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4

La puerta apenas chirría al girar.

El ambiente interior es tibio. Huele a mantequilla y a masa caliente.

Matilde se dirige al mostrador y tiende su tarjeta a una mujer cuarentona:

—Buenos días.

—Buenos días.

—Me mandan de la otra casa.

—Ya. Me lo han dicho por teléfono.

No obstante, lee la cartulina. «Antonia: la joven ocupará la vacante del turno de día».

—Bien. Pase por ahí. Cuidado, no vaya a tropezar en esos tableros.

Matilde pasa por detrás del mostrador y bordea cuatro tableros colocados en pirámide sobre una banqueta. Se detiene ante la mujer, sin saber qué hacer ni decir. Se pellizca el vestido hacia abajo. «Está demasiado corto este vestido».

—Tendrá usted que hacerse una bata negra lo antes posible; se le va a estropear el vestido en seguida. Aquí se pone una hecha una porquería.

—Sí, claro.

Por decir algo a la mujer —parece seria, pero, ciertamente, cordial; aunque no comprende cómo puede «una» ensuciarse aquí, donde todo reluce de limpio: cristal, níquel, porcelana, pavimento.

La mujer entrega a Matilde dos paños blancos:

—Tome —abre un cajón del mostrador—, limpie el cajón. Primero, con esto —una placa de celuloide que tiene grabado en negro: «Croissant, 0,25»; ¿ve?, así —recoge el azúcar y lo va echando en esta bandeja sucia; luego pase este paño, y cuando esté bien limpio el cinc del cajón lo frota con este otro paño, apretando bien.

—Sí.

Matilde limpia el cajón concienzudamente. El azúcar glaseado le hurga en la nariz y le provoca un pequeño estornudo. Está en plano inferior a la otra y sus ojos sólo alcanzan a ver sus piernas gruesas, ceñidas por medias de algodón.

—Ya está esto.

—Ahora vaya colocando dentro estas ensaimadas, contándolas; cuando acabe, anote las que haya contado.

—Sí.

—¿Cómo se llama?

—Matilde.

Ahora se fija Matilde en que una mujer de aspecto nada limpio manipulea en el local con una máquina aspiradora.

Entran sirvientas con la cafetera de la leche en una mano y el saquito del pan en la otra.

La dependienta las despacha con parsimonia.

—¿Qué desea?

—Dos suizos.

—Dos suizos.

—Hasta mañana.

—Adiós.

—¿Qué desea?

—Tres brioches.

—Hasta mañana.

—Adiós.

Matilde acabó su tarea. Ahora limpia un cajón. Después, otro.

Van llegando las empleadas. Se acercan al mostrador abotonándose los uniformes y alisándose los cabellos con las manos.

—Hola, Antonia.

—Buenos días, Antonia. Miradas curiosas a la «nueva».

—Oye, Antonia: ahora los he visto. ¡Qué poca vergüenza! Han venido juntos en el Metro y al llegar a la Ópera se han separado. Ella viene por un lado y él por otro. Verás… ¿No te dije?, ahí está. Fíjate.

Entra una mujer alta y delgada. Al verla, las muchachas disuelven el corro.

—Buenos días.

—Hola, buenos días.

—¿Ésta es la nueva?

—Sí. Me trajo una tarjeta de don Fermín…

—Está bien.

Se aleja despacio, a cambiarse de ropa.

Antonia le dice a Matilde:

—Es la encargada.

—Creí que la encargada era usted.

—¡Uy! Ojalá fuese Antoñina la encargada, ¿verdá, Trini?

—¡Ya lo creo!

Al acabar el trabajo, a Matilde le duelen los hombros. Después hay que desempolvar los frascos de los caramelos y los escaparates, y, por último, colocar los pasteles en las bandejas, retirando antes los averiados del día anterior, y establecer pequeñas pirámides de bollos sobre anchas bandejas de madera, cuidando mucho de poner sobre los frescos los «viejos», para venderlos primero, y llenar los vanos en las bandejitas de los bombones.

Hecho lo cual, ya no habría que hacer otra cosa que esperar la llegada de los clientes. Pero el ojo de la encargada —vigía y capitán al propio tiempo— no deja de atisbar desde el mostrador de enfrente cada acto, cada gesto de las empleadas. Aun cuando la limpieza ordinaria se haya efectuado, la «buena dependienta» nunca debe permanecer ociosa. «Aunque parezca que todo está hecho, siempre queda algo por hacer» y «el papel cortado nunca está de más».

Matilde aprende a cortar el papel en línea recta, con un cuchillo de borde obtuso —el papel se corta en cuatro tamaños distintos—. Y aprende a empaquetar y a hacer el nudo corredizo —de ahogado— alrededor de los paquetes; ese difícil nudo, cuya perfección acredita la pericia de la «buena dependienta».

Detrás del mostrador de la pastelería hay una banqueta para descanso de las empleadas; pero no es prudente ocuparla demasiado tiempo o repetidas veces: la encargada vigila desde el mostrador de enfrente, tiesa detrás de la caja registradora. El local es «de lo más selecto de Madrid» y exige de sus empleados la máxima corrección. El comedimiento y aire distinguido de sus dependientes acreditan un establecimiento tanto como la pureza de sus productos. Las muchachas han de ir y venir detrás del mostrador, erguidas y sonrientes. «¿Qué desea la señora?». Ni una broma con los camareros, ni una frase de mal gusto. «Esta es una casa distinguida». Esto de la distinción lo ha oído Matilde muchas veces, en boca de la encargada, durante las tres horas que lleva actuando en el salón. De las cuales ha sacado una consecuencia: «El cliente siempre tiene razón». Y otra: «Al cliente hay que sonreírle siempre y engañarle cuando haya ocasión». Y esto, sólo en lo relativo al público. Que es de lo más heterogéneo. El público da color y marca cada hora del establecimiento. Al principio se multiplican en él las sirvientas, con sus cestas de hule; la modista, la mecanógrafa, el empleado, que adquieren su bollo de hojaldre; más tarde, el mozo de almacén, el botones, el continental. («Oiga, un pastel»). Luego, la vieja repintada y sus niñas cursis, las beatas, al regreso de la iglesia; la dueña de la pensión modesta, que hace su pedido de tartas de las más económicas; la dueña de casa, que adquiere sus flanes o su nata. A la tarde, después del frugal almuerzo —Ópera-Cuatro Caminos, Cuatro Caminos-Ópera—, una hora de calma, que se aprovecha para pasarle un paño a los mostradores, a las vitrinas, etc., y de nuevo el desfile: las parejas de novios que comen un pastelillo en pie, mirándose a la cara; los grupos de muchachas que eligen alocadamente sus pastelillos, de pescado o ternera; los jóvenes que devoran el dulce con grosería, que ellos titulan «naturalismo»; los que, por el contrario, se violentan por demostrar su distinción y acaban, invariablemente, obscureciendo su americana con una lágrima de chocolate o de grosella. Y queda todavía el señor jubilado, que se toma su merienda y se va lentamente siempre por el mismo camino; y la cliente que hizo su encargo por teléfono, y el funcionario que adquiere el postre de la noche.

La noche. Duelen las plantas de los pies, y los muslos y el índice de la mano izquierda, producto de la experiencia del nudo corredizo, y se tiene un peso enorme encima de los párpados. ¿Cuántas horas? Diez. Diez horas.

El reloj resuena nueve veces. Y una nueva empleada —ojos despiertos, cabello húmedo, impecable, como si acabara de arreglarse, de despertar (¿qué hora es?):

—Son las nueve. Yo hago el turno de la noche.

La noche.

Diez horas, cansancio, tres pesetas.

Fuera hace calor.

A la puerta, un viejo pregona los diarios nocturnos.

El público que sale de los cines y teatros emite comentarios en voz alta.

Diez horas, cansancio, tres pesetas.

5

El único salón público del establecimiento es amplio y está decorado con mal gusto. Las mesas de cristal, las perchas de níquel y el pavimento encerado, relucen.

De cinco en adelante el salón es invadido por un público semiselecto, compuesto casi exclusivamente de parejas de novios y grupos de muchachas.

El público «bien» de los días hábiles difiere notoriamente del público de los días festivos. Los días de fiesta el salón permanece lleno hasta bien entrada la noche, y en esos días todo es aprovechable —los pasteles averiados, los dulces demasiado secos—. Los matrimonios domingueros parecen disfrutar de un paladar nada exquisito. La menuda prole tampoco distingue estas deficiencias. Además, la celeridad lo justifica todo. Los mozos corren de un lado para otro del local, manteniendo el raro equilibrio de su bandeja en alto; las dependientas preparan los platos de a «seis» pasteles, deprisa, sin hablar entre sí; la encargada taladra los tickets a los camareros y vigila desde su caja registradora. El resto de la semana el público es más atildado y exigente. A pesar de lo cual las dependientas prefieren los días de labor. Los domingos aumenta considerablemente el trabajo y hay que atender simultáneamente al mostrador y a los pedidos del salón, y al anochecer los tobillos duelen enormemente. De todo esto resulta un aumento en los ingresos del día. No obstante, el jornal de la empleada es el mismo. Pero hay otro motivo para que la dependienta aborrezca los días festivos. Desde por la mañana, todo proclama la fiesta —además del enorme aumento del género—: los comercios no levantan sus persianas ruidosas. Vocean las floristas más alegremente en las calles. Ante las taquillas del cinema de enfrente se forman colas numerosas; las mujeres se adornan más que de ordinario; y luego, a la tarde, el desfile de parejas de novios ante los escaparates del establecimiento. Y «una», «una», a «lo suyo»: «Seis pasteles». «Media de bizcochos». «A ver, una al teléfono». «Una» no tiene más que medio día cada semana, es decir, cinco horas de asueto por cada sesenta y cinco de trabajo. «Una» está aquí, «entre toda esta pringue». Fuera, el ocio, el lujo, las diversiones y el amor. Los hombres que desfilan por el salón apenas miran a la dependienta. La dependienta, dentro de su uniforme, no es más que un aditamento del salón, un utilísimo aditamento humano. Nada más. Ella corresponde a esta indiferencia con desprecio. Para ella, el público se compone de una interminable serie de autómatas; de seres de ojos, palabras y ademanes idénticos —todos la misma actitud: el índice, tieso, indicando el dulce elegido y un brillo glotón en los ojos; un brillo repugnante—. «Aquí no son ustedes mujeres; aquí no son ustedes más que dependientas». Al crear este apotegma, la encargada se ha excluido a sí misma. La encargada es eminentemente coqueta e insinuante con los clientes, en particular con un señor alto, enjuto, que usa un ridículo bigotito hitleriano y unas camisas blancas impecables; es militar —comandante o coronel—; tiene los ademanes muy rígidos y los dientes perfectos. Cuando ríe, enseña un colmillo de oro. Este cliente, que viene invariablemente cada noche a por «su» pastel de grosella, es el dilecto de la encargada. Por nada del mundo dejaría ella a «su cliente» sin «su» pastel.

Una empleada que omitió tal cuidado hubo de sufrir una seria reprimenda. El coronel, o comandante, parece estimar las atenciones de la encargada y corresponderla; sus cotidianos saludos son bastante expresivos, e incluso una noche la obsequió con una rosa que llevaba en el ojal de la americana y cuya vista despertó los celos de la encargada. Pero, al parecer, no pasa de ahí. En general, la encargada es efusiva con todo el mundo, menos con los empleados de la casa; cuando el salón está vacío de público, sus ojos repasan cada bandeja, cada objeto, cada papel. Es rigurosa y seca con las muchachas, y tiene palabras duras para los camareros, que la odian. Ella conoce muy bien la hostilidad que inspira a sus subordinados y se venga zahiriéndoles con «estúpidos» y «torpes» prodigados. Ni Cañete se libra de sus denuestos. Pero, en cuanto a este Cañete, todo sucede en apariencia. ¡Bah! Es «pan comido». ¿Para qué hablar de «cosas antiguas»? Estos son términos de Esperanza, la asistenta. Esperanza es vieja en la casa y sabe muy bien «del pie que cojea cada cual». «Buenos bocadillos que se jama el gachó a cuenta de la muy pellejo. ¡Valiente pendón!». Esperanza tiene más de cincuenta años. Vive en los arrabales, cerca de Fuencarral. Es soltera y ya olvidó la historia de sus amores con un militar que se ahorcó por motivo de un desfalco cometido en la Caja del regimiento. Es sucia, huraña y soez. Una muchacha planchadora, que tuvo en casa en calidad de pupila, la robó setenta duros que había economizado penosamente. Desde entonces, vive sola con sus miserables trapajos. Esperanza, Antonia y Paco el cocinero, «abren» la tienda. Antonia recibe el género que va llegando, comprueba la cantidad de cada producto y comienza la limpieza. Paco envasa la leche en los botellines después de removerla con una pala de madera para que se distribuya el bicarbonato, y calienta el pequeño horno de la cocina. Esperanza maneja la aspiradora —rrrrrrr—. Alguna vez se toma un vaso de leche en la cocina, deprisa —«no vaya a llegar esa puta vieja»—; luego baja al sótano a lavar los paños de la limpieza. En el sótano hace frío, aun en pleno verano; allí están los depósitos del hielo y la frigorífica, y hay unas desagradables emanaciones de moho. Mientras lava, gruñe: «Por diez jodíos reales que gana una». No tiene de la casa la menor gratificación, ni siquiera los pasteles averiados o los bollos secos. Aquí todo se aprovecha: los pasteles endurecidos, los recortes de jamón de los sandwichs, los bombones rancios, para rellenos o como pudding «especial de la casa».

Esperanza lava y gruñe. No se adivina cuál fue el primitivo color de su bata. Sus alpargatas chapotean en un charco de agua sucia. De vez en cuando la uña de su pulgar derecho desprende una gota de chocolate o grosella endurecida.

Suena el teléfono. El teléfono está en la escalera de acceso al sótano y los timbrazos aturden a Esperanza.

—¡Teléfono!

—Ya.

Matilde está al habla. Un encargo.

Matilde lo registra: «Dos tartas de almendra a la pensión Carlota». Y se vuelve hacia la asistenta.

—Buenos días.

—Ya la he visto a usted, tan guapa, con su uniforme.

—Ya ve.

—¿Está usted contenta?

—Sí.

—Ya verá cuando lleve dieciocho años, como yo.

—Creo que no me haré aquí vieja.

—Todas dicen lo mismo, y luego… Buenas están las cosas para andar escogiendo.

—A ver si pasa esta crisis…

—Ya usted ve: Felisa, con tanto como sabe, y aquí está va para cuatro años. Y Trini, y Antonia; ya ve, Antonia, con quince años en la casa y ganando un duro… y callandito. Ya hay veinte en la puerta esperando.

—De eso se valen «ellos».

—Vamos; ya ha sido bastante conversación —grita la encargada desde arriba.

Matilde sube.

—¿Ya está usted contándole películas a la nueva, Esperanza?

—Sí, que tendría mucho que inventar si quisiera hablar.

La encargada sale, sin oponer la menor objeción.

—¡Demasiado sabes tú por dónde voy, puta vieja!

6

¡Qué asqueroso este cuarto —un metro cuadrado escaso—, antigua cabina telefónica, forrada con arpillera pintada de amarillo obscuro (nido de chinches y cucarachas), donde se visten y desnudan las empleadas! Una hornacina con tapa. Dentro huele mal. Las zapatillas de suela sucia y pringosa, los zapatos tirados en el piso y los vestidos pendientes de clavos, le dan aspecto de guardilla trastera. Ni un solo agujero por donde la atmósfera pueda renovarse. Sobre la puerta, un pequeño espejo. La bombilla apenas lanza un débil resplandor. La aspiradora de la asistenta hace mucho que no asoma la nariz a este piso sucio y lleno de papeles arrugados, entre los que descuella la envoltura reluciente de algún bombón. En este escondrijo cambian las muchachas sus vestidos de calle por los uniformes de labor. En estos clavos cuelgan las empleadas cada mañana su personalidad para recogerla cinco horas después. Desde ese instante se convierte en el insubstituible, en el utilísimo añadido humano del establecimiento. «¡Qué porquería de cuarto!». «¡Qué mal huele!». En particular por las mañanas, cuando se llega de fuera, donde hay un hermoso sol y unas calles limpias y alegres. Y «hale, adentro». Adentro hace un calor que entontece, aunado al zumbido soporífero de la aspiradora, hábilmente manejada por Esperanza. El suave olor que despiden los pasteles calientes no es nada grato; pero lo verdaderamente insoportable es el ambiente de la cabina, la peste que despiden el montón de zapatos viejos. «¡Uf, qué asco!». «Esto es la peste». «Además de la mierda que una gana, esta porquería de cuartucho». Pero «una» no protesta nunca, al menos ante la encargada o el jefe supremo, el propietario; «una» se conforma con murmurar un poquito de la pocilga inmunda, mientras se viste o desnuda en ella, con la compañera de turno. Lo natural es que no se ocupe siquiera del abandono y carencia de higiene de la cabina. Ya está «una» inmunizada contra el mal olor, de tal modo, que apenas lo siente; sobre todo desde los dos minutos en adelante de hallarse bajo su influencia. Además, se disfruta de tan escasa libertad en la casa que es una lástima perder los cinco o diez minutos que se invierten en el canjeo del indumento en inútiles lamentaciones o en vanos comentarios. Lo único eficaz sería elevar a la dirección una protesta colectiva. Ya se ha tratado más de una vez del asunto, pero tras muchas discusiones no se ha llegado nunca a un acuerdo: el temor de cada dependienta a perder el empleo ha ahogado la protesta. Ya una vez fue despedida una de ellas a propósito de un fuerte altercado con la encargada respecto del tema. ¡Bueno! Es un asunto nada nuevo. Las muchachas hallan siempre motivos más interesantes para sus breves charlas ocasionales; por ejemplo, el vestido de verano o el abrigo de invierno; ese único vestido temporal de la obrera, cuya adquisición y «estreno» reviste en casi todos los casos enorme trascendencia; las confidencias íntimas; los «me dijo», «te dijo», de la compañera; el «asunto» de la encargada. Los problemas de orden «material» (social) no han adquirido aún bastante preponderancia entre el elemento femenino proletario español. La obrera española, salvo contadas desviaciones plausibles hacia la emancipación y hacia la cultura, sigue deleitándose con los versos de Campoamor, cultivando la religión y soñando con lo que ella llama su «carrera»: el marido probable. Sus rebeliones, si alguna vez las siente, no pasan de momentáneos acaloramientos sin consecuencia. Su experiencia de la miseria no estimula su mentalidad a la reflexión. Si un día su falta de medios económicos la constriñe al ayuno forzoso, cuando come lo hace hasta la saciedad. Y las dos cosas dentro de la más perfecta inconsciencia. La religión la hace fatalista. Noche y día. Verano e invierno. Norte y sur. Ricos y pobres. Siempre dos polos. ¡Bueno! A veces —pocas— siente que su vida es demasiado monótona y dura; pero su mente contiene suficientes aforismos tradicionales, encargados de convencerla de su error y de la inmutabilidad de la sociedad hasta el fin de los siglos. Estos proverbios son también quienes la han asegurado que no posee sobre la tierra otro patrimonio que sus lágrimas, y por eso tal vez las prodiga.

Matilde constituye una de esas raras y preciosas desviaciones del acervo común. Matilde no habla, no comenta. Observa. Se adapta. Corta el papel de envolver, coloca el género, atiende a los clientes y los pedidos del salón con la mayor pericia. Consciente en todo momento de su obligación, pero fría.

—Al cliente hay que halagarle un poquitín, querida. Un «señor» o «señora» a tiempo tienen una gran influencia sobre el cliente vanidoso. La buena dependienta debe tener esto muy en cuenta. Es usted demasiado seca con el público. No basta con servir correctamente al cliente, hay que saber halagar un tantico su vanidad.

—¿Tiene usted alguna otra queja de mi trabajo?

—Yo no he dicho que esté descontenta de su trabajo; solamente que es usted demasiado orgullosa.

—No creo que se me pueda exigir otra cosa.

Este breve diálogo sostenido con Matilde ha impuesto a la encargada de la personalidad de «la nueva». Las otras empleadas censuran subrepticiamente; pero Matilde dice las cosas de un modo que no admite réplica. Sin desentonos de voz, sin titubeos. Sus palabras categóricas, sencillas, han establecido una fría laguna entre Matilde y su jefa inmediata. En cuanto a las otras dependientas, varía mucho la situación. Todas ellas son muchachas sencillas, ignorantes y cordiales. Particularmente Antonia. Antonia es la veterana de las empleadas. Antonia es excesivamente gruesa, camina con pasos de pato y tiene unas manos redondas, blandas y coloradas. Antonia es viuda, pero su estado es un secreto para todos los de la casa. La dirección no admite mujeres casadas en el establecimiento, y durante sus diez primeros años de actuación en él, Antonia hubo de ocultar su situación civil como algo vergonzoso. La viudez la redimió de tan violenta esclavitud y la invistió de un aspecto resignado y bobalicón. Desde los primeros instantes Antonia ha demostrado hacia Matilde una especial ternura, que ha culminado en la confidencia de su secreto : «Sólo a ti se te pueden contar estas cosas; las demás son tan locas… Tú tienes una cosa especial…». La «cosa especial» que Antonia atribuye a Matilde es el sello de magnífica serenidad de la criatura marcada por largos años de una vida difícil; de la criatura desarrollada en la mayor miseria, cuyo cerebro no está absolutamente hueco. «Crea usted, Antonia, que lo natural es que yo sea así, y no de otra manera». De ordinario, Matilde y Antonia coinciden en uno de los turnos, precisamente en las primeras horas de la tarde, cuando el silencio y el calor son más absolutos en el local.

A las dos, un camarero sirve el almuerzo a la encargada, sobre una de las mesitas del salón. Ella come muy despacio, deleitándose en cada plato, en cada sorbo de cerveza fría.

Mientras tanto, el camarero —el único camarero del turno— cabecea soñoliento sobre un velador o relee un periódico.

En el mostrador de los fiambres, Paca —treinta años escuálidos y feos— manipula preparando los sandwichs y los botellines de leche para la frigorífica, y frotando el cinc del pequeño tablero donde se preparan los bocadillos y los pasteles de nata y fresa.

Los ventiladores zumban sordamente.

Al través de las puertas y escaparates, velados con crespones obscuros, cruzan perezosas figuras.

El sol cae de plano sobre la portada fronteriza, en la que ríe la caricatura —cuatro metros blanco-rojos— de Janet Gaynor. Los toldos, de lona ocre, amparan los titulares de los comercios. Un empleado de la Sociedad de Tranvías engrasa los raíles relucientes. Cruza un hombre vestido de blanco, empujando el tenderete ambulante de los helados económicos.

Lentamente, la encargada descorteza un plátano.

Antonia, sentada en la única silla reservada a la dependencia femenina, rellena las casillas de la hoja de pedidos.

Matilde ordena las bandejas de pasteles, retira las vacías y las lleva a la cocina. Luego se sitúa al lado de Antonia y permanece en pie, de cara a la mesa que ocupa la encargada.

—Mira a ver si hay bastantes bombones en las bandejas, Matilde, y rellénalas, no «vaya» a decir algo.

Antonia habla sin dejar de escribir. Es preciso no estar ociosa. Unos ojos claros, feos, vigilan oblicuamente.

Matilde revisa las bandejas de los bombones.

La encargada se hurga los dientes con un palillo mentolizado:

—¡Qué calor!

—Yo estoy empapada en sudor.

De ordinario, en las primeras horas de la tarde no ocurre nada sensacional. El sopor agobia y sobre los párpados pone plomo el calor.

Los ventiladores zumban, etc.

Hasta que la puerta se abre e irrumpen en el local una pandilla de actores cinematográficos, que hacen tertulia en una mesa próxima al mostrador de los pasteles.

Entonces la encargada gruñe al camarero que dormita:

—Vamos; ya tendrá tiempo de dormir.

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9788416537365
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