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Capítulo 2

O! ressource assurée,

Viens ranimer leur langueur desoeuvrée:

Leur âme vide est du moins amusée

Par l’avarice en plaisir déguisée.*

El juego me alivió de la insufrible languidez que me oprimía. Me interesé en las apuestas, me animé y, en resumen, encontré en el juego un nuevo estímulo y me volqué en él sin medida. Me agradaba inmoderadamente todo aquello que me aportaba sensaciones nuevas. Me pasaba día y noche en la mesa de juego. Recuerdo, en una ocasión, en que estuve tres días y tres noches en el cuarto de juegos de una conocida casa de la calle St. James,* con los postigos cerrados, las cortinas corridas y las velas encendidas todo el tiempo. Incluso las habitaciones adjuntas también estaban iluminadas por velas, para que cuando se abrieran las puertas para traer refrigerios, no nos alcanzara ningún rayo de sol delator que nos recordara cómo pasaban las horas. Ignoro cómo la naturaleza humana soporta tamaña fatiga. Apenas nos permitíamos parar para ingerir el sustento que exigían nuestros cuerpos. Finalmente, uno de los criados que llevaba la puntuación, que había estado en la sala con nosotros desde el principio, dijo que no podía más y que necesitaba dormir. Con no pocas dificultades consiguió una tregua de una hora y en cuanto salió de la habitación cayó rendido en el mismísimo umbral de la puerta. Según el reglamento de la casa, le correspondía una bonificación por cada transmisión de propiedad que se produjera en la mesa de juego y había ganado, en el transcurso de estos tres días, más de trescientas libras. El sueño y la avaricia habían pugnado hasta el límite pero al final, al ser hombre de hábitos vulgares, el sueño había prevalecido. Los demás estábamos completamente despiertos. Jamás olvidaré la imagen de uno de mis nobles compañeros, sentado mirando fijamente el minutero del reloj que sostenía en la mano mientras continuamente exclamaba: «¡Esta hora es eterna!». Se llevaba el artilugio al oído para comprobar que no se hubiera parado y luego maldecía al perezoso sirviente por haberse quedado dormido y afirmaba que, si hubiera dependido de él, jamás habría consentido esta pérdida de tiempo. En el mismo instante en que se cumplió la hora, ordenó que despertaran a «aquel zángano» y nos metimos de nuevo en harina. En esta sentada cambiaron de manos 35 000 libras. Yo fui afortunado, perdí una minucia —diez mil libras, pero no podía esperar tener siempre tanta suerte—. Y llegamos a la vieja historia de la ruina por el juego. Mi Juan de las Balanzas* inglés me advirtió que no podía avanzarme más dinero; mi agente irlandés, de quién había extraído adelantos inmisericordes, ya no podía complacerme más y abandonó su puesto después de haberse hecho rico a mi costa. Despotriqué contra todos ellos, pero eso no servía para pagar mis deudas de honor. Vituperé a mi abuelo por haberme atado tan corto; no podía ni hipotecarme ni vender: mi hacienda irlandesa se habría vendido de inmediato, de no haber estado adjudicada a un tal señor Delamere. El placer de maldecirlo, a pesar de no haberlo visto nunca ni saber nada de él excepto que iba a ser mi heredero, me consoló en gran medida. Delamere murió, dejando una sola hija que era todavía una niña. Con ello aumentaron mis posibilidades de hacerme con la propiedad absoluta y sin cargas de la hacienda: vendí esté aumento de valor a los prestamistas judíos y seguí apostando. La señorita Delamere, algún tiempo después, contrajo la viruela. Gracias a su enfermedad pude seguir jugando cantidades astronómicas de dinero.

La niña se recuperó. Me cerraron el grifo del dinero y me vi en la tesitura de hacer frente a mis deudas. En este dilema recordé que había tenido un tutor y que nunca había ajustado cuentas con él. Crawley, que seguía siendo mi factótum y adulador en lo ordinario y extraordinario, me informó, después de estudiar las cuentas, que, si reclamaba legal o judicialmente, el dinero que se me debía era un auténtico potosí. Así que acudí a la justicia y la ansiedad producida por el juicio podría, en cierto grado, haber substituido a la emoción del juego, pero no fue así porque todos mis asuntos los llevaba Crawley y le ordené que no me mencionara el tema hasta que se hubiera alcanzado un veredicto.

El veredicto no me fue favorable. Se demostró en juicio oral, gracias al testimonio de mis propios testigos, que yo era un insensato; pero no existía juez, jurado ni tribunal capaz de creer que yo fuera tan insensato como mis actos indicaban, así que, en consecuencia, tampoco creyeron que mi tutor pudiera ser el grandísimo granuja que era, y lo absolvieron. ¿Qué podía hacer yo ahora? Era el fin. Del mismo modo que un salteador de caminos sabe que al final acabará en la horca, y actúa en consecuencia, un joven extravagante sabe que, tarde o temprano, acabará casado. Nadie sentía mayor horror ante esa catástrofe que yo, pero luchar contra mi destino habría sido en vano. Mi opinión sobre las mujeres se había formado a partir de las bromas vulgares de mis compañeros y de mi propia relación con las peores representantes de su sexo. Nunca había sentido la pasión del amor y, por supuesto, creía que era algo que quizá había existido en épocas pasadas pero había quedado francamente obsoleto en nuestros días, al menos entre la gente de mundo. En mi imaginación, las jóvenes se dividían en dos clases; las que podían adquirirse y las que querían adquirir. Entre estas dos categorías la división la marcaba externamente cierto grado de ceremonia, aunque yo estaba persuadido de que no existía ninguna diferencia esencial entre ambas. Sí existía, no obstante, cierta diferencia entre ambas clases en cuanto a mis sentimientos hacia ellas: de la primera clase estaba cansado, y a la segunda, la temía. ¡Miedo! ¡Sí! Tenía pavor de ser cazado. Con estos miedos, y estos sentimientos, debía ahora elegir esposa. La escogí según la tabla decimal: unidades, decenas, centenas, miles, decenas de miles, cientos de miles. Me contentaba, como dirían los periódicos, con llevar al altar del himeneo a cualquier bella joven cuya fortuna fuera de seis cifras. Tan pronto se conocieron mis intenciones, los amigos de una joven heredera que deseaba adquirir un título nobiliario, arreglaron un encuentro entre ambos. Mi esposa tenía cien vestidos de novia, tan elegantes como pudieron diseñar un selecto comité de modistas y sombrereros franceses e ingleses. El más barato de estos atuendos, si no recuerdo mal, costaba cincuenta guineas; el más admirado ascendía a unas quinientas libras, y los mejores jueces en la materia lo consideraban maravillosamente económico por ese precio, pues ni siquiera la esposa de un nabab arrastró nunca encaje tan fino sobre el polvoriento suelo de Inglaterra. La costurera expuso los vestidos durante unos días para solaz del público, y declaró que había perdido más de una noche de sueño para crear una serie de vestidos tan variada y lo bastante majestuosa y distinguida para la ocasión. Los joyeros también pidieron y obtuvieron permiso para exponer los distintos juegos de joyas, que eran tan numerosos que ni siquiera la propia lady Glenthorn los conocía todos. Un día, poco después de la boda, alguien en el campo de juego, admirando la prodigiosa calidad de sus diamantes, le preguntó dónde los había comprado.

—La verdad —dijo ella—, es que no lo sé. Tengo tantos juegos de joyas distintos que no sé si es mi juego de París, de Hamburgo o de Londres.

¡Pobrecita! Creo que su idea fundamental de un matrimonio feliz era ser dueña de las joyas y la parafernalia de una condesa. Desde luego, era la única de sus esperanzas al casarse conmigo que iba a verse hecha realidad. Creí que era viril y moderno mostrarme indiferente, incluso despectivo, hacia mi esposa: la consideraba solo una molestia que debía soportar para disfrutar de mi fortuna. Además de las ideas desagradables que habitualmente se asocian con la palabra esposa, tenía mis motivos particulares para aborrecer a lady Glenthorn. Antes de que sus amigos consintieran que yo tomara posesión de su fortuna, exigieron que prestara solemne juramento de que no volvería a jugar, así que me vi obligado a abjurar de la mesa de juegos y de las pistas, las dos únicas cosas en la vida que me mantenían despierto. Atribuí enteramente a mi esposa la exigencia de este voto extraído mediante extorsión y, en consecuencia, mi aversión por ella fue mayor que la natural en los hombres que se casan por dinero. Sin embargo, esta aversión disminuyó. Lady Glenthorn sencillamente era una mujer infantil, y yo un hombre irascible. La consideraba un ser ridículo, pero decírselo continuamente era agotador. Si no se cruzaba en mi camino, dejaba pasar las ocasiones de recordárselo, e incluso me olvidaba de ella. Era demasiado frívola como para odiarla, y a mi mente le resultaba difícil sostener la pasión del odio. El hábito del ennui era más poderoso que todas mis pasiones juntas.

Capítulo 3

O darnos cuenta de lo que creemos fabuloso, era la ración habitual de Heliogábalo.*

Tras mi matrimonio mi vieja dolencia empeoró hasta hacerse insoportable. Me parecía que lo único que me quedaba en la vida eran los placeres de la mesa. La mayoría de los jóvenes de cualquier tono son, o fingen ser, expertos en la ciencia del buen comer. No hablaban de otra cosa que de salsas y cocineros, de qué platos habían hecho famoso a qué chef y sobre si su fuerte eran las salsas claras u oscuras, las sopas, las lentejas, la bechamel, la marinera, los adobos, etc. Después del debate sobre la calidad de sus obras, venía la discusión sobre la genealogía de los cocineros: en qué casa había trabajado antes el cocinero de milord C——, qué le pagaba a su cocinero lord D——, de dónde habían sacado a esos genios, etcétera. No puedo decir que nuestra conversación en estas selectas cenas, a las que no se invitaba a ninguna dama, fuera muy entretenida, pero los auténticos gourmets detestan el ingenio en la mesa, y los brindis en cualquier lugar. Creo que observé que entre estos conocedores no había prácticamente ninguno a quien su delicado paladar no le produjera cada día más dolor que placer. Siempre había algo cruel que estropeaba el resto o, si la cena había sido excelente y ni siquiera el crítico más quisquilloso podía encontrarle ningún defecto, siempre existía el riesgo de que a uno lo sentaran lejos de su plato favorito, o el peligro mucho mayor de ser elegido para repartir las raciones en la cabecera o extremo de la mesa. ¡Cuántas veces habré visto a algún corpulento caballero de este grupo maniobrar con destreza para evitar el dudoso honor de tener que cortar una pierna de venado!

—Pero ¡por el amor de Dios! —dije yo cuando en un susurro confidencial me llamaron por primera vez la atención sobre este asunto—. Pero ¿por qué odia tanto servir? Si lo hace, estará en inmejorable situación para servirse cuanto quiera y de la parte que quiera, cosa que nadie más puede hacer.

—¡No! Quien corta y sirve la carne tiene que dar los mejores trozos a los demás. Y todo el mundo sabe cuáles son las mejores partes tan bien como él: todo el mundo sabe lo que hay en el plato del vecino y lo que debería haber, y qué queda en la bandeja.

Descubrí que se trataba de un asunto de mucho cálculo, un juego en el que nadie podía hacer trampas sin ser descubierto y sometido a escarnio público. Emulé, y pronto igualé a mis más experimentados amigos. Me convertí en el perfecto epicúreo y me recreé en el personaje, pues podía representar el papel sin ningún esfuerzo intelectual y, además, estaba de moda. No puedo decir, sin embargo, que llegara nunca a comer tanto como mis compañeros. A uno de ellos lo oí exclamar en una ocasión, tras una cena especialmente monstruosa:

—Ojalá mi digestión estuviera a la altura de mi apetito.

No querría que se me tildase de exagerado, y por ello no enumeraré las gestas que he visto realizar a estos valientes héroes de la mesa. Después de ver lo que he visto, por no hablar de lo que yo personalmente he logrado, me lo creo todo sobre la capacidad del estómago humano. Puedo incluso dar crédito a la cena que Madame de Bavière afirma que vio ingerir a Luis XIV, que consistió en: «quatre assiettes des différentes soupes; un faisan tout entier; un perdrix; une grande assiette pleine de salade; du mouton coupé dans son jus avec de l’ail; deux bons morceaux de jambon; une assiette pleine de pâtisserie; du fruit et des confitures!».* Ni puedo tampoco dudar de la exactitud del historiador que asegura que un emperador romano,* uno de los más moderados de los glotones imperiales, desayunaba quinientos higos, cien melocotones, diez melones, cien currucas y cuatrocientas ostras.*

El epicureísmo no fue más popular durante la decadencia del Imperio romano de lo que lo es hoy en día entre los jóvenes nobles y ricos de Gran Bretaña. Ni uno de mis selectos compañeros de mesa habría sido digno de tomar parte en los debates sobre el rodaballo inmortalizados por el satírico romano.* Un amigo mío, obispo, fue un día a su cocina a observar un gran rodaballo que el cocinero estaba preparando. Al cocinero le había parecido tan grande que le había cortado las aletas:

—¡Qué desperdicio! —gritó el obispo, e inmediatamente le pidió al cocinero que se quitase el delantal y se lo diese, se lo colocó sobre su sotana y volvió a coserle las aletas al rodaballo con sus propias y episcopales manos.

A juzgar por mi propia experiencia, atribuyo el epicureísmo, que tan de moda está, en buena parte al ennui. Muchos ceden a este hedonismo porque no tienen otra cosa que hacer. Téngase en cuenta que lo único que nos queda a los que no disponemos de la energía necesaria para disfrutar de los placeres de la mente es entregarnos a las indulgencias de los sentidos. Me atrevo a decir que si Heliogábalo fuera llamado a prestar testimonio en su propio caso y se le pudiera explicar el significado de la palabra ennui, sin duda estaría de acuerdo conmigo en que fue la causa de la mitad de sus vicios. El hecho de que ofreciera una recompensa a quien le descubriera nuevos placeres es mejor prueba de ello que cualquier confesión. Doy gracias a Dios por no haber nacido emperador, pues me habría convertido en un auténtico monstruo. Aunque no siento la menor inclinación hacia la crueldad, puede que la hubiera adquirido meramente por experimentar la emoción que provocan las auténticas tragedias. Por fortuna, yo era solo un conde epicúreo.

Mi afición a los excesos de la mesa perjudicó mi salud y fue necesario realizar violentos ejercicios físicos para contrarrestar los efectos de mi intemperancia. Mi máxima era que un hombre podía comer y beber cuanto le viniera en gana si luego hacía el necesario ejercicio. Reventé catorce caballos* y sobreviví, pero me cansé de reventar caballos y seguí comiendo sin templanza. Se apoderó de mí un mal nervioso, acompañado de una melancolía extrema. Frecuentemente se me ocurría poner fin a mi existencia y en muchas ocasiones incluso llegué a decidir cómo lo haría, pero motivos muy poco importantes, y aparentemente irrelevantes o ridículos, impidieron que lo llevara a cabo. En una ocasión me mantuvo vivo una pocilga, que quería ver terminada. En otra ocasión pospuse acabar conmigo hasta que una estatua, que acababa de comprar por mucho dinero, fuera colocada en mi salón egipcio.* Por la torpeza del transportista, se rompió el pulgar de la estatua. Ese pulgar roto me salvó la vida, pues convirtió el ennui en ira. Como Montaigne y su salchicha,* ahora tenía algo de lo quejarme, y eso me hacía feliz. Pero al final mi enfado remitió, el pulgar dejó de servirme como tema de conversación y recaí en el silencio y en la más negra melancolía. Estaba «cansado del sol»;* volvieron los pensamientos suicidas. Estaba en esos momentos a punto de cumplir veinticinco años. Se preparaba la celebración de mi cumpleaños. Lady Glenthorn me había convencido de que pasara el verano en Sherwood Park, porque para ella el lugar era nuevo. Llenó la casa de gente y jaleo, lo que aumentó mi descontento. Llegó mi cumpleaños —yo deseaba morir— y decidí pegarme un tiro al terminar la jornada. Me metí una pistola en el bolsillo y desaparecí hacia el final de la tarde sin que ninguno de mis joviales compañeros reparara en mi ausencia. Lady Glenthorn y sus amigos estaban bailando, y yo estaba cansado de tantos ruidos felices. Tomé el sendero privado al bosque aledaño a la casa, pero me crucé con uno de mis criados que traía un excelente caballo que uno de mis viejos aparceros me enviaba de regalo por mi cumpleaños. Hice ensillar y embridar el caballo, el criado me sostuvo el estribo y lo monté. El hombre me dijo que la puerta privada estaba cerrada, e hice dar la vuelta al animal hacia la entrada principal. Fuera, junto a la puerta, sentada en el suelo, envuelta en una gran capa roja, había una anciana, que se levantó y se lanzó hacia mí en cuanto me vio, estirando sus brazos y la capa al mismo tiempo.

—¡Ay! ¿Eres tú a quien ven mis ojos? —gritó, con un fuerte acento irlandés.

Ante el grito y la visión de la mujer abalanzándose hacia nosotros, mi caballo, que era tímido, reculó un poco. Le ordené a la mujer que despejara el camino.

—¡Dios bendiga tu dulce rostro! Soy Ellinor, la nodriza que amamantó cuando eras un bebé en Irlanda. Hace mucho que quería verte —continuó, cerrando los puños y permaneciendo en medio de la puerta, a pesar de mi caballo, al que yo espoleaba para que avanzara.

—¡Quítese de en medio, por el amor de Dios, buena mujer, o haré que mi caballo le pase por encima! ¡So! ¡So! ¡So! —dije, yo, dando unos golpecitos a mi inquieta montura.

—¡Oh! Si es un animalito tímido ¡Dios lo bendiga! Ahora está manso como un corderito y yo tengo que daros un beso a uno de los dos —gritó ella, echándole los brazos al cuello al caballo.

El caballo, poco acostumbrado a este tipo de saludo, se encabritó de repente y me tiró al suelo. Me golpeé la cabeza contra el pilar de la puerta. Lo último que oí fue el disparo de una pistola, pero desconozco qué sucedió después. El golpe me dejó aturdido e inconsciente. Cuando abrí los ojos me encontré tendido sobre uno de los cojines de mi landó y rodeado por una multitud de personas, que hablaban todas a la vez. Entre el ruido de voces no pude distinguir lo que decía nadie hasta que la del capitán Crawley se elevó por encima del resto, diciendo:

—¡Llamen inmediatamente a un cirujano, pero no hay nada que hacer! ¡Nada que hacer! Lleven el cuerpo al pabellón de banquetes, yo voy corriendo a avisar a lady Glenthorn.

Comprendí que creían que estaba muerto. Yo, en ese momento, no tenía la sensación de estar herido. Tenía curiosidad por saber cómo reaccionarían todos a mi defunción, así que cerré los ojos antes de que nadie percibiera que los había abierto. Me quedé inmóvil y procedieron a llevarme, siguiendo las órdenes del capitán Crawley, al pabellón de banquetes. Cuando llegamos allí, mis sirvientes me tendieron en uno de los divanes y la multitud, su curiosidad más que satisfecha, se dispersó poco a poco hasta que solo quedaron junto a mí un criado y mi administrador.

—No creo que esté muerto —dijo el criado—. Todavía le late el corazón.

—Oh, pero es como si lo estuviese, porque no mueve ni manos ni pies y dicen que es seguro que se ha roto el cráneo. Será mejor esperar a ver que dice el cirujano, pero estoy seguro de que no vendrá. Ahora Crawley hará de su capa un sayo en todo, y a mí más me vale poner tierra por medio.

—Allá ellos cómo se apañen—dijo el criado—, yo solo espero poder cobrar mi sueldo.

—¡Cómo engañó Crawley a mi señor! —dijo el administrador.

—¡Y qué insensato fue mi señor —dijo el criado— permitiendo que lo gobernase, y que gobernase a su gente, un advenedizo como ese! Con su permiso, señor Turner, iré a la casa a hablar con James y regresaré de inmediato.

—No, no, Robert, debes quedarte aquí mientras me acerco a casa a cerrar con llave mis aposentos antes de que Crawley empiece a registrarlos.

Y así me quedé solo con el criado. Apenas se había marchado el administrador cuando escuché una voz que, en voz baja y con tono de gran preocupación, preguntaba:

—¿Está muerto?

Entreabrí los ojos para ver quién había hablado. La voz procedía de la puerta que estaba frente a mí y mientras el criado volvía la espalda para mirarla, yo levanté la cabeza y vi que se trataba de la anciana que había provocado mi accidente. Estaba de rodillas en el umbral, con los brazos cruzados sobre el pecho. Nunca olvidaré su rostro, que era la misma imagen de la desesperación.

—¿Está muerto? —repitió.

—Diría que sí —contestó el criado.

—Por el amor de Dios, dejadme entrar, si está ahí dentro —gritó ella.

—Pues entre, si quiere, y quédese mientras yo me acerco a la casa.*

El criado se marchó y mi vieja nodriza, al verme, fue presa de un dolor agónico. No entendí ni una palabra de las que pronunció, pues hablaba en su lengua nativa, pero sus lamentos me llegaron al corazón, puesto que salían directamente del suyo. Se abalanzó sobre mí y sentí como sus lágrimas caían sobre mi frente. No puede abstenerme de susurrar:

—No llores… Estoy vivo.

—¡Bendito sea Dios! —exclamó ella, incorporándose por la sorpresa, y acto seguido se hincó de rodillas para dar gracias a Dios.

Entonces, llamándome por todos los nombres cariñosos que las nodrizas suelen emplear con sus niños, alternó las súplicas de que la perdonase con imprecaciones hacia sí misma por haber sido la causa de esta desgracia y oraciones por mi recuperación.

El gran afecto que esta pobre mujer sentía por mí me emocionó más que ninguna otra cosa en mi vida hasta entonces; parecía ser la única persona en la tierra que realmente me quería y, a pesar de su vulgaridad y de mis prejuicios contra el tono en que hablaba, despertó en mí sentimientos de ternura y gratitud.

—¡Mi buena señora, si vivo, he de recompensarte! Dime qué deseas —dije yo.

—¡Que vivas! ¡Qué vivas! Que Dios te bendiga y que vivas, eso es todo lo que quiero de ti, mi tesoro, y que hasta que estés bien, dejes que te vele por las noches como solía hacer cuando eras niño y te tenía en mis brazos para mí sola, querido.

Tres o cuatro personas entraron corriendo en la sala, precediendo al capitán Crawley, cuya voz se oyó en este instante en la distancia. Tuve el tiempo justo de hacer comprender a la pobre mujer que quería fingir que estaba muerto; ella entendió mi plan con sorprendente rapidez. El capitán Crawley subió las escaleras, hablando como si fuera el señor con el administrador y la gente que lo acompañaba.

—¿Qué hace aquí esa vieja arpía? ¿Dónde está Robert? ¿Dónde está Thomas? Les ordené que permaneciesen aquí hasta que yo volviera. Señor Turner, ¿por qué no se quedó usted aquí? ¡Cómo! ¿No ha venido todavía el forense? El forense tiene que ver el cuerpo, os digo. ¡Buen dios! ¡Qué atajo de cabezas de chorlito estáis hechos! ¿Cuántas veces os tengo que repetir algo para que se haga? Nada se puede hacer hasta que lo haya visto el forense; luego hablaremos del funeral, señor Turner: una cosa después de la otra. Todo debe hacerse a su debido tiempo, señor Turner. Lady Glenthorn confía en mí para todos sus asuntos. Lady Glenthorn desea que me encargue de todo.

—Desde luego, sin duda, muy apropiado… No digo nada en contra de ello.

—Pero —continuó Crawley, volviéndose hacia el sofá sobre el que yo yacía y viendo a Ellinor arrodillada a mi lado— ¿cómo es que esa vieja bruja irlandesa sigue aquí? ¿Por qué está usted aquí, diga? ¿Quién es usted?

—Con la venia, su señoría, yo fui su nodriza y tenía el natural deseo de verlo de nuevo antes de que me llegara la hora.

—¿Y ha venido desde Irlanda por esa idea peregrina?

—Así es… Eso me ha impulsado cada pulgada del camino desde mi hogar.

—¡Caramba! Veo que de insensatez anda usted sobrada —dijo Crawley.

—Seré insensata, señor, pero siempre lo fui en lo tocante a los críos que amamanté.

—¡Críos! Bien, pues ahora ya puede seguir su camino, ya ve que aquí no son necesarios sus servicios, nodriza.

—No me moveré de este lugar mientras él siga aquí —dijo mi niñera, agarrándose a la pata del sofá con todas sus fuerzas.

—¡Que no se moverá, dice! —rugió el capitán Crawley— ¡Échenla de aquí ahora mismo!

—¡Oh, no será usted capaz! ¡No será usted tan cruel como para echar a esta vieja nodriza de aquí cuando ni siquiera está frío el cuerpo de su niño! ¿No me dejará ver como lo entierran?

—¡Sáquenla de aquí inmediatamente! ¡Quiten de mi vista a esa bruja irlandesa! No toleraré sus aullidos aquí. ¡Échala ahora mismo, John! —le dijo Crawley a mi criado.

El sirviente dudó, según me pareció, pues Crawley tuvo que repetir la orden más taxativamente:

—¡O la echas o te marchas de aquí tú mismo!

—Quizá es que el primero que tiene que irse de aquí es usted —dijo ella.

—¡Que yo tengo que irme! —gritó el capitán Crawley, furioso—. ¿Se puede ser más insolente?

—¿Y se puede ser más cruel conmigo y con el niño al que amamanté, que yace como un muerto ante usted y que sin duda fue buen amigo suyo?

Crawley la agarró y tiró de ella para echarla, pero ella se agarró al diván sobre el que yo estaba tendido y se resistió con tanta energía que empezó a moverse el mueble.

—¡Basta! —grité yo, incorporándome.

Se hizo el silencio de golpe. Miré a mi alrededor, pero no pude pronunciar una sola sílaba más. Ahora, por primera vez, era consciente de que realmente me había hecho daño en la caída. Me daba vueltas la cabeza y tenía el estómago revuelto. Contemplé el rostro desencajado de Crawley y cómo él y el administrador se miraban el uno al otro. Su caras eran fantasmagóricas, como rostros vistos en una pesadilla. Me derrumbé de nuevo sobre el diván.

—Ay, túmbate, mi niño, que no te altere esta gentuza —dijo mi nodriza—. Que hagan lo que quieran conmigo, poco me importa una vez esté segura de que estás en buenas manos.

Hice un gesto al criado que había dudado en echar a Ellinor y le dije que avisara al ama de llaves y que me llevaran a mi cama.

—Y ella —dije, señalando a mi antigua tata— me cuidará por las noches.

No pude decir nada más. Lo que hicieran después conmigo, no lo recuerdo; pero sé que desperté en mi lecho con las sienes vendadas y mi pobre niñera arrodillada a un lado de mi cama, con un rosario en la mano; y al otro lado, cuchicheando entre ellos, estaban un cirujano, un médico, Crawley y lady Glenthorn. Entre ellos y yo estaba corrida la cortina del dosel, pero Crawley percibió mi movimiento al despertarme y salió inmediatamente de la habitación. Lady Glenthorn apartó la cortina y me preguntó cómo me encontraba, pero en cuanto la miré, se desplomó sobre la cama, presa de violentos temblores, y no fue capaz de terminar la frase. Le rogué que se retirase a descansar y lo hizo. El médico ordenó se evitase cualquier cosa que pudiera alterarme y parecía opinar que mi vida corría peligro. Le pregunté qué creía que me pasaba, y el cirujano, con rostro muy serio, me informó que tenía una contusión de mal pronóstico en la cabeza. Había oído hablar de las conmociones cerebrales, pero no sabía exactamente que eran, y mi ignorancia atizó mi miedo. Hacía tan solo unas horas había estado a punto de poner fin voluntariamente a mi vida porque se había vuelto una carga insoportable, pero ahora que corría peligro, me parecía un bien que debía conservar a toda costa, y el interés que percibía en otros por librarse de mí aumentaba mi deseo de recobrar la salud. Mi recuperación, sin embargo, pendió de un hilo durante un tiempo. Caí presa de unas fiebres que me dejaron alarmantemente débil. Mi vieja nana, a la que en adelante me referiré ya por su nombre, Ellinor, me atendió con el mayor cariño y diligencia durante mi enfermedad;* prácticamente no se apartó de la cabecera de mi cama ni de día ni de noche; y luego, cuando recobré el uso de mis sentidos, era la única persona que toleraba cerca de mí. Sabía que era sincera y, por muy rudimentarios que fueran sus modales y torpe su ayuda, la buena voluntad con la que la ofrecía hacía que la prefiriera a las más delicadas y diestras atenciones que cualquier otro pudiera procurarme. La propia incorrección de sus modales y la franqueza con la que me hablaba, sin preocuparse de lo que era apropiado teniendo en cuenta su situación o mi estatus, en lugar de ofenderme o molestarme, me agradaban; además, la novedad de su dialecto y de su forma de pensar, me entretenían todo lo que se puede entretener a un hombre enfermo. Recuerdo que en una ocasión me dijo que, si Dios quería, a ella le gustaría morir el día de Navidad, porque ese día, según se dice, las puertas del Cielo están abiertas y ¿quién sabe? quizá podría colarse dentro sin que la vieran. Cuando se sentaba conmigo por las noches hablaba interminablemente, pues me aseguró que, según había descubierto, no había nada mejor que hablar sin cesar para conseguir que alguien se durmiera. Yo la escuchaba o no, según me apetecía, y a ella le parecía bien. Poseía un arsenal infinito de anécdotas de mis antepasados, todas a mayor honor y gloria de la familia, y también poseía una memoria prodigiosa para los insultos, o tradiciones de insultos, que los Glenthorn habían recibido desde hacía mucho, remontándose a los tiempos de los antiguos reyes de Irlanda e incluso mucho antes de que sometieran a un soberano, cuando su «apellido, que fue una pena y una desgracia, y diré más, una vergüenza, cambiar, era O’Shaughnessy». Conocía un buen número de historias sobre caudillos irlandeses y escoceses. Estoy seguro de que no olvidaré la historia de O’Neill, el barbanegra irlandés,* pues Ellinor me la contó al menos seis veces. Estaba también bien surtida de hadas y brujas sin sombra, y de banshees* y demás. Tenía legiones de espectros y fantasmas, e infinitos castillos encantados, entre ellos mi propio castillo de Glenthorn, que describía con tanta elocuencia que despertó en mí el deseo de conocerlo. Durante muchos años, decía la anciana, había rezado cada noche para que Dios le permitiera vivir lo bastante para verme en mi castillo, y en muchas ocasiones quiso venir a Inglaterra a decírmelo, pero su marido, mientras vivió, no le permitió partir en lo que consideraba un viaje insensato. Pero quiso Dios llevárselo durante la última feria, y entonces ella había resuelto que nada le iba a impedir estar con su niño el día de su cumpleaños. Y ahora, si llegaba a verme en mi castillo de Glenthorn, moriría feliz, y ¡qué pena que no hubiera yo ido nunca a verlo! En Inglaterra, según decía, yo solo era un lord, pero en Irlanda podría vivir como un rey.

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9788417743796
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