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Primera parte
El cuerpo irreductible: dolor y esfuerzo
“Cuerpo soy yo íntegramente” (Z, “De los despreciadores del cuerpo”). Esta sentencia en boca del propio Zaratustra, en las primeras páginas de “Los discursos de Zaratustra” en Así habló Zaratustra, parece de un realismo extremo y hasta de un materialismo facilista. La podríamos modificar, para convertirla en una pregunta: ‘¿cuerpo soy yo íntegramente?’. Comenzamos de este modo el presente recorrido proponiendo que, si ello es cierto, entonces habría que investigar las implicaciones de este hecho para el ejercicio de la filosofía, puesto que la afirmación del sapiente Zaratustra constata cierto estado de cosas sobre un sentido específico de lo humano: él dice ser enteramente cuerpo y con su discurso anuncia a otros el significado de esta sentencia –el tono grave y agudo de toda la sección del Zaratustra llamada “De los despreciadores del cuerpo” le da la fuerza de una doctrina (cf. Jara, 1998, pp. 186-193; Conill, 1997, pp. 112-123; Deleuze, 1986, pp. 59-67; Stiegler, 2003)–. La sentencia completa dice, entonces, lo siguiente, oponiéndose abiertamente a quienes sostienen –‘puerilmente’– un dualismo que separa el alma del cuerpo: “Pero el despierto, el sapiente, dice: cuerpo [Leib] soy yo íntegramente, y ninguna otra cosa; y el alma es solo una palabra para designar algo en el cuerpo” (Z, “De los despreciadores del cuerpo”).
El desarrollo de todo el apartado muestra que no está en el propósito de Zaratustra ni de Nietzsche sostener un materialismo craso (cf. Héber-Suffrin, 2012, tomo I, pp. 90-97; Granier, 2006, pp. 87-90), concibiéndose a sí mismo o al resto de los hombres como simples cuerpos físicos. Cuando se habla de cuerpo en el Zaratustra se busca revalorizar el cuerpo viviente como un punto de vista privilegiado para elaborar un nuevo género de filosofía, que, como pronto veremos, recupere el sentido de la tierra para lo humano y proporcione una clave para comprender los motivos profundos de las acciones. Este hecho implica al menos dos derroteros importantes de la propuesta nietzscheana: primero, seguir el cuerpo, a la manera de un hilo conductor, para dar cuenta de la multiplicidad propia de los hechos fisiológicos en su relación con el pensamiento, gracias a que se trata del fenómeno que nos es más cercano y el que también nos permite una observación más clara (cf. FP II, 40[15] de 1885); segundo, que seguir el cuerpo como un fenómeno rico en matices es plantear, usando una expresión del propio Nietzsche, un “fenomenalismo”, en cuya base está la crítica de la conciencia entendida como ‘claridad sobre sí mismo’ (cf. CJ, §354). Nietzsche se propondrá, pues, esbozar un perspectivismo fisiológico que sustente la labor filosófica.
Ahora bien, ¿por qué es tan sorprendente la sentencia de Nietzsche con la que comenzamos? Como veremos en esta primera parte, la recuperación del cuerpo, a la manera de un hilo conductor del ejercicio filosófico, conlleva la necesidad de realizar un examen del cuerpo vivo [Leib] como factor de interiorización, puesto que su significado no se reduce a ser una mera entidad física [Körper]. Este punto de vista se lo proporciona a Nietzsche la propia experiencia del dolor y de la enfermedad, que él se encargó de elevar a nivel filosófico, como él mismo afirma, para transfigurar dicha experiencia elevada al nivel del concepto.
Nosotros encontramos en la filosofía de Bergson un motivo parecido. Sin que en sus escritos se transparente, como sí sucede en Nietzsche, el propósito de vincular la experiencia particular del filósofo con el ejercicio conceptual, Bergson propone una filosofía de la duración cuyo punto de partida es –ahí sí, como en Nietzsche– un dato inmediato (cf. Vieillard-Baron, 2004; Montebello, 2003, pp. 8-9): en este caso, la duración interior. De este modo, Bergson declara que el punto de partida de su filosofía procede de haber entrado en sí mismo; este hecho le aporta la perspectiva de la duración interior. Así pues, tanto para Nietzsche como para Bergson el punto de partida para pensar lo que es, como bien afirma Pierre Montebello (Montebello, 2003, p. 8), es la experiencia de lo dado inmediatamente: para el primero, nuestro mundo de impulsos y pasiones; para el segundo, la experiencia interna de nuestra temporalidad más pura.
Por nuestra parte, consideramos que ambos filósofos coinciden, además, en poner la fisiología como factor fundamental para la interiorización que exige la experiencia del pensar filosófico, al situarla en el punto de partida de un nuevo estilo de hacer filosofía desde lo inmediatamente dado; a su manera, cada uno se pregunta por el trabajo que cumple el cuerpo en dicha labor. El problema del vínculo entre cuerpo y pensamiento ocupará, entonces, el centro de la investigación que ahora comienza.
En esta primera parte estudiaremos las propuestas filosóficas de Nietzsche y Bergson cuando sitúan el cuerpo en la confluencia entre interior y exterior. Si bien no podemos establecer en Nietzsche un dualismo, el filósofo sí señala una diferencia entre exterior e interior; como se verá, a medida que la experiencia particular de Nietzsche lo conduzca a la vivencia profunda del dolor, a la vez encontrará que este se puede transfigurar en filosofía, gracias a la fuerza del propio temperamento; de esa forma, el dolor se vuelve un motivo para profundizarse, para afinar su percepción para los matices y para ampliar las perspectivas de las cuestiones que lo preocupan. Así, si Nietzsche no establece un dualismo y menos un paralelismo, no obstante, entender la filosofía como un arte de transfiguración [Kunst der Transfiguration] implica asumir el dolor elevándolo a motivo filosófico; tomarlo como dato inmediato lleva, pues, al filósofo a darse cuenta de las diferencias entre nuestras vivencias interiores y exteriores y a establecer contrastes en nuestras formas de pensar cuando estamos sanos y cuando estamos enfermos. La filosofía, entendida como arte de la transfiguración, se convierte así en un intento de crear una relación entre el cuerpo vivo que sufre, que sana, que crece, que envejece, y el pensamiento. Nietzsche asume este motivo para su filosofía; por lo mismo, para comenzar el presente recorrido nos centraremos en dos textos que, creemos, están muy vinculados: el “Prólogo a la segunda edición” de La ciencia jovial y “De los trasmundanos” en Así habló Zaratustra.
El punto de partida de la filosofía de Bergson, su tesis doctoral publicada bajo el título de Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia, consistirá en un intento de darle forma a un problema que le surgió cuando pretendía llevar más allá la filosofía de Spencer y desarrollar algunas de nociones científicas: al analizar la idea de tiempo se dio cuenta de que la ciencia no consideraba el tiempo en sí mismo; así lo manifiesta en una carta a su amigo y colega William James, fechada el 9 de mayo de 1908:
Fue el análisis de la idea de tiempo, tal como interviene en la mecánica y en la física, el que conmueve todas mis ideas. Me di cuenta, para mi gran asombro, de que el tiempo científico no dura, que nada cambiaría para nuestro conocimiento científico de las cosas si la totalidad de lo real se desarrollara de un solo golpe en la instantaneidad, y que la ciencia positiva consite esencialmente en la eliminación de la duración. (Bergson, 2011b, pp. 76-77)
Esta preocupación dará comienzo en Bergson a un esfuerzo que se renueva constantemente por dar resolución a diversos problemas, como, por ejemplo, el del dualismo, con el fin de ahondar en el punto de partida de la intuición inicial de la duración, desarrollado en el Ensayo. Esta intuición será el dato inmediato que, en diversas etapas de su producción filosófica, le dará a Bergson materia para pensar. Como en Nietzsche, en Bergson la actividad filosófica se redefine, esta vez bajo la propuesta de un ensayo que vuelve a comenzar en cada momento, en el que el filósofo se propone ampliar el alcance de su intuición inicial, aplicándola a un nuevo problema. Emprendamos, pues, nuestro recorrido por las filosofías del cuerpo en Nietzsche y Bergson y veamos si podemos encontrar un vínculo problemático en torno al cuerpo mismo que nos lleve a plantear algo más que una afinidad de problemas entre los dos pensadores.
Capítulo I
El pathos del filósofo y la fisiología
¿Cómo se relacionan filosofía y fisiología en el pensador?
Comenzar la lectura de un filósofo proponiéndole una pregunta, con el fin de establecer un diálogo con él, es forzar a esa filosofía a que nos muestre sus más entrañables secretos. Ello, no obstante, conlleva un peligro. Si indicamos una dirección para nuestra búsqueda, corremos el riesgo de perder algunos de los derroteros más importantes de esa filosofía y quedarnos perdidos en un bosque de conceptos, dejando de lado la panorámica total necesaria para evaluar los alcances de ese pensamiento. Pero este es un riesgo que debe correrse, puesto que acercamientos neutros a la filosofía no existen. Siempre vamos a ella con algún tipo de pregunta, así sea como motivo inconsciente. Estamos buscando algo desde que nos proponemos pensar y entender los escritos de un autor. Algo hemos oído sobre él y por eso nos encaminamos por las sendas que nos propone. Se trata, pues, de una decisión y, como tal, no nos queda otro remedio que tomarla, por más riesgos que entrañe. Existen una visión y una ceguera al inicio del camino. Intentamos ver con la luz emanada de esa especie de linterna que es la pregunta con la que iniciamos. Al mismo tiempo, algo nubla nuestro camino, la incertidumbre de haber escogido la pregunta correcta o incorrecta, no sabemos si este tendrá un final exitoso. Por lo tanto, escojamos una pregunta que alumbre, en la incertidumbre, el camino que vamos a recorrer.
¿De dónde procede una filosofía? Es una pregunta que Nietzsche se formula de diversas maneras y podría guiarnos hacia los motivos más personales que animan los escritos filosóficos de nuestro autor. Pero no queremos formular esta cuestion de manera aislada, ya que la entendemos en relación con otro tema que atañe a esos motivos: ¿cómo se relacionan salud y filosofía en un filósofo? En los escritos de Nietzsche se lee en diversas ocasiones, y formulado de distintas maneras, que el pathos filosófico es una forma de existencia de la que no pueden separarse pensamiento y cuerpo, pensamiento y sufrimiento, pensamiento y enfermedad, pensamiento y modo de vivir… Pensamos que esas preguntas recién formuladas nos llevan a la búsqueda de la razón de ser de la filosofía como una interpretación del cuerpo. No se puede, sin más, desconocer que nuestro filósofo asume una perspectiva problemática y sugerente que determina la relación cuerpo-filosofía: concebir la enfermedad como una experimentación, más que como una forma de purificación, es una de las caras que adopta esta relación problemática. “En el filósofo nada, absolutamente nada es impersonal” (MBM, §6), nos dice. La experiencia de la enfermedad es muy personal, particular, pero puede ser elevada a un nivel más universal y ser vista en su relación con la producción de pensamiento. El filósofo eleva a filosofía lo que, en principio, era una experiencia puramente personal. En tal sentido, la filosofía aparece en Nietzsche como un asunto fisiológico: saber es saber del cuerpo. Ahora bien, que sea algo personal no significa que sea exclusivamente particular. La pregunta que surge a continuación es qué es lo que filosofa en un pensamiento. ¿Qué fuerza produce pensamiento? ¿Qué disposición corporal, si es posible formularlo así, lleva a pensar de determinada manera? En otras palabras, ¿la enfermedad surge como una fuerza fisiológica, al igual que la salud? ¿O estas últimas forman parte de un conglomerado de fuerzas que constituirían el cuerpo y no serían tan opuestas, como se estaría inclinado a creer?
En el comienzo del §6 de Más allá del bien y del mal se señala una posible respuesta a estas preguntas, cuando se observa un proceso inconsciente en el filósofo: “Poco a poco se me ha ido manifestando qué ha sido hasta ahora toda gran filosofía, a saber: la autoconfesión de su autor y una especie de memoires no queridas y no advertidas” (MBM, §6).
Ahondando más, puede descubrirse un “germen vital” del que surge toda filosofía como una planta: “las intenciones morales (o inmorales)” de un filósofo. A partir de lo cual, es necesario plantearse la siguiente pregunta: “¿a qué moral quiere esto (quiere él – ) llegar?” (MBM, §6). Pregunta vieja en Nietzsche. Ya en Humano, demasiado humano I llama la atención respecto de que “la decisión sobre las consecuencias del conocimiento la da el temperamento de cada persona” (HdH I, §34).
Dicho germen no puede ser, sin más, como podría pensarse, un ‘instinto de conocimiento’ (cf. MBM, §6). Podemos ir directo al fondo en las intenciones del filósofo, en lo que parece ser un aporte genealógico auténtico de Nietzsche y que se constituye, además, como una de las afirmaciones más atractivas de su filosofía. Se trata de la propuesta de seguir el cuerpo viviente como hilo conductor de la interpretación, del pensamiento y de la acción. Por lo mismo, devendría objeto de conocimiento y, al tiempo, de experiencia. En el mismo aforismo de Más allá del bien y del mal, la fisiología aparece en la base del conocimiento, en la forma de relaciones entre impulsos:
Aquí como en otras partes, un impulso [Trieb] diferente se ha servido del conocimiento (¡y del desconocimiento!) nada más que como un instrumento. Pero quien examine los impulsos fundamentales [Grundtriebe] del hombre con el propósito de saber hasta qué punto precisamente ellos pueden haber actuado aquí como genios (o demonios o duendes – ) inspiradores encontrará que todos ellos han hecho ya alguna vez filosofía, – y que a cada uno de ellos le gustaría mucho presentarse justo a sí mismo como finalidad última de la existencia y como legítimo señor de todos los demás impulsos. Pues todo impulso ambiciona dominar: y en cuanto tal intenta filosofar. (MBM, §6)
Se nos aclara aquí en qué sentido tendríamos que entender los motivos inconscientes enunciados arriba. Los impulsos vienen a actuar como motivos no confesados, no advertidos y no queridos, vinculados, eso sí, al tipo de moral al que se encaminan sus búsquedas. Es la cuestión sobre el valor de ciertas decisiones de una filosofía, cuya proveniencia debe buscarse en una, por decirlo así, inconsciente relación entre impulsos que quieren dominar. En el caso de los doctos y científicos puede que haya una especie de ‘impulso cognoscitivo’ [Erkenntnisstrieb] que, una vez sincronizado como un reloj, se pone a funcionar sin que otros impulsos intervengan. Por ello, los verdaderos intereses del docto están en otra parte, por ejemplo, en la familia, en el empleo… La contundente tesis nietzscheana habla del orden que han adquirido los impulsos en el filósofo, del “orden jerárquico” de sus impulsos. Es su moral la que filosofa, en tal sentido. Si un impulso domina en él, es, sobre todo, el que indica los verdaderos intereses de una filosofía. Hasta allí tenemos que ir cuando queremos saber qué es lo que hace filosofía. Así,
en el filósofo nada, absolutamente nada es impersonal; y es especialmente su moral la que proporciona un decidido y decisivo testimonio de quién es él – es decir, de en qué orden jerárquico se encuentran recíprocamente situados los impulsos más íntimos de su naturaleza. (MBM, §6)
Pueden ser la carencia o la abundancia de fuerza las que filosofan. Unos necesitan la filosofía como medicina y “autoextrañamiento”, otros, por el contrario, la necesitan como “lujo” y “voluptuosidad” y, con ella, logran un engrandecimiento de los conceptos. Sin embargo, cuando la enfermedad está vinculada con el hacer filosofía, las cosas cambian, depende de cómo se la asuma, porque es posible malinterpretar los propios estados fisiológicos. Puede llegarse, incluso, a pretender huir del sufrimiento y buscar los más eficaces medios de evasión y de consuelo.
El carácter personal de la enfermedad y el pensamiento
Nietzsche, por motivos personales, se ha entregado a una larga investigación sobre el tema, y en textos muy claros y retrospectivos, como el prólogo escrito en el otoño de 1886 para la segunda edición La ciencia jovial, llega a indicar la dirección de sus búsquedas. Este libro, de acuerdo con nuestro autor, procede del estado corporal de un convaleciente que, de nuevo, ha recobrado su salud después de un largo periodo de enfermedad. “Pero [dice] dejemos a un lado al señor Nietzsche, ¿qué nos importa que el señor Nietzsche esté nuevamente sano?…” (CJ, “Prólogo a la segunda edición”, §2). Claro, en el filósofo nada es impersonal. Lo personal, no obstante, corresponde a aquello de lo que procede su filosofía, no a los datos particulares de su biografía. Porque una filosofía es, de acuerdo con la hipótesis, una interpretación del cuerpo, una autoconfesión de los estados del filósofo. Sin embargo, esta hipótesis adquiere el carácter dinámico propio del pensamiento nietzscheano, sobre todo en la forma de introducir el ‘signo de interrogación’, para usar una expresión cara a nuestro pensador.
Cuando las condiciones de penuria hacen filosofía, como acontece con todos los pensadores enfermos – y tal vez predominan en la historia de la filosofía los pensadores enfermos –: ¿qué sucederá propiamente con aquel pensamiento producido bajo la presión de la enfermedad? Esta es la pregunta que concierne al psicólogo: y aquí es posible el experimento. (CJ, “Prólogo a la segunda edición”, §2)
Ahora bien, se trata de la enfermedad como la vivencia más íntima y personal, pero también como la oportunidad de la experimentación. El cuerpo bajo las condiciones más adversas, bajo la presión de una larga enfermedad, se convierte, para el filósofo, en un campo de experimentación. En tales condiciones, el hilo conductor del cuerpo nos lleva por el camino del conocimiento.
En el mismo prólogo, Nietzsche señala la vía a tomar en este proceso de experimentación con la enfermedad. Si a menudo la filosofía no ha sido más que una mala comprensión del cuerpo, no se debe a que haya una correcta interpretación. El problema radica en la forma como se han sacado consecuencias de ese estado de presión. La mayoría de los filósofos enfermos ha buscado el camino del escape, el ideal o, para usar una expresión del Zaratustra, la huida hacia trasmundos. Pero la enfermedad y la presión ejercidas sobre el cuerpo tienen otro aspecto más interesante para el filósofo: pueden ser también una oportunidad para conocer, gracias a la diversidad de matices sobre los estados fisiológicos que brinda la situación de enfermedad; lo cual se debe a que en esas condiciones es posible un alto grado de atención sobre el cuerpo y sus distintos estados, lo mismo que sobre los cambios experimentados en él. Por ello, continúa nuestro filósofo, en donde lo habíamos dejado,
nada distinto a lo que hace un viajero que se propone despertar a una hora determinada, y que luego tranquilamente se abandona al sueño: así nos entregamos los filósofos, supuesto el caso de que caigamos enfermos, temporalmente, con cuerpo y alma a la enfermedad – cerramos los ojos ante nosotros, por decirlo así. Y así como aquel sabe que hay algo que no duerme, algo que cuenta las horas y lo despertará, así sabemos nosotros también que el instante decisivo nos encontrará despiertos – que entonces algo brinca hacia adelante y sorprende al espíritu en el acto, quiero decir, en la debilidad o marcha atrás o resignación o endurecimiento u oscurecimiento, y como quiera que se llamen todos los estados enfermizos del espíritu, que tienen en contra suya al orgullo del espíritu [den Stolz des Geistes] en los días saludables (pues sigue siendo verdadero el viejo dicho: “el espíritu orgulloso, el pavo real y el caballo son los tres animales más orgullosos sobre la tierra”). (CJ, “Prólogo a la segunda edición”, §2)
Todo este pasaje tiene el tono del entregarse al viaje y de la atención a uno mismo, en especial a los estados valetudinarios del cuerpo, por ser un fenómeno muy rico en matices. Es decir, atención y conocimiento suponen experiencia y experimentación con el cuerpo. ¿Qué hace el cuerpo en un estado de presión permanente? El estado enfermizo del espíritu toma las riendas de sí mismo, experimenta los contrastes del entregarse y seguir enfermo; experimenta la voluptuosidad de la enfermedad, por decirlo así, y el espíritu, queriendo huir, oscurece la vida misma del cuerpo –este espíritu contrasta con el ‘orgullo del espíritu’ de los días sanos que, al parecer, no tiene la capacidad de apreciar los matices de los estados corporales. No obstante, en el aforismo 114 de Aurora Nietzsche observa un orgullo del espíritu diferente que se manifiesta en los momentos de enfermedad y que en nosotros se rebela contra el tirano sufrimiento, “para defender la causa de la vida” contra este (cf. A, §114). Así pues, dos estados corporales, salud y enfermedad, se manifiestan apoderándose del mismo pensador enfermo, al tiempo que lo hacen dos formas de orgullo del espíritu, correspondientes a estos estados. El estado de orgullo, producto de la enfermedad que se experimenta en estas condiciones, es un fenómeno digno de consideración, por cuanto la enfermedad no es un estado fisiológico permanente; más bien, en dicho estado se experimentan contrastes y matices, en él afloran las fuerzas y se manifiestan las formas y contrastes antes mencionados como espíritu orgulloso. Aquí se nos da la medida de una pregunta: ¿cómo se ordenan los impulsos? Es la pregunta por la forma como se construyen los valores y las prioridades a los que responde un cuerpo en determinadas condiciones.1 Un estado no es sin más un estado, este puede ser interpretado de acuerdo con la disposición del cuerpo, de ahí la pregunta nietzscheana por la jerarquía de los valores a los que responden las interpretaciones del filósofo enfermo. Dependiendo del orden de prioridades, se interpreta la fisiología de acuerdo con él y surge el concepto apropiado a semejante interpretación. He ahí el experimento: “Luego de interrogarse y probarse uno a sí mismo de esa manera, se aprende a mirar con ojos más sutiles hacia todo lo que, en general, ha filosofado hasta ahora” (CJ, “Prólogo a la segunda edición”, §2). Es la aventura del afinar los sentidos y la atención a uno mismo, el viaje interior y el descenso a los estados de enfermedad detonantes o motivos de conocimiento. Sobre todo, es el camino de búsqueda de comprensión de los diferentes estados, sus contrastes y su devenir propio.
[En la enfermedad] uno adivina mejor que antes los desvíos involuntarios, las callejuelas laterales, los lugares de descanso, los lugares soleados del pensamiento, a que son conducidos y seducidos los pensadores que sufren y, precisamente, en tanto sufrientes; uno sabe ahora hacia dónde apremia, empuja, atrae inconscientemente el cuerpo enfermo y sus necesidades al espíritu – hacia el sol, lo plácido, lo suave, la paciencia, el medicamento, el solaz en cualquier sentido. (CJ, “Prólogo a la segunda edición”, §2)
Pero aquí viene otra sospecha típicamente nietzscheana. Esta búsqueda de tranquilidad y de solaz, lo que llama nuestro autor “una comprensión negativa del concepto felicidad” y las éticas, las metafísicas y las físicas que se siguen de ella y que apuntan a un estar fuera, a un más allá, permiten hacer la pregunta “de si no ha sido acaso la enfermedad lo que ha inspirado al filósofo” (CJ, “Prólogo a la segunda edición”, §2), y no en escasos momentos de la historia. Aquí se abre un campo muy grande de investigación, basado en la propia experiencia de la enfermedad. A partir de ella, no solo se comprenden los motivos no confesados de ciertas filosofías, sino que, para un filósofo “sano en el fondo”, su presión lleva por el camino de la experimentación y de la producción de pensamiento. Resulta de ello una filosofía de la atención y de la interpretación del cuerpo… Porque no se trata de nada más. A menudo “las necesidades fisiológicas” han actuado con el “disfraz inconsciente” de “lo objetivo”, el ideal, lo “puramente espiritual”. Ese proceso ha llegado a extenderse de manera preocupante. La mala comprensión del cuerpo ha predominado, hasta el punto de ser la nota preponderante en la historia de la filosofía. Está presente en las valoraciones más altas de los individuos o de los Estados, los malentendidos respecto de la constitución fisiológica han dirigido incluso las reflexiones metafísicas. Las evaluaciones y el pensamiento derivado de ellas vienen a ser síntomas de determinadas disposiciones fisiológicas y de prioridades o jerarquías de valor procedentes de estas, y con ello se han producido filosofías y formas de acción muy concretas, es decir, históricas; es posible concebir
a todas esas audaces extravagancias de la metafísica, especialmente sus respuestas a la pregunta por el valor de la existencia, por lo pronto y siempre, como síntomas de determinados cuerpos; y aun cuando tales afirmaciones del mundo o negaciones del mundo hechas en bloque, evaluadas científicamente, carecen del más mínimo sentido, entregan sin embargo, al historiador y al psicólogo importantísimas señales en cuanto síntomas, según hemos dicho, del cuerpo, de sus aciertos y fracasos, de su plenitud, poderío, autoridad en la historia, o, por el contario, de sus represiones, cansancios, empobrecimientos, de su pensamiento del fin, de su voluntad de final. (CJ, “Prólogo a la segunda edición”, §2)
La experiencia del cuerpo y la comprensión que brinda sobre su sintomatología nos sitúan frente a la diversidad de matices por los que pasa un cuerpo vivo. Esa sintomatología es lo que aprende el filósofo dispuesto a hacer la aventura del cuerpo y de sus diversos estados. Ahora bien, el historiador, el psicólogo, el filósofo, movidos por la pasión del conocimiento, están en capacidad de dirigir su atención hacia los concretos síntomas fisiológicos; sin embargo, solo los pensadores que hacen de los estados mórbidos del cuerpo una experimentación pueden aprender, a partir de las diferencias entre los altos y los bajos de la fisiología, las variaciones del cuerpo y su relación con el pensamiento. La multiplicidad de esos estados abre un amplio campo para el conocimiento y el pensamiento: lo que ha filosofado hasta el momento y lo que hará filosofía. La esperanza de Nietzsche es casi una convicción que espera un nuevo tipo de filósofo:
Todavía espero que un médico filósofo, en el sentido excepcional de la palabra – uno que haya de dedicarse al problema de la salud total del pueblo, del tiempo, de la raza, de la humanidad – tendrá alguna vez el valor de llevar mi sospecha hasta su extremo límite y atreverse a formular la proposición: en todo el filosofar nunca se ha tratado hasta ahora de la ‘verdad’, sino de algo diferente, digamos, de la salud, del futuro, del crecimiento, del poder, de la vida… (CJ, “Prólogo a la segunda edición”, §2)
¿De dónde proviene este interés por la fisiología y por el carácter médico de la filosofía?2 No se trata simplemente de una opción caprichosa por una perspectiva del pensar. Una de esas respuestas que da nuestro filósofo es la de su personal procedencia. En un apartado de Ecce homo, explica que su personal “fatalidad” se debe a su padre muerto muy joven y a su madre viva aún:
Esta doble procedencia, por así decirlo, del vástago más alto y del más bajo en la escala de la vida, este ser décadent y a la vez comienzo – esto, si algo, es lo que explica aquella neutralidad, aquella ausencia de partidismo en relación con el problema global de la vida, que acaso sea lo que a mí me distingue. (EH, “Por qué soy tan sabio”, §1)
La razón que da de su carácter filosófico no se refiere solo a esta procedencia. Ser a la vez decadente y comienzo no se debe únicamente a sus padres, sino también a su conocimiento de los estados de decadencia y de elevación propios de su constitución fisiológica enferma, la misma que lo lleva a transitar por esos diversos estados y a saber de su contraste. Para conocer semejantes estados, tiene un “olfato más fino” que otros hombres, ha experimentado tales estados y aprendido de ellos. “En este asunto soy el maestro par excellence – conozco ambas cosas, soy ambas cosas” (cf. EH, “Por qué soy tan sabio”, §1). Por constitución corporal lleva ambas cosas en sí mismo. El cuerpo no aparece, pues, como una metáfora en Nietzsche. La presión de la enfermedad se expresa en el filósofo de otra forma: en los momentos más fuertes de la enfermedad surgen libros con una gran exuberancia, que calan hondo en los problemas. En el momento más bajo, en su minimum, surge El viajero y su sombra, pues entonces sabía mucho de sombras. De la misma forma, la explicación que da del surgimiento de Aurora es fascinante. El influjo del invierno en la circulación de la sangre y en los músculos “casi” condiciona lo que aparece en el libro: “Al invierno siguiente [después de El viajero y su sombra], mi primer invierno genovés, aquella dulcificación y aquella espiritualización que están casi condicionadas por la extrema pobreza de sangre y de músculos produjeron Aurora” (EH, “Por qué soy tan sabio”, §1).
Esa relación entre estado fisiológico y pensamiento se da en nuestro filósofo de una manera nada impersonal. En el fondo, Nietzsche perfila su pensamiento desde el punto de vista afirmativo de la existencia, aun conociendo y habiendo tenido la experiencia de los grados más bajos y decadentes de la fisiología. Incluso, si se ha dado en él, en algún momento, la tendencia dialéctica, se da de una forma muy particular:
En medio de los suplicios que trae consigo un dolor cerebral ininterrumpido durante tres días, acompañado de un penoso vómito mucoso, – poseía yo una claridad dialéctica par excellence y meditaba con gran sangre fría sobre cosas a propósito de las cuales no soy, en mejores condiciones de salud, bastante escalador, bastante refinado, bastante frío. Mis lectores tal vez sepan hasta qué punto considero yo la dialéctica como síntoma de décadence […]. (EH, “Por qué soy tan sabio”, §1)