Читать книгу: «La naturaleza de las falacias», страница 3

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– En (4) hay una falacia de desestimación de unas pruebas e indicios objetivos o, por lo menos, susceptibles de comprobación, en favor de unas apreciaciones o suposiciones un tanto arbitrarias y en todo caso subjetivas. Es una muestra que aún carece, según creo, de etiqueta o denominación reconocida, aunque recuerde en parte la falacia presente en (1) y, en parte, la cometida en (2). Puede ser una indicación de la existencia de especímenes mestizos o híbridos en esta fauna informal de las falacias.

– En (5) se dan dos falacias al menos: una falacia de caricaturización que también podría clasificarse dentro del tipo de (1); y otra de insinuación perversa, por no prestarse de hecho a verificación o refutación, que puede recibir tanto la descripción culta de “innuendo” (del latín innuere, indicar por señas, insinuar), como la más popular y expresiva de “envenenar el pozo”. Sirve como el caso anterior para ilustrar un desafuero no insólito, el de cometer más de una falacia en un mismo argumento

– En (6), en fin, parecen concurrir no solo dos sino tres. Hay una falacia de alegación ad hominem, de remisión a una actitud personal del interlocutor que se desvía del caso argüido y de las pruebas en juego. Hay otra de tergiversación, irónica e incontrovertible, de sus alegaciones, con la que ya estamos familiarizados desde (1), aunque en este caso se trataría más bien de una variante de la falacia de apelación ad hominem, donde D trae a colación los oscuros puesto que no se declaran, pero auténticos, motivos —“razones” entre comillas— que mueven a T y presuntamente lo descalifican. Y al final aún podría haber otra falacia más, representada por el decidido carpetazo a la conversación: “no se hable más”, donde los estudiosos del diálogo crítico o racional suelen ver una especie de bloqueo o clausura indebida del intercambio dialéctico en la medida en que priva al contrario de su derecho a la dúplica o, en general, al uso de la palabra. Esto no deja de suscitar un problema añadido: el de distinguir entre lo que más bien consideraríamos un movimiento ilegítimo o un ilícito argumentativo y lo que más bien constituye una falacia. Las falacias tienen de modo tácito o expreso una condición discursiva y una pretensión argumentativa, de las que en principio carecen las actitudes y los gestos. Así que, por ejemplo, dejar con la palabra en la boca a nuestro interlocutor volviéndole la espalda o indicándole la puerta de salida, no es una falacia, no es un argumento falaz, por más que resulte una conducta impropia en el curso de una conversación o un corte censurable de la discusión misma. Pero, en situaciones concretas y aparte de que suelan aunarse y reforzarse las palabras y los gestos, no faltan a veces ni las actitudes elocuentes, ni los gestos con significación y función discursiva —a manera de réplica, por ejemplo—, de modo que la distinción anterior se desdibuja. Es otra señal de que, en la fauna de las falacias, las clasificaciones escolares de tipos y especies suelen ser más netas y nítidas cuando nos atenemos a unos ejemplares disecados, que cuando salimos al campo y nos movemos en los contextos de uso de las falacias vivas.

COMPLICACIONES: OTROS CASOS DE MENOS A MÁS SOFISTICADOS

Cambiemos ahora de tercio en busca de otros casos y de nuevas complicaciones como las que puede proporcionarnos generosamente la literatura. Hay, para empezar, casos de flagrantes falacias que las clasificaciones tradicionales no recogen o apenas consideran, y esta ausencia revela nuevas limitaciones del trato dado a las falacias en el Collegium logicum, en la lógica escolar. Una es, sin ir más lejos, la ignorancia de los casos irreducibles al plano monológico de un producto textual por implicar una interacción discursiva dialógica más allá de la perspectiva tradicional, como ocurre, por ejemplo, en la falacia relativa a la carga de prueba. La carga de la prueba consiste en la responsabilidad que un agente discursivo X asume al sostener una posición frente a algún otro agente Y, por ejemplo, al acusar a Y de haber cometido un delito; responsabilidad que X no debe evadir ni traspasar a Y en el curso de su confrontación, e. g. por el procedimiento de exigir a Y pruebas de su inocencia, cuando es el propio X quien debe probar la acusación. Se trata de un recurso bien conocido desde antiguo en el ámbito jurídico, sancionado por máximas como el brocardo: “Probat qui dicit, non qui negat (prueba el que afirma, no el que niega)” 7, aunque no resultara tan familiar para la tradición escolástica en lógica. Pero puede que la muestra más famosa de esta falacia sea literaria, a saber: la que aparece, junto con otros recursos falaces, en un pasaje del cap. 12, “El testimonio de Alicia”, de Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll —un lógico, por cierto, poco convencional—. Veamos un extracto.

La acción viene del capítulo anterior, “¿Quién robó las tartas?”, donde la Sota de Corazones, acusada de haber robado las tartas de la Reina, comparecía ante un tribunal presidido por el Rey en calidad de juez. Después de las declaraciones de algunos testigos, el Conejo Blanco, creyendo disponer de un elemento de juicio importante, se había apresurado a aducirlo:

«– ¡Acaba de ser interceptado este escrito!

− ¿Qué es lo que dice? −preguntó la Reina

− Aún no lo he abierto −confesó el Conejo Blanco−, pero parece que se trata de una carta escrita por la prisionera a... a alguien.

– Así ha de ser −dijo el Rey−, porque de lo contrario habría estado dirigida a nadie, cosa que, según es bien sabido, no es usual.

− ¿A quién va dirigida? −preguntó uno de los jurados.

− No lleva dirección −constató el Conejo Blanco-. De hecho, no hay nada escrito en su exterior. [Dicho esto, procedió a abrir y desplegar el pliego] No se trata de una carta, después de todo; aquí no hay más unas estrofas en verso.

− ¿Se reconoce la escritura de la acusada? −preguntó otro miembro del jurado.

− Pues no −contestó el Conejo Blanco−. ¡Y eso es lo más extraño del documento! (Todo el jurado puso cara de extrañeza).

− Puede que haya imitado la escritura de otra persona −sugirió el Rey. (Las caras del jurado se iluminaron de alivio).

− Con la venia de su majestad −dijo entonces la Sota−, yo no he escrito eso y nadie puede probar lo contrario, puesto que el escrito en cuestión no lleva firma.

− Si no lo habéis firmado −declaró el Rey−, eso sólo agrava más vuestro caso, pues entonces no cabe la menor duda de que lo habéis escrito con alguna intención inconfesable, ¡de lo contrario habríais firmado como toda persona honesta!».

Pero las complicaciones pueden surgir no solo en los casos descuidados, sino a propósito de las falacias más notorias dentro de la tradición escolar. Una de ellas es la apelación ad baculum. Según su descripción en los catálogos, consiste en responder a lo que alega o puede alegar nuestro interlocutor, o nuestro oponente en una discusión, con una intimidación o una amenaza más o menos velada, que trata de ser disuasoria. Así, volviendo a la conversación imaginaria entre el director del Colegio y el tutor, D cometería una falacia ad baculum si frente a la insistencia de T arguyera con una advertencia de este tenor:

D. − A Ud. le parecerá bien fundado y digno de atención su informe sobre el nuevo profesor de Lengua, pero si insiste en darle publicidad, me veré obligado a convocar a la Junta para revisar la renovación de su propio contrato en el Colegio. Piense si le merece la pena correr el riesgo de quedarse en la calle al terminar el curso.

Pues bien, armados de esta noción de falacia ad baculum, consideremos otro caso famoso. En el c. VI de La Regenta cuenta Clarín que el diputado por Pernueces, Pepe Ronzal —alias Trabuco—, habiendo observado que en el casino de Vetusta pasaban por más sabios los que gritaban más y eran más tercos, se dijo que eso de la sabiduría era un complemento necesario y se propuso ser sabio y obrar en consecuencia. Desde entonces:

«Oía con atención las conversaciones que le sonaban a sabiduría; y sobre todo, procuraba imponerse dando muchas voces y quedando siempre encima. Si los argumentos del contrario le apuraban un poco, sacaba lo que no puede llamarse el Cristo, porque era un rotin y blandiéndolo, gritaba:

− ¡Y conste que yo sostendré esto en todos los terrenos! ¡En todos los terrenos!

Y repetía lo del terreno cinco o seis veces para que el otro se fijara en el tropo y en el garrote y se diera por vencido».

A primera vista se diría que este procedimiento de Pepe Ronzal para dirimir la discusión constituye una falacia ad baculum (una apelación al bastón, nunca mejor dicho), un argumento donde el uso de razones ha sido sustituido por el recurso a la intimidación. Pero luego, en vista de que las falacias suelen definirse como argumentos no solo malos sino aparentemente buenos y por lo tanto ladinos y especiosos, cabe pensar que el proceder de Trabuco no es una falacia en un sentido propio, pues la fuerza y la eficacia de su intimidación descansan en que el antagonista se fije en el énfasis y en el báculo: aquí no se pretende engañar a nadie, sino reducirlo por las bravas al silencio. Así que, seguramente, lo que hace Trabuco no constituye una falacia en absoluto, puesto que Trabuco, en realidad, ni siquiera argumenta; antes bien, corta la posibilidad de hablar o discutir sobre el asunto, pone punto final a cualquier argumentación si alguna hubiera habido. Lo que este caso viene a ilustrar es la necesidad de precisar no solo las señas de identidad de las falacias, dentro del oscuro reino de los malos argumentos, sino antes que nada su condición misma de argumentos. Algo que no siempre puede hacerse con facilidad. Cierto es que hay textos discursivos que dejan traslucir o incluso traen escritas en la frente sus señas argumentativas. Hay textos que transparentan el canon estructural que la tradición lógica asigna al argumento: una o más premisas, un nexo ilativo y una conclusión conforme al esquema:

“son ciertas (plausibles, aconsejables…) tales y tales cosas; de donde se sigue (o se desprende) que también es cierta (plausible, aconsejable…) tal otra”.

Hay textos que vienen además con marcadores expresos de las premisas: “dado que (puesto que, en razón de, en el supuesto de …) tal y tal cosa”, o con marcadores ilativos de la conclusión: “luego (por consiguiente, en consecuencia, así que …) tal otra”.

Pero estos textos o productos argumentativos suelen ser extractos de procesos de argumentación y, en cualquier caso, representan la punta visible de un iceberg discursivo en el que subyacen los propósitos del agente o los agentes discursivos, la dirección y el objeto del discurso, el curso y el contexto de la conversación o de la discusión, etc. Entonces puede ocurrir que un texto sin esas claves argumentativas explícitas, —sin esa estructura canónica, ni esos marcadores del discurso—, funcione efectivamente como un argumento debido, por ejemplo, a que en tal sentido es entendido o asumido por sus usuarios en el contexto dado. Así como a la inversa, puede darse el caso de un uso irónico o humorístico de los marcadores ilativos en lo que no pasaría de ser un mero remedo de argumento 8. Esta referencia contextual y pragmática introduce ciertas complicaciones en la identificación de un producto o de un proceso discursivo como un argumento o una argumentación, donde no siempre cabe disponer de un procedimiento de detección inequívoco o automático y donde, para colmo, a veces hay que contar con la complicidad del destinatario o seguir el albur de la conversación para determinar la índole del discurso. Sigamos viendo muestras procedentes, según habíamos convenido, de la literatura.

De cómo un relato deviene en un argumento efectivo gracias a que lo asume como tal su destinatario, puede ser ilustración esta historia árabe: “Un visir en desgracia”, tomada del Libro de las argucias, II, c. viii.

Cuenta que un sultán tenía un visir envidiado por sus enemigos. Tanta fue la presión que supieron ejercer que, al fin, el sultán ordenó arrojar al visir a su jauría de perros para que lo destrozaran. El visir rogó un plazo de diez días para el cumplimiento de esta pena de muerte pues debía saldar sus deudas y arreglar sus asuntos. El plazo le fue concedido. Entonces acudió al Montero mayor con una bolsa de cien monedas de oro y le pidió que le permitiera cuidar de los perros del sultán durante diez días. En ese tiempo, logró que los perros se familiarizaran con él hasta asegurarse el reconocimiento y la fidelidad de todos ellos. Vencido el plazo, los enemigos del visir recordaron al sultán la sentencia. El sultán ordenó atar al visir y echarlo a los perros. Pero éstos se pusieron a dar vueltas a su alrededor, a lamerle las manos y a jugar con sus ropas. El sultán, asombrado, hizo comparecer al visir: “Dime la verdad. ¿Qué ha ocurrido para que mis perros te perdonen la vida?”. El visir respondió: “He servido a los perros durante diez días y el resultado ha sido, señor, el que has visto. Te he servido durante treinta años. El resultado ha sido una condena a muerte, debida a la influencia de mis enemigos”. El sultán enrojeció de vergüenza, y devolvió al visir su dignidad y su posición anterior —así termina la historia9—.

Está clara, aunque no se refiera, la argumentación reflexiva y práctica, deliberativa, en que el sultán convierte el escueto y antitético relato de su visir, para concluir que él no puede ser con su servidor menos justo y más cruel que los perros de la jauría. Los casos de este tipo revelan cierta primacía de la interacción argumentativa, y de sus aspectos dialécticos y retóricos, sobre la constitución canónica o textual de los productos discursivos, mientras apuntan la complejidad que puede darse en la identificación y el análisis de una expresión como argumento.

En la misma dirección discurren otros ejemplos, con el valor añadido de mostrar cómo una insinuación se vuelve falaz y efectivamente engañosa a través de su asunción cómplice por parte del destinatario de ese mensaje insidioso. Así como hay discursos que cuentan con la complicidad del interlocutor para ser cabalmente argumentativos —según acabamos de ver—, hay argumentos que requieren esa misma complicidad para ser efectivamente falaces. Una muestra paradigmática es la conversación que Yago y Otelo mantienen en la escena iii del acto III de Otelo, el moro de Venecia, de Shakespeare.

Desdémona acaba de salir de escena y Otelo se explaya confesando sus sentimientos hacia ella ante Yago:

«Otelo. − ¡Adorable criatura! ¡Que la perdición se apodere de mi alma si no te quiero! ¡Y cuando no te quiera será de nuevo el caos!

Yago. − Mi noble señor ...

Otelo. − ¿Qué dices, Yago?

Yago. − ¿Conocía Casio vuestro amor cuando hacíais la corte a la señora?

Otelo. − Lo conoció de principio a fin. ¿Por qué me preguntas eso?

Yago. − Sólo para dar satisfacción a mi pensamiento, no por nada más grave.

Otelo. − ¿Y cuál es tu pensamiento, Yago?

Yago. − No creía que Casio hubiera tenido entonces trato con ella.

Otelo. − ¡Oh, sí!, y a menudo nos sirvió de intermediario.

Yago. − ¿De veras?

Otelo. − “¡De veras!”; sí, de veras... ¿Ves algo en eso? ¿Casio no es honesto?

Yago. − ¿Honesto, señor?

Otelo. − “¡Honesto!”. Sí, honesto.

Yago. − Mi señor, por algo así lo tengo.

Otelo. − ¿Qué es lo que piensas?

Yago. − ¿Pensar, señor?

Otelo. − “¡Pensar, señor!”. ¡Por el cielo, me hace de eco como si anidara en su pensamiento algún monstruo demasiado horrible para manifestarse! Tú quieres decir algo. [Al fin, después de varias vueltas en torno a la honradez y el buen nombre, Otelo se impacienta] ¡Por el Cielo, conoceré tus pensamientos!

Yago. − ¡Oh, mi señor, cuidado con los celos! Es el monstruo de ojos verdes que se burla de las viandas con que se alimenta. Feliz vive el cornudo que ya está seguro de su destino, que no ama a quien le ofende. Pero, ¡qué condenados minutos cuenta el que adora y, sin embargo, duda; el que sospecha y sin embargo ama profundamente!

Otelo. −¡Oh, suplicio! [Otelo se resiste, no obstante, a dudar antes de tener pruebas; aunque termina reconociendo que, tras ellas, se verá obligado a decir adiós al mismo tiempo al amor y a los celos]

Yago. − Me alegro de eso, pues ahora tendré una razón para mostraros más abiertamente la estima y el respeto que os profeso. Por tanto, obligado como estoy, recibid este aviso. No hablo todavía de pruebas. Vigilad a vuestra esposa, observadla bien con Casio. Servíos entonces de vuestros ojos, sin celos ni confianza. No quisiera que vuestra franca y noble naturaleza se viera engañada por su propia generosidad. Vigiladla. Conozco bien el carácter de nuestro país: en Venecia, las mujeres dejan ver al cielo las tretas que no se atreven a mostrar ante sus maridos; su buena conciencia estriba no en no hacer, sino en mantener oculto lo que hacen.

Otelo. − ¿Eso me cuentas?

Yago. − Ella engañó a su padre para casarse con vos. Y cuando parecía estremecerse y tener miedo a vuestras miradas, era cuando las deseaba más.

Otelo. − Así fue, en efecto.

Yago. − Sacad entonces la conclusión».

¿En qué punto o puntos de esta conversación cree el lector/a que se halla agazapada una falacia, alguna alegación o razón aparentemente convincente pero insidiosa?

Si de los mundos de la creación y la imaginación literaria descendemos al mundo real y cotidiano de la argumentación, nos encontraremos con resultados similares a los ya entrevistos. Destacaré tres por su especial significación no solo con respecto a la tradición escolar, sino por su proyección hacia otras perspectivas analíticas y conceptuales que luego habremos de explorar también:

(1) De entrada, no nos vemos ante tipos, clases o especies de falacias, sino ante casos de argumentación falaz y usos falaces cuya identificación suele pedir algo más que el análisis de un texto o un producto expreso. Por lo regular y en la medida en que un argumento expreso no deja de ser la punta de un iceberg, esa identificación suele suponer ciertas referencias contextuales y pragmáticas de la interacción discursiva subyacente (una conversación, una discusión, etc.).

(2) En segundo lugar, es evidente que el tratamiento de una falacia dada no se reduce a su catalogación o su inclusión en un muestrario de “monstruos de la razón” —más aún, puede que el caso considerado no tenga nombre, ni domicilio fijo o casillero conocido—. En todo caso, nuestros tratos lúcidos con la argumentación presuntamente falaz pueden exigir, más allá de la cortesía eventual de su tarjeta de visita, consideraciones críticas por nuestra parte que también nos faciliten su identificación.

(3) Pero además hemos de reconocer que la vasta y variopinta fauna de las falacias incluye casos muy dispares: unos son especímenes notorios, incluso descarados; otros, en cambio, se asemejan a los “espíritus animales” de los que ya sabemos que se dejan sentir antes que definir con precisión, de modo que tanto su detección, como su tratamiento crítico resultan más complicados.

No estará de más alguna muestra o explicación de cada uno de estos puntos.

Para ilustrar el punto (1), la existencia de casos y usos falaces más allá de un texto o un producto lingüístico expreso, podríamos recordar las referencias contextuales a las que daba lugar el análisis de alguno de los ejemplos anteriores. Pero ahora también nos vendrá bien otro tipo de muestras que, de paso, plantea una cuestión que resultaba ajena a la tradición escolar: ¿hay falacias visuales?

UN PARÉNTESIS: ¿HAY FALACIAS VISUALES?

De acuerdo con la propuesta de considerar casos o usos falaces solamente los que tienen lugar como argumentos o en contextos argumentativos, esta pregunta guarda relación con otra cuestión previa debatida en la actualidad, la cuestión de si hay argumentación visual. En realidad, el asunto en discusión es más amplio y podría plantearse en estos términos generales: ¿solo cabe reconocer valor argumentativo al discurso monomodal lingüístico o también se puede atribuir esta significación y este valor a otros géneros de expresión polimodal que envuelven imágenes, gestos, movimientos? Actualmente, una tendencia dominante se inclina por (a): reconocer el papel paradigmático de la expresión lingüística tanto en el plano discursivo a efectos argumentativos, como en el plano metadiscursivo del análisis y la evaluación de unos presuntos argumentos; y así mismo por (b): atribuir posibles valores argumentativos de justificación, inducción suasoria o disuasoria, refutación, etc., a ciertas expresiones no lingüísticas o no meramente lingüísticas y, en suma, polimodales, cuya muestra más compleja podría ser una argumentación fílmica10. En el presente contexto, será suficiente atenerse a la argumentación básicamente visual.

Si no hay en absoluto argumentos visuales, mal puede haber falacias visuales. Y, por el contrario, si hay falacias visuales, bien puede haber efectivamente argumentación visual. Considere el atento lector/a si acaso no son falaces las figuras que puede ver más adelante en las páginas 41-42.

Una se presenta como un retrato robot del hombre de Neandertal, dibujado por F. Kupka según la reconstrucción dictada por Marcellin Boule a partir de unos restos hallados en La Chapelle aux Saints a principios del siglo XIX [Fig. I]11. Trata de aportar “evidencias” en favor de una tesis tácita, aunque nítida y elocuente, sobre la naturaleza brutal y simiesca del Hombre de Neandertal. La otra, no con menos pretensiones de reconstrucción real a partir de los datos disponibles, es un dibujo de A. Forestier, según instrucciones de Arthur Keith, que se opone a la imagen anterior en términos expresos [Fig. II]: “Not in the ‘Gorilla’ stage: the Man of 500.000 years ago”, reza al pie12. No representa ya a un fiero primate cazador, sino más bien a un laborioso artesano, con cierto aire victoriano, sentado al calor del fuego en su caverna: en lugar de un homínido violento y salvaje tenemos una suerte de Robinson Crusoe. Después de ver las figuras, cabe considerar los puntos señalados en un esquema posterior como pasos de esa posible confrontación dialéctica y como elementos de juicio sobre su carácter no solo argumentativo sino sesgado y falaz. Dejo al lector/a la elaboración discursiva correspondiente —así puede comprobar, de paso, cómo la (re)construcción cabal de una argumentación puede suponer la complicidad de un interlocutor o un destinatario—.



Valga el esquema siguiente para señalar algunos puntos de contraste:


Por lo demás, a las señales y evidencias puramente imaginarias, viene a añadirse algún error flagrante de interpretación. Por ejemplo, en los restos hallados en La Chapelle aux Saints se observan daños rotulares y deformaciones en el pie, que Boule dio en tomar por una prueba del caminar simiesco y encorvado del hombre primitivo, aunque hoy es sabido que provenían de una osteoartritis.

Creo que no es muy aventurado considerar que ambas figuraciones funcionan, o tratan de funcionar, como argumentos, con pretensiones de representación convincente y de justificación e incluso prueba de sus respectivas tesis acerca de la condición o la naturaleza del Hombre de Neandertal. Por otra parte, una y otra se oponen en una confrontación de argumentación y contraargumentación —como declara expresamente la réplica inglesa a la propuesta francesa—. Y, en fin, también es perceptible en la imagen que cada una trata de inducir, su carácter falaz: la intención de hacer pasar por representación verdadera o genuina lo que no es tal o carece de fundamento para serlo, según se desprende de los sesgos indicados y de los errores y abusos de interpretación. Hay, en conclusión, falacias visuales que demandan un tratamiento más contextualizado y complejo, conforme a (1), que el requerido por las falacias textuales y autocontenidas o, en general, monomodales13.

Pasemos a continuación a los puntos (2) y (3). Para empezar, veamos una lúcida muestra del proceder crítico conforme a (2) —i. e. una muestra de cómo este proceder contribuye a la detección e identificación de falacias—, tomada de una discusión filosófica efectiva. Se trata de un pasaje de la Ética de Baruch Spinoza que denuncia y rebate el uso falaz de la ignorancia como vía de conocimiento, la apelación a nuestro desconocimiento de unas causas determinadas para probar la existencia y la eficiencia de una voluntad y un designio divinos en todo cuanto ocurre (no es de hoy la llamada “teoría del diseño”). Pero la crítica de Spinoza de la doctrina de la providencia divina y de sus supuestos argumentativos no solo identifica una falacia, la apelación a la ignorancia, sino toda una estrategia falaz que determina el hilo del discurso.

«Y aquí no debe olvidarse que los secuaces de esta doctrina, que han querido exhibir su ingenio señalando fines a las cosas, han introducido para probar esta doctrina suya una nueva manera de argumentar, a saber: la reducción no ya a lo imposible, sino a la ignorancia, lo que muestra que no había ningún otro medio de probarla. Pues si, por ejemplo, cayera una piedra desde lo alto sobre la cabeza de alguien y lo matase, demostrarán que la piedra ha caído para matar a ese hombre de la manera siguiente. Si no ha caído con dicha finalidad, queriéndolo Dios, ¿cómo han podido concurrir por ventura tantas circunstancias? (A menudo, en efecto, se dan muchas a la vez). Responderéis, quizá, que así ha sucedido porque soplaba el viento y el hombre pasaba por allí. Pero −insistirán−, ¿por qué soplaba entonces el viento? ¿Por qué pasaba entonces el hombre por allí? Si respondéis, de nuevo, que se levantó el viento porque el mar, cuando el tiempo aún estaba tranquilo, había empezado a agitarse desde el día anterior, y que el hombre había sido invitado por un amigo, insistirán nuevamente a su vez −ya que el preguntar no tiene fin−: ¿y por qué se agitaba el mar?, ¿por qué el hombre fue invitado justo en aquel momento? Y así no cesarán de preguntar las causas de las causas, hasta que os refugiéis en la voluntad de Dios, el asilo de la ignorancia. Así también, cuando contemplan la fábrica del cuerpo humano, se quedan estupefactos y concluyen, dado que ignoran las causas de algo tan bien hecho, que no es obra mecánica sino sobrenatural y divina, de tal suerte constituida que ninguna parte perjudica a otra. Y de ahí proviene que quien investiga las verdaderas causas de los milagros y procura, en relación con las cosas naturales, entenderlas como sabio en lugar de admirarlas como necio, sea considerado hereje e impío y proclamado como tal por aquellos a los que el vulgo ensalza como intérpretes de la naturaleza y de los dioses. Porque bien saben ellos que, suprimida la ignorancia, desaparece la admiración estúpida, esto es, se les priva del único medio que tienen de argumentar y de preservar su autoridad» (Ethica ordine geometrico demonstrata [1677, publicación póstuma], Parte I, Apéndice. Cf. edic. de V. Peña. Madrid: Editora Nacional, 1984; pp. 99-100).

La falacia de apelar a la ignorancia como prueba de una tesis suele incluir dos maniobras incorrectas: en primer lugar, se traslada al adversario el peso o la carga de establecer su negativa o su alternativa a la tesis en cuestión; en segundo lugar, se toma la ausencia de respuesta definitiva en ese sentido por parte del adversario como una demostración positiva de la tesis propia: “Yo sostengo la tesis T; pruébame tú la contraria. Ahora bien, no pareces estar en condiciones de probar no-T. Luego, al no probarse no-T, mi tesis T queda demostrada”. En los casos más relevantes, estas dos maniobras se inscriben en una estrategia argumentativa. Reparemos en cómo funciona esta estrategia en el ejemplo anterior al trasluz de la crítica de Spinoza. Comprende cinco momentos o fases: [1] Recurso al procedimiento argumentativo de endosar al adversario la tarea de establecer la tesis opuesta mediante preguntas acuciantes que pueden dar la impresión de una genuina búsqueda de causas —por qué, y por qué entonces, etc.—. Esta impresión es doblemente engañosa: por un lado, trata de obtener la ausencia de respuesta en una línea de causas naturales; por otro lado, está encubriendo la tesis que procura establecer y que supone precisamente el bloqueo o el sinsentido de la investigación de tales causas. [2] Este procedimiento falaz es obligado pues la tesis que se quiere establecer carece de otro medio más fuerte de defensa: la tesis de que todo cuanto ocurre, se produce por voluntad y por designio divinos, no cuenta con pruebas directas y positivas —sería muy difícil demostrar que uno tiene hilo telefónico directo con la divinidad—. [3] En esta tesitura, el defensor de la tesis convierte la ignorancia en conocimiento y hace de la serie posiblemente indefinida de eventos y de causas una prueba terminante de su definición causal divina; lo cual supone dar otro paso ilegítimo: tomar lo no probado en favor de la tesis opuesta —sin que esta sea una posición absurda de suyo o inviable lógicamente— como elemento decisivamente demostrativo de la tesis propia. [4] Este proceder falaz, pautado por [1]-[3], es un patrón estratégico de argumentación que no sólo se aplica al caso considerado inicialmente, sino que cubre otros muchos casos desde la admirable fábrica del cuerpo humano hasta los milagros, según apunta Spinoza. [5] La estrategia se complementa con otro género de recursos y medidas, como declarar impíos y herejes a los que persistan en la investigación de causas naturales; declaración que, de ser empleada en este contexto argumentativo, también resultaría falaz por eludir la cuestión planteada y por cancelar deliberadamente el curso ulterior de la discusión —un curso posible en previsión del futuro desarrollo de nuestros conocimientos sobre el mundo natural—.

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9786123252304
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