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Читать книгу: «En tiempos oblicuos», страница 3

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—Entonces es una intelectual, una persona destacada. Siendo así, ¿cómo es posible que esta mujer sepa tanto de mi vida? ¿Por qué le intereso hasta el punto de venir hasta aquí, a decirme todo lo que te acabo de contar?

—Tú sabrás. ¿Cómo quieres que lo sepa yo?

—Cuando se fue, me dijo que si alguna vez quería continuar la conversación, sabría dónde y cómo encontrarla. Claro está que se refería a Internet. Bien, ya sabemos quién es, pero ¿dónde está?, ¿aquí?, ¿vive en Istanbul?

—Dame el móvil. A ver… Profesora Elena de la Gándara…, el currículum… Mira, aquí está. «Próximas actividades». Ege Üniversitesi, Filoloji Fakültesi10, en Izmir. Está impartiendo un Máster… Lírica española de los Siglos de Oro.

—Ahora me explico algunas cosas. Aludió a varias obras literarias.

—¿Qué significa Lírica española de los Siglos de Oro? Tú seguro que lo sabes, hablas español perfectamente, no como yo que sólo lo estudié dos meses, por acompañarte a la Escuela Estatal, antes de irte a España.

—Es poesía, poesía española de los siglos dieciséis y diecisiete. Cuando vivía en Madrid, aunque yo estudiaba en la Escuela de Arquitectura, asistí a varios Seminarios de literatura que organizaba la Universidad en distintas sedes. Eran muy interesantes y ya sabes que a mí siempre me gustó mucho leer, y la poesía en particular, me apasiona…, o me apasionaba. Cuando volví a Istanbul después de los Cursos de Doctorado, me traje montones de libros de versos en español y no sé cuántas veces los leí, hasta que pasó lo de mi mujer, luego, lo de mi abuelo, luego, lo de mi madre… Una cosa detrás de otra, y dejé de leer, dejé de hacer un montón de cosas, tú lo sabes. Estaba enfadado con el mundo y abandoné todas mis aficiones, abandoné la cultura, me quedé aquí, oxidándome en este barrio.

—Y esa profesora, esa tal Elena de la Gándara, precisamente una española, viene y te da una serie de explicaciones como si te conociera de años, vamos, que te cuenta tu vida.

—Y de paso, mi circunstancia. Me estoy acordando de un filósofo también español que decía algo así.

—Lo que está claro es que no dejas de darle vueltas al asunto porque quizá en el fondo estás de acuerdo con ella, sobre todo en lo que se refiere a Neylam. ¿No te parece?

—¿Piensas que creo todo lo que dice?

—La crees, Rashid, la crees o no tendríamos esta conversación.

.

¡Madrid!

Habían pasado casi treinta años desde aquella etapa de mi vida, probablemente la más feliz que nunca tuve. Al elegir destinos posibles para mi solicitud de una Beca Erasmus, no se me pasó por la cabeza España, hasta que büyükbabam11 me lo sugirió: «Son más de quinientos millones de habitantes de este mundo los que hablan español. En inglés ya te defiendes bien y no sabes aún las posibilidades de tu vida futura, de tu trabajo. Saber español te posibilita no sólo España sino prácticamente toda América. Eres muy joven, Rashid, tienes curiosidad e inteligencia. Yo ya no viviré mucho tiempo, no te quedes aquí. Márchate, conoce mundo, no te conformes con una vida convencional, si puedes evitarlo».

Y seguí sus consejos. Frente a la rebeldía con mis padres, lo que decía büyükbabam siempre me parecía bien, así que el verano anterior a mi partida me matriculé en la Escuela Estatal de Idiomas para hacer un curso intensivo de español. La lengua, y sobre todo la literatura, me captaron desde el primer momento, y tenía presente otro de los consejos de büyükbabam: «Recuerda que un idioma ha de servir para algo más que para defenderse. Hay que entrar en su esencia, hay que conseguir pensar y soñar con él y en él, hay que amarlo».

Luego vino el viaje; la Escuela de Arquitectura en la Complutense de Madrid; los compañeros de piso, en Argüelles; los amigos, las juergas estudiantiles, aunque yo siempre era «el tímido oficial». Incluso Esther, aquella chica pelirroja con la que durante algunos meses viví un pequeño affaire, sin excesivos romanticismos, pero de la que guardo un grato recuerdo. La oportunidad de conocer otras ciudades como la luminosa Barcelona; Salamanca, toda ella arte puro; la mágica Granada o Toledo, la milenaria capital de las tres culturas.

Al terminar la Beca, yo quería quedarme en Madrid otro curso más. Büyükbabam, como siempre, defendió mi causa ante mis padres, pero aunque nunca me faltó una pequeña cantidad mensual para lo imprescindible, la condición fue que, si quería permanecer más tiempo en el país, tenía que buscar algún tipo de trabajo. Y así fue, y durante mi segundo año en Madrid trabajaba los fines de semana en El Corte Inglés, los grandes almacenes españoles. Todo esto pasaba por mi cabeza una y otra vez aquella noche, al revivir el enigmático suceso de la tarde.

Antes de acostarme, hojeé el libro de poemas que había quedado sobre la mesita del Kaderim.

Canta, rapsoda, canta.

Canta la historia inversa,

los muertos esparcidos que aún alientan

invadiendo tus noches,

las viejas certidumbres de nostalgia,

las dudas nuevas,

si es que alguna quedaba por mostrarse.

Canta la indiferencia de tus frases,

la sonrisa encubierta de tu trato,

la alegría fingida, la fortaleza inútil.

Al filo de las horas, ya sestea la Muerte

que ataca con un tajo al pensamiento,

partiéndolo, sin giro de retorno,

en dos mitades irreconciliables.

El alto lirismo de aquellos versos se confundía con las rotundas palabras de Elena de la Gándara, que golpeaban con insistencia en mi memoria, como si quisieran grabarse a fuego y, de alguna manera, yo intuía que las derivaciones de aquel encuentro no iban a quedarse en un episodio puntual.

.

Algunos días después, vi pasar a Neylam por delante del Kaderim. Ni siquiera me miró. Estuve a punto de llamarla pero en aquel momento había varios clientes tanto en las mesas exteriores como dentro del Café, y no me pareció oportuno. Para entonces ya había transcurrido tiempo suficiente desde el extraño encuentro con Elena de la Gándara como para poner un poco en orden el cúmulo de recuerdos de aquella tarde, sobre todo después de varias noches en las que apenas pude dormir, dándole vueltas a la cabeza, rememorando cada frase. Casualmente, aquel mismo día, al caer la tarde, Neylam volvió a pasar por la plaza. Me armé de valor, salí del Kaderim y la llamé.

—Buenas tardes, Neylam.

—Buenas tardes.

—Oye, ¿podría hablar un momento contigo?

—Es que en casa me están esperando.

—Cinco minutos. Por favor.

—Está bien, dime.

—Aquí fuera no, pasa.

—Ya te digo que tengo prisa.

—Tres minutos. Menos.

Entró finalmente. Miraba a todos lados pero no a mí y se la notaba visiblemente incómoda. Aún no sé de dónde saqué las fuerzas, pero estaba decidido a preguntar y, sobre todo, sabía que tenía que hacerlo. La conduje a la mesita apartada, la misma que la profesora española había ocupado días atrás. Nos sentamos y, sorprendiéndome a mí mismo, lancé la pregunta sin preámbulos.

—Neylam… ¿Tú me quieres o, al menos, me has querido alguna vez?

—¿Qué dices? ¿Por qué me preguntas eso ahora?

—Lo único que te pido es que simplemente me digas sí o no.

—Rashid, me parece que éste no es el momento. —Se levantó con precipitación—. Lo siento, de verdad que me tengo que ir.

—Espera, sólo otra cosa.

—Venga, pero rápido.

Respiré hondo. Era un verdadero esfuerzo continuar, pero por segunda vez, para mi propio asombro, la pregunta, las preguntas, salieron encadenadas.

—¿Tú… me deseas, Neylam?, ¿desearías abrazarme, besarme?, ¿sueñas conmigo, con mi cuerpo?, ¿deseas…, quieres hacer el amor conmigo?

Ahora sí me miró directamente. Con sorpresa, con terror, con ira. Casi diría que con un punto de odio.

—¿Cómo puedes…, cómo se te ocurre preguntarme eso? Me estás ofendiendo, Rashid. ¿Qué ha pasado con tu buena educación? No puedo creer que me hagas unas preguntas así. Es… ¡No pienso responderte!

Se dio la vuelta y salió apresuradamente del Kaderim.

«Quizá no lo sabes, pero ya me has respondido», murmuré para mí.

.

Días más tarde, volví a ver pasar a Neylam, esta vez acompañada de su marido que, como siempre, me lanzó una mirada asesina. Iban cogidos de la mano, como cualquier pareja llena de armonía. Noté que ella me observaba de través, con un punto de acero en sus ojos que no recordaba haber visto antes, o que quizá nunca advertí hasta ese momento. Pasaron por delante del Kaderim y se perdieron al doblar la esquina. Instintivamente, me llevé la mano al corazón como si intentara buscar algo perdido, algo que debería estar allí pero que no conseguía encontrar. Sin embargo, lo más extraño fue que después de unos instantes de sorpresa, comprobé que aquella visión no me produjo ningún tipo de sentimientos como los que habría esperado. Ni desconcierto, ni incertidumbre, ni estupefacción. Y en ese momento me vino a la memoria una de las frases de Elena de la Gándara: «Usted también lo sabe».

¿Qué estaba ocurriendo dentro de mí? ¿Dónde se ocultaba aquella obsesión que me había poseído durante casi dos años?, ¿cómo era posible que la mujer a la que creo o creía amar sobre todas las cosas no me suscitara en aquel momento ninguna reacción emotiva?

¡Pero el amor no puede morirse de repente!

La convulsión creada por las palabras de Elena de la Gándara, su certera profecía sobre las respuestas de Neylam a aquellas preguntas que tanto me había costado hacerle recalaba en un caos interno con el que no sabía bien qué hacer y que aún no era capaz de juzgar en su estricta medida.

¡Aman Tanrım, Tanrim! ¿Qué me pasa, qué estoy haciendo aquí? Es como si de pronto todo se desvaneciera. La plaza, la calle, el barrio, la gente, como si estando aquí físicamente, una proyección de mí estuviera flotando por otro lugar y yo no acabara de encontrarla para devolverla a mi interior y ser otra vez, después de tanto tiempo, una persona, un ser, ¡inşallah!, feliz. Había creído estar a punto de lograrlo con el cultivo de un sentimiento alentador, igual que un jardinero cuidadoso que mima sus parterres, y cuando parecía que el Destino abría una ventana, entra un agente externo que barre de un manotazo cualquier perspectiva, llega una racha que disemina todo, dejándote vacías las manos y, como había dicho aquella mujer tan imposible de calificar, el corazón roto.

.

El comportamiento de Rashid los días siguientes a nuestra conversación en la taberna del señor Eymen me tenía confuso. Él siempre había sido una persona ordenada, cumplidor de sus obligaciones, muy cuidadoso de su aspecto externo, dado su trabajo cara al público, y sujeto a una rutina invariable, aunque cuando estaba solo, yo, que tan bien lo conocía, me daba cuenta de su desgana ante la vida y de su falta de ilusiones que se revelaba en aquel casi imperceptible punto de tristeza de sus ojos. Todo aquello parecía haber desaparecido casi por completo durante los meses de relación con Neylam, pero cuando el marido de ella volvió al barrio, de manera tan repentina como al desaparecer dos años atrás, mi amigo cayó de nuevo en un estado vital de mera rutina, si bien a partir de aquel regreso, su aparente apatía anterior se veía intensificada por un desconsuelo que saltaba a la vista.

Sin embargo, desde la visita de aquella profesora española, se le veía distraído y hasta cierto punto, desordenado. Ni siquiera se enfadaba tanto como antes con el señor Ibrahim, su padre, y cuando éste hacía o decía alguno de sus disparates, Rashid se limitaba a darse la vuelta y alejarse, evitando así la discusión. La situación me llevó al máximo punto de extrañeza cuando un lunes, por un problema doméstico puntual, llegué tarde al Kaderim, muy preocupado porque era el día que Rashid iba a por suministros y a gestionar pedidos, y aunque el señor Ibrahim, a pesar de sus casi ochenta y cinco años, se las arreglaba muy bien con la clientela, yo no quería que se quedara solo con el joven ayudante que servía las mesas.

Al llegar, encontré a mi amigo atendiendo tranquilamente a los clientes, sin el menor signo de preocupación.

—¡Perdóname Rashid!, siento mucho el retraso, luego te lo explico. Ya puedes irte.

—¿A dónde? —preguntó extrañado.

—¿Cómo que a dónde? Es lunes.

—¿Lunes? Ni me había dado cuenta. Lo siento, ya me voy.

Salió rápidamente y yo me quedé pasmado. ¿Rashid olvidando un quehacer que llevaba haciendo durante casi treinta años, sin faltar jamás, aunque estuviera enfermo?

Cuando regresó, cerca del mediodía, y aprovechando que, por ser hora de comer, en el Kaderim apenas había clientes, lo tomé del brazo y me lo llevé a la mesita apartada del fondo.

—¿Pasa algo, Kerem?

—Dímelo tú. ¿Qué te pasa a ti?

Bajó la cabeza. Después de unos instantes, me miró con decisión, una decisión que yo no recordaba haber visto en muchos años.

—Te diré lo que pasa. Tengo que ir.

—¿A dónde?

—A Izmir.

—¿A Izmir? ¡No me digas que vas a buscar a esa profesora española!

—Tengo que ir, Kerem. Tengo que hablar otra vez con ella, con Elena de la Gándara. Necesito preguntarle… no sé, no tengo ni idea. Cosas, un montón de cosas, y seguro que no sabré cómo empezar, pero si no lo hago, si no voy, me quedaré para siempre con demasiadas cuestiones sin respuesta, y no puedo, no voy a poder soportarlo. De pronto es como si algo se me hubiera despertado, no sé dónde ni sé por qué, pero lo siento aquí dentro y está lleno de fuerza. Me acaban de caer encima casi treinta años vacíos y estoy asustado.

—¿Y te vas a ir a Izmir, así de pronto? Tú no conoces esa zona.

—¿Podrías hacerte cargo tú solo del Kaderim por un par de días? El chaval de las mañanas todavía es muy joven, pero seguro que mi padre os echa una mano, ya sabes que conoce a todo el mundo.

—Por supuesto, pero…

—Y otra cosa, si no es un problema para ti. Mi coche, el pobre, está ya para pocos trotes…

—No pasa nada, llévate el mío. ¿Cuándo te irías?

—Había pensado irme el domingo. Por la autopista calculo unas seis horas, algo más si paro en algún sitio. Hace mucho que no conduzco tantos kilómetros seguidos y prefiero no correr, así que saldré por la mañana. Haré noche allí, iré el lunes a la Ege Üniversitesi y buscaré a esa mujer. He encontrado en la página web de la Filoloji Fakültesi sus días y horas de clase, de lunes a jueves, a partir de las diez de la mañana.

—A ver, Rashid, piensa un poco. Entiendo lo que quieres, sé lo que buscas y yo voy a apoyarte sin dudarlo en todo lo que pueda servirte para encontrar esas respuestas que necesitas. Pero escúchame, por favor, ¿cómo sabes si esa mujer va a recibirte como si nada? ¿Conoces algo de su vida? Me refiero a su vida personal, porque ella está claro que a ti sí te conoce. Por lo que sea, está al tanto de tu situación, pero tú de ella sólo tienes su faceta pública, no sabes nada de su entorno ni de su carácter. Puedes llevarte un chasco enorme después del esfuerzo y el gasto del viaje. Presentarte allí de pronto no te da garantías de que no te quedes plantado y sin saber qué hacer porque ni siquiera te mire.

—Kerem, ¿quieres saber algo? No me preguntes porque no sabría qué responderte, y el primer sorprendido soy yo mismo, pero por extraño que te parezca, yo… confío en esa mujer.

.

Después de un viaje bastante más agotador de lo que había pensado, llegué a Izmir cuando la mayoría de establecimientos estaban cerrando. Tuve el tiempo justo para cenar algo en una pequeña taberna, antes de entrar en un hotel cercano, con buen aspecto, y pedir una habitación para dos noches. Hacía mucho tiempo que no conducía tantas horas seguidas, durante tantos kilómetros, y estaba tan cansado que caí dormido casi inmediatamente, pero no tuve suerte. Mi sueño fue intermitente y agitado, por lo que a la mañana siguiente el cansancio del viaje era prácticamente el mismo.

Sin embargo ese viaje tenía una meta, así que desayuné, fui al coche, conecté el GPS con dirección a la zona universitaria de Izmir y me encaminé hacia el objetivo propuesto. Sorteando un tráfico casi tan difícil como el de Istanbul, y tras un par de direcciones equívocas, llegué a la Ege Üniversitesi. Dentro del recinto, al menos sí estaban bien señalizadas las facultades: Filoloji Fakültesi. Ispanyol Bölümü. Estacioné el coche, entré en el edificio y pregunté a la conserje por la doctora de la Gándara. Me indicó el aula, advirtiéndome que, si pensaba entrar, lo hiciera en silencio y por la puerta posterior para no interrumpir la clase, que había comenzado puntualmente diez minutos antes.

El aula era bastante grande, con los asientos dispuestos en gradas, la mayoría vacíos. En las primeras filas habría unos veinte alumnos. Entré con sigilo y me senté atrás, donde apenas llegaba la luz, ya que los focos más intensos sólo iluminaban la tarima de la profesora y los primeros escaños donde se sentaban los estudiantes. Luego la luz se atenuaba y la parte posterior del aula estaba prácticamente a oscuras, por lo que pensé que no sería fácil, desde abajo, distinguir a alguien sentado en la última fila.

En el proyector podía verse un mapa de España. La profesora estaba señalando un punto concreto, Salamanca. Un raudal de gratos recuerdos vino a mi memoria. Conocí la hermosa ciudad castellana en un viaje de fin de semana, con mi grupo de compañeros de Erasmus. Pude admirar allí las espectaculares catedrales; las callecitas empedradas que remitían a época medieval; las maravillosas fachadas platerescas de San Esteban y de la Universidad, una de las primeras de Europa que en pocos años celebraría sus ocho siglos de creación; la Plaza Mayor, un prodigio de la arquitectura barroca, que además era un hervidero de gentes, de cafeterías y de bullicio estudiantil. Aquello era la VIDA con mayúsculas.

Elena de la Gándara estaba hablando acerca de un poeta que yo desconocía y que, al parecer, había estudiado en la universidad salmantina hacía más de cuatro siglos. Un religioso, un fraile reformista a quien su estado eclesiástico no le impidió, según la profesora explicaba, ser el autor de tres de los más hermosos poemas de amor de la lengua española.

.

—Nació en Fontiveros, un pueblo de la provincia de Ávila limítrofe con Salamanca, como pueden ver ustedes en el mapa. Se llamaba Juan de Yepes y Álvarez, aunque es más conocido por su nombre en religión, Juan de la Cruz. La Iglesia Católica lo declaró Santo en 1726. San Juan es el representante más destacado de la poesía mística española, compañero de Teresa de Jesús, otra mística, en este caso más desde la prosa. Ambos llevaron a cabo la reforma de la Orden Carmelita y ambos sufrieron la persecución de la Iglesia de la época por sus avanzadas y heterodoxas ideas, pero además, a Juan de Yepes sus acciones le valieron denuncias de sus propios compañeros y, como consecuencia, meses de cárcel, como también le sucedió a otro místico contemporáneo, precisamente un catedrático de la universidad salmantina y un poeta excelso, Fray Luis de León, del que hablaremos dentro de dos días. Nada hay más desolador que la traición por parte de aquellos a quienes un día consideraste tus amigos.

Una de las alumnas, que ya se había destacado en mis clases anteriores, levantó la mano.

—Profesora, discúlpeme. No me queda muy claro lo que explicó el otro día, acerca de la mística cristiana.

—Gracias por preguntar. Les resumiré brevemente lo que hablábamos en la clase anterior porque me interesa que les quede claro. La mística es un tipo de situación espiritual a la que se llega por un estado de unión del alma humana con lo Sagrado durante la existencia terrenal. Se da en muchas religiones, tanto monoteístas como politeístas, y se identifica por un grado máximo de perfección y conocimiento. Aquí en Turquía, tienen ustedes una de las manifestaciones más sugestivas, los Derviches giróvagos, emparentados con la mística sufí, que utilizan la danza como medio para alcanzar el éxtasis religioso, en una actitud indiferente a los bienes materiales.

Entre el grupo de alumnos se produjo un cruce de miradas y asentimientos que indicaban la familiaridad con el comentario sobre sus tradiciones más arraigadas.

—Pues bien, dentro de la mística cristiana hay tres grados o vías que conducen a la perfección del espíritu. La vía purgativa, en la que el alma se purifica de sus vicios y sus pecados mediante la penitencia y la oración; la iluminativa, que consiste en que, una vez purificada, el alma se ilumina al someterse total, única y completamente a la voluntad de Dios; y la unitiva, que se produce cuando el alma se une a Dios de manera absoluta, como en simbiosis, lo que la encamina hacia el estado de éxtasis que anula los sentidos. ¿Me siguen?

Hubo gestos mayoritarios de asentimiento.

—A este tercer punto sólo pueden llegar los elegidos y es muy difícil describirlo porque se trata de una vivencia inefable, es decir, imposible de describir con palabras. Esta vía unitiva supone el grado máximo de un alma perfeccionada por la Gracia, el punto más alto de la experiencia de una unión directa con Dios por medio de visiones y sensaciones, no sólo espirituales, sino físicas, ¿entienden? ¡Físicas! Miren.

En la pantalla proyecté la impactante imagen de Teresa de Jesús cincelada por Bernini, en la que un ángel está a punto de atravesarla con una lanza, mientras la Santa parece al borde del desmayo, en una de las representaciones más conturbadoras de la escultura barroca.

—Gian Lorenzo Bernini esculpió en mármol esta figura de Santa Teresa en el momento cumbre del éxtasis. Miren bien su cara. Ese gesto podría ser el equivalente de la agonía, una antesala de la muerte, pero también sugiere el goce físico, incluso el clímax sexual. Recuerden esta imagen porque ahora vamos a analizar el primero de los tres poemas de San Juan, según el Programa del Curso, la Llama de amor viva, y dense cuenta de que ya el título es suficientemente expresivo. Espero que todos lo hayan leído de la manera que les sugerí. Ya conocen el procedimiento, un poema hay que leerlo, y después…

—Leerlo —respondió toda la clase a la vez.

—¿Y después?

—Leerlo. —Hubo risas generales.

—Nunca, nunca se conformen con una primera lectura. Cada nueva lectura abre una ventana distinta, sugiere nuevas formas de pensar, y, tratándose de poesía, distintas maneras de sentir. ¿Cuántas veces escuchan una canción que les gusta? ¿Una? No. Se pasan días, a veces meses, oyéndola y cantándola. Pues con la poesía, si queremos penetrar lo más posible en su contenido, debe hacerse lo mismo. Leerla, leerla y leerla.

Abrí el texto en el proyector.

¡Oh, llama de amor viva,

que tiernamente hieres

de mi alma el más profundo centro!

Pues ya no eres esquiva,

acaba ya si quieres,

¡rompe la tela de este dulce encuentro!

¡Oh, cauterio suave!

¡Oh, regalada llaga!

¡Oh, mano blanda! ¡Oh, toque delicado

que a vida eterna sabe

y toda deuda paga!

Matando, muerte en vida la has trocado.

¡Oh, lámparas de fuego

en cuyos resplandores

las profundas cavernas del sentido

que estaba oscuro y ciego,

con extraños primores

calor y luz dan junto a su querido!

¡Cuán manso y amoroso

recuerdas en mi seno

donde secretamente solo moras,

y en tu aspirar sabroso

de bien y gloria lleno,

cuán delicadamente me enamoras!

—Desde el punto de vista estructural, ya ven que son cuatro estrofas de seis versos que combinan los de siete sílabas o heptasílabos con dos endecasílabos, es decir, de once sílabas, en los versos tres y seis, lo que conforma la estrofa llamada Lira, muy generalizada en los poetas renacentistas y que recordarán que ya tuvimos ocasión de ver la semana pasada en Garcilaso de la Vega y sus compañeros de generación. Pero no es necesario detenerse en esto porque lo pueden encontrar ustedes en cualquier Manual. Lo que me interesa es penetrar en el contenido.

—Eso es lo más difícil, profesora. Yo no he conseguido saber qué es lo que realmente quiere decir el poeta —dijo un alumno.

La poesía, no lo olviden, es el punto más alto de la libertad creadora, aunque esa misma libertad no es posible sin el conocimiento profundo de la técnica y la retórica, ya lo verán en Luis de Góngora, dentro de dos semanas. Para entender el mensaje de este poema concreto, hay que plantearse las cinco cuestiones que les mencioné la semana pasada. ¿Las recuerdan?

Más o menos desordenadamente, la mayoría de los alumnos fue desgranando: quién; dónde; cuándo; cómo; por qué.

—Muy bien. Lo primero que aquí quiero destacar es el cuándo. ¿Y cuándo se producen todas esas sensaciones descritas por el poeta? No, no en el siglo XVI, están sucediendo ahora. Éste es un poema de presente absoluto, un poema de instante, y no solamente por el uso de los tiempos verbales: hieres, eres, quieres, rompe, sabe…, etcétera, sino por el ámbito de inmediatez que rodea el texto. No narra algo pasado, vive en el momento.

Continué desgranando algunos de los infinitos matices del poema, la retórica precisa que ayudaba a mover y conmover por medio del oxímoron, tiernamente hieres, cauterio suave, regalada llaga; los expresivos y eficaces usos de la exclamación, ¡Oh, llama!, ¡Oh, cauterio! Y, finalmente, la intensa estrofa final, que ofrecía una estampa casi cinematográfica del momento del éxtasis amoroso.

…y en tu aspirar sabroso

de bien y gloria lleno,

cuán delicadamente me enamoras!

Desde el principio y mientras hablaba, sin necesidad siquiera de levantar la vista, había advertido la discreta presencia, al fondo del aula, de Rashid y su actitud atenta a cada una de mis palabras.

.

Concluida la clase, los alumnos se despidieron de mí hasta el día siguiente mientras salían del aula en animada conversación. Yo me quedé ordenando libros y material mientras con el rabillo del ojo miraba cómo Rashid bajaba silenciosamente por las gradas, hasta llegar junto a mi mesa.

—Günaydin12, buenos días, doctora de la Gándara.

—Hoşgeldiniz13. Bienvenido, Rashid.

—Yo, hanim Elena…, yo en realidad no sé muy bien qué puedo decirle después de su impresionante explicación de ese poeta, al que desconocía. Ante todo, le pido disculpas por presentarme así, en su clase, sin avisar y sin pedir permiso. Yo…

—¿Tienes hambre?

—¿Perdón?

—Te invito a comer. Supongo que conoces bien Izmir.

—Pues no. Nunca estuve en el sur de mi país. Ésta es la primera vez y la verdad es que me avergüenza reconocerlo.

Salimos del aula. Los alumnos que aún quedaban en el pasillo me hicieron alegres ademanes de despedida. Iba a dejar la cartera en el suelo para ponerme la chaqueta, pero Rashid se adelantó, cogiendo el portafolios con una mano y ayudándome con la otra.

Aunque tanto mis palabras como mis gestos pretendían ser cortésmente naturales, la presencia de aquel hombre, al que no esperaba ni por asomo, no sólo me había sorprendido sino emocionado, porque suponía una respuesta tácita al encuentro de doce días atrás, en Istanbul.

En el campus, la luz otoñal reverberaba en el envés de las hojas de los árboles, todavía verdes en parte, aunque en el suelo ya se veían atisbos de la inmediata alfombra ocre que las hojas secas estaban a punto de formar. Finales de octubre. Las caras de los jóvenes estudiantes todavía guardaban algunos restos del bronceado estival pero, sobre todo, aún no reflejaban el cansancio y el hastío con el que era frecuente encontrarse a partir del segundo cuatrimestre.

—Rashid, si nunca has estado en Izmir, permíteme que te lleve a un restaurante muy especial que conozco.

—Por supuesto, hanim Elena. Estoy a su disposición.

—Queda un poco lejos, pero…

—Tengo el coche ahí mismo, en el estacionamiento de la Facultad. Es aquel gris del fondo.

—Déjalo ahí, nadie lo va a tocar. Iremos en taxi y así no hay problemas de aparcamiento.

Solicité un taxi por el móvil, ya que Izmir aún no tenía servicio de Uber, como en Istanbul. A continuación, llamé al restaurante.

—Ya su, Iannis, ti kanis? Ime Elena. Parakaló, prorite na kánete krátisi pros trapeziú ya dío, se mía apó tis petontas probolís? Ne, se deka leptá. Sas efjaristó.14

—¿También hablas griego? —Rashid había comenzado a tutearme.

—Me defiendo bastante bien, desde luego mucho mejor que con el turco que sólo hace algo más de dos meses que empecé a estudiar, aunque no le dedico todo el tiempo que debería. Es que vamos a comer en una taberna griega porque… Perdón, no pretendo meterme en asuntos políticos, ya sé que eres de Turquía, así que espero que no te molestes conmigo, pero esto es Grecia…, Izmir, la antigua Smyrne, que significa mirra, la especia, y por no mencionar el mismísimo nombre de tu ciudad natal, Istanbul, Stin poli15, que también es absolutamente griego.

.

El restaurante, fundado a finales del siglo XIX, estaba en un privilegiado lugar a las afueras de Izmir. Se caracterizaba, entre otras cosas, por sus exquisitos platos de origen cretense, pero lo más destacado era la ubicación, prácticamente en voladizo sobre el mar Egeo. Yo lo descubrí a los dos días de llegar a la ciudad por recomendación del Decano, que estaba al tanto de mis querencias, y el hecho de hablar el griego moderno con bastante nivel hizo que enseguida intimara con Iannis, el dueño, heredero de una larga tradición familiar. Desde entonces, a pesar de llevar en Izmir solamente once días, ya había comido allí tres veces, lo que para un griego resulta muy gratificante, por eso Iannis ya me consideraba parroquiana habitual, razón suficiente para que, a pesar del aviso tan a última hora, tuviera reservada para nosotros en la terraza una de las mesas mejor situadas, con una panorámica del acantilado sobre el mar difícilmente superable. Rashid se apoyó en la barandilla impresionado, y permaneció allí, en silencio, varios minutos.

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9788411143448
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