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«Y él al punto –sin esperar más–, se levantó, tomó al Niño y a su madre». Los despierta, le toca a él darles el disgusto: «¡Arriba, hala!». «Pero ¿qué pasa?». «Nada, que nos marchamos». «Pero ¿estás chiflado?». «Que no, que nos vamos allí porque me ha dicho un ángel…». «¿Qué ángel?, ¿qué sueños? ¡Estás soñando!». Es muy fácil decir: «Claro, es que a san José…, si a mí se me presentase así el Señor, si me dijese las cosas por sueño…». ¡Pues te quedarías dormido igualmente! Porque te las dice muchas veces, pero entonces dices: «Es que fue una ocurrencia que me vino, no hay que darle importancia». Encontramos enseguida motivos para quitar vigor a lo que se nos indica como camino de orientación, porque nos falta la prontitud, nos falta la santidad, la justicia del corazón. Y como uno no está disponible, cuando no está disponible tiene mil razones para indicar que eso, que es un signo, no lo es. Y entonces dice: «Me he equivocado. Fíjate, ¡mira qué suerte tenía, Dios se lo decía!». Si te lo dijese a ti tendrías los mismos problemas que tienes ahora, igual, por la falta de disponibilidad.

Pues bien, ese es san José, es ese hombre justo, que tiene las confidencias de la Virgen, y que cuando Ella recibe el anuncio del ángel, sin duda fue a él –porque el ángel no le impuso ningún secreto–, con sencillez, sabiendo que él lo entendía. Y él le creyó, y creyó el anuncio, como Ella.

(Plática a religiosas, 19-3-1987)

1. Jesuita, misionero popular que ejerció su apostolado con gran fama de santidad.

2. José, hombre de fe

Celebramos la fiesta, la solemnidad de san José, el gran Patriarca, Patrono de la Iglesia universal. Es también el Día del Seminario, porque la paternidad de san José en la Sagrada Familia ha pasado a ser el día también de los jefes de familia, el día del padre. Y al fin y al cabo, el párroco, el sacerdote, es como el padre de la parroquia, el que es visibilidad de Cristo Cabeza de la Iglesia. Y el seminario es el lugar donde se preparan los que tienen que regir luego las Iglesias locales concretas, los que han de ser esa visibilidad de Cristo Sacerdote, de Cristo Cabeza, que actuarán en nombre y en la persona de Cristo. Es pues, lógico que tengamos presente de manera especial en nuestra Eucaristía y en nuestra oración el seminario, el seminario de la diócesis, pero también todos los seminarios en general de la Iglesia, donde se preparan quienes han de ser custodios del rebaño, del pueblo de Cristo. Realmente ahí nos jugamos todo, porque es verdad que la santidad del pueblo suele depender, en buena medida, de la santidad de sus pastores. Por eso, el Concilio Vaticano II, al llegar el Decreto sobre el Ministerio y vida de los sacerdotes, dice que el Concilio, que quiere promover la santidad de la Iglesia, la santidad de todos los miembros de la Iglesia, es consciente de que esa santidad se juega en la preparación de los sacerdotes, se juega precisamente en la calidad de esos que han de ser los que actúen en la persona de Cristo, que no solo van a tener una autoridad, sino que deben ser también personificación existencial de Cristo.

Por eso, por ellos va nuestra oración, la ayuda de nuestro ofrecimiento de la vida, por la preparación de los sacerdotes, que este año muchos de ellos se ordenarán, terminarán ya su preparación para salir al cuidado de la Iglesia de Dios. Acudimos para esto a san José, y acudir a san José es comunicarnos con él, establecer nuestra comunión con él, contemplar su figura y encariñarnos con él, que eso es la verdadera devoción a los santos. No es solo un recurso interesado de nuestra parte, es una sintonía de corazones, es una comunión. Por lo tanto, tenemos que conocerle, ese José tiene que hacérsenos amigo, tiene que hacérsenos familiar. Tenemos que sentir la cercanía del latido de su corazón, la cercanía de su solicitud por nosotros. Podemos confiarnos a él. Él es Patrono de la Iglesia.

En el pasaje que hemos leído (Mt 1,16.18–21.24) se nos muestra toda la riqueza de la vida interior de san José. No tenemos largas descripciones de la vida de san José, pero sí los datos precisos para conocer el corazón de ese hombre, para conocer cómo es él, su estilo, la nobleza de su carácter, toda su delicadeza de amor. Y en el pasaje que hemos dicho se nos da el motivo del comportamiento de san José. Es un momento duro para la fe de José, pero se nos dice esto: que ante unas dudas que se le presentaban, él, «porque era justo» (Mt 1,19), él descarta ciertas soluciones, abraza otras, toma una solución y una determinación difícil, hasta que interviene el Señor y le indica el camino que debe seguir. Pero lo que es interesante es hacer ver eso, que «era justo», era un hombre bueno, honrado a carta cabal, era un hombre leal desde el fondo de su corazón, que buscaba sinceramente el agrado de Dios. Y este punto fundamental de su vida, esa honradez leal de entrega al Señor, se apoya en otro aspecto que aparece en toda su vida, y al que hace referencia la lectura de la carta a los Romanos que hemos escuchado (Rom 4,13.16–18.22), y es que era hombre de fe. San José es hombre de fe.

Realmente al contemplar la vida de san José, si no se tiene en cuenta la fe, es una vida decepcionante. Un Padre inteligente, dando los puntos de meditación de san José, los daba de esta manera: «San José sin gafas. San José –segundo punto–, con gafas; tercer punto, las gafas de san José». Y realmente es así. Si la vida de san José la vemos sin gafas, es decir, en la crudeza que nosotros palpamos viendo el proceso de su vida, es una vida durísima, porque desde el comienzo aparece, con aquellas dudas, aquella intervención de Dios tan desconcertante en su vida, que le lleva a tomar una decisión de dejar ocultamente a su esposa. Luego, para el Nacimiento de Jesús se encuentra con que tienen que ir a Belén, y nace el Niño… Eso que le cuesta tanto a una madre. A la madre lo que le cuesta, en su hijo, es la mordedura de la pobreza y el abandono en que se encuentra, mucho más que si le tocase a ella; y a un padre es lo mismo, el no poder dar a ese hijo, a esa hija que tiene, una carrera brillante, como a él le gustaría dar. Y nace en un pesebre, allí en una gruta en las afueras de Belén. Y cuando empieza a arreglarse un poco la cosa, que parecía que aquello se enderezaba y vienen aquellos Magos de Oriente con sus dones, que uno dice: «Aquí ya tenemos el porvenir asegurado», esa misma noche el ángel del Señor (esa misma noche, mire usted, para aguar la fiesta), le dice: «Toma al Niño y a su madre y huye a Egipto, y estate allí hasta que yo te diga» (Mt 2,13). Tienen que irse emigrantes a Egipto, a un lugar desconocido, y allí empezar a abrirse camino otra vez con su posible arte. Y cuando están ya un poco situándose, de nuevo el ángel: «Ya ha muerto el que buscaba al Niño, ha muerto Herodes» (cf. Mt 2,19-20), vuelta para allá. Y el hombre va a Belén, dice: «Aquí ya habíamos empezado a situarnos antes de ir a Egipto, pues vamos allá, a Belén». Y le dice el ángel: «Nada de Belén, a Nazaret; no, no tiene que ser en Belén. A Nazaret, aquel pueblecillo donde estuvisteis antes emigrados, allí» (cf. Mt 2,22). Y allá se vuelven, a Nazaret. Y está allí en Nazaret. Y cuando el Niño llega a los doce años, se pierde tres días en el Templo, y los dos llenos de dolor buscándole (cf. Lc 2,42-49). Y ya desaparece José, ya no se vuelve a hablar más de él. Cuando llega el momento del triunfo de Jesús, de la predicación de Jesús, ya José ha debido haber muerto, ya no se habla de él, ha desaparecido. Una vida humanamente muy poco apetecible, es la vida de san José «sin gafas».

Ahora bien, la vida de san José vista «con gafas» es el servicio desinteresado a los seres más maravillosos de la creación, y uno de ellos, Dios al mismo tiempo. Es servir a Jesús y a María, es tener las confidencias de Jesús y de María, es gozar de su intimidad. De aquella maravilla que era la Virgen, con su delicadeza, con la presencia de Dios en Ella, con su entrega maternal, virginal, con su delicadeza continua, servicialidad amable, con esa pureza inmaculada de la Virgen. Y tener a Jesús, y verle crecer, con todo el encanto del Niño que «crecía en edad, sabiduría y gracia» (Lc 2,40). Y oír sus palabras, alentadoras, luminosas. Y sentir los latidos de aquel Corazón que él sentía. ¿Quién como él sintió los latidos del Corazón de aquel Niño que era el Mesías, el Hijo de Dios?, que gracias a esa descendencia a través de José, era hijo de David, el que cumplía las promesas hechas a David, que «se había de sentar en el trono de David, su padre, para siempre» (Lc 1,32-33), que iba a salvar a la humanidad entera en esa entrega de amor. Y José, que veía toda esta realidad, era feliz en la amistad de ellos, junto con todas las problemáticas que surgían indudablemente en su vida. Porque no son dos dimensiones separadas, sino que, lo que nos cuesta a nosotros entender es que en esa vida, con toda esa crudeza, ¡se está viviendo la intimidad de Dios!, y se está viviendo la cercanía del Corazón de Dios. Vive con María y con Jesús, participa de su suerte, participa de sus alegrías y de sus penas. Y si ha tenido que huir a Egipto es por su vinculación y su unión con el Niño, que es perseguido, y él participa de esa persecución del Niño.

Toda esa es la vida de José «con gafas», ¡una maravilla! Es vivir una realidad esplendorosa, de participación del cielo en la tierra, en aquella especie de «trinidad terrena» que corresponde como reflejo a la Trinidad del cielo. Esa familia donde el Padre encuentra sus complacencias, y que sabe que descansa en el amor de Dios, en el amor del Padre del cielo, que tiene allí a su Hijo, hecho hombre, y que está lleno del Espíritu Santo. Es la vida de san José «con gafas».

¿Y las gafas de san José, cuáles son entonces? Pues la fe. Es lo que cambia todo, la fe. San José es el hombre de fe, es el hombre que mira todo a través de la fe. Es el hombre que ve el sentido de las cosas dentro de su crudeza, y esto es lo que tiene que enseñarnos a nosotros. Por eso, él es el Patrono de la vida interior, de la vida de fe, que no es una vida montada, paralela, una vida soñada con unos ensueños…, sino que es ¡la vida real de cada día! La vida real, pero iluminada, vista con esas gafas, vista a través de esas lentes que son la vida de fe, según el sentido que tienen esas cosas desde la luz de Dios. No es añadirle, no es inventar. Es el significado de esas cosas. Y esto es lo que san José nos puede obtener a nosotros, que hagamos lo mismo de nuestra vida.

Nuestra vida muchas veces nos parece absurda, nos parece dura, insoportable, y nos parece monótona. Y es así, cuando uno la ve solo de tejas abajo, es vida muchas veces indeseable, insoportable. Ahora bien, si lo miramos con esas gafas de la fe, si comprendemos lo que el mismo Señor nos dice: «Lo que hacéis a uno de estos, a mí me lo hacéis» (Mt 25,45), entonces yo sé que en ese cuidado de mi hermano, que me resulta quizás humanamente difícil o antipático, en el cuidado de esa familia en la que yo me encuentro, en el cuidado de esos enfermos que tengo quizás en mi casa, estoy sirviendo a Cristo. «Lo que hacéis a uno de estos, a mí me lo hacéis». Y cuando uno ilumina todo con esa luz de fe y lo ve con la luz de fe, se coloca en un nivel superior. Entonces la vida se hace maravillosa ¡por la fuerza de la fe! Pero no vengáis a decirme: «ah, sí, claro, eso para san José era muy fácil porque era Jesús y era la Virgen». Era Jesús y era la Virgen, pero ¡que no se lo daban todo hecho!, que tenía que tener fe para ver en ese Niño que estaba reclinado en un pesebre, envuelto en pañales, ¡que era igual que todos los demás niños!, ver en Él al Hijo de Dios. Es porque tenía fe, para ver en Él al Hijo de Dios, pero no porque era distinto. ¡No porque ese niño no llorara!, no porque ese niño no tuviera hambre, no porque ese niño no les despertara por la noche. «No, como era el Hijo de Dios, se dormía de una vez y no se despertaba». Eso son imaginaciones. Era como los demás. Y cuando tenía cualquier molestia lloraba, y él venía a consolarle desde su carpintería donde estaba, y le molestaba. ¡Y es el Hijo de Dios! Esto es lo que nosotros imaginamos, que para reconocer al Hijo de Dios, todo tiene que ser delicioso y maravilloso. ¡Y no es así!, sino que tenemos que saber mirar con fe, encontrar la presencia de Dios en esa realidad pequeña de cada día. Pero entonces sí es maravilloso el hombre de fe.

Al hombre de fe no se le ahorran los sufrimientos ni se le ahorran los disgustos. Nunca imaginemos que el Señor ha venido a este mundo a quitarnos las cruces, a quitarnos las dificultades, los disgustos, no. Más bien, en cierta manera, el mismo Señor lo dice: «Yo no he venido a traer la paz, sino la guerra» (Mt 10,34), y dice: «Si alguno quiere venir en pos de Mí niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16,24). «Si a Mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán» (Jn 15,20; cf. Mt 10,25). «Llegará un momento en que, el que os persiga creerá que hace un servicio a Dios» (cf. Jn 16,2). «Dichosos vosotros cuando así suceda» (cf. Mt 5,12; Lc 6,23). Y cuando clama en las bienaventuranzas, está hablando de una situación en la cual existen las lágrimas: «Bienaventurados los que lloran… Bienaventurados los que sufren persecución… Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia…» (cf. Mt 5,3-11). Está indicando unas situaciones que son molestas humanamente, y, sin embargo, está beatificando. ¿Por qué? Porque ahí tengo que vivir la vida de fe; porque es verdad que estoy en la cercanía del Señor, que me da la fuerza y el espíritu para superar esos obstáculos, no para quitarlos, sino para asimilarlos, para aceptarlos y para que, en medio de ellos, yo mire continuamente cuál es el agrado de Dios, cuál es mi misión concreta. Eso es lo que tenemos que mirar, no que me quite los sufrimientos, sino en esta circunstancia cuál es mi misión, en esta circunstancia, qué es lo que Dios me pide como respuesta. Y en medio de toda esta inquietud, agitación, yo fijo mi mirada en el Corazón del Señor para tomar la postura que debo tener en medio de esta vida.

Recordáis aquel pasaje en que Jesús llega a los apóstoles en medio de la tempestad del mar (cf. Mt 14,24s), y ellos se asustan creyendo que es un fantasma y le gritan: «¡Un fantasma!». Y Él les dice: «¡No temáis, que Yo soy!» (v.27). Entonces Simón Pedro pierde la cabeza, porque es claro que pierde la cabeza en ese momento de emoción, y sale con una salida tan sorprendente, que le grita: «Señor, si eres Tú, manda que vaya a ti por encima de las olas» (v.28). Hace falta perder la cabeza para decir eso, porque hace falta estar en medio de un temporal y tener ocurrencia para que le diga: «Si eres tú, manda que vaya a ti por encima de las olas». Si le hubiese dicho: «Señor, si eres Tú, tranquiliza las olas», muy bien, lo entiendo. O si le hubiese dicho: «Señor, si eres Tú, haz que lleguemos al puerto tranquilos y con paz», bien. Pero «Si eres Tú, manda que yo vaya a ti por encima de las olas». Y lo gordo es que el Señor le dice: «¡Sí, ven!». Soy Yo, ven, ven. Y Simón Pedro cree, tiene fe. Hace falta fe. Y se baja de la barca en marcha, con las olas, en todo el temporal, y empieza a caminar por encima de las olas. Hasta que el ruido de las olas y del viento le abstrae la mirada de Cristo, deja de mirar a ese Cristo que le llama, se ocupa con el ruido, con las olas, con el viento, y empieza a hundirse, y grita: «¡Señor, que me hundo!». Y Él le toma de la mano y le dice: «Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?». ¿Por qué has separado tu mirada de mí? ¿Por qué te has dejado impresionar por el viento y por las olas? Y al mismo tiempo, entró en la barca y se encontró en la orilla. Es sorprendente esa actitud de Simón Pedro y esa propuesta, sin embargo, es la verdad.

El que caminó siempre sobre las olas sin hundirse fue José. A san José lo vemos en medio de todas esas páginas, las páginas que tenemos de san José en el Evangelio son todas de tempestad, de momentos negros: El momento de las dudas por lo de la Virgen. No dudaba él del origen de ese Niño como si dudase de la fidelidad de María, ¡en absoluto! La duda suya era que él no sabía cuál era su misión en todo aquel negocio, porque él se sentía indigno de tener al Hijo de Dios en su casa. «Yo no soy digno de que entre en mi casa». Y lo que excluye, según su manera de hombre santo y de hombre bueno, temeroso de Dios: «Una cosa es segura, que yo no valgo para eso y que eso no puede ser mi misión. Ahora, si no es mi misión, yo tengo que dejar a mi esposa, ¿y qué hago con ella?». Eso es lo que él no sabe y es lo que le destroza el corazón. Porque dejarla ¡le cuesta horrores!, ¡con lo que le quiere! No hay madre que quiera a un hijo o a una hija suya como José quería a la Virgen. Y sin embargo, él está decidido: «Yo no soy digno. Ahora, dejarla sola, también, a la dicería del pueblo, ¿qué puede pensar? ¿Y qué hago entonces?». No encuentra solución, en su justicia, «porque era hombre justo» (Mt 1,19), era hombre santo. Y entonces, quizás decide él que vaya a casa de su prima, su pariente Isabel, de la cual le ha hablado el ángel, que han sentido ya la acción del poder de Dios, que entenderá todo ese misterio. Pues que vaya, ellos le tratarán, puesto que Zacarías es sacerdote y sabrá tratar a la que es Templo de Dios, y sabrá hacer con Ella algo que sea digno de Ella, «porque Zacarías es mucho más digno que él», Zacarías es una persona que puede entender de esas cosas, de las que él, el pobre, dice que no entiende nada de eso. Esas son sus dudas. Y en medio de eso, él camina en la fe. Le parece que ese es el camino razonable, toma la decisión, ¡con todo el dolor que le parte el corazón!, y renunciando a lo que se le entraba por las puertas de su casa.

Y Ella marcha, y así, en ese espíritu le recibe también su pariente Isabel y le dice: «¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mi casa?» (Lc 1,43). Pero, ¿cómo yo? ¿De dónde esa dicha, de dónde ese honor, «que venga a mi casa la madre de mi Señor»? Qué hermoso decir esto, una persona ya mayor respecto de una sobrina suya jovencita, ante la que ella se siente indigna. «¿De dónde que venga la madre de mi Señor?». Ella lo ha entendido, ella lo acoge. Y ya el ángel le anuncia a José: «No tengas reparo en recibir como esposa» (Mt 1,20), porque tú tienes, en el plan de Dios, el oficio de ser padre, custodiar el Templo. «Pero, ¿cómo?, ¿el esperado de todas las gentes, tenerlo yo en mi casa?, ¿¡yo tratarlo!?, ¿¡yo tenerlo en mis brazos!?, ¿¡yo formarlo!?». Sí, esos son los designios de Dios. Y él «camina sobre las olas» en los planes de Dios, que no se fijan en los títulos y en los valores de este mundo, y en las riquezas y en la cultura y en la preparación, sino en lo que el Señor mismo va preparando de un corazón humilde y sencillo. Y él pasa ese temporal y esa tempestad, y camina hacia el Señor a través de eso.

Después es el Nacimiento en Belén. Y en la prueba de aquel abandono y de aquella renuncia de todo, él sigue adelante, fielmente con María. Luego la huida a Egipto, y todo lo que eso lleva de conmoción y de temporal, y va adelante. Y luego en la pobreza de la casa de Nazaret. Y cuando queda en el Templo, él no se queja. José es un hombre que no se queja nunca, es admirable. No veréis en él una palabra de queja. Ni siquiera en el momento en que se queda en el Templo el Niño (cf. Lc 2,43s), y después de tres días lo encuentran en el Templo; él no se queja. Es María la que se queja, es su Madre la que le dice: «Hijo», la primera vez que le llama con ese nombre, Hijo. «¿Por qué has hecho así con nosotros? Mira que tu padre y yo te buscábamos con dolor» (Lc 2,48), ¡con dolor! Indica todo el dolor del padre, que está callado, que se muerde los labios y calla. ¿Por qué? Porque a través de todo ese temporal, él mantiene su fe. Él sabe el camino que puede seguir, que debe seguir. Él pone de su parte lo que le piden las circunstancias a su corazón de hombre bueno y justo. Y calla. Pasa a través de todos los temporales ¡sin hundirse! Hasta llegar a ser así en el cielo nuestro custodio, a quien podemos acudir confiadamente porque nos entiende muy bien en los temporales de nuestra vida.

A nosotros nos pide el Señor también caminar sobre las olas. Nosotros querríamos: «Señor, para que yo vaya a Ti, quita las olas de mi camino y entonces correré». Y no: el Señor nos pide que vayamos a Él por encima de las olas, de los problemas, de los conflictos, de las dificultades de la vida, ¡pero con la mirada fija en Él! Esto es lo que nos enseña José, ser hombres de fe.

Que sepamos, bajo el manto de la Virgen y unidos a Ella, con la gracia del Espíritu Santo, caminar siguiendo el ejemplo de san José. Que él nos custodie, que él nos fortalezca en la fe, para que alcancemos a ese Señor que él tuvo en sus brazos, cuyos latidos sintió en su corazón. Que nos lleve hasta Él, para que corone nuestro caminar confiado a la luz de la fe.

(Homilía, 19-3-1987)

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