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CUANDO BARTALI FUE EL CICLISTA DEL DUCE

La razón habla y

el sentimiento muerde.

Francesco Petrarca.

Gino Bartali tenía los ojos verdes y grandes, la nariz achatada como de boxeador y el pelo negro, ondulado, espeso. Su voz era profunda, muy grave; sus modales siempre correctos, pero con ese punto de tosquedad de quien no tiene elegancia mundana; y a su gesto se le esquivaban las sonrisas, pero cuando llegaban era para quedarse. Sus piernas… sus piernas escondían una de las mayores fábricas de pundonor que el ciclismo haya visto.

Cuando Gino, nacido cerca de Florencia en julio de 1914, empieza a competir quienes lo ven se dan cuenta de estar ante algo excepcional. En un momento en el que todos los ciclistas arrastraban grandes desarrollos Bartali destacaba por hacerlo más que nadie, con sus muslos moviéndose lentamente, casi como el minutero de un reloj, pero avanzando formidables en cada pedalada. Riñones de acero, gemelos con dinamita pura. «Bartali era saltarín cuando hacía falta, se elevaba sobre el sillín para aumentar un poco su cadencia y luego se volvía a sentar, para seguir durante un buen rato tirando de espalda, de brazos», decía un équipier. A veces aceleraba de forma violenta, casi suicida, y apenas unos metros más adelante debía bajar dolorosamente su velocidad por miedo a que los músculos, ardientes, explotaran. Pero nunca pasaba, y Bartali podía retomar de nuevo su paso de crucero, ese que le llevaba a destrozar cualquier rival.

Aunque había sido un excelente corredor amateur (en 1932 ganó nada menos que 11 carreras, segundo en 17, de las 39 en que había competido) en 1935 Gino aún es un gran desconocido para el gran público. Cuando vence en la Vuelta al País Vasco, prueba de entidad, algún periódico hablará de «Lino» Bartali. Pronto su nombre será bien conocido por todos, nadie volverá a cometer ese error. En el Giro de aquel año conquista una etapa histórica en L´Aquila, por los Abruzzos, después de un ataque fulgurante en el Passo Campanelle, y transita, días más tarde, en cabeza por la cima de Sestriere para asegurarse el premio de mejor escalador. Aquel fue el último Giro de Alfredo Binda y el primero de la nueva superestrella que deberá recoger, y aumentar, su legado.

La Italia ciclista se estremece con la llegada de un nuevo campeón, recién pasado a profesionales en las filas del Frejus. Bartali era fuerte, era listo, sabía observar durante kilómetros y kilómetros rodillas, tobillos, todos los tendones de sus rivales para darse cuenta de pequeños cambios que se iban produciendo cuando la fatiga llegaba. Todo eso lo almacenaba en su mente, y en cuanto contemplaba con sus propios ojos el menor signo de flaqueza… atacaba. No importaba cómo estuviera él, si iba cansado el resto iría peor. De la escuela de Bernard Hinault, bretón orgulloso e indomable…

Más aún, cuando Gino Bartali se convierta en il Vecchio Gino pondrá cada vez más atención a la preparación de sus oponentes, hasta extremos realmente obsesivos. Sus gregarios se colarán por las tardes en las habitaciones de hotel que ocupen Magni, Cottur y los otros para ver qué era lo que tomaban, qué secretos misteriosos aguardaban en sus botiquines y basuras. Dicen que un día vio a cierto coéquipier de Fausto Coppi saliendo de la farmacia con un bote de cristal que contenía un líquido verdoso. Dicen que mandó a uno de sus lugartenientes a esa farmacia, para que le vendieran exactamente lo mismo. Cuentan que, viejo zorro, no se fiaba del todo, y en lugar de probar el brebaje hizo que un compañero de escuadra actuase de cobaya. Añaden que las carcajadas de Coppi al día siguiente resonaban por todo el pelotón, mientras el desdichado cómplice de Bartali tenía que parar en la cuneta una vez más: había tomado un buen trago de laxante…

Pero eso fue después, cuando el joven Bartali se convierte en el viejo Gino. En aquel entonces, mediados de los años 30, la estrella del florentino va en continuo ascenso. Pasa del modesto Frejus al potente Legnano, el de la maglia verde botella, el del recuerdo de batalla donde Alberto da Giussano venció a Federico Barbarroja, el de Binda (que fue el inspirador de su conocido logo) y el legendario director Pavesi. Aquel Legnano. Y allí pronto se puede ver que el chaval es imparable.

El año 1935 fue uno de los más importantes de la Italia reciente. En aquel momento, buscando «un lugar en el sol», el régimen fascista se lanzó a la conquista de Etiopía (llamada entonces Abisinia), en lo que muchos historiadores han visto como el primer paso del país transalpino hacia el Eje. Mussolini empezaba a amenazar otras fronteras.

A resultas de esa agresión el Giro de 1936, llamado pomposamente por el Fascio «Giro de la autarquía», fue íntegramente italiano, sin ciclista alguno de otro país. Ello no pudo, no consiguió, deslucir la brillantísima victoria de un Bartali que, ahora sí, se muestra irresistible. Ya en la novena etapa, nuevamente camino de L´Aquila, Gino empieza a poner tierra de por medio, tras antológica exhibición atravesando Macerone, Rionero Sannitico, Roccaraso y Svolte di Popoli. La destrucción de la carrera se había llevado a cabo, y Bartali no ha hecho prisioneros. Al final de esa jornada el segundo clasificado de la general, Cavanesi, estaba a seis minutos y medio. El equilibrio de la prueba está roto para siempre, y el toscano se viste por vez primera con la maglia rosa.

Pero en las siguientes jornadas el joven Gino dará muestras de una de sus grandes carencias: la falta de concentración. Efectivamente, en ocasiones los ataques inesperados o tácticos de sus rivales pillaban desprevenido a Bartali, que era extraordinariamente superior por pura fuerza física, pero se mostraba disperso en lo estratégico. Además, las contrarrelojes, una disciplina que jamás llegó a dominar, jugaban en su contra. Por todo ello la general llega abierta a los últimos días, donde Bartali vence de una tacada otras dos etapas y se apunta una victoria incontestable.

Italia se vuelve loca con su nuevo gran campeón, alguien tan insultantemente joven (aún no ha cumplido los 22 años) como exuberante sobre la bicicleta. Gino está en lo más alto. Miles de admiradoras mandan cartas de amor a este hombre tímido y apuesto. Pero Bartali no es Binda, a Bartali le cuesta hablar con las mujeres. Nunca responderá a la misiva de una chica que decía que él, Gino, era «la sal de mi vida, la comida no tiene sabor desde que te has instalado en mi corazón, no lo tendrá hasta que te estreche entre mis brazos»… Otras, por supuesto, son tan escandalosamente picantes que el mismo decoro no permite reproducirlas…

Bartali es el hombre de moda, el ciclista preferido por todos, pero dos sombras nublan su porvenir. La primera es una desgracia: nueve días después de su victoria en el Giro, su hermano pequeño Giulio, también ciclista, fallece tras sufrir un accidente en carrera. El golpe es tremendo para Gino, que cae en una profunda depresión y quiere abandonar el ciclismo. No lo hará, pero habría de recordar siempre, siempre, a su compañero de entrenamientos, a su amado sosias. Para honrarle decide construir un pequeño panteón familiar en el cementerio de Ponte a Ema. A bendecirlo acude nada menos que el arzobispo de Florencia, Elia Dalla Costa, quien volverá a aparecer más adelante en nuestro relato. Valga decir ahora que empieza aquí una relación de amistad con Gino que durará hasta su muerte.

La otra amenaza a Gino Bartali es, quizá, más sutil. Y es que el régimen fascista no tarda en querer apropiarse de los éxitos del joven campeón. El problema es que Bartali no es fascista, nunca lo ha sido y nunca lo será. Su padre fue militante del socialismo, y trabajaba en la fábrica del famoso Gaetano Pilati, que había sido asesinado por camicie nere en 1925. Pero no importa, el Estado desea a Gino.

Mussolini decía de sí mismo que era el «primer deportista de Italia», y los fascistas encontraron en el deporte una caja de resonancia internacional magnífica para exhibir su supuesta superioridad física, educativa y moral. Para la cultura del régimen los deportistas no eran solamente atletas, sino «embajadores azules» que cargaban con la responsabilidad de conseguir acciones gloriosas sobre la cancha, en el ring, o encima de una bicicleta, con las que derrotar a los poderosos representantes de otras naciones. Una medalla de oro o una victoria en el Tour de Francia se consideraba «más valiosa que miles de actos diplomáticos a la hora de celebrar la grandeza del régimen». En este contexto el Fascio no solamente invadía el día a día del campeón (los mismos planes de entrenamiento debían de adecuarse a aquellos «avances científicos que ha logrado el fascismo»), también aprovechaba sus éxitos (e incluso algunas de sus desgracias) para dibujar un lienzo adecuado que mostrar al mundo. Un lienzo con el cual Gino Bartali no estaba de acuerdo.

Desde un primer momento, el toscano se muestra renuente ante los fascistas. Se niega, se negará siempre, a ponerse la camisa negra, se niega a hacer declaraciones altisonantes, incluso utiliza un lenguaje en sus apariciones públicas muy alejado de la retórica propia del régimen. No, Bartali habla, más bien, como el seminarista que nunca llegó a ser. La muerte de su hermano lo sume en una profunda crisis existencial de la que ha salido gracias a la fe en la Iglesia católica, y todos saben que sus posiciones políticas están igualmente con lo que acabará siendo, pasados los años, la Democracia Cristiana. Y es que aunque en aquel momento la Iglesia no está frontalmente enfrentada al fascismo, sí que se muestra bastante distante de algunos de sus postulados, como la exaltación de la violencia, la virilidad exacerbada y cierto gusto por la simbología pagana. Así, muchos ven en el catolicismo una forma «amable» de oponerse a Benito. En este contexto, periodistas católicos tomarán la figura del toscano como la del buen «atleta cristiano», y en aquella caracterización sí se sentía cómodo. De forma casi espontanea, en las iglesias de toda Italia empieza a aparecer una pintada que los sacerdotes tardan más de la cuenta en borrar, Arriva Bartali. Toda una declaración de esperanza en un futuro distinto. Gino nunca dirá que es fascista, jamás. Soy católico. Ese es su lema.

El régimen intenta pasar esto por alto. No es que nuestro nuevo campeón se nos haya hecho comunista, debieron pensar. En lugar de marcar su fervor católico diremos que es piadoso, que tampoco parezca una viuda meapilas, no vaya a ser que toda nuestra propaganda machista basada en la virilidad del Fascio se nos venga abajo cuando comprobemos que el más fuerte de los italianos en realidad acude a misa cada mañana. Pero, con todo, la animadversión se hace patente, y es apenas disimulada en periódicos afines a Mussolini. Cuando, febrero de 1937, Bartali es sorprendido por una tormenta de nieve mientras entrena y cae enfermo con una severa neumonía (dolencia que en la época bien podía acabar teniendo resultado fatal) cierto sector de la prensa insinuará que el corredor se ha «aburguesado» y que por eso apenas sale de casa a entrenar o competir…

Para el año 1937 Gino Bartali se ha propuesto lograr lo que jamás ciclista alguno ha conseguido: triunfar en el Giro de Italia y el Tour de Francia el mismo año. Los jerarcas del Fascio se frotan las manos: una victoria de «su» chico en suelo francés podría ser la mejor manera de mostrar poderío al mundo. Ya se encargarían después de hacer parecer al joven más fascista de lo que era. Con esta idea en mente, Bartali afronta el Giro lleno de ilusión. Giro que, además, se ha decidido al fin a incluir los pasos dolomíticos en su menú, por lo que todo parecen buenas noticias para el mejor escalador de la prueba.

Y lo cierto es que Bartali vence casi sin oposición, pese a que la concurrela es mejor que el año anterior, incluyendo un potente equipo belga en el que se encuentran Alfons Deloor, Antoine Digne y Alfons Scheppers, protagonistas de la primera Vuelta Ciclista a España, que venció el hermano del primero. Pero nada se podía oponer a un Gino desatado, que da tremendo golpe en la cronoescalada al Terminillo, pese a que la intensa nevada bajo la que se disputa le hace toser durante toda la subida (recuerdos de su neumonía primaveral) y provoca un agudo dolor en su pecho los días siguientes. Camino de Foggia vuelve a dar exhibición, escapando en la subida al pueblo de Ariano (sí, el mismo del que es originaria la televisiva familia de los Soprano), e imponiéndose en la etapa. Restaban aún otros dos numeritos al final de la carrera, domeñando por vez primera los pasos dolomíticos de Rolle y Falzarego para imponerse con relativa comodidad en Milán. Es su segundo Giro de Italia y aún no ha cumplido los 23 años. Toda una estrella, un Mozart del pedal. Francia lo espera.

¿Lo espera? Gino se resiste a confirmar su presencia en el Tour. El pecho vuelve a molestarle, e incluso tras el final de la Corsa Rosa ha debido encamarse unos días con algo de fiebre. Y, sobre todo, no le apetece ser punta de lanza para el régimen de Mussolini. Anhela la gloria de vencer en París, le llama la ambición, el espíritu inquebrantable del guerrero en bicicleta, pero no tiene ganas de que una hipotética exhibición sea utilizada para alabar las condiciones del fascismo. Así que se hace de rogar y mantiene silencio, incluso dejando caer en algunas entrevistas que está más cerca de renunciar al Tour que de tomar parte. Y sus enemigos, claro, contraatacan.

Il Popolo d´Italia es periódico oficial del Fascio, fundado nada menos que por el Duce. Y desde sus páginas se intenta influir en Bartali de las formas más sutiles posibles. Dicen que en el Tour «es el honor de nuestro país lo que está en cuestión». Incluso, en un escandaloso artículo a menos de dos semanas de la ronda gala, se llega a leer una invectiva bélica que pone los pelos de punta: «un soldado que defiende su bandera abandona las trincheras, arriesgando su vida sin pensar en nada más que su Patria. Competir en Francia es una forma de defender nuestra bandera… Bartali está llamado a representar a nuestro deporte, nuestra juventud, nuestra fuerza, y todos nuestros ojos están puestos en él, aunque ahora mismo se diga indispuesto». Apareciendo donde apareció, este artículo puede considerarse poco menos que orden militar… debía ir a Francia. Tan solo doce días antes del comienzo del Tour, anunció que estaría en la salida de París.

El Tour de 1937 fue, durante sus diez primeros días, el Tour de los totalitarismos. Cualquiera que repase hoy en día la clasificación jornada a jornada de la prueba podrá ver la esvástica nazi y la bandera transalpina con el escudo fascista repetidas por doquier. Efectivamente, Erich Bautz, un alemán, fue líder durante cinco etapas, y su testigo lo toma un transalpino. Alguien que, pese a todo, estaba lejos de considerarse afín a Mussolini. Uno a quien esas ideas acabarían alejando de Francia.

Efectivamente, Gino Bartali.

El joven Bartali había dado toda una exhibición subiendo el Galibier camino de Grenoble, y conquista el maillot amarillo. La prensa da por sentenciada la carrera. En L´Auto, periódico organizador, se lee que «Bartali nunca podría ser alcanzado… por el contrario, incrementará su ventaja en cada etapa montañosa». Su actuación ha sido apoteósica, imponente. Quizá el aislamiento italiano de la época había hecho que sus destrozos en el Giro pasaran casi desapercibidos para el resto del universo ciclista, pero aquel día se despejaron todas las dudas: Bartali era el mejor escalador del planeta, el corredor más fuerte, ese llamado por la Providencia a ganarlo todo.

Pero el mundo cambia unas horas más tarde. Camino de Embrun la carretera caracolea entre montañas cruzando mil veces el Río Colau, apenas torrente con furiosas y gélidas aguas que bajan rumoreando de los Alpes. Bartali marcha a rueda de Giulio Rossi, su compañero de equipo, cuando todo ocurre. Ruedan a velocidad endiablada y Rossi cae en una curva, a la entrada de un puente. Gino lo esquiva, choca contra el pretil y sale volando hacia el abismo. Aguas heladas, corriente alocada en deshielo alpino. Será Camusso, otro italiano, quien se lance para salvar la vida de un Bartali conmocionado que se hunde sin remedio. Será también Camusso el que vuelva a subir a Gino en la bicicleta, maillot de oro manchado con sangre y barro, ojos cegados por el miedo, respirar descompasado. Vayamos despacio, Gino, no te preocupes, estoy aquí, contigo. Vayamos lentos, tranquilos, quedan solo treinta kilómetros a la meta.

Bartali llega a Briançon. Su jersey es rojo, rojo como será el de la Wilier años más tarde. El rostro pálido como manto del Santo Padre. «Estaba totalmente mudo, no decía nada. Solamente mi mente me llevó a la línea de meta. El impacto era tan fuerte en lo físico como en lo psicológico». El miedo se podía leer en su mirar, el miedo a la muerte que pudo ser, a la que podría acabar siendo. Bartali se tumba en su cama. Sobre una silla, el maillot amarillo lleno de barro, babas y sangre. Su ventaja en la general era tan autoritaria, tan inmensa su dominación de días anteriores, que, pese a perder más de nueve minutos en meta, aún sigue de líder con un tiempo sustancial sobre el segundo. Nada está perdido. Pero Gino tose, tose mucho.

A unos kilómetros de allí Rossi, su équipier, yace en la cama de un hospital. Sus brazos y piernas parecen, como dirá Nino Nutrizio al día siguiente en Il Popolo d´Italia, filetes sanguinolentos. El dolor es tan grande que deben sedarlo para que pueda dormir…

Al día siguiente se afrontan los colosos Izoard, Vars y Allos. Territorio Bartali, aquel donde acabará escribiendo algunas de las mayores gestas de la historia del ciclismo. Solo que Gino, hoy, no puede. Sigue enfermo, tosiendo trocitos de pulmón y orinando sangre. Pierde más de veinte minutos en meta. Pero llega, Gino siempre llega. Queda mucha carrera por delante. Los periodistas se relamen: Bartali sería capaz de recuperarse y lanzar una frenética batalla en los Pirineos. Pero la Federación Italiana no piensa igual.

Los jerarcas temen que su gran apuesta, ese hombre de hierro que han mandado a Francia para mostrarle a todo el mundo la fortaleza del régimen, no pueda concluir con éxito su intentona. Prefieren que abandone, que lo deje pasar. Que se retire como un mártir, aún en la memoria su recuerdo ensangrentado. Un verdadero atleta fascista, alguien que pudo dejarse la vida en el torrente y consiguió alcanzar la siguiente meta. Pero, ay, las heridas fueron demasiadas, somos hombres, qué digo, somos superhombres, héroes, pero no dioses. También la fatalidad puede ponernos contra las cuerdas. Es ley de vida, volveremos aquí para someter, para conquistar Francia con nuestras ruedas, nuestros escudos, nuestras camisas negras… Obligan a Gino a retirarse. «Es la mayor injusticia que he vivido en toda mi carrera deportiva», dirá muchos años después, cuando hablar sea más seguro. Pero es 1937, y en aquel entonces las palabras vinculan casi tanto como los hechos. Así que ahoga lágrimas, hace maletas, parte para Italia. Cuando llegue al país transalpino dará gracias a la Virgen, «sin Su ayuda hubiera muerto ahogado en el Colau, Ella me guarda».

El éxito de la aventura francesa queda emplazado para el año siguiente. Pero en esta ocasión la Federación Italiana de Ciclismo, órgano más propagandístico que deportivo por esas fechas, no quiere correr ningún riesgo. Un transalpino debe vencer en el Tour por encima de cualquier otra consideración… no puede ser que nuestro único ganador sea socialista como Bottecchia, eso sí que no. Así que, aquel invierno, los representantes de la Federación se reúnen con Gino.

«¿Qué correrá este año nuestro campeón?». Bartali responde irritado. Está exhausto, acaba de llegar de entrenar y no tiene ganas de hablar con aquellas personas. Su carácter se va haciendo más y más taciturno. «Empezaré con algunas pequeñas carreras de un día, como todos los años, me irán preparando para estar a pleno rendimiento en el Giro de Italia, que intentaré ganar por tercera vez. Luego iré a Francia y…». Uno de los oficiales interrumpe. «El Giro es suficientemente largo y duro por sí mismo, es una pérdida de fuerzas innecesarias si quieres vencer en el Tour. Quizás deberías renunciar a la carrera italiana y centrarte solo en la francesa». «¿Cómo?», responde Gino de forma un tanto abrupta. «Puedo hacer ambas, tengo las capacidades necesarias, este mismo año si no me hubieran obligado a irme…». Se calla, sostiene la mirada. El otro responde. «No hay nada que hacer, nada que discutir, veníamos solo para avisarte. El riesgo de no vencer en el Tour es nuestro, y a nosotros no nos gustan los riesgos. Prepárate y trae esa maldita carrera. Y hazlo por el Duce».

Cuando Gino Bartali acude al Tour de Francia de 1938 después de ausentarse, por obligación, del Giro ese mismo año, sus relaciones con el régimen de Mussolini son más tensas que nunca. Y, aunque una enorme multitud despide a los miembros de la selección italiana en la estación de Turín, de donde parten el 29 de junio dirección a París, los sentimientos del joven toscano son contradictorios, basculan entre una ambición deportiva y el enfado que tiene por la cada vez mayor manipulación de sus laureles. Bartali irá a Francia, sí, intentará vencer con todas sus fuerzas, sí, es lo único que sabe hacer, pero no permitirá que un éxito suyo sea un éxito de aquellos a quienes considera no representar.

Simbolismo perfecto para grandes escapadas: los ciclistas italianos se alojan en París en el Hotel Pavillon Enrique IV, en cuyas habitaciones el inmortal Dumas escribió El conde de Montecristo. Buen presagio, piensa Costante Girardengo, antiguo campionissimo y seleccionador italiano, ese puesto reservado para gente de prestigio y fortaleza mental, antaño grandes ciclistas, que tiempo más tarde ocupará Alfredo Binda…

Porque en aquellos años el Tour de Francia se corría por selecciones nacionales, una excepción en el panorama ciclista. La cosa venía de mediados de la década anterior, cuando Henri Desgrange, director de la carrera, se cansó de las componendas que se traían entre manos los equipos comerciales, y decidió suprimirlos de un plumazo, incorporando una pizca de épica patriótica a la carrera más prestigiosa (en la misma decisión, y para compensar los gastos que acarreaba este nuevo sistema, Desgrange tiene la genial idea de crear esa caravana publicitaria que hoy es uno de los rostros del Tour). Así que Bartali no competía ya para su marca Legnano, no llevaba en el pecho el precioso maillot verde, sino que defendía los colores de Italia. Nada, absolutamente nada, podía salir mal, sería intolerable para el régimen…

Desde el inicio la prueba va controlada por los transalpinos, y parece que ya en la primera etapa de montaña, el raid pirenaico clásico con final en Luchon, Gino Bartali va a dejar sentenciado el Tour. A la salida de Gourette, cuando empieza la parte más dura del Aubisque, el primero de los cuatro grandes cols, salta de forma violenta y se marcha solo a buscar una victoria de la que le separan unos 150 kilómetros. «Fue más potente que un esprint. Fue una especie de vuelo sobrehumano planeando a ras de suelo sobre una pendiente terrible», escribe un periodista. En el descenso le alcanzan los belgas Félicien Vervaecke y Edward Vissers. Empieza el Tourmalet, gran mito de la carrera, y Bartali se muestra obstinado. Tira con todas sus fuerzas, intenta dejar atrás a los otros, aprieta. Menos de un kilómetro a la cima, Barèges ha quedado muy abajo, y en una curva de herradura a la izquierda, Bartali lo consigue. Logra romper la resistencia de Vervaecke y marcha en solitario. A partir de ahí… la leyenda.

Subiendo el Aspin Gino empieza a notarse raro. «Sentía que mi corazón, que siempre llevo controlado por muy grande que sea el esfuerzo, se desbocaba. Golpeaba tan fuerte en el pecho que casi podía ver retumbar mi maillot. Mi respiración se hace más dificultosa, cada vez que inhalo aire me duele cual si me apuñalaran. Es como si algo dentro de mí se hubiera roto para siempre. En ese momento me invade un enorme miedo, miedo de estar muriéndome, temor de estar matándome».

Aquellos que siguen la carrera empiezan a darse cuenta. Algo no funciona bien en aquel hombre que avanza por los Pirineos. Empieza a levantarse y caer, a levantarse y caer. Y, en un momento dado, habla. Gino Bartali comienza a hablar consigo mismo. Allí, en mitad de la montaña, un poco más alto cada palabra, acabando en gritos. «Vamos, vamos, vamos», dicen que dice, «ahí arriba todo acaba, ahí arriba». Y aúlla de puro dolor, se vuelve a alzar sobre los pedales, se sienta, gime de nuevo, habla solo. El cielo, impasible, contempla los restos de la locura que tantos hombres han ido dejando, hecha jirones, por entre las pendientes de estas montañas mágicas, llenas de duendes, trentis y anjanucas malas. Los periodistas se estremecen. Temen por Bartali, pero no se atreven a decirle nada. Su rostro está concentrado. Más aún, airado. Nadie quiere escuchar aquel vozarrón volviéndose contra él…

Así que, en esas condiciones, Gino Bartali corona el Aspin.

Bajando el puerto en dirección a Arreau un espectador invade la carretera. Gino frena en seco, sale despedido por encima de su bici, huesos en suelo, piel despellejada contra el camino. Se levanta, se mira, mueve las piernas, los brazos, parece que no hay nada. Es un milagro, otro. Furioso, sudando copiosamente, se dirige a la máquina, solo para comprobar que la rueda está rota. Tiene que esperar durante largos minutos hasta que llega el coche de equipo. En aquellos instantes eternos, sentado en la cuneta desierta del Aspin, apenas un punto en la inmensidad pirenaica, Gino Bartali pierde la etapa y gana el Tour.

Porque, efectivamente, sus rivales belgas lo alcanzarán y lo dejarán atrás en el Peyresourde, pero tan solo cede un minuto en la meta, nada importante en cualquier caso. Y en aquel tiempo parado, en aquel interregno de reflexión y descanso impuesto, Gino consigue calmar sus nervios, logra que su respiración torne cadenciosa, alcanza un espacio de relajación. Su pecho ya no duele. Su mente vuelve a estar clara y casi ríe recordando lo de minutos antes, cuando hablaba solo, qué habrán pensado los periodistas, pero qué habrán pensado, creerían que estoy loco… Allí alcanza, de nuevo, la comunión perdida entre cuerpo y espíritu. Allí, mientras Girardengo se acerca con la rueda nueva, gana el Tour de Francia.

¿Fueron las anfetaminas culpables de aquella locura? La respuesta no es clara. Anfetaminas y otras sustancias que buscan aumentar el rendimiento del deportista se utilizaban en aquellos tiempos de forma casi libre y pública, con un desenfado que hoy en día nos llamaría la atención, y Bartali no fue ajeno en modo alguno a esta práctica generalizada. Pero la verdadera «época dorada» de las anfetas en el deporte profesional fue la posguerra, debido al enorme remanente de producción de estas pastillas generado durante el conflicto, cuando se usaban para ayudar a pilotos y centinelas a mantenerse despiertos, pleno rendimiento, durante muchas horas. Es casi seguro que Gino corriera esa etapa «cargado» pero resulta menos claro que los productos que corrieran por su organismo provocasen el comportamiento errático…

No importa, Bartali es el más fuerte. Por eso ni siquiera se inmuta cuando llega a la etapa de Briançon, aquella donde el año pasado casi se deja la vida («piensa en el Destino», dirá Gino al respecto), a nueve minutos del líder. Pasará en cabeza los tres grandes puertos del día (Allos, Vars e Izoard, al fin el puerto fetiche de Bartali, de Coppi, de todos los italianos, le era favorable) y desencadenará la tormenta final a unos diez kilómetros de la Casse Dèserte, cuando las piernas pesaban, cuando las fuerzas luchaban por irse. Nadie más verá a Bartali aquel día hasta la meta, donde se viste de un amarillo que ya no deja en todo el Tour. «El deporte del ciclismo jamás ha visto un escalador como este, un caso único», escribe Félix Levitan, el que acabará siendo patrón del Tour.

El día del Izoard prensa y directivos fascistas están por igual exultantes, sabedores de que tienen la carrera en el bolsillo. Los periódicos no dudan en utilizar retórica militar para definir la actuación de Gino, «sin inmutarse, de forma simple, Bartali disparó entre los ojos de sus últimas víctimas. En plena Casse Dèserte, en una curva que se abre sobre el valle, Gino saludó a su compatriota Vicini, que venía persiguiéndole, en un gesto que podía parecer de osadía pero en realidad revelaba su inmensa satisfacción». Y más tarde, en el hotel, un general del ejército, desplazado para acompañar a la selección durante la prueba, intentaba calmar a la muchedumbre de aficionados que esperaban a Bartali con estas palabras: «No le toquéis, es un dios».

El recibimiento en París, al final del Tour, es apoteósico. Gino vestía su tradicional maillot amarillo de lana (aunque la organización le había ofrecido uno especial de seda para ese último parcial) y lucía fantástico en el Parque de los Príncipes ante más de 30 000 espectadores. Todo es felicidad, misión cumplida, al fin un italiano, un italiano de bien, un hijo del fascismo, había logrado vencer en el Tour de Francia. El Duce ha conseguido de Gino Bartali todo lo que Gino Bartali podía ofrecerle. Y después, de nuevo, desamor, casi desprecio. Bartali no es de los nuestros, es el mejor pero no es de los nuestros. Recordad su discurso final en París tras ganar el Tour… ¿acaso se acordó en algún momento del Duce, o del Fascio? No, no lo hizo, se limitó a agradecer a todo el mundo su apoyo, a dedicar la victoria a todos, todos, y remarcó el todos, los italianos. Sí, aquello fue una provocación. ¿Qué le hubiera costado hablar un poco, unas palabras, de Mussolini? Al no nombrarle lo hizo más presente. Tuvimos que introducir ligeras variaciones en Il Popolo d´Italia al otro día para reproducir su discurso, aquello de los colores del deporte fascista. Sí, quedó bonito, pero él no lo dijo, maldito meapilas. No le hagamos más popular de lo que ya lo es.

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9788412277678
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