Читать книгу: «Diosidencias hacia la luz», страница 2

Шрифт:

A esta altura de la visita, yo ya me había olvidado de que mi amigo me esperaba en la heladería de enfrente, por lo que sin pensarlo ni planearlo hice un amplio recorrido del colegio, reencontrándome con viejos lugares y caras conocidas, pero que yo había catapultado en el cajón del olvido durante mucho tiempo.

Al terminar la visita, mi amigo ya no estaba en la heladería. Pero para mi sorpresa, me lo vuelvo a encontrar por la tarde de ese mismo día, en un bar donde yo había quedado para verme con dos tías de mi esposo. Según me dijo, era la primera vez que iba y, obviamente, no esperaba encontrarme allí.

Al terminar mi encuentro con las tías, me fui a la mesa de al lado donde él estaba tomando un café con unos compañeros de trabajo.

Fue así que se ofrecieron para acercarme al lugar donde yo pernoctaba, y durante ese trayecto mi amigo tomó una de mis manos, la izquierda, para ser exactos. La aprieta, la acaricia y la masajea de forma enérgica. No me llamó la atención, porque era un gesto que hacía siempre que nos veíamos. Como dije antes, y como saben los que lo conocen, además de extrovertido y gracioso, es muy cariñoso. Es de los que abrazan y no tiene vergüenza en decir te quiero a las personas a las que le tiene afecto. También es de lágrima fácil, por lo que no tiene problema ni vergüenza en llorar si una situación lo conmueve. Un personaje de aquellos que no es muy habitual encontrar.

Por esa razón, que tomara mi mano no me extrañó. Lo raro fue notar, en un momento dado, que mientras él la apretaba con fuerza, yo sintiera como una leve descarga eléctrica que comenzaba en la palma de mi mano, para terminar de forma literal, en mi corazón. Fue algo muy rápido, muy extraño, pero que yo atribuía, sin dudarlo, a todas las emociones que venía experimentando, desde el mismo momento en que me había bajado del avión.

Además de lo narrado, hubo muchos detalles conmovedores que iban haciendo que esos días fueran especiales e inolvidables.

Hago mención de este «raro suceso», porque unos meses después pasaría algo que tiene mucha relación con esta vivencia puntual con mi amigo Fabio y que cambiaría mi vida para siempre.

El día de la fiesta llegó. Fue un día muy emotivo. No solo por el reencuentro con personas que hacía veinticinco años que no veía, sino también, porque al rato de empezar el acto académico, ya sobre el escenario, mis compañeras de clases me alentaron para que leyera unas palabras que había escrito, pero que en principio eran para leerlas en petit comité. No creía que fuera capaz de hacerlo, porque siempre había sido muy vergonzosa, más aún, al tratarse de hablar o leer en público. En aquella ocasión éramos las tres clases que cumplíamos veinticinco años de egresados, como así también tres promociones que cumplían las bodas de plata, es decir, cincuenta años de egresadas. O sea, un salón de actos con un numeroso grupo de personas.

Sin meditarlo demasiado, leí aquellas palabras y percibí, a través del silencio, que muchas personas me escuchaban con atención.

Ese día, algo en mi interior también hizo un clic: estaba comenzando a tomar valor para permitirme vivir cosas diferentes, salir de mi zona de confort. El cambio profundo que experimentaría en poco tiempo, me iba a dar la valentía y la fortaleza suficiente para poder modificar todo aquello que no me gustaba de mi personalidad, a la vez que sería parte de un aprendizaje, casi forzoso, para lo que me tocaría vivir años después.

Hasta el último momento de ese viaje tan especial, me sentí muy arropada por mis seres queridos. Volví a mi casa muy mimada, y aunque no fuera todavía muy consciente de ello, algo o alguien había cambiado mi mirada, para poder empezar a ver y sentir las cosas de una manera diferente.

~Una mirada interior, es una mirada hacia la luz~

Hay frases hechas que son muy bonitas de leer, pero muy difíciles de aplicar en la vida cotidiana; no obstante, si de verdad se consigue llegar a un nivel de conciencia plena, como para lograr cambiar los parámetros con los que nos habíamos manejado durante toda nuestra existencia, la vida se transforma.

Los cambios no son fáciles, ni sencillos. Una vez que llegan, si logras aceptarlos y mantenerlos en el tiempo, es muy posible que afecte, no solo a uno mismo y de distintas maneras, sino también a las personas más cercanas de nuestro entorno.

Esto fue lo que pasó unos pocos meses después de volver de Argentina, de aquel viaje «angelado». Ese viaje donde había empezado a desperezar mi alma, que se iba despertando, poco a poco, de un sueño casi mortal.

A pesar de la alegría de haber disfrutado unos días tan gratificantes e inolvidables, poco tiempo después, mi estado de ánimo volvió a decaer. Otra vez me vi inmersa en un agujero negro del cual no encontraba salida.

Si lo miraba desde afuera, todo parecía estar bien: tenía una linda familia, un buen matrimonio con dos hijos preciosos, una casa bonita, auto, ya había conocido varios lugares bonitos del mundo…, ¿qué más podía pedir? Además, por fin había homologado mi título, pero a pesar de eso no tenía continuidad de trabajo en mi profesión. Pensaba que era eso lo que me faltaba: un trabajo que me hiciera sentir útil, feliz. Pero en eso también estaba equivocada, porque lo que en realidad me faltaba era la presencia de Dios en mi vida, ¡que no es poca cosa!

Con mi amigo Fabio, si bien nos habíamos visto dos o tres veces en mi viaje a Argentina, no habíamos tenido la oportunidad de profundizar en ninguna charla, porque bien los tiempos eran cortos o había otras personas que hacían que no fuera posible tener una conversación de ningún tema en particular, más que de cosas banales.

Una de mis características personales es que con tan solo mirarme a los ojos se puede saber cómo estoy e incluso las personas pueden percibir lo que pienso, porque por más que no hable, mis ojos parecen tener subtítulos, y en varios idiomas.

Mi amigo me conocía desde chica y siempre me cazó al vuelo, aunque yo no hablara o dijese lo que pensaba. Por esa razón, lo que ocurrió aquel día, comenzó de una manera extraña.

Nos vimos conectados en línea de manera casual. Comenzamos un chat, sin cámara ni audio, por lo que no veía ni mi cara, ni mi mirada. Uno escribía de un lado, el otro leía y viceversa. Ese día en particular, me hizo una pregunta cortita, concreta y directa:

—¿Cómo estás?

—La verdad que no muy bien. Creo que toqué fondo.

En ese momento y sin previo aviso, empezó a escribir una lista detallada de todas mis preocupaciones y de todos mis dolores. Fue así, cuando el día 23 de marzo del 2012, chateando con mi amigo del alma, el que siempre había sido gracioso, se puso serio.

Me quedé petrificada, porque a pesar de hacer años de no hablar demasiado con él, de no vivir ni siquiera cerca, percibió todos los motivos de mi tristeza.

—¿Cómo sabes todo eso? —le pregunté.

—¡Porque te conozco!

A pesar de estar a miles de kilómetros de distancia, parecía que me leía los pensamientos, aunque en realidad lo que hizo, fue una lectura sencilla y clara de mi alma. Esa que todavía, y hasta ese momento, yo no tenía certeza de que la tuviera.

Comencé a llorar de forma desconsolada, cuando leo en la pantalla:

—¡No llores!

—¿Cómo sabes que estoy llorando? —inquirí sorprendida.

—¡Porque lo siento!

Lloraba más y más, por lo que me sugirió de ir al baño para colocar mis muñecas debajo del agua fría, porque ello me ayudaría a relajarme. Fui e hice lo que me había dicho, porque en ese momento tuve claro que estaba pasando algo, que yo no tenía ni idea de qué se trataba y que tampoco podía controlar.

Mi escepticismo, aquel que era total y absoluto, empezó a derrumbarse para empezar a creer que había una fuerza o una energía poderosa superior a mí, que escapaba a mi raciocinio, pero que era capaz de transformarme.

Cuando me volví a sentar, más relajada, tal cual me había dicho él que sucedería, le digo:

—Ya está.

—Ahora apoya los pies descalzos en el suelo, con las manos sobre tus piernas.

Obedecí, porque entendí que él sabía algo que yo todavía no era capaz de percibir, y mucho menos, de entender. Confiando en lo que Fabio me iba diciendo que hiciera, estaba permitiendo de alguna manera, que algo en mí comenzara a cambiar.

—¿Te estoy abrazando, lo sientes?

Aún estando separados por la inmensidad de un océano, volví a sentir lo mismo que el día que Fabio apretó mi mano en Argentina, pero puedo asegurar que esta vez la descarga eléctrica que sentí, que recorría desde mi mano hasta el corazón, fue mucho más fuerte que la vez anterior, tan potente como si hubiese recibido una descarga de alta tensión.

~Una mirada sensible~

El día después, 24 de marzo de 2012, el día en que antiguamente se conmemoraba la festividad del Arcángel Gabriel, y día que se cumplían treinta y cinco años de la muerte de mi abuelo, fue cuando por fin sentí que mi vida se había transformado para siempre. Treinta y cinco años después de la muerte de mi alma, es cuando mi vida da un giro inesperado de ciento ochenta grados, sin posibilidades de volver al punto de partida inicial y, mucho menos, siendo la misma.

Tan solo un día después de ese abrazo de alta tensión, me di cuenta de que no podría retomar mi vida de la misma manera. Fui pasando por distintas situaciones que me confirmaban que algo, muy profundo, había cambiado para siempre en mi interior.

Ese día sábado, fue el primero del comienzo de mi nueva vida.

Pensé que debía viajar a Argentina para cerrar varios temas pendientes que habían quedado a raíz de la partida de mi padre, así como algunas cuestiones y charlas postergadas con mi madre, por ello viajé hasta Girona para reservar y comprar un pasaje. Creía, equivocadamente, que esas eran las cuestiones prioritarias a resolver, si quería dar varios pasos hacia adelante.

Recuerdo las palabras de mi hijo Iñaki —siempre trataba de que yo estuviera bien—, que me alentaron a hacerlo: «Mamá, si te vas a sentir mejor viajando a Argentina, no dudes en hacerlo».

El pasaje lo compré, pero no llegué a subirme al avión, ya que unos días antes de la fecha prevista del vuelo iba a suceder algo que no lo habría imaginado ni en mis peores pesadillas.

Recién llegada a Girona, me dirigí hacia la oficina donde compraría el pasaje, cuando veo a una señora con un gran cuadro con la imagen de los dos alados, tal vez los más famosos del mundo, pero que hasta ese momento me habían resultado indiferentes. Aunque no lo supiera todavía, al verlos, algo hizo que de alguna manera invisible conectara con ellos. A partir de entonces, esa conexión sería fuerte y constante, para mantenerse de forma eficaz en el tiempo.


«Dios es como el viento, lo toca todo».


Luego de ver a aquella señora «angelada», me dirigí a una tienda. Una empleada muy amable me recomendó, sin venir a cuento, una película francesa que se había estrenado en esos días.

—¡Qué casualidad! En estos días pensaba ir a verla —repuse sorprendida.

—¡Entonces está claro que tienes que ir! Estoy segura de que no es una casualidad que te lo dijera, porque en la vida, ¡todo son señales!—me contestó con una sonrisa muy especial en su rostro.

Al terminar de hacer esa afirmación sacó un libro de debajo del mostrador. Me sorprendió al ver la tapa: El laboratorio del alma, de Stella Maris Maruso, también argentina.

El subtítulo del libro me resultó atrayente: Historias para sanar que merecen ser contadas.

Luego, por los altoparlantes, una voz que publicitaba unos audífonos, dice: «Le podemos hablar más alto, pero no más claro».

A partir de ese día, sin duda, tenía que estar atenta a lo que veía, a lo que leía, a lo que oía, y, sobre todo, a lo que sentía.

Uno de esos días, después de desayunar, quería hacer cosas en el ordenador, pero se bloqueaba una y otra vez, sin razón aparente. ¡No podía hacer nada! Sentí que perdía mi tiempo, ya que no lograba avanzar. Como en la vida misma: ¡si nos bloqueamos, no avanzamos!

Entonces, decidí ir a comprar unas cosas que me faltaban para cocinar. De regreso a casa, entré en una tienda de regalos para el hogar que estaban liquidando por cierre. Tenían cosas muy bonitas. Entré preguntando por un pimentero, que hacía tiempo que quería comprar.

—No, pimentero no tengo —me dijo la dueña.

La señora fue muy agradable, por lo que me quedé mirando las cosas de la tienda. No soy de comprar por comprar, pero ese día me dejé llevar. Cuando había entrado, no había nadie, pero a los pocos minutos, ingresaron nuevos y potenciales clientes.

La dueña ya me estaba atendiendo a mí y, a medida que iba eligiendo, ella envolvía. En otro momento, al ver tanta gente le habría dicho de poner todo en una misma bolsa, para no hacerle perder el tiempo. Pero ese día lo sentía especial y quería que envolviese con papel de regalo todos los souvenirs, por más que las cosas fueran para mi casa. Lejos de mostrar un mal gesto, por si le hacía perder algún cliente por el retraso, se seguía comportando de una forma muy dulce y amable conmigo.

Elegí un angelito hecho en latón, que es el de la portada del libro: «Mi amigo del alma, mi alma secreta», y dos más que también son llamadores de ángeles: uno con una trompeta y el otro con una cítara. ¿Por qué compré angelitos cuando siempre me parecieron cursis y patéticos, y nunca había creído en ellos? También compré una brujita del mismo material, con un corazón en sus manos. Siempre pensé que era una brujita, pero ahora la veo como una niña con un gorro muy alargado, y con un corazón grande en sus manos, que por estar fuera, aparenta ser muy vulnerable. Luego compré dos sujetalibros con forma de libros, en cuyos lomos aparecía el mismo nombre: The reef, que en español quiere decir arrecife, y un arrecife es una roca. ¿Sería una alusión personal? ¿Me estarían diciendo que era dura como una roca o, al ser con forma de libro, sería una señal de que tenía que escribir uno?




Por último adquirí una pequeña barca cuyo nombre era Happy, con un vestido azul simulando ser la vela y un corazón con dos alas.

Happy es una palabra muy sobrevalorada, esa meta a la que yo nunca parecía tener acceso. Me gusta más la palabra peace, porque la felicidad es algo muy efímero; en cambio, la paz es un preciado regalo que una vez que se logra experimentar no deseamos volver a perder. Se transforma en un bien innegociable que debemos proteger de todos los factores externos que la puedan afectar.

La gente me hablaba de una manera especial o yo, al menos, lo percibía así. Todos opinaban sobre lo que compraba. Me pedían que les eligiera el color de una vela e incluso me preguntaban si me gustaba más una cosa u otra. A mí, que allá donde voy me gusta pasar desapercibida, o bien me creía invisible, ese día me sentí muy observada, pero de una forma dulce y sutil. Sentía como si flotara, como si actuara, como si jugara. Parecían actores de una película, y yo la protagonista. Estaba como en otro mundo, en otra dimensión y me dejaba llevar por la situación. No sabía el motivo por el cual había elegido cada una de aquellas cosas, ya que, tan solo un par de días atrás, no habría comprado nada de eso y, tal vez, ni siquiera habría entrado en la tienda. Las cosas no eran de mucho valor, pero tenían un profundo mensaje. El pimentero no era vital, pero ese día me «sazonaron» bastante la vida, y creo que se pasaron con el picante.


~Una mirada a la intención del alma~


El deseo es la voz del alma. Según la potencia de la voz del deseo, de la intención, hará o no, que se manifiesten los milagros.

Para poder vivir milagros, hay que pedirlos, desearlos desde el corazón.

«Pedid y se os dará». Esa fue la frase que hice consciente en esos días y, desde entonces, vivo pequeños milagros casi a diario. Por esa razón, fue para mí reveladora esta imagen del pedido de un deseo en un día de cumpleaños, ya que hasta entonces no creía en esas cosas. En cambio, cuando me empecé a sentir en otra frecuencia, estaba convencida de que, si mis pedidos eran desde el alma, se me concedería aquello que anhelaba.

Ella es la hija de una amiga, a la que llamamos de forma cariñosa: «Luchi». Su nombre es Lucía, que significa «luz». Esa misma noche del día 24 de marzo, la compartí en Facebook, con la leyenda:


«Yo tengo un deseo… ¿Cuál es el tuyo?».


Tan solo un día antes de hacer esa publicación había podido conectar con mi alma, con mi chispa interior, esa que nos conecta a la divinidad, a Dios. Así fue como se comenzó a manifestar en mi vida, para luego hacerlo de distintas maneras a lo largo del tiempo, a través de pequeños y maravillosos milagros, los que fui necesitando en cada trayecto del camino, para nunca más volver a caminar en medio de la oscuridad.

Es la mejor manera que encuentro de explicar aquello que ocurrió en décimas de segundos. Pueden pensar que es surrealista o una imaginación mía, pero ocurrió tal y como lo estoy contando.

Ya han transcurrido ocho años de aquel día. Ahora, con otra perspectiva, y después de todo lo vivido, he podido entender que Dios quiso que mi amigo fuera tan solo un instrumento, para que yo pudiese conectar de manera definitiva con todo lo divino.

En alguna charla posterior, me comentó que él le rezaba mucho al Espíritu Santo para que yo me convirtiera. Es indudable que el Espíritu actuó, porque ese momento, en el que casi provocan un incendio al activar mi chispa divina, fue tan solo el comienzo de una larga historia de increíbles «coincidencias», que de manera insistente e inevitable, me hacen mirar al cielo.

Hasta ese día yo no tenía ni idea de que mi amigo fuera tan creyente, por eso cuando en alguna ocasión le pregunté por qué nunca me lo había comentado, me contestó: «¡Eras tan escéptica que hubieses creído que estaba loco!».

Lo mismo empezaron a creer sobre mí, porque desde ese día, desde aquel 24 de marzo, empecé a vivir una realidad paralela.

Además de grandes «coincidencias», comencé a sentir la energía de la gente y de las cosas. Empecé a tener una fuerte transmisión de pensamiento con algunas personas, o sea, decían cosas sin venir a cuento, pero que yo había pensado días antes. O pensaba en alguien, y esa persona tocaba el timbre, me escribía o llamaba por teléfono. Fueron días de muchísima actividad física, mental y espiritual. Vivía muchas cosas «especiales» que, hasta el momento de haber sentido ese abrazo de mi amigo, nunca me habían ocurrido; o bien yo no estaba alerta como para poder percibirlas. Era como si yo formara parte del elenco de una película donde mi papel era el de una mujer con superpoderes. Pensaba que venía a cambiar el mundo, aunque después entendí que primero tenía que transformar mi pequeño mundo. Tenía que cambiar yo para ver los cambios, al menos, a mi alrededor.

Dormía poco, casi no comía y me olvidaba de tomar la hormona de la tiroides, por lo que todo se me empezó a escapar de las manos.

Fue como si aquel abrazo hubiese dado un inicio simbólico a una nueva etapa, como si con el chasquido de dos dedos hubiese cambiado de golpe la sintonía en la que había vivido hasta entonces. Por fin entendí, después de ese fuerte sacudón, que tenía que cambiar todas aquellas cosas que no me gustaban de mí. De golpe se cayeron todas las máscaras que ocultaban mi auténtico yo y mi verdadero potencial. A la vez necesitaba buscar y encontrar la verdad de aquellas cosas o situaciones que no tenía claras, y que por alguna razón me negaba a indagar o a interpelar. Sentía que me quedaba poco tiempo de vida y por esa razón tenía que dejar todo en orden. Empezaron unos días de limpieza interna y externa que se prolongarían en el tiempo. Me di cuenta de que no podía vivir más anclada en el pasado, que debía aceptar las pérdidas, así como perder los miedos para salir de mi zona de confort. Tenía que lograr mi bienestar interior para brindar a mis hijos mi mejor versión. Comenzó una búsqueda apresurada de la paz interior que había perdido hacía muchos años. Pero ya se sabe: las prisas nunca son buenas.

A la vez sentía que, en esta nueva sintonía, podía recuperar la conexión perdida con Dios de tantos años. Y como si se tratara de una ironía de la vida, con los primeros que conecté, fueron con los ángeles, esos «personajes alados» en los que menos creía, por lo que es, como dice el famoso dicho: «Si no te gusta la sopa, tómate dos tazas».

A partir de esa nueva etapa que acababa de comenzar, pude darme cuenta de que mi hijo Iñaki era un ángel más en mi vida, que había venido a este mundo para anclarme a la tierra, ya que varias veces tuve ganas de desaparecer de ella. Si no llegué a cometer ninguna tontería, fue porque sabía que les arruinaría la vida a mis dos hijos, pero principalmente a Iñaki, por su extrema sensibilidad y por el amor incondicional que siempre me profesó.

Mi hija Sol tuvo siempre mucho carácter. Yo pensaba, de forma errónea, que era muy fuerte y que podría llegar a soportar mi pérdida con más entereza. Con el tiempo aprendí que esa era su coraza de cara al mundo, para esconder un corazón frágil que se terminó de fracturar con la partida de Iñaki. Mis dos hijos, además de ser grandes personas, fueron grandes maestros para mí.

Cabe agregar, que lo que terminó de confirmar mi teoría de que Iñaki era, es y seguirá siendo un ángel, fue su rápida partida, tan solo seis años después de aquel episodio que cambiara mi vida y, de alguna manera, también las suyas. Su partida nos sacudió a todos, partiéndonos el corazón para siempre, a la vez que fuimos entendiendo con mucho dolor, que ya había cumplido su misión entre nosotros. Desplegó sus alas en un tiempo donde yo ya estaba con algo más de fuerzas, y algo más preparada, como para soportar semejante pérdida, tan indescriptible dolor. Mi corazón, seguramente nunca se recuperará, pero la parte que lleva su nombre está conmigo, haciéndome sentir en muchos momentos que permanece a mi lado, como un ángel.

Volviendo a esos días de alto voltaje, sentía que se hacía cierta la totalidad de esa frase del evangelio que dice: «Pide y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá». Era tan brutal la conexión, que hasta en algún momento pensé que tenía una cámara oculta en mi casa que me observaba. Era como que todo lo que me proponía hacer, se me facilitaba de una manera especial, fácil. Fue como que tenía el mundo a mi merced, cuando antes todo parecía trabarse una y otra vez, ya que siempre vivía con la sensación de que el mundo confabulaba contra mí.

Sí, fue muy surrealista todo lo vivido, es cierto, y ahí estuvo el problema. Pretendía explicar lo que me pasaba, quería que pudieran experimentar esa sintonía, pero como es obvio, ellos no veían ni sentían las cosas como yo las percibía, ni como yo las sentía.

Entendí que necesitaba pocas cosas para ser feliz. Nunca había sido muy apegada a las cosas materiales pero, a partir de ese momento, lo fui menos. He regalado mucha ropa, muchos objetos que había en casa, porque sentía que ocupaban un sitio que, en realidad, estaban tratando de ocultar un gran vacío. Y es que el vacío espiritual no se llena con cosas, de eso creo que a nadie le cabe duda.

Apagué la televisión y nunca más la encendí. En la actualidad, miro solo películas o alguna serie. Pueden pasar días o semanas en que la caja boba está apagada. Eran todos ruidos externos que no me permitían conectar con mi silencio interior, que es allí donde se encuentran todas las respuestas. No podía seguir mirando las malas noticias del mundo, porque ni siquiera me podía hacer cargo de mi pequeño caos interno, de mi minúsculo mundo. Quemé papeles innecesarios que venían ocupando también cajones, que tal vez era preferible que estuvieran vacíos. Necesitaba vaciarme de todo aquello que me pesaba, porque quería sentirme más liviana para caminar más ligera, sin pesos en mi mochila que me inmovilizaran por más tiempo. Escribí cartas destinadas a algunas personas que, tal vez, no supieron apreciar en ese momento su verdadero sentido, porque les abrí mi alma, tal vez de una forma tan descarnada, que fueron incapaces de reconocerme en cada una de mis palabras.

Me emocionaba escuchar el sonido de las campanadas de la iglesia que estaba a tan solo cuatro calles de nuestra casa. Cada quince minutos, su sonido tenía un efecto especial en mi interior, que me hacía vibrar y recordar la cercanía de Dios. Antes de aquellos días, era tan solo un ruido molesto, que en el insomnio que padecía en esa época, no hacía más que aumentar mi mal humor, de manera exponencial, a la cantidad de veces que sonaban.

Comencé a hablar de ángeles, de Jesús, de María, de Dios, cuando hasta entonces me daba vergüenza ajena que alguien lo hiciera. Había renegado toda mi vida de «Ellos»; sin embargo, a partir de ese momento, los integré sin vuelta de hoja a mi vida cotidiana.

Cuando uno tiene una experiencia de impacto con lo divino, no lo puede ocultar ni esconder. Es más, tiene una necesidad imperiosa de comunicar, de compartir su testimonio, y es ahí cuando todo se puede ir al garete.

Al ver todo con tanta claridad y sentir tanto la presencia divina, cometí el error de intentar convencer a los demás de que vieran las cosas tal cual yo las percibía. Pero conseguí el efecto contrario: ¡todos creyeron que había perdido la cabeza!

En mi interior sentía que había comenzado para mí un camino nuevo, un camino que me iba a llevar a encontrar la paz interior que tanto anhelaba y que, hasta ese día, parecía tan solo una triste utopía. Había tocado fondo y había salido eyectada con dirección al cielo, por eso hubo que encontrar una velocidad placentera, una velocidad crucero para poder disfrutar del viaje, aunque llevó un tiempo bastante mayor al que me hubiese gustado. En definitiva, era como que todo me hablaba de una forma clara y directa, percibiendo lo que llamamos «señales». Se podría decir que: «veía señales hasta en la sopa».

Algo también muy llamativo es que, por alguna razón, los números empezaron a tener importancia para mí. No sabía muy bien por qué, ni para qué, pero fue algo que sucedió: cuando veía números, los empezaba a sumar de forma sistemática. Escribiendo «Señales», pude descifrar el mensaje que me enviaban a través de los números.

Siete días después, fue el cumpleaños de mi esposo: cumplía cincuenta años. Tuvo un festejo de lo más especial, ya que yo ya estaba en una versión desconocida: ¡era una nueva María Eugenia! Empezaba a hacer gala de mi segundo nombre, porque Eugenia quiere decir «bien nacida» o «de doble nacimiento». Sin duda alguna, la descarga eléctrica que había sentido aquel día me había fulminado, y estaba ahora renaciendo de entre las cenizas.

Toda esta «reconexión espiritual» transcurrió en una casa que veníamos alquilando desde hacía un par de años, en cuya puerta de entrada y por encima del llamador había un Sagrado Corazón de Jesús de bronce. Y ya se sabe que si está el Hijo en algún lugar, la Madre no anda muy lejos porque, al lado de la puerta trasera que daba al patio, había una pequeña figura de la Virgen de Fátima. Toda una garantía de que, al menos, uno de los habitantes de esa casa saliese convertido: ¡estábamos rodeados!

Pero no fue nada fácil, porque las crisis, los cambios o, en definitiva, una potente conversión como la mía, es un camino a recorrer bastante doloroso, donde no todas las personas que quieres te pueden acompañar. Van quedando por el camino: familiares, amigos, conocidos que te juzgan u opinan a la ligera, te critican, te diagnostican, te medican, te hacen el peor de los pronósticos con infalibles planes de tratamiento, sin saber en verdad, qué es lo que te ha ocurrido, cómo estás o cómo te sientes, pero sí te da una ventaja. Sufrir una crisis, cambiar o convertirte, te da una fortaleza interior tan grande, que ignoras el qué dirán o el tratar de complacer a todos. Empiezas a escuchar y, sobre todo, a callar para no decir tonterías sobre los demás, ni nada que no sumen cosas positivas a tu vida. Es como una necesidad imperiosa de apagar los ruidos externos, para poder escuchar tu voz interior, tu intuición; o sea, la voz de tu alma, ese lugar invisible donde Dios nos habla con calma. Pero somos humanos y, a veces, la realidad o algunas personas te quieren arrastrar, una vez más, hacia atrás, hacia viejos patrones. En ese caso, hay que zafarse lo más rápido posible de todo lo que no hace bien, para no perder el horizonte, para no perder el norte en nuestra brújula interna.

Está claro que para los demás no era fácil entender un cambio tan brutal, más si tenemos en cuenta que fue de un día para el otro. Al escribir la palabra «cambio» recuerdo una imagen de una mariposa que apareció unos cuantos días antes del «fulminante abrazo de mi amigo» en un pequeño tapial de esa casa donde vivíamos. Las mariposas jamás me gustaron, las encontraba muy cursis, pero esta, además de grande, era rara y vistosa. Al ver que se quedaba un buen rato posada sobre el tapial, me fui rápido, a buscar mi máquina de fotos. Pensaba que estaba lastimada y que, por esa razón, permanecía inmóvil.

Con ese pie de foto, compartí la siguiente imagen en Facebook. Ahora siento que siempre percibí a Dios, sobre todo, en la naturaleza, pero no creía que yo fuera visible a sus ojos.




El significado espiritual de la mariposa es:

«Entre los antiguos, la mariposa era el emblema del alma y de la atracción inconsciente hacia lo luminoso, símbolo del renacer. Una mariposa es símbolo de transformación total. Representa la necesidad de cambio y mayor libertad y, a la vez, valentía. Una mariposa pasa de arrastrarse en la tierra a tocar el celeste azul del firmamento con una sensación de ligereza. En pocas palabras, podría tratarse del mismo significado de la vida humana; al fin y al cabo, todos luchamos por ser mariposas.

399
477,84 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
283 стр. 73 иллюстрации
ISBN:
9788418631603
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

С этой книгой читают