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Desde principios del siglo XIV Irlanda era para Inglaterra una región fronteriza de señores anglo-irlandeses semiautónomos y de señores gaélicos completamente autónomos. Los primeros eran más poderosos y, por consiguiente, siguieron siendo leales a la corona, mientras que los segundos fueron olvidados por ella. La reafirmación del poder inglés en Irlanda vino motivada por la necesidad de asegurar el flanco occidental y por hacer que este territorio se adecuase a las nociones religiosas, políticas, económicas y culturales del Estado. El método para conseguir dicho poder residía en la combinación de medidas coactivas con otras pacíficas. Al principio se tendió a la conciliación, pero al venirse esta política abajo a finales del siglo XVI, se impuso la coacción y los traslados de población.

Enrique VIII subió al trono de Inglaterra en 1509 sin tener asegurado eficazmente el dominio inglés en Irlanda. Su reinado inauguró una nueva etapa de la historia de la isla. Antes de Enrique VIII la corona inglesa tenía en su poder muy pocas partes de Irlanda, pero tanto él como sus sucesores se empeñaron en dominarla al completo, y no sólo pusieron a todo el país bajo el control de un gobierno central, sino que también se aseguraron de que éste fuera inglés. De hecho, hacia 1534 el rey pudo prescindir de la ayuda de los nobles anglo-irlandeses y fue capaz de tener un control más directo sobre los asuntos irlandeses. Además, se rodeó de sirvientes ingleses leales a la corona que dirigirían a Irlanda en favor de Inglaterra e incluso en 1541 el Parlamento irlandés, creado tiempo atrás, lo coronó como rey de Irlanda.

Enrique VIII no tenía ni la intención ni los recursos económicos para continuar una ofensiva militar que le garantizase el control total de la isla. Por lo tanto, y a pesar de que el gobierno inglés seguía demostrando su fuerza, el rey recomendó formas de persuasión más discretas y mejores que dieron su fruto y, para cuando le llegó la muerte en 1547, cuarenta de los principales señores gaélicos y anglo-irlandeses se habían sometido a las leyes británicas. Estas medidas se conocieron con el término de Surrender and Regrant (‘rendición y cesión’) y consistían en que los señores que las aceptaban, entregaban sus tierras a la corona inglesa y estas les eran devueltas en forma de feudos. Lo que el rey pretendía era sustituir a los diferentes grupos de poder que conformaban la población irlandesa (anglo-irlandeses y gaélicos) en uno solo, los discípulos del rey, los cuales tenían que adoptar el modo de vida inglés.

Pero Enrique VIII también introdujo la Reforma protestante en Irlanda. Su intento por que fuera asimilada en la isla formaba parte de un plan que pretendía adecuarla al modelo inglés. La reforma, en estos primeros estadios, tuvo muy poco éxito y fue consolidándose relativamente a lo largo del tiempo gracias a las diferentes medidas tomadas por los sucesivos reyes y reinas de Inglaterra. Así, Eduardo VI, que subió al trono tras la muerte de Enrique en 1547, intentó introducir cambios doctrinales que fueron rechazados. Su sucesora en el trono, María, que era católica, reinstauró oficialmente su religión en los dominios ingleses. Isabel I, la última Tudor, buscó establecer cierta uniformidad en el protestantismo dentro de sus dominios, pero la resistencia que encontró en Irlanda fue incluso mayor que la que tuvo su padre. El Parlamento irlandés intentó en 1560 hacer de Irlanda un país protestante a base de leyes, pero el conservadurismo religioso de la gente, el hecho de que la religión protestante fuera asociada a un gobierno extranjero y los esfuerzos evangelizadores de los agentes contrarreformistas hicieron posible que el catolicismo prevaleciera. Esta religión pronto se reveló como una fuerza en pro de la unidad irlandesa y la resistencia a Inglaterra.

Desde mediados del siglo XVI hasta principios del siglo siguiente, los irlandeses se levantaron en armas en varias ocasiones contra el dominio inglés. La primera rebelión fue dirigida por Shane O’Neill en el Ulster y se dio por finalizada cuando éste murió en 1567; la segunda, liderada por James FitzMaurice FitzGerald, surgió en Munster y fue sofocada en 1572; el tercer levantamiento también se dio en Munster, esta vez comandado por el conde de Desmond y finalizado cuando éste murió en 1583; la última y más importante ocurrió en el Ulster y fue dirigida por el conde de Tyrone, Hugh O’Neill. El carácter de rebeliones católicas contra un poder protestante como era Inglaterra puso las bases para un esquema ideológico que perduró, y todavía lo hace para algunos, en las relaciones entre Irlanda e Inglaterra, esto es, el de una Irlanda católica dominada por la fuerza superior de una Inglaterra protestante, aunque ésta última sea minoritaria en número. A partir de esa época la religión empezó a jugar un papel político muy importante al endurecerse y preservar enemistades de carácter nacionalista.

Como acabamos de mencionar, las mayores resistencias a la presencia inglesa en Irlanda se dieron en la región del Ulster.

Llegados a este punto, habría que aclarar que cuando hablamos aquí del Ulster, nos referimos a una de las cuatro provincias en las que históricamente se dividía la isla de Irlanda, esto es, Leinster, Munster, Connacht y Ulster. Bien diferente es el término por el que se conoce hoy día al Ulster, y que comprende los seis condados del noroeste de la isla –Londonderry, Antrim, Down, Armagh, Fermanagh y Tyrone– que forman la región de Irlanda del Norte, perteneciente en la actualidad al Reino Unido.

El Ulster, en definitiva, se había mantenido al margen durante mucho tiempo de los cambios acaecidos en el resto de la isla. La desconfianza de los señores del Ulster hacia Inglaterra era evidente y los intentos de la corona por controlar la zona fueron destacados. Para los ingleses, el Ulster representaba la Irlanda más recalcitrante, un lugar propicio para los enemigos de Inglaterra –desde donde podrían realizar incursiones para atacarla– y un mal ejemplo para los habitantes de otras provincias que se habían convertido sin demasiada convicción a la religión protestante, o que habían sido coaccionados para hacerlo.

Algunos de los señores del Ulster habían estado luchando por conservar su soberanía y mantener a los ingleses fuera de la provincia desde 1593. En 1595, Hugh O’Neill, conde de Tyrone, que había apoyado a sus vecinos en sus luchas, se unió abiertamente a ellos. Desde ese momento, y hasta 1603, todo giró en torno a la guerra en el Ulster. En realidad, lo que pretendía O’Neill no era conseguir la independencia de Irlanda respecto a Inglaterra, sino evitar la injerencia de la corona en los territorios bajo su dominio. Para conseguir aliados, O’Neill disfrazó sus pretensiones de consignas religiosas y sentimientos de pertenencia a Irlanda. Como sus alianzas con los señores irlandeses no eran suficientes para hacer frente a las tropas inglesas, buscó apoyos más allá de las fronteras de Irlanda entre los enemigos de Inglaterra. Así se granjeó la amistad de la Monarquía Hispánica, la cual comprometió el envío de tropas. Con la intervención de las potencias continentales en la isla, se convertía en realidad uno de los grandes temores de los Tudor, que los enemigos de Inglaterra utilizasen Irlanda para atacarla. Hasta finales de 1601, año en el que llegaron los españoles a Kinsale, los habitantes del Ulster permanecieron a la defensiva, pero cuando decidieron atacar, la inexperiencia de las tropas irlandesas en las técnicas de batalla en campo abierto unido a la rendición de los españoles después de estar sitiados en Kinsale provocaron que O’Neill y sus aliados del Ulster, Connacht y Munster fueran derrotados. La batalla de Kinsale lo decidió todo. Cuando la sublevación de O’Neill acabó finalmente en 1603, a los rebeldes se les permitió quedarse en sus tierras, pero estos, incapaces de aceptar el nuevo orden y conscientes de que era casi imposible que se repitiera otra insurrección armada a corto plazo, optaron por el camino del exilio a la Europa continental. Esta “huida” de los grandes señores dejó al Ulster sin líderes y a su gente indefensa, circunstancia que le resultó ideal al gobierno inglés para intentar resolver definitivamente el problema irlandés por medio del envío de colonos a Irlanda. Por fin Irlanda, y a pesar de la resistencia ofrecida por sus señores, había sido conquistada en su totalidad.

Según la ideología política de la época –expresada claramente por Maquiavelo en su obra El Príncipe (1532)–, para asegurar el control de un territorio conquistado había que fomentar el asentamiento de contingentes de civiles fieles al poder colonizador que conseguirían el desarraigo de la población nativa. Así, el planteamiento de la fuerza colonizadora inglesa fue que, ya que no se podía convertir a los irlandeses al protestantismo, habría que llevar protestantes a Irlanda. Siguiendo esta premisa, casi todas las tierras de los condados de Armagh, Cavan, Coleraine, Donegal, Fermanagh y Tyrone –todos pertenecientes a la provincia del Ulster– fueron confiscadas y posteriormente entregadas a estos nuevos propietarios procedentes fundamentalmente de Escocia –y en menor medida de Inglaterra y Gales– con la condición de que empleasen a protestantes para cultivar dichas tierras. Los años posteriores a 1609 vieron la llegada al Ulster de gran cantidad de estos colonos que también traían con ellos sus tradiciones, instituciones y modos de vida. Como consecuencia, se forjó en esta región una nueva sociedad completamente ajena a las costumbres originales de la zona y muy diferente de la del resto de la isla. A pesar de la llegada de toda esta población foránea, el proyecto de asentamiento no pudo completarse exclusivamente con ella. Por ello, muchos irlandeses oriundos del Ulster se quedaron a trabajar las tierras de estos nuevos señores, o fueron desplazados hacia el oeste de la provincia a tierras descartadas por los protestantes por su escasa productividad. A toda esta estrategia colonizadora se la conoció con el nombre de ‘plantación’ (Plantation). En el caso que nos ocupa, se consiguió casi por completo en el Ulster, mientras que en el resto de Irlanda los resultados no fueron tan esperanzadores.

Por lo que respecta al resto de la isla, el gobierno inglés se dio cuenta rápidamente de que la derrota militar de los irlandeses no significaba necesariamente el fin del catolicismo. Incluso dentro de las clases dominantes había un grupo muy importante de católicos, los conocidos como ‘ingleses viejos’ (Old English), que eran descendientes de los primeros colonizadores normandos. Aunque estos dejaron de controlar el gobierno de Irlanda en favor de los ‘ingleses nuevos’ (New English), esto es, los colonos venidos de Inglaterra desde el último tercio del siglo XVI, todavía poseían un tercio de la tierra del país y seguían siendo fieles a la corona inglesa. Para contrarrestar la pérdida de poder político, en 1628 los “ingleses viejos” pidieron a la corona inglesa que tomara una serie de medidas, conocidas como ‘las Gracias’ (Graces), para que se les garantizase su posición de privilegio. El monarca inglés Carlos I no estaba dispuesto a confiar en ellos, pero se vio obligado a aparentar que sí lo hacía ya que la guerra que mantenía con España requería la ayuda económica de estos individuos. Pero cuando la guerra acabó y el dinero también se gastó, las promesas se diluyeron. Además, otro factor que contribuyó a la marginación de este grupo fue la presencia cada vez más importante de protestantes en el Parlamento irlandés como consecuencia de la colonización del Ulster. El Parlamento estaba controlado por Thomas Wentworth, quien apoyaba decisivamente la causa protestante, y rápidamente los “ingleses viejos” se dieron cuenta de que esta institución se iba a convertir en un instrumento que se iba a utilizar en contra de ellos. Por poner un ejemplo, una de las medidas que tomó el Parlamento fue la confiscación de un cuarto de las tierras de Connacht sin hacer distinción sobre si eran posesión de irlandeses gaélicos o de estos “ingleses viejos”.

Una vez más, los acontecimientos que ocurrían en Inglaterra tuvieron una influencia decisiva en Irlanda. El rey inglés Carlos I tuvo que convocar al Parlamento de su país para pedirle su apoyo económico y militar cuando comenzó la guerra contra los presbiterianos en Escocia. Debido a la tradicional oposición del Parlamento a la corona, aquél condicionó su apoyo al monarca a la aprobación de una serie de reformas que recortarían mucho el poder regio. Mientras tanto, en Irlanda el conflicto entre el rey y el Parlamento se veía de la siguiente manera: la debilidad del rey en su propio país sería muy poco ventajosa para los católicos irlandeses ya que el Parlamento, más fuerte, era radicalmente protestante y también lo eran sus aliados. Si el Parlamento ejercía su poder en Irlanda, la política que llevaría a cabo consistiría en suprimir el culto católico que Carlos I había tolerado y además ampliaría la zona colonizada. Dicho conflicto entre el Parlamento y el monarca británico cristalizó en 1642 con el estallido de una guerra civil entre los partidarios del rey y los del Parlamento, liderados por Oliver Cromwell. Esta reacción de la cámara inglesa es un claro ejemplo del cambio de sociedad que se viene experimentando desde finales del siglo XV, ya que los representantes del Parlamento en su mayoría eran miembros de esa nueva burguesía que había aparecido y que en Inglaterra había adquirido ya un poder económico real, pero que necesitaba alcanzar también el político para que su control de los recursos fuera total.

Tanto los irlandeses residentes como los exiliados en Europa vieron en este conflicto el momento oportuno para levantarse en armas contra el poder colonial, con el fin primordial de recuperar las tierras de las que habían sido expulsados. Los planes para la rebelión fueron preparados por un grupo de nobles de origen irlandés radicados en el Ulster y conocidos como ‘irlandeses viejos’ (Old Irish). Se pensó asaltar el castillo de Dublín y capturar a los miembros más importantes del gobierno y al mismo tiempo apoderarse de las principales plazas fuertes del Ulster. El plan resultó ser un fracaso. Aunque el levantamiento en el Ulster se llevó a cabo y se extendió rápidamente bajo el liderazgo de sir Phelim O’Neill, el ataque al castillo de Dublín no se puso en práctica. Al principio, los irlandeses del Ulster encontraron solamente la oposición de los habitantes de la zona, pero poco después tuvieron que enfrentarse a las tropas gubernamentales. Los “ingleses viejos” hicieron causa común con los católicos del Ulster ya que sospechaban de las intenciones del Parlamento inglés y, como consecuencia de esta alianza, el movimiento insurgente se extendió por toda Irlanda dando la sensación de que iba a tener éxito. Los sublevados –finalmente una coalición de la “irlandeses viejos”, “ingleses viejos” y la Iglesia católica, cuyos fines últimos no eran de carácter nacionalista sino de lealtad a la corona británica y, de paso, de intento de no perder sus prerrogativas– se autoproclamaron como “Católicos Confederados de Irlanda” y establecieron una Asamblea General –un parlamento– que se reunió por primera vez en Kilkenny en octubre de 1642. Esta confederación, conocida popularmente como la Confederación de Kilkenny, alcanzó una tregua con las tropas reales en Irlanda para que estas pudieran volver a Inglaterra y concentrarse en su lucha contra el Parlamento inglés. Al mismo tiempo, el propio Parlamento inglés envió también un ejército de contención a Irlanda para detener los envites de la Confederación. Y si el escenario no era ya complejo, un tercer ejército proveniente de Escocia llegó al Ulster para defender a sus compatriotas. El fin de la guerra civil en Inglaterra, ganada por el Parlamento que inmediatamente ejecutó al rey en 1649, también supuso el principio del fin de la Confederación. El Parlamento envió al mismísimo Cromwell con un poderoso ejército con el único fin de conquistar la isla. Era la riqueza de las tierras irlandesas la razón por la que el gobierno inglés estaba tan interesado en recuperar el control del territorio. Y para ello dirigió toda su ira contra aquellos que poseían esas tierras. Dividió a los propietarios católicos en dos grupos: los que habían estado envueltos en la rebelión y los que no. Los primeros perdieron todas sus posesiones y derechos, mientras que a los segundos solo se les permitió ser dueños de una pequeña parte de las tierras que antes habían sido suyas. Pero no se trataba de las mismas propiedades porque Irlanda fue dividida en dos partes: por un lado, la provincia de Connacht y el condado de Clare, donde se envió a los que se les tenía que devolver parte de sus posesiones, y por otro, el resto de los veintiséis condados, en donde las tierras fueron confiscadas y utilizadas para pagar las deudas del gobierno. Lo que cambió realmente en Irlanda fueron los individuos que poseían las tierras, no la gente que las trabajaba. La colonización llevada a cabo por Cromwell fue más bien un trasvase de las fuentes de riqueza y poder de los católicos a los protestantes. En definitiva, no se creó una comunidad protestante en el estricto sentido de la palabra, sino más bien una clase dominante de origen protestante.

En el este del Ulster no sólo pertenecían a la comunidad protestante los dueños de las tierras, sino también la mayoría de los que las trabajaban, casi todos presbiterianos escoceses que llegaron a estas tierras como consecuencia de un nuevo flujo de inmigración. El levantamiento también tuvo un profundo efecto en la comunidad protestante del Ulster ya que provocó un sentimiento de solidaridad entre ellos situándolos frente a los católicos y definió su identidad y memoria históricas. De este período viene la creencia unionista de que su papel en Irlanda no es otro más que el de civilizar el país y asegurarlo para la corona británica.

CAPÍTULO III

El conflicto político-religioso europeo y sus consecuencias en Irlanda: primeros alzamientos nacionalistas

Cuando la monarquía fue restaurada en Inglaterra en 1660, Carlos II fue nombrado rey por el Parlamento inglés. Los católicos irlandeses, que habían apoyado a su padre durante la guerra civil y habían seguido a este nuevo monarca en su exilio, esperaban, con su llegada al trono, recuperar las tierras que se les habían confiscado, además de cierta tolerancia religiosa. El rey se encontraba en una difícil posición debido a que, como había sido llamado por el Parlamento y le debía también obediencia, no podía retirar la propiedad de las tierras irlandesas a todos aquellos que las habían conseguido después de la victoria de Cromwell. La política de devolución de tierras a los católicos irlandeses no fue fácil y estos consiguieron recuperar sólo una pequeña proporción de las que tenían antes de Cromwell. Los nuevos colonos se resistieron a entregar parte de sus propiedades y, de hecho, después de que estas medidas fueran adoptadas, los católicos llegaron a poseer sólo una quinta parte del total de estas, cantidad muy alejada de las tres quintas partes que controlaban antes de 1641. Entre los católicos que consiguieron recuperar parte de sus tierras no se encontraba ninguno de origen gaélico. Fueron completamente ignorados y discriminados.

Los veinticinco años de reinado de Carlos II estuvieron marcados por la frustración de muchos católicos y por el difícil e incómodo dominio que los protestantes ejercían. Pero este tiempo también se caracterizó por el crecimiento económico en Irlanda, circunstancia que tuvo también sus consecuencias políticas en los tiempos venideros ya que, aunque los protestantes continuaban siendo dueños de la mayoría de las tierras y mantenían una posición de dominio en la administración del Estado y en el comercio, se formó un núcleo de nobleza católica, burguesía terrateniente, abogados y comerciantes que podrían conformar la base de un renacer católico si se presentaba la ocasión. Ésta llegó en 1685, cuando el católico Jacobo II accedió al trono de Inglaterra a la muerte de su padre Carlos II. Su principal intención fue volver a instaurar el catolicismo en los dominios ingleses. Así. en Irlanda la administración del Estado y el ejército vieron cómo los principales puestos de responsabilidad pasaban a ser controlados por católicos, con el consiguiente recelo de los protestantes.

Pero una vez más la situación política en Inglaterra vino a determinar los acontecimientos en Irlanda. En 1688, destacados personajes de la vida pública inglesa invitaron al holandés Guillermo de Orange, marido de la hija protestante de Jacobo, a invadir Inglaterra y echar del trono a su suegro. La Revolución Gloriosa (Glorious Revolution) de ese mismo año lo llevó al trono de Inglaterra y provocó que, en el intento por recuperar su lugar, Jacobo II organizara un ejército católico en Irlanda y convocase un parlamento en Dublín para reclamar la devolución de las tierras a los católicos. La campaña de Jacobo II tuvo como efecto en el Ulster la resistencia armada de los protestantes. De hecho, el conflicto comenzó en esta provincia, en Derry y Enniskillen. El fracaso de Jacobo II por dominar el norte de la isla tuvo unas consecuencias muy negativas para sus intenciones. Su ejército se retiró de la zona después del fallido sitio a Derry, circunstancia que dejó el camino expedito a la llegada de las tropas de Guillermo de Orange. El 12 de julio de 1690 se libró la batalla del Boyne, que, pese a que la victoria de las tropas protestantes no fue decisiva para el final del conflicto, tuvo un efecto sicológico muy fuerte sobre las tropas irlandesas debido a la precipitada huida de Jacobo a Francia y la desbandada de las tropas católicas hacia el sur hasta llegar a reunirse al oeste del río Shannon, mientras que Dublín y todo el este de Irlanda caían bajo el dominio de Guillermo. La guerra acabó en 1691 con la firma del Tratado de Limerick el 3 de octubre, el cual contemplaba que los católicos irlandeses, siempre y cuando respetaran las leyes de Irlanda, tendrían libertad de credo, tal y como la habían tenido durante el reinado de Carlos II. Pero cuando el tratado llegó a Londres para ser ratificado, esta cláusula se ignoró a la vez que el Parlamento protestante de Dublín se negó a aprobarlo. Los protestantes irlandeses pensaron que el tratado era demasiado generoso y su reacción al mismo consistió en ofrecer y, de hecho, dar a los católicos mucho menos de los que esperaban.

El período del reinado de Guillermo de Orange tuvo unas consecuencias históricas muy importantes ya que instauró la fundación del mito protestante que enfatizaba su unidad y la constante vigilancia contra la amenaza católica que sólo se asegurarían si se mantenía a los católicos sojuzgados. Con tal fin, a partir de 1691 se fueron aprobando una serie de normas legislativas, conocidas como Leyes Penales (Penal Laws). Que la gobernabilidad de toda una isla como Irlanda dependiera de una minoría vulnerable no era deseada por Inglaterra, pero, pese a todo, los protestantes –aquellos ‘ingleses nuevos’ que fueron llegando durante el reinado de Isabel I– seguían suponiendo la mejor esperanza para lograr la estabilidad, la lealtad y la sumisión política de Irlanda.

Las Leyes Penales contemplaban una serie de restricciones tanto para católicos como los presbiterianos del Ulster concebidas para apartar a ambas confesiones de la vida pública irlandesa y afianzar la supremacía de la minoría anglicana en la isla. La única diferencia entre las medidas que se adoptaron contra ambas creencias fue que a los presbiterianos se les permitió tener representantes en el Parlamento irlandés, mientras que a los católicos se les prohibió taxativamente. Por lo demás, católicos y presbiterianos fueron apartados de cualquier puesto de responsabilidad administrativa, judicial o militar, y obligados también a pagar diezmos a la Iglesia anglicana de Irlanda. Otro aspecto en el que las Leyes Penales se emplearon a fondo fue el intento por erradicar el catolicismo en Irlanda. Para ello, sólo se permitió predicar a religiosos legos, se prohibió que los católicos crearan escuelas o, incluso, se prometían beneficios económicos a aquellos sacerdotes católicos que apostataran.

Una consecuencia directa de la aplicación de estas leyes fue la creación entre los sectores marginados de la vida pública de un sentimiento nacionalista que en ocasiones borraba la división religiosa. Además, las leyes propiciaron el estancamiento de la incipiente industria de la lana del Ulster: las restrictivas políticas arancelarias así como las limitaciones impuestas al comercio y a la industria por parte de la metrópoli impidieron su desarrollo y, ante las escasas perspectivas de progreso, muchos presbiterianos del Ulster decidieron emigrar a América.

Las presiones que los católicos ejercieron a favor de reformas eran vistas por los protestantes como el primer paso para la subversión del poder. Así, la mayoría de los protestantes decidieron mantenerse firmes en sus posturas inmovilistas y resistir a los cambios que pudieran amenazar su posición. La actitud del gobierno británico era más abierta ya que podía incluso contemplar medidas para mejorar las condiciones sociales de los católicos a cambio de su lealtad. La dificultad residía en que las reformas necesarias para satisfacer a los católicos podían alarmar a los protestantes y poner en peligro la posición británica en Irlanda.

A partir de la segunda mitad del siglo XVIII, aumentó la habilidad de los católicos para presionar y conseguir ciertos cambios, así como el deseo del gobierno británico de reconciliarse con ellos. Este hecho sólo reflejó un cambio en el equilibrio de poder dentro de la estructura existente que acabó, hacia finales del siglo XIX, con la polarización de Irlanda a nivel nacional en dos comunidades: la nacionalista, compuesta mayoritariamente por católicos; y la unionista, de origen protestante. Esta polarización comenzó a fraguarse a finales del siglo XVIII, cuando Gran Bretaña entró en guerra contra la Francia revolucionaria. Con la intención de poner a su favor a los irlandeses en el conflicto, el gobierno británico presionó al Parlamento irlandés para que retirase de la legislación todas las desventajas que sufrían los católicos, entre otras la concesión del derecho al voto. A pesar de que esto se llevó a cabo en 1793, los católicos todavía estaban excluidos de ocupar escaños en el Parlamento, de la carrera judicial y de desempeñar altos cargos en la administración del Estado.

Pero esta década vivió también la alianza entre católicos y presbiterianos. Ambas comunidades unieron sus fuerzas en la revolución conocida como de los Irlandeses Unidos (United Irishmen), aunque la coalición duró poco. Los Irlandeses Unidos, liderados por Theobald Wolfe Tone y muy influidos por el ideal de la Revolución Francesa de 1789, pretendían hacer de Irlanda una república como la francesa y romper cualquier conexión con Inglaterra. La rebelión estalló en 1798 sin un plan determinado y tuvo como principales focos el Ulster, donde fueron los presbiterianos los que se alzaron en armas; Wexford y Waterford, donde lo hicieron los católicos. En ambas zonas, la rebelión fue sofocada antes de que llegase la ayuda francesa en agosto de ese año. Wolfe Tone fue capturado y condenado a muerte, aunque se suicidó antes de ser ejecutado, convirtiéndose así en uno de los primeros mártires de la causa nacionalista.

La rebelión tuvo una consecuencia muy importante: demostró que Irlanda constituía por sí misma un gran problema político que había que resolver. Para evitar sucesivas rebeliones se aplicaron leyes que favorecieran la unión entre Irlanda y Gran Bretaña, junto a otras que contribuyeran a la emancipación total de los católicos. Así, se aprobó el Acta de Unión (Act of Union) en 1800, por el que se creaba el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda, se abolía el Parlamento anglicano de Dublín y la toma de decisiones sobre Irlanda pasaba a ser ejercida directamente desde el Parlamento de Westminster.

El desarrollo de los católicos como una comunidad política cohesionada se produjo en el siglo XIX gracias a la expansión comercial que los incluyó dentro de la economía nacional y amplió su clase media y media-baja. La movilización política de las masas católicas bajo el control de su clase media les dio una identidad política única. Además, la Iglesia católica jugó un papel muy importante en este proceso ya que logró reorganizarse y colaborar con esta cohesión.

Daniel O’Connell fue el primer líder de un movimiento de masas irlandés. Su carrera política está asociada inevitablemente a la lucha por la emancipación de los católicos y por el rechazo a la unión con Gran Bretaña. En 1823 formó una organización conocida como Asociación Católica (Catholic Association), la cual fue concebida como una institución que gozaría del apoyo popular. Esto se aseguró de dos formas: con la ayuda de la Iglesia católica, extendida por todo el país y con la posibilidad de que sus miembros se convirtieran en auténticos líderes del movimiento, y gracias a lo que se conoció como “renta católica”, una cuota de un penique al mes que los miembros de la asociación tenían que pagar y que proporcionó tanto medios económicos al movimiento como la preocupación de los que la pagaban por la marcha de la organización. Toda esta infraestructura y los resultados tan positivos que consiguieron en las diferentes elecciones celebradas durante los años veinte del siglo XIX dieron como resultado que el gobierno británico aprobara en 1829 la Ley para la Emancipación de los Católicos (Catholic Emancipation Act), que contemplaba la participación de los católicos en la vida pública como parlamentarios, ministros, jueces, generales o almirantes, puestos de los que antes estaban excluidos, aunque se mantuvieron algunas restricciones. La ley también tuvo sus consecuencias entre la comunidad protestante irlandesa –anglicanos y presbiterianos–, que vio en la ley una clara amenaza a sus privilegios. Para contrarrestar la nueva influencia católica, formaron un frente común anticatólico de carácter conservador tanto en lo religioso como en lo político que cristalizó en el masivo incremento de miembros de la Orden de Orange, creada en 1795 con el único fin de defender por todos los medios la supremacía de la comunidad protestante irlandesa.

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