Читать книгу: «Los días y los años», страница 3
Ya el 26 mucha gente intervino a favor de los estudiantes. Desde los balcones de sus casas, las señoras arrojaban objetos pesados contra los granaderos que avanzaban en filas cerradas; uno de ellos fue herido con un macetazo que le hundió el caso protector.
El sábado se presentaron dos funcionarios de la Universidad, el director de Servicios Sociales, profesor Julio González Tejada, y el doctor Millán. Llegaron a las inmediaciones del barrio universitario para tratar de mediar entre los estudiantes y la policía, pero fueron detenidos. El doctor Millán trataba de identificarse, hecho que seguramente molestó a los agentes secretos, los cuales lo sacaron a empellones del auto y, ya tirado en el suelo, lo atacaron a patadas. Después les permitieron entrevistarse con los muchachos; la golpiza fue únicamente un arrebato de mal humor en los policías ofendidos por la credencial de maestro.
Como consecuencia de la entrevista, los estudiantes prometían entregar los camiones urbanos y abandonar las barricadas si se ponía en libertad a los detenidos el día anterior.
Además de las aprehensiones efectuadas durante los encuentros, la policía detuvo a buen número de dirigentes del Partido Comunista, cuyas oficinas fueron ocupadas esa noche. Otros miembros del partido fueron aprehendidos en distintas circunstancias, después del 26.
Los estudiantes entregaron la mitad de los camiones y retuvieron el resto para cuando la policía cumpliera con su parte del trato. Pero los presos no fueron liberados y el domingo se reiniciaron los choques frente a las escuelas y en otros lugares céntricos de la ciudad.
El lunes volvieron a aparecer las barricadas, se tomaron camiones y de nuevo quedó interrumpido el tráfico en las calles más céntricas. Por todo el primer cuadro de la ciudad se veían pasar los transportes de granaderos. En La Ciudadela no cesaban las escaramuzas, en cualquier momento se veían pasar estudiantes correteados por la policía, explotaban las bombas lacrimógenas, las macanas asestaban los primeros golpes en cabezas y espaldas, los comercios cerraban apresuradamente; al poco rato, los granaderos regresaban a toda velocidad y buscaban protección en sus camiones bajo una lluvia de piedras y botellas; en una esquina aparecía un camión incendiado, un tranvía detenido: una nueva barricada. Los granaderos volvían con refuerzos.
La versión oficial de los hechos era muy clara y no admitía réplica: todo el conflicto lo causaban los comunistas y otros agitadores profesionales que habían iniciado otra campaña de desprestigio contra México; los estudiantes «fósiles» y algunos golfos se prestaban a los planes de los agentes internacionales que vagan por el mundo para la perdición de las almas. En septiembre esta infantil explicación, muy de esperarse en un policía o en un burócrata asustado, recibía la más alta santificación y era elevada a la categoría de dogma: Díaz Ordaz, investido de todos sus atributos y con la banda presidencial cruzada en el pecho, hizo saber ante el gobierno en pleno, los altos jefes militares y la nación que lo escuchaba, que los disturbios de la llamada «Revolución de Mayo», en Francia, no se habían iniciado por casualidad cuanto todo el mundo estaba atento a las pláticas Vietnam–Washington; y que la proximidad de los Juegos Olímpicos convertía a México en blanco favorito para los mismos agitadores, quienes después la emprenderían con otro país donde se fuera a celebrar un señalado evento. Los diputados, senadores, ministros y militares aplaudieron a rabiar el análisis presidencial de las conmociones estudiantiles y populares que han sacudido al mundo en los últimos años. El mismo análisis fue presentado, al poco tiempo, por el Ministerio Público para dejar «probado» a todas luces que existía una conjura internacional de la que nosotros formábamos parte.
Además de en La Ciudadela, los disturbios se recrudecieron en el barrio universitario y se iniciaron en los alrededores de la voca 7, situada en la Unidad Tlatelolco.
La huelga se extendía. En las preparatorias los estudiantes reprochaban a sus dirigentes la entrega de camiones, pues los presos no habían sido liberados. La posibilidad de resolver el conflicto en sus inicios se alejaba. Fueron tomados más camiones. En pleno corazón de la ciudad, a una cuadra de Palacio Nacional y casi bajo los balcones históricos, se cruzaban las bombas lacrimógenas con las «molotov»; el tráfico era desviado en las avenidas que desembocan en el Zócalo, las calles aledañas olían a gases. Entonces hubiera bastado con liberar a los presos del 26 y días siguientes, y con olvidar la cacería de «comunistas», «agitadores» y «agentes internacionales».
El lunes por la tarde todo el Politécnico estaba en huelga y en su mayoría las escuelas universitarias habían iniciado paros. En Filosofía, Ciencias y Ciencias Políticas la huelga ya era indefinida. Economía estaba en asamblea permanente, pero pronto se votó la huelga. Faltaba el «ala técnica». A la demanda de libertad a los presos del 26 se habían añadido otras: disolución del cuerpo de granaderos; destitución de Frías, además de Cueto y Mendiolea, como responsable directo de los abusos cometidos por los granaderos. Ya se hablaba de pedir la liberación de todos los presos políticos, pues en la Universidad recordábamos la entonces reciente huelga de hambre que Vallejo había iniciado como último recurso para obtener su libertad después de diez años de encarcelamiento. Otro dirigente ferrocarrilero, Valentín Campa, también se encontraba encarcelado a causa de la huelga de 1958. En 1965 había sido aprehendido el periodista Víctor Rico Galán y su grupo; el movimiento de los médicos había terminado con ceses y detenciones, algunos médicos seguían en la cárcel; en 1967 se inició, de manera sistemática, la aprehensión de dirigentes estudiantiles.
Ciencias Políticas estaba en huelga indefinida en pro de la liberación de Vallejo cuando se produjeron los sucesos del 26 de julio. La demanda de libertad a todos los presos políticos surgió naturalmente de la exigencia inicial. Con el aumento de la represión se hizo necesario pedir el deslindamiento de responsabilidades, pues ya no se trataba únicamente de excesos policiacos. El creciente número de heridos y lesionados tenía que producir la inclusión de otra demanda: indemnización. La derogación del artículo 145 del Código Penal, la demanda de carácter más político, se incluyó porque este artículo había sido el instrumento jurídico para mantener encarcelados a los ferrocarrileros.
Al anochecer continuaban las asambleas en la Ciudad Universitaria. Las escuelas que entraban a la huelga hacían un llamado a las faltantes. En el monumento a Obregón se había concentrado una gran fuerza policiaca y, en el mismo lugar, se detenían los camiones urbanos que entran a cu. En el barrio universitario los enfrentamientos eran cada vez más violentos, pues la policía ya había decidido tomar las preparatorias; en La Ciudadela, las vocacionales resistían y contestaban los ataques.
La reunión de las escuelas en huelga sería en el salón 11 de la Facultad de Filosofía. Todos los grupos políticos estaban presentes. No había un criterio previo que permitiera controlar el acceso a la reunión, llegaban los comités de huelga elegidos esa tarde, los comités ejecutivos, los dirigentes de los grupos políticos y las bases también. Llegaron las delegaciones del Politécnico y de Chapingo. La reunión se inició ante la imposibilidad de comprobar si los presentes eran o no representativos. Empezaron a relatar los acontecimientos los delegados de las escuelas agredidas, pero se les interrumpía con frecuencia. Además de las sospechosas interrupciones, la tendencia a sobresalir y darse a conocer desde el primer día acabó con el poco orden que se había podido conservar. La reunión se volvió imposible, nadie hacía eso de la presidencia de debates y continuamente recibíamos informes contradictorios y alarmantes. En todo momento nos manteníamos informados de la situación imperante en el barrio universitario, estábamos en constante comunicación telefónica; pero con frecuencia llegaban rumores acerca de la proximidad del Ejército. Después de las doce nos dijeron por el teléfono que los ganadores se retiraban del barrio universitario. Por un momento pareció que habían desistido de su intento de ocupar las escuelas. Las últimas «molotov» se apagaron en el pavimento y la atmósfera se limpió de gas lacrimógeno. Las calles vacías quedaron en silencio.
De la prepa 3 avisaron que el Ejército se acercaba.
–¿Te acuerdas del sonido de las botas claveteadas bajo la bóveda? –le comenté a Escudero.
Habíamos estado en Morelia durante la ocupación de la Universidad.
No pensábamos en una ocupación militar de la preparatoria, pero los informes se agravaban: la tropa había rodeado. Seguíamos en comunicación permanente. Nos repetíamos «no entrarán». Las razones para creerlo así eran muchas, entre las principales estaba lo breve del conflicto: en dos días de disturbios estudiantiles no utilizarían el Ejército; para eso eran los granaderos.
Después del comentario a Escudero, sentí un vacío en el estómago: son tan parecidos el edificio de la preparatoria en Morelia y el de la Preparatoria 3. Entre el humo, el aire viciado y los gritos, cada nueva noticia agravaba el desorden. Yo tenía cada vez más presente la desagradable sensación de impotencia, rabia y miedo que produce una ocupación militar: es lo más parecido a ver un ejército enemigo desfilando en triunfo por las calles de la ciudad derrotada; uno nunca llora, pero siente como si lo estuviera haciendo. Escudero había salido para informarse directamente de la situación en San Ildefonso. Cuando volvió me imaginé que la situación era grave, se subió al escritorio y pidió que escucháramos con calma. Todos esperamos.
–El Ejército acaba de entrar a la Preparatoria –dijo–; tiraron la puerta con un mortero.
Los que estaban sentados en los respaldos de las sillas se dejaron caer en el asiento. Mortero o bazuka, como se supo después, para el caso era lo mismo.
Salí de la celda de Gilberto y caminé, golpeando el barandal, hasta la 38; estaba sola y olía a encerrado, un poco a humedad y otro poco a cocina apagada, fría. Bajé y me detuve junto a la reja, a mirar el redondel; había muy poco movimiento. Pasó un «fajinero», le sacaron un ojo hace tiempo, se le ve uno negro y el otro blanco, azuloso. Me saluda y con el ojo negro mira hacia adentro.
–De veras que se ve resolo, verdá bueno –comenta balanceando la cabeza.
Y así es. El patio está completamente vacío, sucede a ratos, ratos largos, siempre por la tarde, en los meses en que comienza el frío. Por la mañana nunca está solo, las mañanas siempre son alegres, hasta en la cárcel. En las mesas que hay en el centro del patio se juega ajedrez bajo el sol que empieza a arder en el cuello y en la espalda. En el primer cuadro muchos esperan a que los llamen para ir a «defensores», están bañados y con pantalones limpios; otros juegan básquet al fondo, en un aro oxidado que ya se ha caído varias veces; últimamente juegan poco y se han vuelto a poner pantalón largo; en el verano llegó la furia por los cortos, hasta algunas personas mayores los traían; pero ya es noviembre y con el frío se volvieron a usar los zapatos, se guardaron los huaraches y los shorts.
–De veras que se ve resolo.
Las tardes son distintas, sobre todo en noviembre. Se acabaron los paseos alrededor de la banca y la jardinera en las tardes tibias. El viento mueve una puerta abierta. Se escucha una televisión y, en otra parte, el repiquetear de una máquina de escribir.
–Verdá buena.
Sí. En esta época todos los patios son opresivos, la gente sale a la calle y las banquetas se llenan, los cafés se llenan, los cines también; porque es difícil ver apagarse la tarde en un patio cerrado. En los pueblos no hay cafés, ni cines, a veces ni banquetas; la gente pone una silla en el zaguán y se sienta a mirar a los que pasan, a los niños que ya están tan grandes, a las muchachas que van al pan, al hijo de la vecina que se ha hecho tan flojo y hasta va al billar, al de los elotes asados que ya no lleva a su mujer con él, al desconocido que nadie sabe quién es pero desde ayer come en la fonda al lado del cine; se oye un silbido de bocina y en seguida bajan el volumen, golpean con el dedo el micrófono, la plaza se llena con el ruido de una aguja que raspa en el borde del disco y la música del cine llega hasta los zaguanes: se acabó la tarde, hora de cenar. Y las cocinas empiezan a oler a café con leche y a pan.
Se hizo un absoluto silencio. La delegación del Poli, que había salido para dejar a los universitarios ponerse de acuerdo, ya estaba de regreso. El salón se encontraba atestado y no era posible imponer el orden, las intervenciones más fuera de lugar se sucedían unas a otras. El anuncio hizo el efecto de un interruptor. La comunicación telefónica se había mantenido hasta el último momento.
–¡Que nadie salga! –gritó alguien, rompiendo el silencio.
–¡Cierren la puerta!
La reunión era una indescriptible mezcla de mutuos ¡cálmense! y ¡cierren la puerta! Con la puerta cerrada con seguro, adentro prosiguió la confusión, el aire se enrarecía.
Dos miembros del Comité de Huelga de Filosofía salimos a observar los alrededores porque, cada vez con mayor insistencia, se decía que el Ejército se acercaba a la cu. Cuando volvimos, sin haber visto soldados en las avenidas que conducen a la Ciudad Universitaria, encontramos la reunión disuelta. El único acuerdo tomado era celebrar otra reunión con un solo representante por escuela e informar, hasta última hora, a ese representante, del lugar en que se realizaría.
Esa misma noche, la tropa ocupó también la preparatoria 2 y las vocacionales 2 y 5.
–¿Te acuerdas de cuando vimos al rector para pedirle que encabezara la manifestación del 1º de agosto? ¿Fue el miércoles? –le pregunto a Gilberto.
–No, fue el martes 30 de julio.
–Tienes razón. Le pedíamos la manifestación para el miércoles y él se opuso. Dijo que era necesario prepararla bien y para eso necesitaba por lo menos un día. Como la manifestación fue el jueves, entonces lo vimos el martes: el mismo día en que izó la bandera a media asta.
–¿Fue ese día?
–Sí, el bazukazo a la prepa fue en la noche y a la mañana siguiente Barros Sierra estaba izando la bandera frente a la rectoría.
Mes y medio después, cuando el Ejército tomó la cu, un pelotón de soldados la arriaba por la noche, sin ninguna ceremonia y, encima de esa imagen, mientras nos lanzábamos en auto a toda velocidad para salir de Insurgentes, teníamos la otra: la del sol de julio sobre la explanada de la rectoría y la bandera sin ondear, a media asta. No había la menor brisa y empezaba a sentirse el color del mediodía.
III.
Hoy por la tarde vino Selma y me pidió que le cantara las canciones. Francamente ya no me gusta cantar las mismas dos o tres veces por semana. Primero me estuve haciendo disimulado un buen rato, pero finalmente me lo preguntó:
–Qué, ¿hoy no vas a cantarme?
–Si no he hecho nada nuevo.
–No importa. Cántame las mismas. Ándale, trae la guitarra.
–Está desafinada, mejor hoy no.
–Bueno, si no quieres no cantes...
–¿De veras quieres oír las mismas?
–¡Pues claro!, te lo pido de veras.
Yo no estaba muy convencido, pero traje la guitarra. Ya sé en qué orden debo empezar: primero las que le gustan, pero no tanto; al final las que le gustan mucho.
–Ya no me cantas La niña.
–Ésa no.
–Pero, ¿por qué? ¡Si es mi canción!
–Es que ya no me gusta.
–¡Pues qué fino detalle! ¡Verdaderamente uno no gana para vergüenzas contigo! ¡Si es mi canción!
–Es cierto, pero ya no me gusta.
–¡Qué tontería! Es muy bonita. Ándale, cántala y dime por qué ya no te gusta.
–Es que aquí no les gustó y ya he acabado por creer que tienen razón: es como muy mensa.
–¡Ah! ¡El papelazo que has hecho! Pues ahora me la cantas. A mí me gusta mucho, aunque tus amigos digan lo contrario.
–No todos, a Raúl sí le gusta.
–¿Ya lo ves? Empieza.
–Está bien, está bien; pero déjame poner primero en agua estas flores, si no cuando te vayas ya estarán marchitas.
–¿Te gustaron?
–Mucho. Y huelen muy bien, ¿cómo se llaman?
–No sé. Las compro en el mercado y son muy baratas. La semana próxima te traigo más. Ya casi no hay, porque son de verano.
–Me dijiste que no vendrías porque vas a Cuernavaca.
–Es cierto; pero le diré a Luisa que te traiga unas con la comida del jueves.
Por fin se la canté y al hacerlo descubrí que sí me gusta aunque, en efecto, sea una canción infantil.
–No sé por qué le tenía aversión. Tampoco creas que era sólo porque a los muchachos no les haya gustado, después de todo tampoco les gusta Aldebarán y a mí me parece la mejor.
–Era una agresión tuya.
–¡Ah! Sí, sí, la psicóloga. Ésa debe ser idea de Cueli.
–¡Es tan chistoso! Yo nunca había tenido un analista como él.
–¡Oye!...
– ¿Sí?
–¿...Y también se analiza con él Greta?
–¿Quién?
–Greta. Acuérdate.
–¡Ah! ¿Y ahora por qué le dices Greta?
–Tú por qué crees... Pues para no escribir su nombre; y por aquello que te leí hace tiempo, donde se llama Greta.
–Pues sí, ella también se analiza con Cueli.
–¿Te dije que fue mi maestro? Sus clases eran una variedad con ese acento de Tepito que tiene. Si no estuviera instalado en la magia sería buen psicólogo.
–Pero como analista es bueno –respondió Selma–. ¿Por qué me preguntabas si analiza también a Greta?
–Por nada, se me ocurrió.
–...Y que además fue tu maestro.
–Era sólo un comentario.
–¡Ah!, ¡pues qué fino detalle de tu parte! Además, ya lo sabía.
–¿Que fue mi maestro?
–No. Lo de la casa de Greta.
–Seguro te lo contó el chismoso de José Visitación.
–¿Y quién más? También me dijo que en eso llegó...
–Sí, sí, ya; no digas más.
–...que después se rompió el tubo del desagüe y si no hubiera estado un cesto de ropa sucia abajo...
–Eso sí que no es cierto.
–Pues también se lo contó a Pus.
–¿A quién?
–A Pus –repitió Selma.
–Pobre Paz; ya te peleaste otra vez con ella, ¿o no?
–Es que le traigo mucho coraje por todas las que me ha hecho. A ella y también a la loca. ¡Ay, maldita mujer! ¡Ya no la aguanto, no la aguanto, no la aguanto! ¡No, no, no!
–Parece que estás en escena. Te verías bien en Las troyanas como Casandra para que gimieras y aullaras con los pelos al aire.
–Es que de veras ya no la aguanto.
–¿A Paz?
–No, a la loca.
Al rato salí para traerle la canasta con los trastes de la cocina.
–Ya es hora, Selma; hace rato que tocó la banda. Dile a Vísit que me escriba.
Al abrirse la puerta del elevador, un calor de persianas asoleadas hacía más intenso el aroma de la madera barnizada que recubre los descansos en cada piso de la torre de Humanidades. Las plantas del octavo piso humedecían el aire. Subí las persianas, abrí todas las ventilas y entró el sol de la tarde por los cristales. Ojalá llueva en la noche, pensé. La puerta estaba abierta. Al fondo se podía escuchar el mimeógrafo funcionando.
El piso era muy cómodo y amplio. En un extremo tenía un salón grande rodeado de cubículos, en ellos habíamos instalado el mimeógrafo, el sonido de «Radio Humanidades» y la cafetera eléctrica. En el salón grande había otro mimeógrafo y mesas para cortar los volantes. Las sillas estaban apiladas en un rincón. Otro cubículo lo usaba Revueltas para escribir los manifiestos de la Asamblea de Intelectuales y Artistas y, después, los análisis que presentaba al Comité de Lucha, pues éste había sido ampliado con algunos compañeros que no pertenecían a la Facultad. Muchas oficinas estaban vacías. El piso tenía otra ala, ésta mucha más elegante, alfombrada por completo de rojo, con cortinas blancas, libreros y sillones. Di un vistazo por todas partes, pasé por las oficinas vacías y regresé. Junto a la puerta de entrada había otra puerta, toqué y durante un rato se escuchó que alguien se acercaba hablando.
Sobre la alfombra había una grabadora grande y varios rollos de cable. Escudero platicaba con dos muchachos que llevaban camisas a cuadros, como de leñador, pantalones de pana y botas bajas.
–Son del sds –me dijo Osorio mientras cerraba la puerta.
–¿De Berkeley?
–No, del sds alemán.
–¡Ah!, mucho gusto.
En la mesa larga para conferencias, que usábamos durante las reuniones ampliadas, se veía un micrófono. Escudero respondía una pregunta en ese momento. Me senté en silencio.
–Se nota una gran diferencia entre las demandas formuladas por los estudiantes mexicanos y las que se han enarbolado en otros países. Nosotros no alcanzamos a explicarnos la defensa de la Constitución que hacen ustedes. En Alemania no queremos defender nuestra actual Constitución, sino acabar con ella; lo mismo pasa en Francia o en Italia; los estudiantes impugnan a sus regímenes y a las leyes que los sostienen. ¿Qué me puedes decir al respecto? –me preguntó uno de los alemanes, que tenía unos veintiocho o treinta años.
–Ya otras veces nos han preguntado lo mismo –respondí–. Tanto para los franceses, como para los norteamericanos que han venido, es inexplicable que un movimiento de alcance nacional, como el nuestro, con las proporciones que ha adquirido para estas fechas, insista constantemente en demandas tales como libertades democráticas y respeto a la Constitución. La diferencia radica en varios puntos. En primer lugar, permíteme aclararte, para evitar confusiones posteriores, que nosotros no aceptamos la tesis de que los países de América Latina, o todos aquellos que no han tenido una revolución burguesa, deban primero efectuar ésta para luego iniciar una revolución socialista. Nos parece que ya Cuba demostró lo contrario y que insistir en la actualidad en la necesidad de pasar por la revolución burguesa en el camino a la socialista es la forma más primitiva de disfrazar el oportunismo. Quise empezar por aquí porque nuestras principales demandas, vistas desde lejos y sin conocer el país, hacen pensar en quienes aún piden alianzas con las «burguesías nacionales», votaciones como sinónimo de democracia y cambio frecuente de los hombres en el gobierno. Cuando en Europa y los Estados Unidos se oye «libertades democráticas y respecto a la Constitución», no parecen consignas revolucionarias. Estoy de acuerdo con ustedes en que, después de movilizar a casi un millón de ciudadanos, nada más en esta ciudad, y contar con la simpatía de sectores cada vez más importantes, las demandas que formularían los estudiantes de otros países serían muy distintas, en apariencia mucho más radicales. En cambio nosotros seguimos manteniendo exigencias puramente reformistas. La verdad es que, en nuestro país, tales demandas cobran un carácter no sólo avanzado, sino abiertamente revolucionario en sus consecuencias. Me explicaré. La actual Constitución de la República nunca ha estado vigente en su totalidad por razones que la historia oficial oculta: al finalizar la Revolución de 1910 se intentó dar carácter de ordenamiento constitucional a las más importantes reformas exigidas por cada facción revolucionaria. El carrancismo, la facción más conservadora, pero, al mismo tiempo, con mayor solidez ideológica, tenía para entonces el control político de la nación y era de esperarse que la Constitución resultara liberal y moderada. En parte así fue; pero, a pesar de que el control político lo ejercían los carrancistas, las ideas revolucionarias estaban aún demasiado frescas en la mente de los diputados constituyentes, la presión popular era muy grande y el carrancismo no podía gobernar solo, necesitaba ganarse el apoyo popular. Las reformas de Carranza, cautelosas, pero orientadas a conmover la opinión; su programa político, liberal, pero claro, le ganaron el apoyo de la Casa del Obrero Mundial y de sus «batallones rojos». Villa fue derrotado, en gran parte, a causa de que los «batallones rojos» combatieron al lado del carrancismo. La Casa del Obrero Mundial fue clausurada después, pero seguía siendo una fuerza presente, como lo eran los obreros que habían combatido contra Villa y otros grupos revolucionarios. La composición política del Congreso reflejaba todas estas contradicciones y la debilidad de la naciente burguesía. El proyecto de Carranza fue rechazado y en su lugar se promulgó, muy a pesar del Poder Ejecutivo, nuestra actual Constitución. Para poder gobernar era necesaria una política de «unidad nacional». Y así lo vio el carrancismo. Ahora bien, la derrota militar de los sectores con pensamiento más progresista y su incapacidad para dar cohesión a un sistema ideológico y político que se enfrentara con éxito al carrancismo, trajo como consecuencia una contradicción permanente entre el espíritu revolucionario que animó a muchos legisladores y el gobierno establecido. Ningún gobernante se ha sentido con suficiente fuerza como para modificar a fondo la Constitución y adaptarla a las verdaderas necesidades de la clase en el poder; o mejor aún, así como toda su apariencia radical dentro de las constituciones no socialistas, es la mejor fachada para un gobierno que pretende ser el sucesor tanto de Carranza, como de Villa, Zapata y todos los revolucionarios mexicanos sin excepción. Por lo mismo no se modifica, pero tampoco se cumple. A eso se reduce actualmente la «unidad nacional»: tú trabajas, levantas el país, me defiendes de los gringos… y te prometo seguir hablando de la Revolución en todos los discursos. Bueno, pues por ahí nos hemos colado: la mayor parte de los innumerables cuerpos de policía son ilegales, el artículo 145 del Código Penal es probadamente anticonstitucional, el abuso de poder es la llaga más extendida y el mal más vergonzoso en la vida pública de nuestro país; pero las policías, la legislación arbitraria, los abusos de poder, la corrupción de las organizaciones populares, el sometimiento al Poder Ejecutivo por parte de los otros dos poderes, son los puntales mismos del régimen. Un solo ejemplo: si desaparece la corrupción de las organizaciones populares y su sometimiento directo al régimen, la fuerza liberada será tan grande que cambiará todo el actual equilibrio de fuerzas. Por eso se nos acusa de querer derrocar al gobierno.
–Y hay algo más –agregó Escudero–. El Estado actual necesita, para su supervivencia, mantener firmes cada uno de los puntales. Estamos pidiendo libertades democráticas, bien poca cosa en apariencia; pues si la conmoción que hemos producido trae como consecuencia libertad en los sindicatos, con ese solo triunfo se acabó el sistema político mexicano que ahora conocemos. Le quitamos de un golpe su principal puntal.
–¿Socialismo? –preguntó uno de los alemanes acercándose al micrófono y volviendo a colocarlo junto a Escudero.
–No. Por lo menos, no de inmediato. Pero el cambio político sería grande...
–¿Cómo?
–Quiero decir que el régimen se debilitaría a tal extremo, en cuanto perdiera el férreo control que ejerce en forma directa, que podría darse muy pronto un cambio cualitativo. El régimen está acostumbrado a un continuo monólogo, a las alabanzas de gobernadores, diputados líderes obreros y líderes campesinos: o mismo, hasta el tono de voz es igual.
–¿Y ustedes creen que puede suceder algo parecido a lo que me han dicho?
–Es difícil –respondió Osorio–, porque el gobierno sabe bien cuáles son sus puntos débiles y no va a ceder. Reprimirá el Movimiento con toda saña antes de perder posiciones importantes. Por lo pronto, el Movimiento ha causado una gran agitación en organizaciones tradicionalmente sometidas. Y no porque tengamos una gran capacidad para la agitación, sino porque es natural que la inquietud se propague. Pueden pasar diez o veinte años sin que surja una protesta general entre los obreros cotidianamente controlados por pistoleros, soplones, granaderos y Ejército; pero cuando ya no están solos, cuando cientos de miles se han movilizado primero, los pistoleros y soplones ya no son suficientes, se necesita la represión directa.
–Ése es ahora el peligro más inminente –concluyó Escudero.
–¿Y el Consejo tiene ya prevista la represión en gran escala?
–No –respondí–. Individualmente se ha considerado muchas veces la posibilidad, pero el cnh no tiene aún un criterio definido al respecto. En gran parte los delegados creen que la represión en gran escala es una posibilidad muy remota.
–¿Y ustedes?
–Nosotros creemos que no lo es tanto. Como te dijimos antes, el gobierno conoce sus lados flacos y no permitirá que lo dejemos sin protección. Sería tanto como suicidarse. Pero tampoco sabemos en qué medida puede ceder. Dentro del cnh existe otra posición extrema, sostenida por unos cuantos delegados; éstos afirman que el gobierno ya es incapaz de conceder y que la única salida que tiene es la represión. Si se tratara de una concesión total yo les daría la razón, el actual gobierno está demasiado esclerótico para esperar la agilidad de un joven; pero aún puede parlamentar y nosotros también. Si aceptáramos que toda concesión es imposible, tendríamos que ser consecuentes con nuestro enfoque y retirarnos antes de que nos masacren, ¿o vamos a pedir a los estudiantes que se defiendan con las armas? Es evidente que no. Contamos con un millón de manifestantes, pero de ahí no sacaremos muchos guerrilleros. Y aunque lo hiciéramos, en pocos días acabarían con nosotros: no tenemos aún la organización revolucionaria que permita hacer de un manifestante un revolucionario, y de un estudiante un guerrillero urbano. En su gran mayoría los estudiantes y los sectores que nos apoyan están convencidos de que el gobierno va a ceder por lo menos en algunos puntos. ¿Vamos a gritar que no es así?
Escudero tomó el micrófono y respondió a la pregunta que yo me hacía. Esperó a que cambiaran la cinta.