se aprovechan de esto para liberarse, por medio de la Inquisición, de sus adversarios, o para hacer daño a alguien por cualquier motivo.

Cualquier persona que te envidie tendrá ganas de perjudicarte y redactará una denuncia contra ti; eso será suficiente para someterte a torturas y enviarte al fuego. Ten mucho cuidado en lo que digas, hija mía, nunca confíes en personas desconocidas.

Marisol se encogió, al oír estas palabras.

– ¿Acaso todo es tan desesperado? – le preguntó con voz baja.

– Es difícil vivir en nuestro país – suspiró el cura. – Hasta nosotros, los clérigos, sirvientes de Dios, arriesgamos en cualquier momento encontrarnos en las manos de los espías del Papá. Si ahora alguien sorprendiera nuestra conversación, enseguida nos enviarían a los dos a la prisión de torturas a Córdoba.

– Sin embargo el mundo es, no sólo España y el Santo Imperio Romano – continuaba el padre – aunque por supuesto, hay países, donde la vida es mucho más dura que en Europa, como por ejemplo, en el Oriente, en los países musulmanes. Sin embargo hace más de veinte años Cristóbal Colón, buscando una nueva vía hacia la India, descubrió el Nuevo Mundo, un gran continente – América, como lo nombró un viajero italiano.

Estoy informado de que mucha gente ya se marchó allí, o tiene ganas de marcharse, para empezar una vida nueva en un país libre; aunque por supuesto, nuestro poder hará todo lo posible para someter esas tierras, convirtiéndolas en sus colonias.

Marisol estaba escuchando al padre Alejandro con mucha atención. Sabía muy bien lo que le acababa de relatar. En aquella época conversaban por todos lados sobre el viaje de Colón y su descubrimiento del Nuevo Mundo. Y mucha gente ya se había ido allí: algunos por orden del rey, otros buscando aventuras o para salvarse de los espías del Papa.

– Por supuesto, los misioneros de nuestra Iglesia Católica también se dirigieron a América; sin embargo, pienso que no será pronto cuando la mano de la Inquisición alcance esa tierra. Creo que muchas personas podrán empezar allí una vida nueva, libre y feliz.

– Gracias, a usted, padre Alejandro – pronunció Marisol – me ha tranquilizado un poco y me ha aclarado muchas cosas.

– Que te excusen tus pecados, que Dios te bendiga, hija mía – dijo el padre, haciendo la señal de la cruz encima de la cabeza de la muchacha.

Marisol salió del templo, sintiendo un gran alivio. Padre Alejandro sabía consolar, ahora la vida ya no le parecía tan desesperada como antes, el sol brillaba en el cielo azul, cantaban los aves, el aire fresco traía el olor de jardines florecidos, los bosques de eucaliptos y de los campos. La muchacha se sintió como si una luz empezara a brillar delante de ella, y se precipitara a su encuentro.

***

Entre tanto, la vida en la finca pasaba con plena tranquilidad y placidez. Las hermanas disfrutaban de los paseos por su hermoso jardín, recónditas escapadas hacia el río y algunos viajes a Córdoba. Los domingos toda la familia asistía a las misas en la parroquia, y los jueves Marisol solía tener charlas con el padre Alejandro.

A veces los visitaban sus vecinos, hacendados de otras fincas, de esta forma Marisol entabló amistad con Inés Gonzáles, muchacha de una familia muy rica de Valladolid, que venía a su dominio cerca de Córdoba cada verano.

Doña Encarnación también solía ir de visitas con sus hijos a las fincas de los vecinos, sin embargo ninguno de ellos tenía tal jardín con alberca y baños, como la familia Echevería de la Fuente, por eso algunos huéspedes no dejaron de visitarlos. Inés Gonzales venía a la casa de sus nuevas amigas casi cada día. Todos los chicos, acompañados por Doña Encarnación y Don José, con frecuencia salían a la ciudad, divirtiéndose y alegrándose de la vida.

Al parecer, Marisol se olvidó de todos sus pesares, pues ya no tenía tanta preocupación como antes, pero en su rostro apareció una arruga, su cara ya no era tan brillante y en sus ojos, a veces, se distinguía una tristeza.

Así imperceptiblemente pasó otro verano, y llegó el tiempo para volver a Madrid.

Isabel debía continuar sus estudios en el monasterio de las carmelitas.

Doña Encarnación echaba de menos a su hijo Roberto que, debido a su servicio, no había podido tomar tiempo para visitarlos en la finca este verano.

Marisol se daba cuenta que tenía ganas de volver a sus ensayos con el coro de la iglesia.

Antes de su partida, la muchacha se entrevistó de nuevo con el padre Alejandro.

– Me alegro de que hayas vuelto a la vida después de tus pesadumbres, Marisol – le dijo el cura cariñosamente – pareces alegre y tranquila, así que te sugiero, cuando vuelvas a Madrid, que hagas las paces con tu amiga y su hermano, tu antiguo novio; así obtendrás la paz en el alma.

Marisol suspiró.

– No sé si será posible, pero lo intentaré – le contestó con voz baja.

– ¿Qué piensas hacer en Madrid, hija mía? – continuó la conversación el padre.

– Seguiré cantando en el coro de la iglesia, y también ayudar a mi madre a gestionar la casa, luego …, pues no sé, – dijo pensativa.

Se quedaron callados un rato.

– Padre – de improviso dijo Marisol – de todas maneras, no puedo comprender una cosa, ¿acaso Dios dispuso que sus sirvientes, clérigos, no deben casarse y tener familia?, o lo inventaron las gentes?

El cura se quedó turulato; recordó que la muchacha ya le había hecho tal pregunta, pero nunca le había dado una respuesta inteligible.

– Escúchame, hija mía – empezó a contestarle – te diré una cosa. Claro que así nos enseñaron y convencían, pero de verdad, yo mismo no creo que precisamente según la voluntad de Dios, los clérigos deban quedarse solitarios. Conocí a unas personas que habían viajado por diferentes países. Me comentaban que allí los curas se casan, tienen hijos, y al mismo tiempo sirven a nuestro Señor.

– Sin embargo – padre Alejandro acercó su cara a la chica y bajó la voz – todo lo que te acabo de comunicar, debe quedarse entre nosotros dos, no pienses en decírselo a alguien en algún sitio, es mejor que te olvides de estas palabras mías por tu propio bien, hija mía. En nuestra Iglesia Católica es obligado a que sea así; si no estás de acuerdo con algo, eres un hereje y te esperarán todos los círculos del infierno.

Marisol suspiró.

– Lo comprendo, padre – dijo con voz baja – estaré callada, ¡es una pena que no podamos cambiar nada!

– Por el momento, sí – le contesto el cura, desconsolado – quizás un día nuestros descendientes sean más libres y felices.

Marisol se despidió del padre Alejandro y salió de la iglesia; no sabía aún que nunca le volvería a ver, y al día siguiente toda la familia abandonó su finca en Andalucía para partir a Madrid.

Capítulo 13

En Madrid, de toda la familia, sólo Marisol y Doña Encarnación se quedaron en su gran casa. Isabel volvió al monasterio de carmelitas en León para continuar sus estudios. Roberto y Jorge Miguel estaban en la corte, por su servicio. Los dos hermanos solían venir a la casa los fines de semana, y para Doña Encarnación y Marisol cada una de sus llegadas se convertía en una verdadera fiesta.

Marisol decidió continuar sus ensayos con el coro en la Catedral de San Pablo. En realidad estas actividades eran su única diversión. Después del incidente con la familia Rodríguez todos los contactos con ellos cesaron. Tras recuperarse de su herida, Enrique se casó con su novia y se trasladó a Valladolid llevando consigo a todos sus familiares, así que Marisol sólo tenía comunicaciones con algunas muchachas del coro, pero estas no pertenecían a su círculo y no estaban admitidas en la alta sociedad.

Entre tanto, pasaron tres semanas. La vida al parecer, empezaba a volver a su curso habitual, cuando de súbito un nuevo disgusto cayó sobre sus cabezas. Durante el verano, todos casi se olvidaron de José María y sus pretensiones hacia Marisol. Ahora bien, de repente este volvió a aparecer en su casa, haciendo acordarse a la muchacha de su supuesta promesa de casarse con él.

Tanto Marisol como Doña Encarnación no estaban precisamente encantadas por su regreso. La muchacha le comentó que no estaba dispuesta a casarse con nadie y que pensaba retirarse al monasterio. Doña Encarnación también decidió hablar muy en serio con su pariente lejano, explicándole que su hija se había quedado confundida y que aquel hecho en el baile sólo había sido una equivocación. En fin, le pidió que dejara en paz a su hija y su familia.

Sin embargo José María no era de esas personas que renuncian así como así a sus fines, por lo que decidió conseguir el suyo a cualquier precio. Se puso a acechar a la muchacha y se enteró de que unas pocas veces a la semana frecuentaba la Catedral de San Pablo por los ensayos del coro y a veces cantaba en oficios con otros cantantes; incluso la observaba y la vio salir de la catedral varias veces y subir a su coche.

Al fin un día, se atrevió a acercarse y a hablar con ella, cuando la muchacha estaba dirigiéndose a su coche para irse a casa.

Al ver a su dichoso primo segundo, parado contra el muro gris de la catedral, Marisol sintió un incómodo frío corriendo por su espalda y presintió algo siniestro. Este hombre le parecía muy antipático, incluso le daba repugnancia, así que volvió a arrepentirse de lo que había pasado en el baile hacía unos meses.

– ¿Qué quieres, José María? – le preguntó con frío en la voz – ¿para qué me persigues?

– Quiero que seas mi esposa.

– Ya te comenté que no pienso casarme. Olvídate de aquel suceso en el baile; fue una equivocación. En realidad no te prometí nada. Era una broma.

– Te casarás conmigo bien por las buenas o por las malas. Si no, haré una denuncia a la Inquisición, les contaré que tu familia son herejes que no respetan La Escritura Sagrada y censura a Dios.

La muchacha sintió como si todo se le encogiera por sus adentros del terror. Este hombre, en efecto, podía realizar su amenaza y de esa manera echar a perder a toda su familia. Ya se conocían tales casos. Nadie va a comprobar la veracidad de su denuncia al Tribunal del Papa. La muchacha sabía que aquella máquina diabólica ya había matado a miles de personas inocentes. Se quedó plantada y sin fuerzas para oponerle algo.

Era obvio que el malhechor se alegraba por haberla asustado.

– Te doy tres días para reflexionar – le dijo entre los dientes; montó de un salto a su caballo y se alejó al galope.

Marisol no se acordaba de como volvió a casa. Doña Encarnación no estaba ya que se fue a visitar a su madre, abuela de Marisol, que tenía dolor de las piernas.

Silvia, su nueva sirviente, aún una chica muy joven, al verla asustada y deprimida, le preguntó a la señorita qué le había sucedido.

– Quiero quedarme sola – le contestó Marisol. – Cuando mi madre vuelva a casa, que venga junto a mi.

Al quedarse a solas, Marisol comprendió todo el horror de su estado. ¿Cuál de los dos males debía escoger? ¿ casarse con aquel hombre tan odioso y así sacrificarse, arruinar su vida, pero salvar a su familia, o someter a todos los familiares a terribles torturas de la Inquisición y acabar siendo quemados vivos en el fuego?

La muchacha estaba tan deprimida que ni siquiera podía llorar, y así se quedó sentada encogiéndose en un ovillo durante casi una hora; de esta forma la encontró Doña Encarnación. La mujer se preocupó de veras, al ver a su hija en tal estado.

– ¿Quien te asustó hasta tal punto? – le preguntó a la muchacha su madre, muy alarmada.

Marisol le relató sobre su encuentro con José María, de sus pretensiones y amenazas.

Doña Encarnación se inquietó mucho, sabía que aquel hombre tenía una alma oscura y era capaz de lo peor para conseguir lo que deseaba. La mujer abrazó a su hija.

– Pobre niña mía – le dijo con voz baja. – Apenas nos apartamos de una desgracia cuando ya llegó otra.

Así, calladas, se quedaron las dos unos minutos. El sol de otoño penetraba en la habitación a través de las cortinas transparentes, iluminando sus caras pálidas.

– ¡Roberto! – de súbito, exclamó Doña Encarnación – será mi hijo mayor quien nos ayudará!, él goza de la confianza del mismísimo regente, ¡así que encontraremos un modo para parar a este malhechor!

Inmediatamente la mujer salió de la habitación para escribir un mensaje a su hijo, y mandó a Mariano ir enseguida a Toledo. Este, en un momento estuvo listo y se marchó.

Al día siguiente por la mañana Roberto ya estaba en Madrid, en la casa de su madre. En Toledo comentó que había sucedido algo a sus familiares, y el regente le dejó marcharse.

Toda la familia se reunió en el salón. Marisol relató a su hermano sobre las amenazas de su primo segundo. Roberto se puso furioso.

– ¡Que canalla! – exclamó, cogiendo su espada, ¡aún no sabe con quién está tratando estos asuntos!. Vale la pena desafiarlo.

Marisol y Doña Encarnación le estaban mirando sin decir ni una palabra.

Al cabo de un rato el muchacho se calmó.

– No, creo que no es la mejor solución, – empezó a razonar, andando por el salón de aquí para allá, en su pesada armada de caballero que todavía no se había quitado – no se sabe si lo podré matar, y si se quedará vivo, quizás sería peor. Entonces, es cierto que va a lograr vengarse.

– Y ¿qué hacemos? – le preguntó Marisol, desesperada..

En aquel momento la muchacha vio a su sirviente Silvia en la puerta del salón, haciéndoles señales con la mano. Marisol salió para hablar con ella.

– ¿Qué quieres, Silvia? – la preguntó la muchacha.

– Señorita María Soledad, necesito comunicarle algo importante sobre su pariente. Por casualidad oí la conversación de ustedes. Espero que lo que le diga, les sirva de algo.

Marisol invitó a la sirviente al salón. Al principio Silvia se sentía incómoda, pero luego entró e hizo una reverencia.

– Mamá, Roberto, Silvia quiere decirnos algo importante sobre Jóse María, – dijo Marisol.

– Habla Silvia, no temas, – dijo Doña Encarnación.

La sirviente se envalentó y empezó a hablar.

– Hace unos días, cuando no había nadie en la casa, vino el señor Lopez, preguntando por la señorita Marisol. Le dije que no estaba, que todos se habían ido, entonces … – la chica se quedó callada.

– Continua, Silvia, te estamos escuchando – pronunció Roberto muy serio.

– El señor Lopez se me acercó y se puso a tentarme, – continuaba Silvia con pudor – luego me llevó a una habitación y me dijo que si le obedecía y le pudiera complacer, me recompensaría.

Se calló. Todos esperaban a que siguiera su relato, muy atentos.

– Pues, ¿que sucedió luego? – le preguntó Roberto con impaciencia.

– En aquel preciso momento alguien entró por la puerta – fue su vecina, Doña Dolores. Entonces me dijo con voz baja: “Ya volveremos a nuestra conversación”, y se fue de la casa.

Silvia tomó aliento. Por un rato todos se quedaron callados.

– ¡Vaya canalla! – exclamó Roberto – bueno, ¡ahora, por lo menos, yo sé lo que debo hacer!

– Silvia, puedes irte, haz tus cosas, – le dijo a la sirviente Doña Encarnación.

– Con su permiso – le contestó la chica, hizo una reverencia y salió del salón cerrando la puerta detrás de sí misma.

Roberto se levantó de su sitio y volvió a andar por la habitación.

– José María también es uno de los caballeros de Su Majestad, – se puso a razonar el muchacho – voy a informar al regente que cortejaba a mi hermana y a su criada a la vez. Será suficiente para juzgarlo y enviarlo a la prisión, o exiliar del país, quizás a las colonias – añadió.

– Pero no me intentaba seducir, como lo hizo con Silvia, simplemente me amenazaba, – replicó Marisol.

– No importa, hermana – dijo Roberto – Bien, así lo suprimimos, no importa de qué manera, bien, puede enviar a todos nosotros al fuego de la inquisición, y ni siquiera el mismo rey nos ayudaría, ya que los legados del Papa no le someten. Ahora mismo salgo para Toledo. ¿Cuándo debe aparecer este tipo en la casa?

– Dentro de dos días – contestó Marisol con voz baja.

– Perfecto – dijo Roberto. Ya me estoy yendo. Mañana por la tarde llegaré llevando conmigo otros caballeros. Ya le derrocaremos.

Salió del salón. Doña Encarnación mandó a los sirvientes que dieran de comer a su hijo.

Después del desayuno le ganó el sueño ya que había estado en vela toda la noche. Sin embargo al cabo de dos horas ya estaba de pie, se despidió de todos, montó a su caballo y se puso a correr a todo correr hacia Toledo.

Al cabo de dos días Marisol y Doña Encarnación en el salón de su casa estaban esperando la visita de José María. En la habitación de al lado estaban escondidos Roberto con otros caballeros que habían venido de Toledo.

Cerca de las diez de la mañana su dichoso primo segundo apareció, vestido con traje azul, de calcetas oscuras, con su espalda a la talla. Al dejar su caballo cerca de la entrada, entró la casa y se dirigió directamente al salón donde lo esperaban Marisol y Doña Encarnación sentadas en los sillones grandes de color gris a ambos lados de la chimenea. Hizo reverencia, para observar las conveniencias, y acercándose a Marisol, le preguntó sin rodeos:

– ¿Has pensado en lo que te dije hace tres días?

La muchacha asintió con un movimiento de la cabeza.

– No me casaré contigo, José María – le contesto Marisol con voz de hielo. – No te amo.

– Pues, perfecto – pronunció José María con soberbia – no quieres que sea por las buenas, que sea por las malas.

Se acercó a la muchacha y le cogió del brazo con rudeza.

– Bien, te vas conmigo, bien, ahora mismo escribo una denuncia a la inquisición.

La intentó arrastrar detrás de si. La muchacha se puso a gritar. Doña Encarnación se lanzó en su ayuda.

En este preciso momento abrió la puerta, y Roberto con otros caballeros que estaban esperando en la habitación adyacente, entraron corriendo al salón, se acercaron al malhechor, y, con la rapidez de un rayo, lo capturaron y lo ataron. Este ni siquiera pudo defenderse o pronunciar una palabra.

Roberto con ayuda de dos compañeros suyos, llevó a su pariente a la calle, los demás trajeron caballos de la cuadra que estaba detrás de la casa. El desafortunado José María fue enarbolado a su caballo y este convoy formado por los caballeros de Su Majestad, estando a la cabeza Roberto, fue mandado directamente a Toledo, al Tribunal de la corte.

Doña Encarnación y Marisol parecían ni muertos ni vivos después de todo lo sucedido. Sólo al pasar una hora empezaron a volver en sí y se dieron cuenta por fin, que nadie les amenazaba más; así que pudieron tomar aliento.

Diez días después, el dichoso pariente de la familia Echeveria de la Fuente fue juzgado por el Tribunal del Rey y condenado al exilio del país a las colonias, por la pérdida del honor de caballero.

Roberto Echevería personalmente, le escoltó hasta Cádiz, donde el prisionero fue colocado en un navío que le iba a llevar a las islas para cumplir la condena.

Terminado el asunto, Roberto volvió a la casa y comunicó que nada más amenazaba a su familia. Todos los habitantes de la casa, por fin, podían dormir en paz.

– Y ¿si de repente huye y vuelve por aquí? – preguntó Marisol cautamente.

– Es posible, pero muy poco probable. Espero que se quede allí para siempre. Así que podéis vivir tranquilas.

Por la tarde Doña Encarnación organizó una pequeña cena familiar para celebrar aquel evento, a donde invitó a sus hermanas, tías de Marisol y a su abuela. Todos se alegraban por la prodigiosa liberación del peligro que amenazó a toda la familia, agradeciendo a Roberto por la discreción.

– Y ahora, ¿qué piensas hacer, mi hermana? – le preguntó a Marisol Roberto después de la cena – ¡no estaría mal que te buscáramos a un novio!

– Pienso irme a Andalucía para unos meses – le contestó Marisol – por aquí, en Madrid, sólo tengo disgustos. En nuestra finca me siento bien y tranquila. No importa que pronto llegue el invierno, no le tengo miedo.

Doña Encarnación se apenó, al saber de la decisión de su hija.

– Estarás sola allí, hija mía – le dijo con un suspiro – Y yo también me quedo sola en nuestra casa, pero tengo que estar aquí. ¡Ojalá que por lo menos Roberto se case pronto para que pueda criar a mis nietos!

– No te preocupes por mí, mamá – le consolaba Marisol. – Allí estaré muy bien en nuestra casa antigua, en nuestro jardín tan grande y hermoso, no importa en qué estación del año estemos; por aquí tienes a mis tías y a mi abuela, además Roberto y Jorge Miguel van a ir a visitarte con más frecuencia.

Quiero vivir allí unos meses para tranquilizarme, – añadió – ya pensaré que voy a hacer. Por aquí no me siento bien, parece que las mismas paredes me aprieten; ni siquiera puedo continuar mis ensayos con el coro, ya que todos vieron aquel incidente con José María. Ya no sé que puedan pensar de mi.

– Bueno, quizás, en realidad, así será mejor para ti – suspiró Doña Encarnación – vete con mi bendición, hija mía, ¡quién sabe!, acaso allí, en Córdoba, hallarás a tu prometido.

Por la mañana del día siguiente, a la entrada de la casa, a Marisol ya estaba esperándola el coche, para llevarla a Andalucía. La muchacha llevaba consigo a Silvia, su nueva sirviente. Su hermano Roberto debía acompañarla hasta Toledo.

Doña Encarnación lloraba abrazando a su hija y despidiéndose de ella. Al subir al coche, la muchacha extendió su vista mirando su casa por última vez. Pensó que su vida anterior se quedaba atrás. Le parecía que algo maravilloso, por fin, debía ocurrir en su vida, sustituyendo todas las penas y disgustos de los últimos años.

Por eso Marisol, con alegría, miraba los paisajes de la Castilla otoñal que pasaban ante su mirada, a través de las ventanillas del coche que la llevaba fuera, lejos de Madrid, al encuentro de una vida nueva.

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Возрастное ограничение:
18+
Дата выхода на Литрес:
25 ноября 2018
Объем:
330 стр. 1 иллюстрация
ISBN:
9785449380586
Правообладатель:
Издательские решения
Формат скачивания:
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