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—Tía, cuéntame exactamente lo que pasó —le rogó cuando se sintió con ánimos de saber la locura que Marta Ribas había cometido.

—No lo sé. La encontraron tirada en la calle, probablemente se emborrachó y se cayó en una esquina. La policía la trajo aquí y me avisaron. Eso es todo, lo mismo de siempre con ella.

—¿Hasta cuándo durará esto? ¿Cuándo la perdonará? Así no podemos seguir. —La indignación de la joven se palpaba.

—Ya conoces a tu madre. Jamás cederá, su orgullo es más poderoso que el amor que le profesa a su hija.

Estaban de acuerdo en eso. En ningún momento hubieran imaginado que llevara hasta sus últimas consecuencias la afirmación de que renegaba de su hija, para ella había muerto. De su anterior matrimonio solo reconocía a Adriana, y que nadie se atreviera a decirle lo contrario.

El tiempo, más que ablandarle el corazón, se lo convirtió en una implacable piedra muy difícil de resquebrajar.

—¿Silvia no quiso venir? —le preguntó Sara Almonte a su cuñado. Carlos negó con la cabeza y la mujer no necesitó saber más. Su expresión hablaba por él.

Hacía varios años que era el hombro donde terminaba desahogándose Silvia Almonte cuando llegaba a casa y la veía perdida en su mundo de tinieblas, desesperada porque en el fondo cada vez tenía más presente la cuenta pendiente con su hija y lo peor de todo era que no lo quería reconocer. Prefería consumirse en su soledad y su agonía que dar marcha atrás y poner fin a su sufrimiento sin sentido.

Pasados unos minutos se unió al grupo Susana Almonte, que también mostraba en el rostro preocupación por Marta. Después de saludarse, todos se dirigieron a la sala de espera, conscientes de que tardarían un largo rato en informarles del estado en que se encontraba la joven, permaneciendo en silencio, cada uno con sus cavilaciones en torno a la muchacha.

Después de hablar con Jean-Pierre Coll, Berto se encaminó a los hoteles propiedad de la empresa para comprobar que su personal estaba en sus respectivos lugares de trabajo y sobre todo que no tenían novedad. Alrededor de las doce acababa su jornada de mañana y hasta las ocho no empezaba la nocturna.

Por suerte, disponía de un buen equipo de profesionales conocedores de las normas de la empresa, que muy sabiamente su antecesor en el cargo se había propuesto inculcarles y que las cumplían a la perfección, evitándole estar todo el tiempo sobre de ellos recordándoselas.

Los hoteles daban poco trabajo, el quebradero de cabeza se lo producían los locales nocturnos. En los últimos días se había desmadrado de tal forma que le obligó a buscar más personal para controlar la jauría humana que se acercaba a los pubs en busca de diversión y también de problemas.

Llegó al primer establecimiento y, como supuso, en su puesto encontró al vigilante sin novedad. El hotel acababa de ser reformado y todos estaban de acuerdo en que valió la pena el dineral que se había invertido en la restauración.

El cambio fue radical. Lo único que conservaron fue la estructura, porque nada, desde la primera hasta la última planta, hacía recordar al antiguo recinto. En el hall colocaron obras de pintores franceses de principio de siglo muy valiosas, por lo tanto, siempre tenían a dos hombres por los alrededores. Jean-Pierre no escatimó en gastos porque, como siempre, quería rodearse de lo mejor.

A esas horas, la tranquilidad era absoluta. Los niños disfrutaban en la piscina, los mayores reposaban bajo las palmeras y, lógicamente, la juventud reponía fuerzas para estar preparados al anochecer.

«Sociedad de vampiros», los llamaba Kabir. Evitaban salir de día, guardando toda su entereza para la noche. Su único objetivo consistía en divertirse a costa de lo que fuera. Todo resultaba válido: peleas, enfrentamientos peligrosos, destruir el mobiliario…, con tal de que su diversión, mal interpretada, llegara al cien por cien.

El alcohol en sus venas se convertía en fuego que los hacía personas fuera de control y muy agresivas. Luego, una vez en su tierra, volverían a ser normales, ocupando sus puestos de trabajo, donde tendrían un comportamiento ejemplar y respetarían al prójimo, dispuestos a ahorrar como bellacos para repetir la hazaña lo antes posible.

El concepto de diversión en la actualidad consistía en alcohol, violencia, droga, baile y sexo. Eso buscaban en los ambientes nocturnos y eso encontraban.

Cada vez más jóvenes se echaban a la calle noche tras noche viviendo al límite sin importarles otra cosa que tener una copa en las manos y los bolsillos llenos de sustancias altamente nocivas para el cuerpo y la mente.

En muchas ocasiones los chicos les decían que la vida debía vivirse a tope, muy deprisa, porque mañana no sabían dónde iban a estar. Cuando llegaban a ese extremo, los miraba con pena y murmuraba: «Pobres idiotas, con esos pensamientos no llegarán muy lejos».

La frase de moda «son cosas de la edad» le revolvía las tripas, porque por mucho que intentara entenderlo, le parecía estúpida la actitud desmadrada que tenían algunos jóvenes, aunque muchas veces se decía que más que los chicos, los padres estaban detrás de esos comportamientos tan desbordantes, al llegar al límite de su paciencia y permitir que se tomaran todo a la ligera.

No se preocupaban de sus hijos y dejaban que la sociedad o la propia calle los educaran y así no se podía contener a unos muchachos faltos de comprensión que no buscaban el dinero de sus padres, sino algo más valioso, que permanecieran un rato con ellos. Dedicarles tiempo para simplemente saber cómo les iba tratando la vida, para impedir que salieran a la calle con una violencia desmesurada, dispuestos a descargarla ante el primer inocente que simplemente les mirase.

«Un mundo con una juventud en esas condiciones no llega muy lejos», solían comentar en el cuerpo cuando hablaban del asunto. Tenía claro que los que consiguieran sobrepasar los veinte intactos y sin muchos complejos mentales, enfrentarían la vida normal como adultos.

Después de comprobar que todo permanecía en orden, se acercó a la recepción, extrañado de no encontrar a la chica nueva que debía empezar ese día.

Jean-Pierre se había esmerado especialmente en ese rincón del hotel, decía que la entrada de una casa es lo principal y si el amigo que te visita disfruta de un espectáculo divino nada más le abras la puerta, ¿por qué no hacer lo mismo en su gran hall?

Aparte de las valiosas pinturas, mandó fabricar cada mueble con un diseño especial. En todos los rincones se podía encontrar una pieza única, las cortinas, las alfombras, las lámparas, las columnas, los llaveros diseñados por un importante escultor, incluso la fuente del centro, fueron traídas de Francia.

Todos conocían las excentricidades de Jean-Pierre Coll y por eso le admiraban. Muchos turistas que visitaban su casa, como le gustaba llamar a sus hoteles, lo hacían por el gusto de alojarse en uno de los complejos más caros e impresionantes jamás construido sin importarles pagar una pequeña fortuna por noche con tal de tener el honor de disfrutar de todas sus maravillas.

—Buenos días, Rosy, ¿qué haces aquí? —La joven levantó la cabeza y respiró hondo, ya que tenía delante de ella a su último amor secreto, con sus pantalones de pinzas y su camisa azul que lo convertían en todo un caballero.

Bebía los vientos por él desde el primer día que lo vio aparecer por allí, presentándose como el nuevo jefe de seguridad de la empresa. Tenía algo especial en la mirada que le volvió loca.

—Ya ves. A la nueva la mandaron para las oficinas de repente y avisaron a la que nunca se niega a trabajar y nunca tiene otra cosa mejor que hacer que trabajar —recalcó con una sugerente sonrisa.

—Qué faena, ¿no?

Alberto Sárate se daba perfecta cuenta de que Rosy coqueteaba con él descaradamente cada vez que tenía la oportunidad de tenerlo cerca, y le divertía. En ningún momento dejó de bromear con ella por eso, suponía que cualquier día la joven se daría cuenta de que no estaban hechos el uno para el otro. Era cuestión de tiempo, nada más.

—Y tanto —refunfuñó la recepcionista—, se están pasando. Llevo sin librar diez días, el cuerpo me va a pasar factura de un momento a otro. Si le salto a la yugular a algún buen cliente, luego no me vengan a pedir responsabilidades —rio por la mueca que acababa de hacer Berto—. Tú que estás al lado del gran jefe deberías decirle que somos seres humanos y necesitamos descansar un poco.

La joven llevaba algunos años en esa empresa. Le gustaba lo que hacía, pero empezaba a estar harta de la escasez de personal que padecían últimamente y que siempre recayera sobre sus espaldas la reorganización del servicio.

—No te quejes tanto, que anoche me dieron las cinco y yo lidiando con las fieras sin conseguir meterlas a camino —le comentó su compañero mientras terminaba de repasar los documentos que le había entregado Rosy en un sobre.

—Ya me enteré de la que se armó. Esto no es lo que era —afirmó con nostalgia—, se está desbordando de mala manera.

—Sí, gracias que nunca son los mismos. Se dan cuatro hostias, los llevas al hospital hasta que se van a su país y encima te acusan de incompetente si son ellos los que empiezan el cotarro. —Berto se rascó la mejilla, recordando que de puro milagro ahora la tenía sana y no con un moratón.

Usaba su regla de oro: si la pelea estaba en pleno auge, esperaba a que se dieran unos golpecillos más. Cuando las fuerzas comenzaban a flojear, los agarraba por detrás y a empujones los sacaba del local y rara vez necesitaba llamar a una ambulancia porque no terminaba de llegar la sangre al río. Apreciaba mucho su integridad física como para meterse por medio y conseguir un puñetazo dirigido a otro.

—La verdad, no sé cómo aguantas —comentó Rosy.

—Qué remedio. Por mí, los dejaba que se matasen entre ellos y cuando ya no tuvieran aliento los metía en el primer avión rumbo a casa y prohibida la entrada en la isla mientras no maduraran, pero el dinero que dejan es importante para nuestra economía. Obrar así es mala imagen y eso no interesa a nadie.

—Estos pensamientos no se los cuentas al jefe, ¿verdad? —le murmuró su compañera susurrando ante la proximidad de clientes—. Tengo que ir un día de marcha contigo, seguro que nadie me molesta —se atrevió a insinuarle sin pensarlo dos veces.

—Cuando quieras. Avísame, que seré tu guardaespaldas —rieron mientras Berto ponía rumbo al garaje bajo la atenta mirada de la joven, que hacía inmensos esfuerzos para concentrarse en lo que el cliente le pedía.

El resto de los hoteles estaban separados unos de otros y necesitaba ir en coche. Antes de llegar, el teléfono móvil sonó, y le indicaron desde la recepción que un señor quería verlo, y sin darle muchas vueltas al asunto volvió sobre sus pasos.

—Rosy, te has empeñado en no dejarme marchar hoy, ¿eh? —le guiñó un ojo y ella le indicó dónde estaba el hombre sentado.

A medida que se acercaba, aquella silueta le resultaba más familiar, pero no consiguió identificarlo hasta llegar prácticamente a su altura.

—Buenos días. —Berto se sorprendió de encontrar al comisario Darío Meléndez frente a él—. ¡Darío, qué sorpresa! ¿Qué te trae por aquí?

De repente viejos recuerdos afloraron en su interior. El hombre que tenía delante, su viejo compañero de penas en el departamento y, sobre todo, amigo, que tanto le había ayudado en sus comienzos, lo miraba fijamente sin creer que estuviera en aquel lugar, como le habían informado el día anterior el superior de Berto antes de subirse en un avión rumbo a Tenerife.

—¡Puñetero!, cuánto tiempo sin verte. —Se abrazaron con fuerza—. ¿Dónde te has metido estos meses? Ya me tenías preocupado. ¿Y Tere y los chicos? —Ante la pregunta de su viejo amigo, Berto cambió de expresión.

Durante el tiempo que llevaba en la isla había hablado muy poco con ella, solo para decirle cómo iba avanzando la investigación, que prácticamente se encontraba en el mismo punto.

—Me imagino que sigue bien en Madrid. —Darío lo miró y cabeceó—. Lo nuestro acabó, ya lo sabes.

—Sí, pero confiaba en que lo arreglaríais.

—Lo intentamos por los chicos, pero no hubo forma. Nos separaba un abismo insalvable o, por lo menos, eso pensábamos. Los chicos están bien, con sus vidas, como siempre —se limitó a decirle sin mucho entusiasmo.

—Entiendo. —El comisario no insistió porque desde hacía tiempo lo veía venir. Ese matrimonio estaba terminado y no había más que hablar—. ¿Cómo es eso que abandonaste el cuerpo? No me lo creo, ¿pediste excedencia?

—Sí, quería alejarme de la urbe y regresar al principio de mi vida, a ver si por aquí consigo encauzarla —rio Sárate, no muy convencido.

—¡Qué locura has cometido, chico! Tirar por la borda tus años de experiencia. No me lo puedo creer —seguía diciéndole Darío moviendo la cabeza de un lado a otro—. Y encima en esta empresa. ¿No conseguiste algo mejor?

El inspector jefe Alberto Sárate lo miró con curiosidad. Si su amigo le hablaba así, era porque también se traía algo entre manos. Arqueó una ceja, dispuesto a averiguar qué pasaba allí, sin intención de contar nada de sus planes y poner en peligro al pequeño Didier.

—¿Por qué lo dices? Es un empresario como otro cualquiera del lugar. No me asustes —le rogó el inspector jefe Sárate—, porque cada vez que me dices algo, sale cierto.

A veces le insinuaba que se pusiera una bata y se dedicara a leer el futuro. Nunca se equivocaba cuando se empecinaba en algún tema.

—Ojalá tengas razón.

El comisario Darío Meléndez no podía informarle de la investigación que la Interpol llevaba a cabo contra los hermanos Coll, tanto en Tenerife como en Madagascar, desde hacía algunos meses, por mucho que le doliera la suerte que corriera su amigo.

Cuando fue al departamento en su busca para pedirle ayuda en ese caso tan importante se le hundió el mundo bajo sus pies al saber la realidad actual de Berto. Ahora que lo tenía delante, más le costaba creer que había abandonado el cuerpo y trabajaba para uno de los hombres más corruptos que tenía entre ceja y ceja la policía en los últimos tiempos. Lo único que podía hacer era recomendarle que saliera corriendo mientras pudiera.

—Cuéntame, ¿qué pasa? —le pidió Berto sospechando que el comisario actuaba así porque había algo muy gordo.

—¿Cuánto llevas en este cargo?

—Pocos días.

Berto intentó ser lo más sincero que pudiera. Bajo ningún concepto le interesaba que Darío lo cogiera en algún error, más que nada porque tampoco conocía qué iba a hacer su antiguo compañero.

—Ándate con cuidado. Esto va a estallar en mil pedazos en menos que canta un gallo —le advirtió muy serio—, hay una investigación en marcha, ya sabes. Te digo esto para que te busques otro trabajo y dejes este de inmediato. No sé si podremos protegerte luego, y por descontado que cuento con tu absoluta discreción.

Darío lo miró profundamente, tratando que su famoso sexto sentido le diera alguna información más que su excompañero se negaba a hacer.

—Nunca he visto nada raro —mintió Berto desviando la mirada, intuyendo lo que pretendía el comisario—, solo sé que tiene cuatro hoteles y cinco pubs. Por la noche últimamente hay movidas raras, pero es normal entre tanto turista joven. Todo su personal parece legal, incluso él no actúa de forma especial. No puedo decirte más.

—Ojalá tengas razón. —Los dos llegaron a la conclusión de que en ese momento sus olfatos de policía no estaban activados y que el otro no soltaría prenda, por lo que decidieron dejar la conversación para más adelante.

—Ana los echa mucho de menos —cambió de tema al entender que nada iba a conseguir de Berto.

—Cuando hable con Tere se lo comentaré por si quiere ir a verla. Yo estaré aquí una temporada, por el momento no tengo pensado regresar a Madrid. Si aquí no me acabo de adaptar, me voy a La Gomera a ayudar a mis padres con las casitas rurales, ya sabes que están mayores y mi hermana no está por la labor de hacerse cargo del negocio familiar. —Darío lo volvió a mirar muy sorprendido.

—Chico, a ti te han cambiado. ¿Regresar a La Gomera? A ti te han cambiado —volvió a insistir cabeceando—. Ve con cuidado, compañero, y si ves algo que te llame la atención sal pitando a La Gomera o a donde te dé la gana, pero aléjate de Coll, su imperio hace agua por todas partes, ¿entiendes?

—Lo tendré en cuenta, viejo amigo —Darío se alejó rumbo a los aparcamientos después de darle un fuerte abrazo.

De nuevo se volvieron a abrir en Berto las dudas y las preguntas que se hacía sobre Coll. Le costaba creer que un tipo con su inteligencia y recursos se jugara su futuro prometedor por verse envuelto en el tráfico de drogas si realmente no lo necesitaba.

Desde la lejanía de unas oficinas en Madrid lo vio todo muy claro, pero ahora que lo tenía a su alcance le costaba creer todos los rumores que se contaban de él en las redes de narcotraficantes y de qué manera había hilado la tela de araña para nunca dejar pruebas claras en sus andares por ese mundo.

Era de suponer que había muchos intereses por medio, pocas operaciones muy certeras y con mucho dinero de fondo, como si esa fuera su afición preferida para dedicarle alguna que otra semana al año y listo.

Cualquier forma que llevara su negocio clandestino, Alberto Sárate intuía que el final de esa aventura, para los hermanos Coll, tenía los días contados.

Fuera como fuese, la inesperada visita de su viejo compañero lo dejó muy nervioso, y con intención de recabar información se encaminó a un lugar más tranquilo para llamar a la Central y que el Capitán le sacara de dudas, porque ya no sabía a qué atenerse.

IV

—¿Susana, ya tienes tu viaje preparado? —le preguntó su cuñado Marcos para intentar calmar un poco a las tres mujeres.

—Sí, pero a ver qué nos dice el médico. Si lo tengo que suspender, lo haré. No me puedo marchar sin saber que esta pequeña delincuente está bien.

—No te preocupes, tía. Marta no va a ser siempre el centro de nuestras vidas —comenzó diciendo Adriana—. Sabes que daría la vida por mi hermana, pero empiezo a estar harta de su egoísmo. Ella nos exige a nosotros comprensión y es ella la que pasa un kilo de todo. Le hemos ofrecido nuestras casas, nuestra ayuda y mira cómo nos paga. —La muchacha comenzó a llorar y Susana la abrazó muy fuerte sabiendo perfectamente que, como siempre, tenía razón.

—No te preocupes, esta vez lo conseguiremos. Nosotros la sacaremos de ese odioso mundo donde se empeña en caer una y otra vez —aseguró Susana, no muy convencida de lo que decía.

—Lo dudo. No entra en razón. ¿Qué pretende? —Vieron que se acercaba un facultativo y prestaron atención a ver a quién se dirigía.

—La familia de Marta. —Los cinco se acercaron—. Soy el doctor Huertas, acompáñenme, por favor.

Expectantes, lo siguieron hasta una pequeña salita anexa, reservada para la intimidad que requería el momento.

—¿Es usted la madre de Marta? —le preguntó a Sara, quien negó con la cabeza, sintiéndose un poco incómoda.

—No, somos sus tías y su hermana. La madre está indispuesta y no ha podido venir —mintió, muy a su pesar.

—Bien. Marta está despierta y no ha manifestado que no debiéramos dar información de su estado. Usted es Sara entonces, quien ella mandó a avisar, ¿verdad? —La mujer afirmó mientras el médico se tomaba unos segundos para organizar mejor el mensaje que quería transmitirles.

—De acuerdo. La paciente se encuentra estable, dentro de su estado. Ingresó intoxicada al ingerir alta cantidad de bebidas alcohólicas mezcladas con drogas de dudosa procedencia. Mi consejo como médico es que la lleven a un centro de desintoxicación. —Hizo una pausa para darles tiempo a asimilar sus palabras—. Nosotros podremos hacer muy poco después de unas horas más. —Los observó con atención y luego les mostró una tarjeta—. Aquí tienen esta dirección. Yo les recomiendo que la lleven allí, porque quizá la próxima vez nadie la va a poder ayudar y acabará muy mal, se lo aseguro.

—Muchas gracias. —Sara cogió la tarjeta—. Espero que recapacite y nos escuche. Es la rebeldía personificada. —La mujer hacía grandes esfuerzos para no derrumbarse.

El médico, como siempre que tenía una familia en frente con problemas de jóvenes con la droga, sentía mucha lástima. En los últimos tiempos, el número de pacientes en esa misma situación se había disparado. Se le encogía el corazón al pensar que cualquier familia, sin importar la clase social, se podía ver involucrada. Las drogas estaban en la calle, al alcance de la curiosidad de los jóvenes y, peor aún, de los niños.

Como profesional, se sentía impotente porque era exclusivamente decisión de los jóvenes salir de ese mundo o no y por lo poco que sabía de esta muchacha, se repetía el mismo patrón una y otra vez. Hijos rebeldes con problemas difíciles de resolver para ellos y la única salida que ven ante sus narices es la evasión con las drogas.

Durante la conversación que había intentado mantener con Marta anteriormente, sintió impotencia con su arrogante comportamiento. Solo cuando le dijo que debía hacer un informe para pasarlo a la policía, consiguió que se abriera y comenzara a explicarle lo que había pasado y su historia no era diferente a la de otros jóvenes encandilados por la noche, unas cuantas frases bonitas, unos billetes en el bolso y una cantidad de droga por las venas que anulaban sus sentidos.

Por más que se encontrara con casos como el de ella, demasiado a menudo, le seguía sorprendiendo la actitud de los jóvenes frente a las consecuencias de sus actos.

¿Cómo con sus escasos años podían estar de vuelta y media con el mundo que los rodeaba? Tenían unas familias detrás que intentaban, por todos los medios, sacarlos del atolladero donde se habían metido, pero por ambas partes no conseguían descubrir el camino de retorno.

El doctor se despidió dándoles ánimos, insistiendo en que necesitaba ayuda urgente y precisa, cosa que ellos no ignoraban, pero de momento se limitaron a dirigirse a la habitación, donde encontraron a Marta postrada, tan delgada, tan pálida, tan poquita cosa, que solo destacaban los aparatos y el suero que tenía alrededor.

Permanecieron mirándola unos segundos, preguntándose cómo podrían ayudar a alguien en contra de su voluntad.

Muchas veces le habían suplicado que cambiara, pero no accedía a nada, miraba a su interlocutor, decía que todo estaba bien, que no había razón para preocuparse y, sobre todo, que la dejaran en paz.

Un buen día se cansó de oír sermones y se marchó.

Hacía pocos meses que vivía con unas chicas en un apartamento del centro de la ciudad y ya empezaban a verse los resultados. No había que ser muy listo para darse cuenta de que estaba a punto de tocar fondo. Su vida se le había escapado de las manos, ya no tenía ningún control.

Estaba dispuesta a llegar hasta el final sin importarle nada, aunque ese final fuera la muerte.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Sara apoyada en la puerta.

Cuando oyó su voz, Marta Ribas abrió los ojos y al ver las caras de sus familiares los volvió a cerrar. Aún no le apetecía enfrentarse a ellos.

—No lo sé. Ojalá cambie de opinión y vuelva a casa conmigo. —Adriana se había aferrado a la mano de su hermana para impedir con todas sus fuerzas dejarla marchar.

—No te preocupes tanto —le susurró Susana abrazándola—. Entre todos la convenceremos para que se quede en casa con nosotros, aunque tengamos que amarrarla a la pata de la cama.

Marta empezó a mover la cabeza para hacerse notar y que dejaran de hablar de ella como si se tratara de un personaje lejano y ausente.

Susana se dirigió al gran ventanal desde donde se veía la ciudad. El tráfico como siempre era insoportable, agravado por las obras que nunca terminaban, preguntándose por qué siempre las hacían todas a la vez. Cosas del alcalde, como solían decir los vecinos muy convencidos ante tanta eventualidad.

De repente le vino a la mente Berto y el viaje. Su sobrina no estaba tan mal después de todo. El alta se la darían en pocas horas, a lo mejor cuando se le acabara el suero, que ya iba por la mitad.

Como les dijera el médico, en urgencias no podían hacer más por ella. Necesitaba un centro, un psicólogo y una hoja de ruta a seguir. La familia haría lo que estuviera en su mano, pero era ella misma la que tendría que decir basta, y por mucho que anulara el viaje tuvo la impresión de que no valdría para nada.

Estaba decidida a quedarse todo el tiempo que fuera necesario con su sobrina hasta que le prometiera que esos primeros días los pasaría en casa de su hermana, supervisada por su tía, mientras ella regresaba. A la vuelta, ya se ocuparía de obligarla a vivir en su casa por mucho que se negara a entrar en razón.

Ya los juegos se habían acabado, ahora debían tomar decisiones y poner en marcha actuaciones que de una vez por todas pusieran a Marta en el camino correcto por donde dirigir su vida.

—Dejad de cuchichear. Me aburrís. —Marta se incorporó en la cama un poco, dispuesta a mandarlos a todos a trabajar y que la dejaran en paz—. ¿No tenéis obligaciones?, ¿os han despedido a todos? —sonrió con picardía pese a su situación.

—Ya veo que no estás tan mal, hermanita. —Adriana la besó en la mejilla y se apartó para que el resto la saludara—. Te diré que de aquí no me pienso marchar sin ti. Te vienes a mi casa.

—¡Dios, Adriana! No me agobies. Si me quieres ayudar, me puedes acercar a la mía. Eso sí te lo agradecería. —Todos se miraron y cabecearon indignados porque volvía al punto de inicio.

—En una cosa sí le doy la razón a Marta, hay que ir a trabajar. Chicos, ya podéis marchaos. Yo estoy de vacaciones, me quedaré aquí y los mantendré informados —llegaron a la conclusión de que Susana tenía razón.

—Precisamente hoy no estoy en condiciones de faltar al trabajo. Si le dan el alta, la llevas a casa y allí nos vemos por la tarde. —Marta los miraba sin entender a qué se refería su hermana.

—En estas semanas me he perdido cosas, ¿no? —le preguntó mirándola muy triste y algo aturdida aún.

—Sí, llevas perdiéndote cosas una larga temporada, hermanita, pero te juro por lo que más quieras que eso pasó a la historia; o te dejas ayudar, o yo misma te mando para el otro barrio —la amenazó con un dedo en alto.

—Tampoco te pongas chulita, que soy mayor de edad y nadie me da órdenes. —Las dos empezaban a subir el tono y fue Susana, como siempre, quien tuvo que poner orden entre ellas.

—Todo el mundo fuera —pidió—. No os preocupéis, yo me quedo hasta que le den el alta. Tenemos mucho de que hablar —comentó mientras con la vista buscaba una silla donde ponerse cómoda, cuando el móvil la sobresaltó.

Al comprobar que era Berto dudó entre cogerlo o no, pero fue Marta quien le aconsejó que por ella no perdiera la llamada, agradeciendo en el fondo que la dejara tranquila un rato para tratar de planear una estrategia que la sacara del atolladero en el que se había metido otra vez.

La mujer salió de la habitación y respiró hondo antes de enfrentarse a la persona que estaba al otro lado del teléfono.

—¿Susana? —Su interlocutor se quedó un instante esperando oírla porque la cobertura telefónica era poca.

—¿Me oyes? —respondió acercándose a la ventana para encontrar algo de señal.

—Sí, ya te oigo. ¿Te cojo en mal momento? —preguntó Berto encantado de haberla encontrado.

—No te preocupes, siempre anda una liada. ¿Tienes todo listo? —quiso saber su interlocutora muy sorprendida de escuchar su voz.

En las últimas horas había pensado en la nueva situación que se presentaba en su vida, y si bien no quiso darle más importancia de la que tenía, lo cierto era que estaba algo intranquila.

—Creo que sí. Me falta alguna cosa que organizar en el trabajo, pero nada importante. Estoy deseando irme ya —respondió muy seguro.

Parecía que las horas no pasaban y estaba desesperado por tener alguna noticia del pequeño, confiando en que en Madagascar encontraría pistas fiables de su paradero.

—Pues nos vemos entonces en el aeropuerto, como habíamos quedado —agregó Susana sin ser capaz de decirle nada más por mucho que buscó en su cerebro, bloqueada como seguía.

—Sí. —El policía no sabía si comentar o no su primer encuentro porque deseaba seguir hablando con ella y en ese momento no se le ocurrió otro tema de conversación—. No sé qué impresión te llevaste cuando nos conocimos. A lo mejor no supe expresarme bien. Si fue así, te pido mil disculpas. No estoy acostumbrado a estos menesteres que a veces la vida le pone a uno.

—Yo también estuve un poco seca. Lo cierto es que era una situación rara para ambos. Tenemos quince días por delante para aclararlo, si es que hubo algún malentendido, que no creo —lo tranquilizó Susana, consciente de que por ambas partes estaban a la expectativa de qué les iba a deparar la relación que habían iniciado inesperadamente.

—Tienes razón, hay tiempo suficiente. —Berto respiró hondo, satisfecho con la pequeña conversación mantenida.

—Vale, entonces. Que tengas buen día —le deseó la mujer volviendo a la realidad del hospital.

—Tú también.

Susana se quedó un instante apoyada en la pared esperando a que su cuerpo reaccionara a la conversación que había mantenido con Berto, pero no conseguía encaminar sus pasos hacia la habitación de su sobrina.

No entendía lo que le estaba sucediendo ni conseguía explicarse el bloqueo que ahora mismo estaba sufriendo. Respiró hondo y se obligó a andar, agradeciendo para sus adentros cuando se vio al fin sentada junto a la cama de la joven.

Pasaron algunos minutos hasta que Marta abrió de nuevo los ojos y se encontró con la dulce mirada de su tía, ya repuesta del sofocón que le había producido escuchar la voz de Berto.

Por primera vez en mucho tiempo, no notó ningún atisbo de reproche y sí de comprensión, que le llegó al alma, haciendo que extendiera su mano en busca de la de la mujer.

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