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Por mucho que los estados más bajos de la enfermedad posean un carácter decadente y uno de sus frutos sea la dialéctica –“la perfecta luminosidad y la jovialidad, incluso la exuberancia de espíritu”, características de Aurora, surgen en antítesis con la debilidad fisiológica propia de esa época de su vida–, dicha dialéctica produce en Nietzsche, más bien, cierta agudeza y frialdad para la consideración de los particulares problemas filosóficos que le preocupan. El original examen de la moral, desarrollado por Nietzsche en Aurora, por ejemplo, lleva su impronta personal cuando aborda el tema desde el punto de vista de la experiencia propia de la enfermedad. Así pues, en ese libro asume una perspectiva histórico-psicológica, a partir de la cual critica el origen metafísico de la moral, valiéndose de hechos tomados de la biología y de la historia de la cultura; de este modo, el examen de los motivos humanos lleva a Nietzsche hacia la comprensión de cómo se configura el sentimiento de poder como motivo fundamental de las valoraciones y de la acción moral. Sin embargo, lo que nos interesa, por el momento, es que en los estados más decadentes del cuerpo enfermo, en su minimum, Nietzsche logra un aprendizaje para el conocimiento: afina sus sentidos para percibir matices. De ahí el estilo afiligranado en el análisis de la moral que se percibe en el libro. Por eso decíamos más arriba que la “claridad dialéctica” era muy particular en nuestro autor.

A los diagnósticos médicos sobre la posible existencia de cualquier degeneración fisiológica causante de las molestias en su mente, Nietzsche agrega una visión personal sobre sus estados. Según él, no pudo demostrarse ningún tipo de trastorno, ni fiebre, ni dolencias nerviosas o estomacales en su cuerpo que estuvieran produciendo perturbaciones en su mente: “imposible demostrar ninguna degeneración local en mí; ninguna dolencia estomacal de origen orgánico, aun cuando siempre padezco, como consecuencia del agotamiento general, la más profunda debilidad del sistema gástrico” (EH, “Por qué soy tan sabio”, §1). Su explicación se dirige a otra parte. Se trata del sistema entero, de los tránsitos de estados de debilidad a estados donde la fuerza aumenta. El conocimiento sobre sí mismo, proporcionado por los grados de atención a los cambios fisiológicos, lo lleva a percibir esos contrastes producidos por las altas y bajas de la fuerza corporal y a considerar con cuidado las diferencias de estados de vitalidad, con el fin de sacar conclusiones más allá de sus dolencias particulares. Busca consecuencias para la filosofía. Así, por ejemplo, en la explicación sobre su vista: “También la dolencia de la vista, que a veces se aproxima peligrosamente a la ceguera, es tan solo una consecuencia, no una causa: de tal manera que con todo incremento de fuerza vital se ha incrementado mi fuerza visual” (EH, “Por qué soy tan sabio”, §1).

No obstante, a renglón seguido puntualiza que esos contrastes no son estados absolutos y estables, sino subidas y bajadas, periodicidad, de la fuerza vital. Hundirse hasta el minimum da un conocimiento profundo y agudo de la periodicidad del cuerpo y de la vida. Este conocimiento de los contrastes, de esa periodicidad de la fisiología, lo lleva a no tomar partido por una vida enferma o saludable en absoluto. Esta experiencia da la medida de lo que llamamos el experimento de la enfermedad. Es una comprensión de la vida como experimento de quien conoce. Incluso, esta afirmación puede ser, también, la de la vida como devenir. La evolución del estado de enfermedad le da la pauta a su conocimiento, la decadencia es para el filósofo una experiencia en carne propia:

– Recobrar la salud significa en mí una serie larga, demasiado larga, de años, – también significa a la vez, por desgracia, recaída, hundimiento, periodicidad de una especie de décadence. Después de todo esto, ¿necesito decir que yo soy experto en cuestiones de décadence? La he deletreado hacia delante y hacia atrás. Incluso aquel afiligranado arte del captar y comprender en general, aquel tacto para percibir nuances, aquella psicología del ‘mirar por detrás de la esquina’ y todas las demás cosas que me son propias no las aprendí hasta entonces, son el auténtico regalo de aquella época, en la cual todo se refinó dentro de mí, la observación misma y los órganos de ella. (EH, “Por qué soy tan sabio”, §1)

Como se observa aquí, el experimento es muy concreto. Ascender hasta los “conceptos y valores más sanos”, desde los momentos más bajos de la fisiología y de la existencia, eso sí, con la claridad dialéctica que brinda la enfermedad, y, desde la altura, “plenitud y autoseguridad de la vida más rica”, descender para comprender mejor “el secreto trabajo del instinto de décadence [Décadence-Instinkts]” (EH, “Por qué soy tan sabio”, §1). Obsérvese que lo llama ‘instinto’, lo cual se debe a ese conocimiento incorporado producto de la decadencia como experiencia vital. Eso es lo que vive en los momentos más bajos a los que lo lleva la enfermedad.

Las conclusiones del cuerpo enfermo y el cuerpo sano: el camino personal de Zaratustra y su experiencia del sufrimiento

Llegados aquí, es necesario profundizar en un aforismo de Aurora, el 114, llamado “Del conocimiento del que sufre”. Allí se ilustra bien lo que venimos exponiendo acerca de la periodicidad de la vida y de los estados fisiológicos. En principio está escrito en un tono impersonal, refiriéndose a los enfermos atormentados por el dolor durante un periodo largo de tiempo, pero a los que no se les ha nublado el entendimiento por su causa. Están lo suficientemente lúcidos como para poder experimentar y observar las variaciones de sus cuerpos y con ello adquieren un conocimiento suficiente sobre los avatares de la vida y sus fuerzas. Ese terrible y prolongado estado no es irrelevante para el conocimiento, descontados “los beneficios intelectuales” que en esos momentos producen la soledad y la emancipación de las obligaciones y las costumbres.

Lo primero que se transforma es la mirada a las cosas: el que sufre “lanza una mirada terriblemente glacial hacia fuera, a las cosas” (A, §114). El mundo se transforma ante sus ojos. Sale de sí y mira desde un estado corporal que no es el de la salud. Ahora bien, no deja de ser curiosa la afirmación de Nietzsche. Para el enfermo, las cosas han perdido el atractivo engañoso que poseen habitualmente para el hombre sano. Este no tiene por lo general una visión clara de las cosas, a menudo se deja engañar por ellas y, sobre todo, esta visión es inseparable de su estado sano. En el estado mórbido, por el contrario, el enfermo se sumerge en las cosas, experimenta las contradicciones de la fisiología. Pero ahí se delata la consecuencia más importante, pues esta lucidez es dada por la atención a sí mismo, posible en este estado: “sí, él se ve a sí mismo tendido delante de sí, sin plumaje alguno y sin colores” (A, §114). Sumergido en las cosas también obtiene una visión de sí mismo igual de glacial y poco engañosa. Ahora bien, ¿qué pasa con el estado del enfermo?, pues podría vivir en un estado “imaginario”, según nuestro filósofo. Podría engañarse respecto del valor de la vida y quedar preso del sufrimiento. En otras palabras, en ese estado mórbido puede llegar a ser pesimista con facilidad. Pero la expectativa nietzscheana de la enfermedad como experimento del que conoce y la lucidez que, en dicha condición, le brinda a este último su entendimiento producen en el enfermo la “suprema desilusión del dolor”; no obstante, esa visión de sí mismo y de las cosas, por más decepcionante que sea, semejante desilusión, producto de una visión glacial, es el único medio del enfermo para liberarse del dolor.

Junto con la desilusión, se produce una “enorme tensión de la inteligencia” de cara al dolor. Esta hace que todo “brille con una nueva luz”: se produce un conocimiento tan agudo –por lo mismo, frío–, que las “nuevas iluminaciones” dan lugar a un alto estado de excitación. Es tan poderosa esa excitación como para ofrecer consuelo a la seducción del suicidio “y hacer que seguir viviendo parezca al que sufre algo sumamente deseable” (cf. A, §114). Este cuerpo irritado, enervado, excitado, es también un cuerpo enfermo, pero la perspectiva asumida aquí nos lo muestra luchando por no terminar siendo esclavo de su estado, por no dejarse seducir por la decadencia de la enfermedad. El enfermo, aquí, conoce. Llegado a este punto, nuestro enfermo piensa con desprecio sobre la nebulosa irreflexividad del sano, incluso de las ilusiones “en las que antes jugaba consigo mismo”. Obtiene placer al conjurar el desprecio hacia la vida que produce el dolor persistente y, de ese modo, hace sufrir amargamente al alma. Este “contrapeso” surge como efecto de un momento de lucidez tal. Así, en virtud de la necesidad de ese contrapeso, ahora el enfermo se para frente al “dolor físico”. Apela a su esencia –puntualiza Nietzsche– diciéndose: “[…] ¡toma tu dolor como una pena que te impones a ti mismo! ¡Disfruta de tu superioridad como juez! […] ¡Elévate sobre tu vida como lo haces sobre tu dolor, mira abajo hacia tus profundidades y tu abismo” (A, §114). La necesidad de contrapeso – antes hablamos de instinto de décadence– ha hecho que el enfermo se eleve y mire desde ahí, con fría lucidez, su minimum, su decadencia. De este modo, ha hecho su aparición el orgullo y no el pesimismo, al contrario de lo que debería esperarse.

Nuestro orgullo se rebela como nunca: se tiene como un estímulo incomparable contra un tirano como el dolor y contra todas las insinuaciones que nos hace para que ofrezcamos testimonio contra la vida, – precisamente para defender la causa de la vida contra el tirano. (A, §114)

De un momento a otro hemos asumido una nueva perspectiva, gracias al orgullo; desde lo alto, desde la claridad dialéctica y el elemento personal del orgullo, nos damos cuenta de que es posible representar “la causa” de la vida. En esta forma de asumir el sufrimiento se encuentra el toque particular de la experiencia nietzscheana: no opta por el pesimismo concediéndole el triunfo al dolor. Contra el tirano se asume el punto de vista de la vida; así se defiende uno de todo pesimismo, para que este “no aparezca como consecuencia de nuestro estado” (A, §114). La filosofía que asumamos, pues, es ‘consecuencia’ de ‘nuestro’ estado.

Llegados a este punto en la lectura del aforismo, es notorio el cambio en el tono del escrito. Nietzsche abandona la tercera persona y parece involucrarse en el ‘nosotros’. Es como si nos estuviera haciendo una confidencia sobre su vida, pero con un énfasis más amplio que el de la vida particular del señor Nietzsche. “Pero dejemos a un lado al señor Nietzsche” (CJ, “Prólogo a la segunda edición”, §2). Está refiriéndose a las consecuencias del estado prolongado de enfermedad para una filosofía que mira desde la perspectiva de la vida y sus avatares.

Se ha producido un nuevo giro. En este estado se vislumbra la curación. El orgullo se presenta como una forma muy alta de juicio, que lleva consigo “abiertas convulsiones de arrogancia” (A, §114) y, no obstante, fue, en su momento, una medida de defensa apropiada contra el dolor y sus seducciones. A partir de este rechazo del orgullo, ya se alcanzan a presentir la curación y la calma. Así, el primer efecto de este giro en la disposición corporal es que nos defendemos contra lo que nuestro filósofo llama “el poder superior” de la arrogancia; ahora, quién lo iba a pensar, nos peleamos contra el orgullo como si esta vivencia hubiese sido algo único y muy personal –he ahí un Nietzsche, podríamos decir, más íntimo en sus afirmaciones–. Se exige, de esa manera, un “antídoto” contra el orgullo con el cual “hemos soportado el dolor”. Ya es el momento de observar lo que ha acontecido, sobre todo porque, de todos modos, el dolor nos ha vuelto en extremo “personales”. Sí, se trata de una vivencia propia, no obstante, también es necesario ver lo que aprendimos, esto es, qué de todo ello enriquece nuestro conocimiento: “queremos extrañarnos y despersonalizarnos, después de que el dolor nos haya hecho durante demasiado tiempo violentos y personales” (A, §114).

Esta, tal vez, es la razón por la cual el aforismo cambió de tono. De la descripción del dolor en ciertos hombres se pasa a una especie de confidencia personal, pero con el fin de sacar consecuencias, por decirlo así, más universales: cuáles fueron los efectos de una prolongada enfermedad para determinada filosofía.

Apartamos de nosotros al “poderoso” orgullo, como si fuera otra enfermedad y otra convulsión. Para el hombre sufriente, al que no se le nubla el entendimiento, esta experiencia del dolor le enseña a ver las cosas y, sobre todo, sus estados con la claridad glacial de la distancia. Enfermos, hemos aprendido otra perspectiva, a vernos a nosotros mismos y a ver las cosas desde el lado de la vida. Es el experimento del que conoce: verse a sí mismo y observar las cosas con la frialdad del entendimiento. En ese estado comprendimos algo y, una vez apartado el orgullo, como otro estado pasajero,

miramos de nuevo al hombre y la naturaleza – con un ojo más exigente: nosotros recordamos con una sonrisa melancólica que ahora sabemos algunas cosas nuevas y diferentes que antes: ha caído un velo sobre ellas – ¡cuánto nos refresca ver de nuevo la vida bajo una luz tenue y salir de la claridad terriblemente insípida en la que, como sufridores, vivimos las cosas y a través de ellas! (A, §114)

Lo hemos dicho, aquí no solo hubo conocimiento teórico, sino también, y sobre todo, una experiencia. Es el acento propio de la filosofía nietzscheana, que no exige solo especulación, sino un conocimiento salido de la vivencia de quien quiso aventurarse en la observación de sí mismo, sin miedo. Una vez aquí, ganamos un punto de vista “más exigente” sobre la claridad glacial de la vida. Lo hicimos a través del dolor y, con él en la carne, aprendimos a ver “a través de” las cosas, con la distancia que exige el deseo irrestricto de conocer. Pero no hay que llevarse a engaños, esta distancia no es contemplativa. Ganamos la perspectiva de la vida, aprendimos sobre su periodicidad en nuestro cuerpo. Altos y bajos estados fisiológicos, salud y enfermedad prolongada, contrastes dialécticos en la sensación del cuerpo nos hacen ganar, por medio de nuestra experiencia, en carne propia, por así decirlo, el punto de vista del devenir de la existencia. Pero vuelve a caer el velo de la apariencia que con frecuencia nos engaña acerca de las cosas cuando estamos sanos. No obstante, ahora conocemos algo más. Así lo indica el final emotivo del aforismo: “no nos enojamos si los encantamientos de la salud comienzan de nuevo a jugar – nos quedamos mirando como transformados, piadosos y todavía cansados. En este estado no se puede oír música sin llorar” (A, §114).

Este aforismo 114 de Aurora, ya lo hemos visto, no solo nos propone un punto de vista muy personal sobre las relaciones entre conocimiento, por un lado, y enfermedad y dolor, por el otro. Ofrece también una buena comprensión de las consecuencias del temperamento del filósofo sobre su filosofía. Ahora, ganada esta reflexión sobre la experiencia del que conoce, volvemos sobre el carácter del temperamento nietzscheano descrito en “Por qué soy tan sabio”, en Ecce homo. En el aforismo 1 nuestro filósofo nos describía su propia vivencia de la décadence. Pero el rasgo más propio de su carácter viene presentado a renglón seguido, en el §2 del mismo apartado. Se trata de su vivencia de la propia salud. “Descontado, pues, que soy un décadent, soy también su antítesis” (EH, “Por qué soy tan sabio”, §2). Está claro que su vivencia obedece a otra variación, la antítesis de la decadencia. El decadente, por carácter, elige solo aquello que lo perjudica y, por ello, la consecuencia de su temperamento sobre su filosofía viene a ser el pesimismo. La prueba de que no es un decadente puro nos la da el hecho de que Nietzsche eligió “instintivamente”, de acuerdo con él, “los remedios justos contra los estados malos” (EH, “Por qué soy tan sabio”, §2). Forma parte de su proceso filosófico la vivencia de la decadencia, con ella aprendió a afinar su “captar y comprender en general” (EH, “Por qué soy tan sabio”, §1). Su conocimiento se afinó, se volvió afiligranado. Así, “como ángulo, como especialidad, yo era décadent” (EH, “Por qué soy tan sabio”, §2). Su experiencia le dio un punto de vista sobre la vida, que no era el único, es decir, le enseñó a percibir el detalle y, por lo mismo, las múltiples perspectivas. Había que descender para aprender de la periodicidad de los estados fisiológicos, pero esa misma vivencia le enseñó a mirar desde la altura, desde el ángulo de la vida. La vivencia se volvió experimento del que conoce.

En nuestro filósofo, no obstante, se manifiesta también una tendencia instintiva a buscar los remedios apropiados. Por eso, piensa, está sano: “como summa summarum yo estaba sano” (EH, “Por qué soy tan sabio”, §2). Esa tendencia a no dejarse “tratar por médicos” le servía para buscar lo que necesitaba. Ahora bien, para poderse sanar a sí mismo, la condición “– cualquier fisiólogo lo concederá– es estar sano en el fondo” (EH, “Por qué soy tan sabio”, §2). Por ello, dijimos arriba que el hecho de ser la antítesis de la decadencia es el rasgo más propio del carácter de Nietzsche, de acuerdo con él mismo. Curarse a sí mismo –incluso del orgullo, como expusimos más arriba– es lo característico de “un ser típicamente sano”, incluso el estar enfermo puede ser “un enérgico estimulante para vivir, para más-vivir” (EH, “Por qué soy tan sabio”, §2). Es un rasgo de fuerza vital darse a sí mismo los remedios, porque se trata de más-vivir. Los libros del filósofo pertenecientes al periodo medio son un buen ejemplo no solo de dialéctica, sino que también son expresión de salud, aunque parezca paradójico –en la segunda parte de este escrito desarrollaremos el tema del cuerpo, cuando tratemos los libros del periodo medio de Nietzsche. Vista esa época desde la comprensión de Ecce homo, es posible observar cómo estaba presente ya la perspectiva de la vida:

Así es como de hecho se me presenta ahora aquel largo periodo de enfermedad: por así decirlo, descubrí de nuevo la vida, y a mí mismo incluido, saboreé todas las cosas buenas e incluso las cosas pequeñas como no es fácil que otros puedan saborearlas, –convertí mi voluntad de salud, de vida, en mi filosofía… (EH, “Por qué soy tan sabio”, § 2)

Aquí, la perspectiva de la vida que Nietzsche gana para su filosofía aparece vinculada con la voluntad de salud; así se ve él mismo como filósofo. El punto de vista de la salud es una característica de conjunto, de ver la vida desde lo general, desde la salud misma. Los estados valetudinarios le han dado una visión más fina para el detalle, lo pequeño, el matiz. Tal visión se veía impedida por el uso del lenguaje para nombrar sólo estados internos superlativos, lo mismo que por el espacio limitado y general al que nos restringe la forma como se configuró el alcance de nuestros sentidos (cf. A §§115 y 117). Ver la propia vida y la vida en general desde la salud, lo mismo que experimentar la enfermedad situado ahí, lo llevaron a dejar de ser pesimista: “el instinto de autorrestablecimiento me prohibió una filosofía de la pobreza y del desaliento” (EH, “Por qué soy tan sabio” §2).

Existe un texto en Así habló Zaratustra, de carácter autobiográfico, en el que se muestra esta tensión en Nietzsche hacia el pesimismo, de la que habla que se habla en “Por qué soy tan sabio”, que, sin embargo, fue superada al adoptar una perspectiva más saludable: la de la vida. Lo que es interesante es la relación entre esa tendencia a sucumbir en el pesimismo y el carácter metafísico que adquiere todo pensamiento en este estado. Se trata del tercer discurso de Zaratustra en la primera parte, el texto que lleva por título “De los trasmundanos”.3

Die Hinterweltler es el término utilizado por Nietzsche que, vertido al castellano, Andrés Sánchez Pascual traduce como ‘los trasmundanos’. De acuerdo con una nota, el traductor pasa literalmente el término acuñado por Nietzsche, que considera mejor que otras traducciones, como “De los creyentes en ultramundos”, “De los alucinados de un mundo pretérito”, “De los visionarios del más allá”, traducciones que considera artificiales y, podríamos decir, demasiado complicadas para traer a nuestro idioma la idea más concreta que el filósofo quiere explorar en dicho apartado: “Nietzsche formó esta palabra por analogía con Hinterwäldler, de uso corriente, que significa: el que habita en el Hinterwald (la parte detrás del bosque), pero también: ‘troglodita’, ‘provinciano’, ‘hombre inculto’. El ‘trasmundano’ es, evidentemente, el ‘metafísico’” (Sánchez Pascual, en Nietzsche 2001[1883-1885], p. 448, n. 47).

No deja de ser interesante la génesis de la palabra, puesto que su analogía con Hinterwäldler la carga de significado metafórico en el Zaratustra. Es evidente el tono irónico y humorístico que puede tener en principio, por la sonoridad, el término: hombre provinciano e inculto. Pero, también, el ‘metafísico’. En esta especie de confesión autobiográfica de Nietzsche, el primitivo Zaratustra creyó en trasmundos porque proyectó, “en otro tiempo”, su ilusión “más allá del hombre”, lo mismo que los trasmundanos. En esos trasmundos creyó concretar su ilusión. Pero ellos son una invención que, además, tiene una proveniencia muy humana: el deseo de apartar la vista del propio sufrimiento. Aun así, no le bastó con ello: además proyectó esa ilusión como un “mundo” inventado por un dios “sufriente y atormentado”. Dicha invención, por su parte, no tiene únicamente un sentido moral, sino también cosmológico: un dios sufriente se crea un mundo para apartar su vista de sí mismo y de su sufrimiento. Examinemos el texto, en el que alcanzamos a distinguir tres etapas.

Una primera etapa nos describe la invención de Zaratustra de un dios que crea un mundo imperfecto, queriendo apartar la vista de sí mismo y de su propio tormento: “sueño me parecía entonces el mundo, e invención poética de un dios; humo coloreado ante los ojos de un ser divinamente insatisfecho” (Z, “De los trasmundanos”). Un mundo creado y puesto ante sí, donde se proyecta la contradicción eterna. Mundo trágico de la voluntad, para usar la terminología de El nacimiento de la tragedia. “Imagen, e imagen imperfecta, de una contradicción eterna” (Z, “De los trasmundanos”). Imagen puesta en frente, para huir de sí mismo; proyección eterna de la propia contradicción de un dios que no consigue estar satisfecho consigo mismo y que, con esa misma insatisfacción, logra colorear el mundo con las propias contradicciones. Es el mundo metafísico de la ley férrea de la voluntad –“un ebrio placer para su imperfecto creador”–, la cual busca ciegamente una superación de la contradicción del mundo humano en el misterio de la tragedia. Pero no se nos olvide cómo comienza el apartado, con una confesión autobiográfica de Zaratustra: quien proyectó su ilusión en ese dios y su mundo fue el mismo Zaratustra: “en otro tiempo también Zaratustra proyectó su ilusión más allá del hombre, lo mismo que todos los trasmundanos. Obra de un dios sufriente y atormentado me pareció entonces el mundo” (Z, “De los trasmundanos”). A partir de esta contradicción, según creemos, sentida, entre un saber capaz de proyectar su ilusión y la creencia en que un dios sufriente creó un mundo contradictorio, un mundo con sentido moral y metafísico, imagen que recoge las contradicciones del sufrimiento, Zaratustra logra formularse una pregunta que, como un tirabuzón, lo saca de ese ensimismamiento entre su sufrimiento y su dios: proyectó su ilusión “¿más allá del hombre, en verdad?” (Z, “De los trasmundanos”).

Esta pregunta abre una segunda etapa en el escrito. Una especie de genealogía de la proyección metafísica de los trasmundanos. Vuelve su reflexión sobre el momento de creación de un dios como proyección propia… humana: “¡ay, hermanos, ese dios que yo creé era obra humana y demencia humana, como todos los dioses!” (Z, “De los trasmundanos”). Ese dios y el mundo que sostiene no son para el pensamiento el producto de una revelación; son, más bien, una invención humana, cuyo origen es el cansancio y el sufrimiento de “un pobre fragmento de hombre y de yo”, dice Zaratustra. Ese fantasmagórico mundo metafísico tiene su origen en el sufrimiento y en ese deseo de huir de él. Sabiendo esto, se cierne, así, la sospecha sobre ese “más allá del hombre”, pues, además de ser una creación humana, es probable que no haya nada allí. En otro tiempo se proyectaron las ilusiones en un mundo metafísico, pero era obra de la limitación humana, en ese mundo solo habitaban los fantasmas de un fantasmagórico creador que también era creación humana, demasiado humana. Eso es lo que tiene que decirles Zaratustra a los trasmundanos: “¿más allá del hombre, en verdad?”, ¿en un mundo verdadero y verdadero sentido del mundo y de la vida? Querer responder esa pregunta con toda honradez lo lleva a cerciorarse de ser el creador de esos fantasmas, y Zaratustra puede, desde este momento, superarse a sí mismo y no querer volver a proyectar sus ilusiones más allá del hombre.

¿Qué ocurrió, hermanos míos? Yo me superé a mí mismo, al ser que sufría, yo llevé mi ceniza a la montaña, inventé para mí una llama más luminosa. ¡Y he aquí que el fantasma se me desvaneció!

Sufrimiento fue, e impotencia, – lo que creó todos los trasmundos; y aquella breve demencia de la felicidad que solo experimenta el que más sufre de todos. (Z, “De los trasmundanos”)

Zaratustra les dice algo muy interesante aquí a los trasmundanos. Ya sabemos que el mundo metafísico ha sido creado por el sufrimiento, pero también ha intervenido la impotencia de poder crear, la que se creó ideales. Nietzsche dice algo parecido en Ecce homo, al referirse a la época de Humano, demasiado humano:

No pertenece a ella [a la naturaleza de Nietzsche] el idealismo: el título dice “donde vosotros veis cosas ideales, veo yo – ¡cosas humanas, ay, solo demasiado humanas!”… Yo conozco mejor al hombre… La expresión ‘espíritu libre’ quiere ser entendida aquí en este único sentido: un espíritu devenido libre, que ha vuelto a tomar posesión de sí. (EH, “Humano, demasiado humano”, §1)

No se trata de crear ideales, sino de volver a tomar posesión de sí. Tal vez esta sea la “llama más luminosa”: el tomar posesión plena de las propias fuerzas creativas. Pero por ahora nos interesa más otro aspecto que aparece en el pasaje del Zaratustra. Nos dice que el haber creado trasmundos está asociado a una “breve demencia”, la felicidad que produce proyectar las propias ilusiones, huir del mundo y ponerlas más allá del hombre. Eso produce impotencia y sufrimiento, pero el cansancio es también una especie de embriaguez nociva, pues aísla del mundo y proyecta un mundo multicolor por fuera del hombre. Es la auténtica embriaguez de los trasmundanos; su felicidad y placer consisten en huir del mundo, por medio de creaciones, verdaderas manifestaciones de la voluptuosidad propia del sufrimiento y del pesimismo.

En el §50 de Aurora, Nietzsche hace una interesante caracterización de la embriaguez que nos da algunas luces sobre lo que venimos exponiendo. El aforismo se llama “La creencia en la embriaguez”. Comienza describiendo el carácter de un determinado tipo de hombres “que viven instantes sublimes y de éxtasis”, cuyo placer, producido en esos instantes, entra en abierto contraste con sus condiciones normales, cuando “se sienten miserables y desconsolados”. En esos momentos consideran aquellas vivencias “como su verdadero sí mismo, como ‘yo’”, a causa del enorme desgaste de fuerza nerviosa implicada en esa suerte de elevación. Por lo mismo, también piensan su miseria y falta de consuelo como “consecuencias de lo que está fuera de ‘ellos mismos’” (A, §50). Es de resaltar la importancia dada por Nietzsche al desgaste de fuerza nerviosa en los estados de embriaguez; este produce el señalado contraste y la felicidad consiguiente que en esos momentos de elevación no se percibe como producto del cansancio y del deseo de huir de él. La sentida diferencia de estados, junto con el desprecio de lo exterior que sobreviene en estos hombres, es generadora del sentimiento de venganza que, se puede decir, se dirige incluso en contra del propio cuerpo. “La embriaguez les parece la verdadera vida, el verdadero yo, no viendo en los demás sino enemigos que tratan de impedirles o de obstaculizarles el placer de su embriaguez, ya sea esta de naturaleza espiritual, moral, religiosa o artística” (A, §50).

Vemos con qué claridad Nietzsche describe muy bien la psicología de estos embriagados; de la mano de ella avanzamos en la comprensión del apartado del Zaratustra que venimos comentando más arriba. En la base de lo que dice Zaratustra sobre esa época, cuando proyectaba sus ilusiones más allá de lo humano, estaría esta comprensión de Nietzsche sobre el origen del éxtasis. La sobreexcitación y el desgaste consiguiente de la energía nerviosa, propios del estado de éxtasis, llevan a creer que la felicidad se encuentra en esa clase de estado, más aún, el cansancio encubierto por él también da origen a la venganza. Antes de volver sobre el Zaratustra, terminemos de examinar el aforismo de Aurora, para entender mejor el alcance de lo que describe Zaratustra.

Aunque Nietzsche habla de que estos “ebrios entusiastas” han sembrado, sobre todo, el descontento y el cansancio “con respecto a ellos” mismos, podemos decir que aquí, además, se encuentra el origen del desprecio con respecto a todo lo que les rodea: “estos no hacen más que sembrar incansablemente esas malas hierbas que son el descontento con uno mismo y con el prójimo, el desprecio del mundo y de la época” (A, §50). En estos hombres, cansancio y venganza se encuentran en íntima relación. Nietzsche los llama “desenfrenados, lunáticos y medio dementes”, incluso “genios”, y les achaca buena parte de los males de la humanidad. Esta afirmación es interesante, puesto que la venganza que el autor le atribuye atribuye a una moral pesimista proviene de la fatiga y la sobreexcitación nerviosa, lo mismo que del entusiasmo producido por esos estados de éxtasis. Un estado de cansancio nervioso produce fantasmagorías, creaciones magníficas y multicolores, también la creencia en esa embriaguez como la auténtica manifestación de sí. Estos embriagados entusiastas no se percatan de la proveniencia de sus éxtasis, es decir, del deseo de escapar del sufrimiento y la miseria sentidos. De la mano de esa creencia son capaces de producir religiones, reformas morales, arte, incluso Estados. Los caracteriza lo desmesurado de sus estados, les falta el dominio de sí. Se presentan como reformadores e inspirados, con la contundente arma de decir y hacer creer que eso no proviene de ellos, como si fuese una inspiración divina. Nietzsche se atreve a sentenciar:

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9789587813593
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