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(…) es justamente dar crédito a lo que la máquina [totalitaria] nos quiere hacer creer. (…) es estar convencidos de que la máquina cumple su trabajo sin resto ni resistencia. Es no ver el espacio –aunque este sea intersticial, intermitente, nómade, situado en lo improbable– de las aperturas, de los posibles, de aquello que surge a pesar de todo (p. 42).

En la radicalidad de la sentencia de Pasolini, Didi Huberman encuentra una matriz filosófica metafísica propia del pensamiento apocalíptico: “Al contrario de esta experiencia modesta [la de la luciérnaga], las visiones apocalípticas nos proponen el grandioso paisaje de una destrucción radical para que advenga la revelación de una verdad superior y no menos radical” (p. 61). El texto de Didi Huberman continúa su elaboración reconociendo que el mundo contemporáneo confirma el diagnóstico que preveía Pasolini, pero sin renunciar a la posibilidad de que aquella cultura de la resistencia –popular y/o vanguardista– que el propio Pasolini veía encarnada en el motivo de las luciérnagas, siga vigente.

Volar bajo

El cuento de Guimarães Rosa nos ofrece una rendija de luz que atraviesa la historia y viaja a contrapelo desde fines de los años cincuenta y desde la construcción de Brasilia hasta el momento presente, para obligarnos (o darnos la oportunidad) a volver a leer bajo otra luz: una eco-luz anacrónica que se transforma en motor –en excusa– para revisar retrospectivamente el canon y descubrir nuevos sentidos. En el cuento de Rosa la metáfora de la luciérnaga trae, además de la oposición entre luz/oscuridad y de la intermitencia, la cuestión de la perspectiva y del vuelo, que –leída en clave histórica– se vuelve muy significativa: a la oposición entre la perspectiva nacional, monumental y atemporal que ofrece el vuelo del avión de la primera parte del cuento y el negativo del vuelo en la construcción del aeropuerto y destrucción apocalíptica de la naturaleza para construir lo que va a ser la “ciudad-avión” –en donde solo se ve “un horizonte”, con la fijeza y lo absoluto que implica esta perspectiva (“Mal podia com o que agora lhe mostravam, na circuntristeza: o um horizonte”, p. 10)–40; surge el vuelo de los pájaros y de las luciérnagas: un vuelo bajo y pequenino.

La luciérnaga que cierra el cuento abre la historia, y abre entonces la posibilidad de pensar en un futuro hecho de margen; hecho de algo que no sea ni lo más elevado del mundo (monumental) ni tampoco horizontal (apocalíptico). Lo contrario a la utopía humanista moderna y al futuro monumental no sería entonces la distopía, el infierno o el apocalipsis, que es su revés complementario y su consecuencia: la muerte y la destrucción, un horizonte fijo y circun-triste. Lo contrario al humanismo moderno y al apocalipsis sería ese margen de alegría, un futuro menor: un vuelo bajo y cercano a la tierra –algo corporal, táctil, sensible– o todo lo que el niño se imagina que va a salir del fondo de la casa del tío.

Así, a la matriz filosófica metafísica que señala Didi Huberman como propia del pensamiento apocalíptico le corresponde, desde una perspectiva histórica, una matriz colonial. Porque no olvidemos que la lectura que estamos proponiendo para este cuento sobre Brasilia, no busca enfocarse en una crítica de la ciudad en sí, sino más bien en la epistemología –la imaginación del tiempo y del espacio y, por lo tanto, del futuro– en la que se sostenía el proyecto el proyecto nacional, humanista y moderno de Brasilia y que –como el cuento observa– ponía en relación el par construcción/destrucción, espacio vacío/espacio modernizado, animal/humano, naturaleza/cultura. Pero el cuento va más allá de la denuncia ideológica de este vínculo y propone, en cambio, salir de esas dicotomías en una topología ambigua y menor. Niega que el espacio en donde se construía la ciudad “más elevada del mundo” fuera un desierto o un espacio en blanco: había pavos, había árboles, había indios, jaguares y luciérnagas. Todo aquello “sin nombre” –animal, indio, naturaleza– que queda del otro lado de la historia con mayúscula, de la historia unívoca, de la historia una; todo aquello que queda del otro lado de la historia del progreso o de la definición antropocentrista de humanidad y roza, en cambio, la multiplicidad y lo colectivo de las luciérnagas; roza también lo popular, tan caro a Pasolini.

Un pensamiento diminutivo

Quisiera inclinar levemente la metáfora de la luciérnaga hacia un sitio que Didi Huberman no desarrolla –o que por lo menos no lleva hasta sus últimas consecuencias– y que tiene que ver con la luciérnaga como nudo epistemológico y lo que ella implica en cuanto a la reelaboración conceptual del vínculo entre lo natural y lo humano. Pasolini establece un paralelo entre el motivo ecológico de “desaparición de las luciérnagas” y el motivo de “desaparición de lo humano”, en donde lo “humano” es entendido como sinónimo de libertad, de resistencia a la superficialidad del consumo, del espectáculo y del capitalismo. Hay, en este diagnóstico pasoliniano, una desaparición que se produce de modo conjunto y simultáneo, algo que –según su perspectiva– no se puede separar: la destrucción de la naturaleza implica una destrucción de la humanidad, o al menos, de cierto ideal de humanidad. Y es aquí en donde quisiera enfocarme, no tanto para “recuperar” ese trozo humanitario moderno que añora Pasolini, sino para pensar, justamente, en la coincidencia de estos dos planos y en la posibilidad que abre la luciérnaga como quiebre del binarismo epistemológico moderno. Es decir, la luciérnaga como inmanencia que permite pensar el cuerpo y lo político, la naturaleza y la cultura o la materialidad y la vida de modo simultáneo. La luciérnaga, entonces, como espacio o como arquitectura que reproduce, en miniatura, aquello que en el cuento reemplaza a la naturaleza como sitio idealizado y romántico (el del primer pavo) y se transforma en un mundo. La luciérnaga, entonces, como la arquitectura de un mundo.

Es aquí donde el lugar del lenguaje, de la imaginación –o de una imagen literaria– para proponer una topología, una epistemología y, por lo tanto, una política diferente, se vuelve relevante. Porque, como dice Didi Huberman, así como hay una literatura menor, hay también una luz menor –y un vuelo menor– con las mismas características filosóficas. Todo en una literatura menor habla de un margen y de las condiciones revolucionarias inmanentes a su propia marginalización: “incluso aquel que ha tenido la desgracia de nacer en un país de literatura mayor debe escribir en su lengua como un judío checo escribe en alemán” (Deleuze y Guattari, 1978, p. 31). Guimarães Rosa encuentra en la torsión lingüística del portugués provocada por la inclusión de tupinismos (Haroldo de Campos, 1970) ese sitio de inestabilidad, habilitando lo que Gabriel Giorgi califica como una “biopolítica menor” (Giorgi, 2014, p. 77) y lo que Jens Anderman cristaliza en la figura del “transe” (Anderman 2018, p. 25).

Sin embargo, en “As margens da alegria” la torsión interna de la lengua no se produce a través de los tupinismos, sino más bien a partir de la lengua infantil. Porque si el niño habilita la posibilidad de que surja la luciérnaga es porque su lengua, su pensamiento y su sensibilidad son en sí mismos un margen, un intervalo, un pensar diminutivo que se revela y condensa en la palabra inventada por Rosa: pentamentozinho. Una manera de pensar que interviene y desterritorializa el lenguaje sintáctico y la lógica simbólica con una presencia “jeroglífica” que deshace el lenguaje alfabético, lo transforma en imágenes y evidencia su materialidad. El niño, entonces, como una potencia aún no moldeada, como una inmanencia o un campo trascendental en el que la distinción entre sujeto y objeto no es pertinente y que, por lo tanto, tiene una capacidad camaleónica: puede realizar un trans-bordamiento, salirse de sus bordes, franquear sus márgenes para volverse trans y devenir otro. En Deleuze, esta experiencia infantil en donde la distinción entre sujeto y objeto queda superada es justamente uno de los espacios en los que ocurre lo singular de una vida impersonal; algo que, sin embargo, prescinde de toda individualidad: “Los niños pequeños están atravesados de una vida de inmanencia que es pura potencia” (Deleuze, 2002, p. 235)41.

Walter Benjamin ya había notado esta porosidad de lo infantil frente a la diferenciación entre un mundo objetivo y uno subjetivo. Los niños, dice Benjamin, no se vinculan reflexivamente con el objeto sino que se limitan a ver y en este modo de mirar, quiebran la oposición entre la mirada y lo mirado. Mientras los adultos abstraen los colores de las formas de los objetos, los niños tienen la capacidad de ver los colores antes que las formas. Este modo de percepción hace que el niño no se oponga al objeto y que se sustraiga a la utilidad de la cosa para poder ver su aura y así lograr una experiencia absoluta42. El niño acepta ser mirado por las imágenes, por las cosas, por esos desechos con los que arma su juego. Frente al diagnóstico benjaminiano de la pérdida y el declive de la experiencia en la modernidad; frente a los ojos adultos que han perdido su capacidad de observar –algo que, según Didi Huberman, puede leerse en paralelo a la desaparición de las luciérnagas pasolinianas– la mirada infantil responde al rostro del mundo de los objetos:

Los niños tienden de modo muy particular a frecuentar cualquier sitio donde se trabaje a ojos vistas con las cosas. Se sienten irresistiblemente atraídos por los desechos provenientes de la construcción, jardinería, labores domésticas y de costura o carpintería. En los productos residuales reconocen que el rostro del mundo de los objetos les vuelve precisamente y solo, a ellos. Los utilizan no tanto para reproducir las obras de los adultos, como para relacionar entre sí, de manera nueva y caprichosa, materiales de muy diverso tipo, gracias a lo que con ellos elaboran en sus juegos. Los niños se construyen así su propio mundo [énfasis agregado] (Benjamin, 1987, p. 5).

El juego de los niños, en su interés por lo residual, implica un movimiento paralelo al del coleccionista –que hace montajes y produce nuevos sentidos– y al del historiador materialista –quien cepilla la historia a contrapelo para hacer hablar a los restos mudos y anónimos y dar vida a aquello que parecía ser inerte. Benjamin encuentra en esa porosidad infantil entre el mundo objetivo y el subjetivo una posibilidad para renovar el sentido del concepto de experiencia y para pensar el modo en el que los niños son constructores –arquitectos– de un mundo. Es en este sentido de renovación del sentido de la experiencia y de arquitectura de un mundo que quisiera entender el encuentro del niño del cuento con el pavo o con la luciérnaga. Una experiencia que lo transforma y que le permite salirse de sí mismo, atravesar sus propios bordes y establecer una porosidad con el afuera. Una experiencia que es entonces antropológica en el sentido en el que la toma Viveiros de Castro (2018) cuando dice que una verdadera antropología nos devuelve una imagen irreconocible de nosotros mismos y nos permite, no solo adquirir nuevos contenidos provenientes de la cultura “otra”, sino realizar una variación en la forma misma de imaginar43.

Es decir, la experiencia infantil pero también la del coleccionista –la de aquel que pone las imágenes y las palabras en otra constelación espacial y temporal para producir una nueva distribución de lo sensible– generan un cambio en la forma de imaginar que también transforma la definición de lo humano y del mundo. El pensamiento menor –el “pensamientito” del niño– contorsiona el lenguaje en un “transbordamento” de las palabras y del propio límite corporal para producir un contacto con el afuera y una imprecisión conceptual. Bascula entonces esa gran división moderna que iguala la especie humana con el hombre occidental y que deja del otro lado a toda posible alteridad: una sub-humanidad que se pierde en la selva oscura de la naturaleza en forma de árboles, indios, jaguares, pavos y luciérnagas; que se pierde allí donde la fantasía infantil va a su encuentro. Los futuros menores entonces buscan en esa selva oscura en la que las palabras y las imágenes dicen e imaginan el mundo de otra manera –con otra estructura, otra arquitectura– y en la que nos volvemos extraños para nosotros mismos. Escarban en el pozo del lenguaje cuando se vuelve un jeroglífico e ilumina su hechura material –su naturaleza impura y sobredeterminada– para cambiar la forma de imaginar. Los futuros menores, entonces, como aquello que nos permita imaginar maneras de complicar los bordes, de volver los límites difusos, de estirar los márgenes y construir otras arquitecturas del mundo.


Capítulo II

Un eructo de la historia:

Lina Bo Bardi entre la imagen material

y las formas de habitar el intervalo

“Método de trabajo: el montaje literario. No tengo nada que decir. Solo que mostrar. No haré nada valioso, ni me apropiaré de ninguna formulación profunda. Pero los harapos, los desechos, esos no los quiero inventariar, sino dejarles alcanzar su derecho de la única manera posible: empleándolos”.

Walter Benjamin


Lina Bo Bardi emigró a Brasil en 1946 junto a su marido –el marchand Pietro María Bardi– ya siendo una arquitecta consumada. En Roma, se había formado dentro de la influencia de la Bauhaus, había militado dentro del partido comunista y había estudiado de cerca la obra de Antonio Gramsci y de Benedetto Croce. Al mismo tiempo, había tenido una práctica activa como arquitecta en el estudio del Arquitecto Gio Ponti, como colaboradora en varias revistas culturales y de arquitectura de la época y como directora de la revista Domus. Cuando llegó a Brasil, en el contexto de la segunda posguerra y, por lo tanto, en una atmósfera de optimismo y de grandes ilusiones depositadas en Latinoamérica, encontró un territorio de promesas en donde todo estaba por hacerse. En su entrada en barco a la bahía de Guanabara la visión del Ministerio de Educación y Salud (MES), de Lucio Costa –la obra más simbólica de la arquitectura moderna brasileña– se le presenta como una proa hacia el futuro en la que decide creer:

Chegada ao Rio de Janeiro de navio, em outubro. Deslumbre. Para quem chegava pelo mar, o Ministério de Educação e Saúde avançava como um grande navio branco e azul contra o céu. Primeira mensagem de paz após o dilúvio da Segunda Guerra Mundial. Me senti num país inimaginável, onde tudo era possível. Me senti feliz, e no Rio não tinha ruínas (…). Naquele tempo, no imediato pós-guerra, foi como um farol de luz a resplandecer em um campo de morte… Era uma coisa maravilhosa (Bo Bardi 1993, p. 12)44.

La práctica arquitectónica y la actividad cultural de Bo Bardi de los siguientes años, estarán en gran parte guiadas por la esperanza depositada allí, bajo esa frescura de un mundo aparentemente sin ruinas, bajo ese faro de luz que representaba el modernismo y que resplandecía dejando atrás un pasado europeo y un campo de muerte. Para quien llegaba de la guerra, Brasil era sinónimo de vida y Río de Janeiro se volvía doblemente maravillosa. Sin embargo, luego de este primer deslumbramiento y de algunos años de actividad en Brasil, Bo Bardi comienza a percibir el desajuste “entre lo que se define como Brasil y lo que se vive como tal” (Sussekind 1990, p. 24): una distancia que la lleva a desconfiar de la utopía que implicaba el proyecto desarrollista moderno45.

Casi inmediatamente después de su llegada, Assis de Chateaubriand –el poderoso empresario mediático– lo invitó a Pietro M. Bardi a fundar y a dirigir el Museo de Arte Moderno de São Paulo, de modo que la pareja se mudó a esa ciudad y Lina pasó a ser una artífice fundamental en el diseño del plan de este museo en sus dos etapas y en dos de sus aspectos claves: en la curaduría y –por supuesto– en la arquitectura del edificio final de la Avenida Paulista. Unos años más tarde, Lina recibió una invitación para ir a dar clases de Teoría de la Arquitectura en la “Universidade Federal da Bahia” y se mudó a esa ciudad por algunos años. Desde 1958 realizó una actividad cultural en Salvador de Bahía junto a un grupo más amplio de artistas e intelectuales que duraría hasta los primeros meses de 1964, cuando el gobierno dictatorial le hizo imposible continuar con su tarea. Sin embargo, esos años tendrán un impacto no solo en su trabajo arquitectónico, curatorial y artístico de las siguientes décadas, sino en el modo de pensar la historia del arte y la historia cultural brasileña, afianzando una creciente desconfianza con respecto a la utopía monumental moderna y proponiendo –a través de su práctica arquitectónica, curatorial, escenográfica, de diseño de objetos y teórica– un camino alternativo y menor para el futuro.

Entre las actividades que realiza en Salvador, Bo Bardi emprende una investigación etnográfica en ferias y pueblos rurales de la región del nordeste con el objetivo de armar la colección del “Museu de Arte Popular da Bahia”. En los objetos de cultura popular que encuentra, descubre un modelo de producción que tendrá un impacto en varios planos que me propongo analizar a lo largo de este capítulo. En un ensayo de 1980 en el que hace un balance de sus años en Bahía, Bo Bardi se refiere a la recuperación de estos objetos y a su exhibición dentro del museo de este modo:

Com certeza, a apresentação de alguns objetos de sobrevivência desesperada pode fazer sorrir o economista e o planejador que se especializa. Mas é a observação atenta de pequenos cacos, fiapos, pequenas lascas e pequenos restos que torna possível reconstituir, nos milênios, a história das Civilizações (Bo Bardi, 1980b, p. 22)46.

La necesidad que se explicita en estas líneas de atender a una materialidad residual o –como ella misma dirá– a la basura; a la supervivencia de los despojos históricos (cascos, hilachas, lascas y restos) y de presentarlos en una exhibición artística dentro del espacio del museo, va a permear el pensamiento de Bo Bardi a partir de ese momento. A lo largo de su trabajo como arquitecta, diseñadora, ensayista, curadora de exhibiciones artísticas, museógrafa y escenógrafa, Bo Bardi demuestra un interés por realizar una suerte de arqueología material que trabaje a partir de una atención a los vestigios de la historia, a aquello que “sobrevive”. Dada su formación vanguardista, la atención a una materialidad residual y el interés por la cultura popular no es un descubrimiento de sus años en Bahía, pero es la experiencia bahiana –lo que ella llama la “experiencia popular directa” (Bo Bardi, 1980b, p. 20)– la que le proporciona un modelo concreto en el que lo antropológico se entrelaza con lo artístico, y esto tendrá consecuencias en diferentes niveles. Fundamentalmente, le permitirá elaborar una teoría material de la imagen a partir de la cual podrá realizar un viraje epistemológico en el modo de concebir la temporalidad. Esto abrirá una posibilidad de entender la historia del arte desde un punto de vista no estetizante y la historia cultural brasileña desde un punto de vista no evolutivo.

Por supuesto, la importancia conceptual de la actividad arqueológica en la construcción de modelos de temporalidad no evolutivos ha tenido diversas formulaciones teóricas desde –por lo menos– la filosofía nietzscheana y podría pensarse a través de diferentes tradiciones y disciplinas. Desde la noción de síntoma o de formación del inconsciente en Freud, pasando por el montaje surrealista y por el concepto de “supervivencia” de Aby Warburg, hasta el de “imagen dialéctica” en Walter Benjamin, se puede rastrear la recuperación de un desecho que parecía ser inservible, el acto de otorgar movimiento a lo que aparentaba ser inerte o de hacer hablar los restos olvidados que juzgábamos mudos. Como en estas tradiciones, Bo Bardi encuentra en un trozo relegado y anónimo de la historia una fuerza metodológica capaz de producir un anacronismo y, por lo tanto, un estallido en la noción de progreso histórico y de evolución de las formas estéticas. Esto le permitirá vislumbrar un camino alternativo al que se estaba gestando en el Brasil en esa época; un camino alternativo al Brasil monumental, nacional, desarrollista, capitalista y extractivista moderno.

En este capítulo me voy a enfocar en el análisis de la obra multifacética de Lina Bo Bardi partiendo de ese momento de finales de los años cincuenta y comienzos de los sesenta que ella identifica como una encrucijada y como una apertura hacia un tipo de futuro alternativo al que efectivamente sucedió. Me propongo entonces tomar su obra en conjunto, pero partiendo de la experiencia bahiana que –considero– le da una dirección, un significado y un propósito nuevo a ciertos intereses y maneras de pensar el arte, la arquitectura y la cultura en general con los que ella ya contaba. Después de Bahía y del encuentro con el objeto de cultura popular entendido como un montaje, Bo Bardi elabora una teoría de la imagen como imagen material que le permite realizar su práctica artística, arquitectónica y curatorial atendiendo a otros aspectos también residuales y anónimos que no necesariamente tienen que ver con lo popular en su sentido estricto. El objeto de cultura popular –la imagen– se convierte en un objeto teórico que modifica la historia tanto hacia el pasado como hacia el futuro, forjando un umbral –un sitio menor– que es donde ocurrirá el habitar.

En este sentido, la obra de Bo Bardi no puede pensarse exclusivamente desde el punto de vista arquitectónico porque desplaza la definición de arquitectura: su teoría sobre el habitar no se reduce al habitar arquitectónico en un sentido disciplinario, sino que estira el concepto para imaginar un modo de habitar el mundo y de concebir lo humano. Su arquitectura es, por lo tanto, una antropología, una manera de definir lo humano que no puede insertarse ni dentro de los parámetros del humanismo moderno ni tampoco dentro del antropocentrismo. Dada la naturaleza múltiple de la obra de Bo Bardi y dada la riqueza de sus formulaciones teóricas, se hace necesario abordar su obra desde un punto de vista más amplio que el que brinda una disciplina cerrada. Como bien dice Marcelo Ferraz (1993), “Por encima de todo, lo que pensó Lina fue Brasil” (p. 7). Sin embargo, podríamos incluso ir más allá para decir que en este pensamiento sobre Brasil, Bo Bardi construyó una teoría sobre la imagen y sobre el habitar que, así como excede la cuestión arquitectónica y la historia del arte, también excede la cuestión nacional brasileña. Su obra tiene un alcance filosófico, antropológico y político que ilumina algunos de los problemas más urgentes de lo contemporáneo.

Un trozo indigesto de la historia

Concomitantemente a la narrativa del desarrollismo y de un futuro monumental que se consolidó en los años cincuenta y que sustentó la construcción de Brasilia, otra vertiente de la vanguardia buscaba en las bases populares un punto de apoyo para la renovación. Dentro de esta misma atmósfera optimista de posguerra a la cual aludimos en la introducción, dada la fuerte presencia de las culturas indígenas y africanas, Brasil también toma otro sentido y es pensado como irradiador de un “mensaje antropológico” (Risério, 1995, p. 89). Tras los pasos de Lévi-Strauss, muchos europeos van a buscar allí una fuerza política capaz de subvertir las premisas de una civilización que se piensa como obsoleta. El caso de Bahía –debido a la fuerte presencia de la cultura africana– es, en este sentido, significativo. En esta época se reúnen en dicha ciudad un grupo de artistas e intelectuales de formación vanguardista –entre los cuales se cuentan el fotógrafo y etnólogo francés Pierre Verger, el musicólogo Hans-Joachim Koellreutter, el director teatral Martim Gonçalves y, como ya fue dicho, la propia Bo Bardi– generando lo que se dió en llamar la “agitación cultural bahiana” (Risério, 1995) y promoviendo un interés por la cultura popular –algo que Gonzalo Aguilar ha llamado “populismo de vanguardia” (Aguilar, 2005, p. 92)– que contribuirá a gestar el tropicalismo y en el que se formarán, entre otros, Glauber Rocha, Caetano Veloso, Gilberto Gil y Wally Salomão. La actividad de Bo Bardi en Salvador de Bahía fue intensa. Además de dar clases en la UFBA bajo el rectorado de Edgard Santos y de escribir una columna semanal en el Diario de Noticias sobre tópicos culturales, fue encargada de crear y dirigir el “Museu de Arte Moderna da Bahia” (MAMB), que funcionó en sus inicios en el “Teatro Castro Alves” y luego confluyó con el “Museu de Arte Popular” en el Solar do Unhão (Lourenço, 1999). También, como parte de una concepción innovadora acerca del museo como institución no solo expositiva y de conservación sino también educativa y abierta a la comunidad, Bo Bardi armó un proyecto para fundar una escuela de diseño industrial que finalmente no se concretó.

La actividad de Bo Bardi en Bahía no se limitó a la cuestión arquitectónica, académica y curatorial, sino que también hizo las escenografías de obras de teatro y trabajó de cerca con Glauber Rocha en el rodaje de su primera película, Barravento (1969). En su actividad en el MAMB, elaboró un plan de cuatro exhibiciones centradas en la cultura popular del nordeste, entre las cuales la más significativa fue “Civilização do Nordeste” del año 196347. Por otro lado, curó –junto al director teatral Martim Gonçalves y la colaboración de Glauber Rocha, Pierre Verger, Mário Cravo y Vivaldo da Costa Lima– la exposición “Bahia no Ibirapuera” en la Bienal de São Paulo de 1959.


Fig. 1. Set de filmación de la película de Glauber Rocha, Deus e o Diabo na Terra do Sol. Monte Santo, Bahía, 19 de julio de 1963. De izquierda a derecha: Gil Soares, Waldemar Lima, Glauber Rocha, Lina Bo Bardi, Walter Lima Jr. y Sante Scalfaferri. Fotógrafo: Desconocido. Instituto Bardi / Casa de Vidro.

En varios artículos en los que evalúa su acción cultural en Salvador, Bo Bardi señala la existencia de un cuerpo común de ideas y lo califica como un “camino pobre” (Bo Bardi, 1980b, p. 22). Se trata de recuperar, en esta senda, una contribución que ella llama “indigesta, seca, dura de digerir” (1977b, p. 210), en donde la idea de un trozo cultural relegado que no se asimila o que no se procesa, está presente a través de la metáfora digestiva: es algo que no termina de integrarse, algo que se repite. Reconocemos, en esta descripción, un cierto clima ideológico de época que se daba a nivel mundial en coincidencia con ciertos acontecimientos políticos –como la descolonización africana, la revolución cubana y la resistencia vietnamita– y que contribuyó a forjar la convicción de que “la Historia cambiaba de escenario y que habría de transcurrir, de allí en más, en el Tercer Mundo” (Gilman, 2003, p. 46). Se trata de un momento en el que la obra de Frantz Fanon y los ecos del movimiento francés de négritude –asociado con Léopold Senghor y Aimé Césaire en los años cuarenta y comienzos de los cincuenta– producen una fuerza de atracción sobre la cultura brasileña. Pierre Verger, por ejemplo, había participado en su juventud parisina de ese movimiento y llega a la antigua capital brasileña buscando entender las raíces culturales africanas de Brasil (Verger, 1996, p. 2000). Por otro lado, este movimiento es heredero de un movimiento previo –el del grupo del surrealismo disidente asociado a la revista Documents, que gira alrededor de las figuras de George Bataille y Michel Leiris en los años veinte y treinta– que resulta fundamental para entender las vicisitudes de las relaciones que se darán entre etnografía y estética en ese momento y, particularmente, en el pensamiento de Lina Bo Bardi. En cualquier caso, el contexto intelectual de la época hace que la expectativa puesta en el poder subversivo de la cultura “otra” sea muy alta y esto va a tener ecos en diversas esferas culturales.

En el campo arquitectónico internacional, una generación en la que confluyeron arquitectos de diferentes tradiciones nacionales europeas había comenzado a estudiar el hábitat de los pueblos indígenas y africanos de manera más rigurosa y, a partir de eso, a ampliar el concepto mismo de arquitectura48. La propia Bo Bardi llegó a Brasil ya influenciada por esta tendencia y, desde sus primeros años aún en Rio de Janeiro y en San Pablo, mostró un interés por la arquitectura popular en la escritura de diversos artículos en la revista Habitat. Esta revista –que ella dirigió junto a Pietro Maria Bardi durante su primer período (1950-54)–, era una revista de cultura entendida en un sentido amplio en la que había diferentes secciones sobre arte, cine, teatro, baile, fotografía, diseño y una sección importante dedicada a la arquitectura. Además de los artículos sobre cultura popular, en esta sección comienza a esbozarse una visión crítica de la arquitectura moderna tal como se venía desarrollando en Brasil49. Pero esa atención sobre la cultura popular también proviene de su formación previa en Italia. El trabajo en el estudio del arquitecto Giò Ponti, a quien define como “líder del movimiento por la valorización del artesanato italiano, director de las Trienales de Milán y de la revista Domus” (Bo Bardi, 1993, p. 12) –revista que la propia Lina luego dirigirá– produjo obviamente una influencia sobre su creciente interés en un tipo de arquitectura y diseño popular. Incluso la propia Lina escribe un ensayo en Domus en 1943, en el que subraya la renovación que produce la arquitectura rural y popular en la arquitectura moderna y en donde subraya la importancia que ha tenido esta tendencia para devolver a la arquitectura a “a la relación SUELO CLIMA AMBIENTE VIDA” (mayúsculas en el original), algo a lo que luego regresaré50.

Sin embargo, la consagración de esta tendencia de valorización de la arquitectura popular a nivel mundial se dio recién en 1964 –cuando Bo Bardi ya tenía un cuerpo de trabajo amplio sobre el tema y había incluso finalizado su trabajo en Salvador de Bahía– con la exhibición Architecture Without Architects, organizada y curada por Bernard Rudofsky en el MoMA (Museum of Modern Art of New York). Acompañada de un libro con el mismo título (1964) en el que se incluyen fotos en blanco y negro de arquitectura vernacular de diferentes partes del mundo, la exhibición tuvo una gran repercusión. En la introducción, Rudofsky critica el modo de concebir la historia de la disciplina en el mundo occidental por su “provincialismo”, al haber considerado únicamente la tradición arquitectónica de ciertas culturas y no de otras y al concentrarse en un tipo de arquitectura “noble” (p. 3)51. Frente a esto, el impulso de la exhibición propuesta es ampliar el concepto de arquitectura:

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