Читать книгу: «Tus grandes ojos oscuros», страница 3

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—Solo esa vez te he visto el pelo largo largo. ¿Te acuerdas de cómo llegaste?

—Supongo que caminando, no tengo memoria de esa parte, no sé muy bien cómo hice, estaba más atortolada que ahora.

—No, digo, con el pelo más abajo de la cintura. Yo estaba asomada a la ventana y de pronto vi a una mujer que no era del barrio. Quién será esa con semejante pelero, pensé. A medida que te acercabas..., porque venías por la calle en dirección hacia nuestra casa…, a medida que te acercabas te iba reconociendo.

—No nos acordemos de eso, mejor vamos.

Al salir de la habitación, las mujeres se encuentran con una muchacha que desliza la trapera de un lado para el otro, del zócalo de la pared al borde de la zanja del patio, de este al zócalo otra vez, de principio a fin del corredor, de muro a muro. Sin quererlo, sin saberlo, la muchacha hace que los recuerdos de Margó insistan, que le traigan otra vez la época de monja y la de enfermera. Cuántas veces trapeó y trapeó corredores como lo hace esa muchacha, con las mangas del hábito remangadas, el vuelo de la falda recogido con ganchitos de nodriza y la humildad que caracterizó su paso por la vida religiosa. Incontables fueron también las caminadas por corredores de hospitales, de bata y toca blancas, unas veces chequeando enfermos e historias clínicas, otras fijándose en las condiciones laborales y recogiendo firmas para cumplir los compromisos con el sindicato. Conventos y hospitales, dos espacios familiares para ella, tienen algo en común con el asilo. Cambian la vestimenta y la condición de sus moradores, pero al fin de cuentas todo se reduce a hábitos, uniformes y rutinas. El asilo, lugar ajeno, empieza a ser parte de su vida, su vida misma. De ahí, ¿para dónde? “Para los pabellones y los jardines del cementerio”, lo piensa por un instante, pero no se atreve a decírselo a Elvira; sabe que para su hermana es espantosa la idea de la muerte, indeseable, así signifique la posibilidad de encontrarse con los seres ya idos: Alfonso, Luciano, Ramón, mamá Rosita o Iris.

Un hogar de ancianos parecía ir en contra de la naturaleza de Margó. Poco a poco hermanos y sobrinos fueron aceptando lo impensable. “¿Para dónde más va a irse?”. “Se está volviendo caprichosa”. “La vida en comunidad es lo que le ha gustado”. “Ha vivido en función de los otros”. “No sabe vivir sola”. También ella fue haciéndose a la idea. Las pérdidas llegan cerrando posibilidades. En este caso, de compañía, como en los tiempos opacos del noviciado y la existencia escondida de inmigrante ilegal. Sale del barrio, se distancia de las vecinas, se priva de la criada. Obligada a dejar todo. Para Julián, la culpa la tiene el Gobierno “por su insensatez y desidia”. Margó responsabiliza a las autodefensas. La realidad es que la muerte de Kenneth determinó el desenlace, aunque la decisión final fue solo de ella. Antes de que el comandante de policía llegara a advertirla, ya había dicho “ni crean que voy a pagarles extorsiones, y tampoco les doy el gusto de matarme, prefiero desocupar”. Y cumplió su palabra.

En la puerta de salida a la calle, las dos mujeres se detienen para saludar al portero y empezar a grabarse su cara. Al ver el teléfono sobre el escritorio del hombre, Margó no aguanta la tentación y pide prestado el aparato “para una llamada cortica”. Una llamada que debe colgar sin modular palabra.

—Nada que contesta –dice saliendo de la portería.

—Todavía no lo entiendo. –Elvira ve la oportunidad para insistir en que Flor debería enterarse de la decisión de Margó de irse para el asilo.

—Ni yo, ¡por qué no me responde!

—No. Me refiero a que no entiendo por qué no le has dicho nada.

Margó se detiene antes de empezar a caminar por la acera, acerca su cara a la de su hermana y viéndola a los ojos le dice sin vacilar:

—Para qué insistes si es mejor explicárselo personalmente, sé que va a angustiarse mucho, pensaba que íbamos a seguir viviendo juntas, creía que iba a cuidarme la vejez como a Ken, se lo hice prometer, le generé la expectativa, ¿cómo salirle con un cambio de planes tan grande en una llamada telefónica?, no merece que le haga eso, una cosa así es para hablarla frente a frente, además, han sido varias decisiones a la vez, que salir del barrio, que irme para tu casa, que optar por un asilo, es difícil, necesito coger fuerzas para hacer la parte que sigue, si apenas fuera despedir a Flor, pero tengo que acabar de desbaratar mi casa, mi pieza escasamente la toqué, quedó llena de cosas, y ya con otra aquí a la que le faltan tantas, y tengo que vender esas casas, si es que algún día puedo con lo desvalorizadas que han quedado con semejante guerra que nunca se acabará, porque te acordarás de mí, Elvira, eso allá no tiene remedio mientras siga existiendo toda esta injusticia, corrupción y pobreza…, y vámonos que estamos estorbando a los peatones.

3

—¿Será peligroso ir?

—Vivir es peligroso. Y al final termina uno muriéndose de todos modos.

José Luis queda atónito con la respuesta de Julián. Se fija en cómo va la embetunada de su calzado. Ve que el hombre aplica la grasa sobre la piel del segundo botín.

Se antojaron de hacerse limpiar los zapatos al ver los puestos callejeros de lustrabotas en el pasaje peatonal adoquinado. Venían del restaurante donde con Margó, Elvira y Violeta, y una comida típica, sellaron la jornada de instalación de la tía en el asilo.

Por la mañana, cuando salieron de la casa, aún no habían llevado el periódico al apartamento. Julián lo vio en el casillero de la portería del edificio, lo tomó y lo puso en la mochila arahuaca que cada mañana se tercia al hombro. Se acuerda de que lo tiene, lo saca. Empieza a leer los informes sobre la situación en la comuna.

—Qué tal si vamos por ese baúl. Por ahí derecho buscamos una cortina –propone José Luis.

Al oírlo, su hermano deja pendiendo de un hilo la lectura.

—Hablar con Flor es más importante que un cajón viejo y un trapo –contesta sin voltear a mirar. Otra respuesta contundente que hace callar.

En realidad la cortina dejó de ser indispensable cuando Elvira evalúo la colcha en la ventana y dijo: “No se ve mal”. Entonces Margó contempló las flores del estampado y palpando los flecos por la parte inferior dijo: “En New Jersey me tocó hacer lo mismo cuando llegué y todo el mundo me admiraba las telas que ponía para tapar las ventanas”. Violeta, interesada en que el asunto concluyera y le dejara más tiempo para rebuscarse mejor el libro y los bizcochitos que deseaba llevarle a Eva, concluyó: “Si a usted le gusta, tía, no se diga más. Por ahora esa será la cortina de esta habitación. Es bobada que se ponga a comprar una nueva sabiendo que de su casa le van a sobrar. Ya las recuperará”. Así, la cortina pasó a ser lo de menos y cobró importancia el baúl, asunto imposible de resolver de forma tan práctica. Durante años Margó lo ha tenido relegado a la indiferencia, pero saberlo distante le genera inquietud. Al salir del apartamento de Elvira con el exiguo trasteo hacia el asilo, volvió a lamentarse por ese bendito cajón de madera que guarda lo desconocido, pues solo ella, si acaso lo recuerda, sabe lo que contiene. Al menos así lo cree. Culpó a Flor de no haberlo podido llevar consigo. Al fin y al cabo más resistente y sin más uso conocido que estorbar en el remate del corredor principal, a la empleada le pareció natural ponerle encima y alrededor las cajas de cartón en las cuales iba quedando empacada la casa. Lo dejó ahogado, atrapado, invisible, imposible de sacar en semejante apuro. “Deme tiempo, doña Margó”, rogó. Pero ni modo con una salida tan brava como la que tuvo que enfrentar.

José Luis se fija en los zapatos del lustrabotas, impecables, dignos de su oficio; de lo brillantes, parecen emitir destellos con el sol de las tres de la tarde que les cae encima. Parecido a las losas de mármol negro vistas esa mañana en la visita al cementerio. Su mente liga la imagen de ahora con la de entonces, la situación del cementerio con la que se plantea. Le cambia la perspectiva.

—La cortina, el baúl, si fueran lo trascendental. Es cierto, uno se muere y qué, todo se pierde. Mi madrina debería olvidarse de las cosas que se quedaron. Agradecer que pudo salir de allá. E ilesa.

—Agradecer, no sé. Pero tiene que recuperar esas putas casas. ¿Las va a dejar perder? De qué va a vivir. Si tuviera la propiedad de Estados Unidos creo que no dudaría en montarse en un avión e irse para allá, y más teniéndote cerca. Pero como Ken resultó mezquino.

—Sobre eso prefiero pensar que ocurrió algo que tal vez ni sabremos –contesta José Luis sin dejar de fijarse en el trabajo del lustrabotas.

—Y hay que sacar a Flor de allá.

—¿Le pasaría algo?

—Ojalá que no, pero todo puede esperarse en ese barrio. Lo que se vive allá es un infierno.

—O sea, hay que hacer la vuelta ya.

Julián abandona la página del diario para ver la cara de quien habla tan decidido, pero se topa con las infaltables, pequeñas y oscurísimas gafas de sol de José Luis que impiden verle los ojos. Regresa a su periódico proponiendo ir el sábado.

—Ya me comprometí con Tica para el día de campo –responde José Luis–. Vamos mañana.

—No puedo faltar más al trabajo. Hoy me declaré en calamidad doméstica, ayer tuve compensatorio y necesito una tarde para acompañar a Lorena a la ecografía.

—Pero si tú eres tu patrón. Que se encargue el socio.

—¡Valiente socio! Ya descubrí que hace negocios por su cuenta dentro del mismo negocio.

—Confróntalo.

—Se mantiene armado y es explosivo. Estoy pensando cerrar. No tiene sentido haber terminado una carrera con tanto esfuerzo para perseguir maridos infieles. El trabajo en la Fiscalía puede ser más gratificante. Y es más estable un empleo con el Estado.

—¡Otra vez en conflicto con el trabajo! Parece que no aprendiste de la experiencia en el almacén.

—Donde no quería trabajar y menos con Rubén de jefe, pero como mamá insistió…

—Agradécele. Tuviste lo que necesitabas para volver a la universidad.

—Por lo mismo, porque terminé la universidad, puedo aspirar a algo mejor que resolver casos de mujeres celosas. Qué güevonada. Les hemos hecho promoción a otros servicios pero es lo que más sale. Y ese no era el perfil que pensé para la agencia.

—Trabajo es trabajo.

—No, pero qué clientes más difíciles. Si el marido resulta bisexual, les cuesta aceptarlo, aun viendo las fotos. Para ellas sería preferible que hubiera otra mujer. Y eso afecta el pago.

—¿No haces un contrato antes?

—De nada sirve cuando no les da la gana de pagar. El otro día una señora me exigió devolverle el anticipo. Que el caso no estaba bien investigado, dijo, y que las fotos eran un montaje. ¡Atrevida! Por eso voy a aplicar a la Fiscalía. Y si paso, cierro eso.

—Piénsalo. ¿Lorena no podría administrar el negocio? Dices que es la mejor investigadora.

—Quiere cuidar el bebé en casa. Estoy de acuerdo y ya le dije que la mantengo. Por eso también debo volverme asalariado. No tengo capital.

—Algo te quedará si liquidan la agencia.

—Deudas y la cartera por cobrar… Lorena es lo mejor que me queda. –Julián descarga el periódico en las rodillas y voltea a ver a su hermano–. Tremenda investigadora. Solo tenía un curso en la Policía y otro en la Fiscalía. Cuando Pancho me la presentó y la entrevisté me pareció poco formada, demasiado joven e inexperta… Pero bueno, estábamos con lo del barrio. ¿Vamos el domingo?

—¿Víspera de viaje? Preferiría pasar el último día en casa con mamá. Se va a sentir muy sola sin mi madrina y sin ti. Además tengo que acabar de organizarles la ida en primavera.

—A veces dudo de que mamá haga ese viaje.

—Si es acompañada, sí va.

—Se hubieran ido desde ya contigo. Margó se habría ahorrado el asilo estos meses, ahora que le obliga economizar.

—El invierno no les conviene. Son ancianas.

—Lo serán más cada día. A su edad, un mes envejece… Entonces, ¿cuándo vamos?

—¿Le molesta la musiquita?

La interrupción del lustrabotas deja en suspenso la propuesta de ir al barrio.

—¿Usted sí cree que tenga sentido en este ruido tan berraco? –contesta Julián por José Luis–. ¿Sabe cuántos decibeles registra este sitio? ¡Ochenta! ¡Ochenta para que se sepa! Y las autoridades ambientales, calladas.

—Yo sin mi musiquita no podría vivir.

—Yo tampoco. Y él, menos –dice Julián señalando a su hermano–. ¿Sabe a quién le está embetunando los zapatos?

El lustrabotas alterna miradas entre los dos clientes. No atina a decir nada. Cuando Julián le informa “A un músico”, el hombre se entusiasma, “¡músico!”, exclama, “¿y en qué orquesta canta?”, indaga.

—Cantante no, señor, le dije que músico. Y en los iunais estéis –dice Julián remarcando cada sílaba.

—¿En la usa? –pregunta el lustrabotas sin dejar de mover el cepillo de crin y mirando alternadamente a José Luis y a Julián.

—Cómo le parece.

—¿Y dónde va a presentarse?

—Nada. Él no da conciertos aquí. Vino por asuntos familiares.

La boda de Julián, celebración anhelada, se juntó con el problema de Margó, drama anunciado. Por eso en la fiesta, la tía más echada para adelante acaparó tanta atención como los novios, aunque lució frágil, vulnerable, indefensa, desvalida, indecisa, amilanada, acongojada, afligida, entristecida, vencida, desengañada, desencantada. Cada cual le puso el adjetivo que mejor le pareció, todos negativos. Cada cual especuló sobre el sitio donde iría a quedarse. Todos opinaron. Que debería vender esas casas por lo que le den pero salir de ellas cuanto antes, que es mejor no venderlas, que en un barrio en guerra ni regaladas, que los paramilitares no se las dejan negociar, que con la operación del Gobierno eso se va a componer, que ya es demasiado tiempo con Flor sola cuidando la casa, que tan confiada la tía, que a Flor se le puede dañar el corazón, que qué será lo que guarda Margó en ese baúl. De Margó a Flor, de esta a aquella. Y los novios apenas despertaron los comentarios precisos aunque se casaban preñados.

Ya salieron de la boda y sigue sin resolverse del todo el problema de la madrina querida de José Luis, principal asunto que él vino a atender. Llegó hace tres semanas y le quedan tres días. Por eso, la ida al barrio es para cogerla de una vez por los cuernos. Julián lo capta y embiste con una última propuesta.

—Hay que ir hoy, no nos queda de otra.

Al oírlo tan decidido, José Luis se llena de ese frío interno que suele pasarle por los brazos cuando se siente frente a algo inevitable pero determinante. “¿Será peligroso?”, se dice en una duda fugaz y recóndita. Se queda mirando al lustrabotas que desliza con velocidad una bayetilla roja de un lado para el otro en su empeño por sacarle más brillo al cuero. Tal operación de limpieza se siente cálida y suave, como un masaje en los pies. Hay una entrega admirable en el gesto del hombre. Le evoca al hermano menor.

—Ignoraba que los restos de Luciano estaban en San Francisco. Menos mal se murió primero que mamá.

—Era lo que ella quería. Se lo oí decir desde que nació. Rezaba para que así fuera. Vivía con miedo de que lo maltrataran o le dijeran mongólico.

—Con razón. Son personas demasiado sentimentales y se dan cuenta de ciertas cosas, así otras no las capten. Luciano las percibía cuando íbamos por la calle, preguntaba que por qué la gente lo miraba raro. Se tranquilizaba y sonreía con la explicación de mamá. Ella me dejó pasmado el día que le dijo que lo miraban porque era muy guapo.

Julián vuelve a parar la lectura, descansa el periódico en sus piernas.

—No sé qué tanto pensaría Luciano sobre sí mismo y su condición, lo cierto es que hablaba muy bien. A algunos no se les entiende nada. Menos mal le enseñamos a comunicarse. –Mira a su hermano–. Ya que dices pasmado, ¡tremenda pasma te dio en el cementerio! ¿Qué te pasó?

—No sé… Es que impresiona ver tanta tumba de la familia. Todos enterrados. Todos juntos.

—Y todos vamos para allá. Ahí iremos quedando. Sin misterio. –Julián regresa a su periódico.

—Yo no. A mí me dejan en Nueva York.

—Lógico. Te han tratado mejor allá. Es un infierno distinto –Julián estira el periódico y sigue mirando las páginas extendidas–, porque qué caos tan berraco esto aquí. La cosa fue seria.

Pasa una hoja. Otra. Ve fotos de casas destrozadas, con las fachadas llenas de huecos, fotos de encapuchados armados, de uniformados también, fotos de gente que llora, de gente que carga heridos ensangrentados, de gente común atrincherada como soldados. José Luis revisa el segundo zapato, lo aprueba, baja el pie de la caja y paga por el servicio.

—Cóbrese de una vez la de él –le dice al lustrabotas que ya ha empezado a cepillar con ímpetu el primer zapato de Julián–. Este señor me hizo acordar de las embetunadas de Luciano –dice al oído de su hermano–. Cómo era de metódico con la limpiada de los zapatos. No se me quita de la cabeza, lo siento cerca, como si estuviera vivo. Será por la ida al cementerio.

—Su tumba es él de alguna manera. –Julián quita la vista del periódico y mira al frente, hacia ningún punto en especial, pensativo–. ¿Te acuerdas de que al principio se volvía mierda? Y volvía todo mierda. Tuvo que practicar mucho para convertirse en el embolador oficial de la familia.

Dolorosa llega la imagen del hermanito por cuyas manos pasaron los zapatos de la casa: los de ellos, los de Violeta, los de Rubén, los de Brenda, los de Teresa, los de la mamá, los del papá y hasta los de Iris. Los devolvía como nuevos. En retribución, cada uno hacía su aporte monetario. Así, con un gesto natural y amoroso, nació el primer trabajo remunerado del niño de la casa, aunque a él nunca se le habría ocurrido cobrar por sus servicios, que cubrían además la organizada de los clósets y la sacada de mugre acumulada de cualquier cosa.

José Luis se deja llevar por los recuerdos. Ve a Luciano metido en un overol de obrero poniéndose guantes plásticos y escogiendo las medias viejas que utilizará para lustrar. El muchacho las separa por el color, que debe ser parecido al tono del betún y estar acorde con el cuero de cada par de zapatos. Extiende los periódicos para no manchar las baldosas. Iris y la mamá sonríen encantadas con el juicio del niño. Pero el papá, Violeta y Julián se alborotan al descubrir las noticias del día forrando el piso del patio. Sentado como está en una banqueta de patas cortas con zapatos de todo tipo rodeándolo, cajas de betún y cepillos, el muchacho deja la impresión de hallarse frente a un oficio bastante tedioso. Sin embargo, se ve a gusto con su obligación, esforzándose por hacer las cosas lo mejor posible. Parece ser el más consciente de su limitación, como si la consciencia del síndrome que padece hiciera parte del mismo. Julián voltea a mirar a su hermano.

—¿Te arrepientes de haber ido al cementerio?

—No, arrepentirme no.

—Según mamá, querías visitar la tumba de papá porque te remuerde no haber venido al sepelio.

—Más que arrepentimiento, era una deuda por saldar.

—¿Y cómo se salda una deuda con un muerto?

—No era con él. Era conmigo. Esa visita me ha hecho pensar que las cosas existen solamente cuando estamos frente a ellas. Yo he estado lejos. Si uno no ve lo que le representa dolor, pues no lo siente. Pero verlo es otra cosa. Se revive.

—Si se trata de algo que no ha sido elaborado, sí.

—Puede ser que no lo haya procesado totalmente y apenas lo esté descubriendo.

—Un buen comienzo para cerrar el asunto.

—Sí, es posible que la visita al cementerio ayude a la liberación total. Quise ir para ponerme a prueba, te lo confieso. Mi papá ha sido como una ausencia que al mismo tiempo ha significado una presencia imposible de evadir. ¿Entiendes?

—Más o menos.

—He llegado a la conclusión de que fui el deshonor de mi padre y soy la tragedia de mi madre. Pero como es irrefutable que nací de ellos, eso los hace responsables, en cierto modo.

—Ja, si lo tienes claro, ¿entonces cuál es la bobada?

—Su cara de ira cuando me echó y sus insultos, eso me quedó de él y no se me olvida.

—Eso sí es bobada. ¡Seguir pegado de eso! No vale la pena. Suéltalo ya. Estás muy viejo para andar como un adolescente.

—Creí que ya no me afectaría.

—Más te vale saldar la deuda completa para que te sientas en paz. Hacer las paces siempre es conveniente. Lo supe cuando aclaré con mamá y papá por qué me les perdí sin avisarles. Por eso pude volver a vivir con ellos.

—Lo tuyo les pareció menos grave, como una travesura de juventud que podían olvidar. A mí no podían admitirme. En el fondo consideraban vergonzoso que no me gustaran las mujeres.

—Eso fue papá. De resto, ninguno se atrevió a decir nada. Nunca oí que comentaran, ni siquiera Rubén. Al contrario, él te defendía cuando en la gallada se atrevían a decir algo. Mientras que a mí me criticaron. Sobre todo Rubén y Tere que preguntaban que por qué volvían a recibirme después de todo el sufrimiento que había ocasionado.

—Es que tú te largaste y a mí me echaron. Papá me ocasionaba un sufrimiento y a ustedes seguramente yo les inspiraba lástima. Conmigo solo podían sentirse solidarios. Así lo interpreto. En cambio tú quedaste como un desconsiderado e insensible. Un irresponsable. Lógico que estuvieran enojados contigo.

—Puede ser. Sí. Fue una embarrada perderme así sin decir nada. Pero tenía mis motivos.

—Te volviste un desaparecido y tú sabes lo que eso significa, sobre todo en un país tan difícil. Yo hablaba con mamá por teléfono y le sentía la angustia. Ese año le cambió la voz. Cada día la oía cavilar en todas las posibilidades. Cuando emigré, me decía que no la llamara tanto porque me salía muy caro. Pero me daba pesar por lo que sufriría con dos hijos perdidos.

—Sentir pesar por los papás es una trampa. Cae uno en hacer sacrificios por ellos, así como ellos dicen que los han hecho por uno, aparte de haberle dado la vida. Y uno sin haber pedido nada.

—El amor tiene una dosis de sacrificio. Es su naturaleza. No hables que vas a ser papá y tendrás otra perspectiva.

—Seguramente caeré en lo mismo y me volveré un papá convencional. Yo que pensaba cambiar el mundo.

—Ya que decidiste tener una familia haz lo posible porque sea diferente. Ahí puede estar el cambio, a menor escala, claro, pero válido.

—Y tú esfuérzate por ponerte en paz con papá, a ver si puedes vivir tranquilo el resto de tu vida.

—Me mortifica más haber faltado al entierro de Luciano. Me di cuenta hoy, lo sentí en el cementerio. Es que solo era tomar un avión y en cuestión de horas estaba aquí. ¿A ti no te pesa?

—¿Pesarme? –Julián hace una mueca de fastidio y regresa al periódico–. Yo nunca he tenido remordimientos por eso –dice malgeniado. Pasa con afán las hojas del diario. No lee–. Hice lo que había que hacer, dos días llevaba salir de donde estaba, primero caminé y caminé, luego monté en bestia, después en chalupa y en bus, hasta que pude coger una avioneta, pero ya había pasado todo y Teresa me dijo que no convenía que me apareciera, que no me dejara ver, ¿qué culpa iba a tener?

—¿Tere hizo eso? Yo no me acuerdo.

—Porque no viniste, porque no fuiste capaz de montarte en ese avión como decías. En cambio yo sí hice el viaje. Apenas llegué al aeropuerto llamé a la Tere y me salió con que sería otra emoción muy fuerte, que no era el momento y que ella me avisaba cuando fuera prudente. No había casa además y ella no podía recibirme en la suya, menos Brenda y mucho menos Rubén. Tica, papá y mamá estaban repartidos. Mi aparición en vez de ser un alivio hubiera sido un problema más, así me dijo. Y me tocó devolverme.

—A nosotros solo nos contó que tenía noticias tuyas. Por lo menos eso le entendí.

—Se comprometió a avisarme cuándo podía venir. Yo le di los datos para que me ubicara y me dejó esperando el aviso. Tuve que quedarme en ese monte queriendo estar acá. Por eso no cargo remordimientos. Pero me atormenté mucho imaginando cómo había sido todo, pensando en Tica en el hospital quemada, con Iris. Imaginando a papá y a mamá en el apartamento en medio del incendio, a Luciano y su perrita muertos. Fue terrible. Unos días muy difíciles. Sabía que Tica estaba sentida conmigo por no haberle contado que me iría y haberla sometido a meses y meses sin saber dónde estaba, si estaba vivo o muerto. Nosotros nos confiábamos todo. Pero la dejé con la incertidumbre. Por eso le he venido facilitando las cosas. Me he encargado de mamá para que no la joda tanto y pueda hacer su vida. ¿Entiendes?

—Claro, claro, entiendo… Ya que lo mencionas, no entiendo la obsesión de mamá con Tica. Preocupada por su futuro a estas alturas cuando la olvidó en Campoalegre. ¿Te acuerdas cómo le rogábamos que mandara por la niña? Nosotros vamos por ella, le dije un día. Pero no hizo caso.

—No ha querido leer la historia que escribió. Pero le mandó una carta. Yo le ayudé a enviarla por el correo electrónico. –Julián estira las piernas, se mira los zapatos y se levanta del puesto del lustrabotas–. Ha rendido el día.

—Aún nos quedan cosas por hacer. –José Luis también abandona el asiento.

—Aquí dice que eso sigue militarizado allá. –Julián lee mientras camina–. Se creó un comando, un puesto de Policía. Oí los nombrecitos que los generales les ponen a sus batallas: Invierno, Verano, Lejanías, Ébano, Gorrión, Futuro, Coronel, Fortuna, Hoguera, Urano, Cóndor. Mira estos gráficos, son los últimos reportes de las operaciones en la comuna.

Los gráficos sintetizan las diez intervenciones del Ejército, seis de ellas en el barrio de Margó, el más perjudicado. En febrero, en abril, en mayo, en junio, en agosto, en octubre, en noviembre. Dice que la de mayo, sangrienta, costó la destitución a su comandante ya que para entonces se reportaban quinientos muertos en total, y que la que acaba de pasar ha sido la peor porque mil uniformados de todas las fuerzas, apoyados con mercenarios de las autodefensas, embistieron seis barrios, ocasionaron un fuego cruzado que mató un número incierto de habitantes e hirió a cientos, y como solo pudieron dar de baja a cinco guerrilleros, y en cambio perdieron a seis tenientes, apresaron doscientos civiles, todos sospechosos, según dicen. Las cifras están en el periódico. Cifras rotundas, para evaluar la magnitud de los hechos, convencerse de su gravedad, aproximarse a la realidad de un barrio que José Luis habitó y ha tenido a miles de kilómetros de distancia por décadas. Los desplazados de la violencia rural que emigraron hace más de medio siglo a la urbe ahora tienen que pasarse de un barrio a otro dentro de la misma ciudad. De esa manera esquivan las ráfagas de las armas de largo alcance de los diversos bandos, la lluvia de proyectiles de los helicópteros artillados, la llegada de la guerra ancestral del campo a la cabecera de una ciudad de renombre. Es un desplazamiento intraurbano, dicen los académicos que categorizan y nombran a su manera los fenómenos sociales. Y el mismo ocurre a pocos minutos de donde ellos se encuentran. Mientras caminan hacia la parada principal del metro comentan los sucesos.

—Los escuadrones de soldados y de policías se metieron en secreto. A los tres meses tuvieron que reconocer que estaban ahí, cuando fue atacado el vehículo donde el alcalde iba a inspeccionar la zona porque los asesores dizque le recomendaron dar la cara a los millones de ciudadanos bajo su responsabilidad. Bobos. No se han dado cuenta de que así sean Gobierno, ese es un mundo aparte, justamente porque está atrapado en el desgobierno.

A la entrada de la estación, Julián arroja el periódico en una papelera. Ya es basura, aunque no ha sido basura lo leído. Los dos pasan los torniquetes con la tarjeta de Julián. Sin afanarse, alcanzan el tren que sale y a esa hora tiene asientos vacíos.

—Claro que si el Gobierno tomó el control habrá menos peligro.

Al oír a su hermano, Julián, que es más joven, lo mira como un padre que se conmueve ante la inocencia del hijo.

—Hombre, cómo se nota que no vives aquí.

—Lo que recuerdo de ese barrio y sus alrededores es que todos los días la gente salía a trabajar cuando apenas estaba amaneciendo. Como mi papá, como mi madrina. Ella no tenía obligación pero estaba esclavizada con sus obras de caridad. Me decía “es que con tanto necesitado al lado cómo se queda uno tranquilo”. Llegaba agotada, a veces llorando y sin ganas de comer por las historias que se encontraba. Un día, al verla así, le cuestioné su aventura. Entonces me llevó con ella, que para ayudarle, y me hizo cambiar de idea.

—Tanto altruismo y abnegación y de nada le sirvió. Es que uno se equivoca en la vida. Mejor dicho, se la juega y a veces pierde. Yo empecé a dudar cuando vi que por hacer el bien se hacía el mal. No te imaginas cómo se abusaba de los campesinos. Eran los que pagaban pues quedaban en la mitad de guerrilleros y Ejército. Y la guerrilla les hacía daño, así fuera sin intención. Por eso me decepcioné… Claro, también me dio rabia la manera como me abandonaron cuando me quebré el pie. Tú sabes esa historia.

—A medias. Por boca de otros. Creo que nunca te la oí.

—Creí que te la había contado… Tuvimos que salir corriendo. Me tiré por un despeñadero, como de diez metros, que iba a dar a un charco. Fue tremenda la sensación de caer en esa agua cristalina. Más intensa que el susto de la persecución y el rumor del helicóptero del Ejército que sobrevolaba el campamento. Solo después me di cuenta de que un pie dio contra una roca adentro. No sentí dolor. Me acordé de la finca y de cuando Iris nos enseñaba a saltar desde la piedra alta en La Hundida… ¿A vos también te enseñó?

—Claro, hacía lo mismo con todos. Primero nos advertía que no le contáramos a mamá. Por eso creíamos que éramos los únicos.

—El agua me salvó, haberme tirado al charco. El dolor en el pie vino después, cuando salí y empecé a correr. Como a los veinte metros me cogió un dolor tenaz. Me metí en un matorral y me quité el zapato. Cuando volví a ponérmelo no me servía, ya el pie estaba hinchado. Un compañero que fue capaz de tirarse al agua conmigo llegó y me sirvió de muleta. El comandante solo me dijo: “Como usted es de familia de plata, que ellos le paguen los gastos porque nosotros no podemos, váyase a que lo cuiden allá”. Me sentí traicionado. Pero me dieron la posibilidad de no volver. De alguna manera me habían echado. Me facilitaron las cosas porque yo ya tenía la sensación de estar metido en algo que no iba por el camino que había imaginado. Pero era solo una sensación. No sabía cómo explicar lo que me pasaba y así no podía hablar con los comandantes. Con ellos había que tener razones de peso, argumentos, y no los tenía. Era como si ellos fueran por una ruta y yo por otra. Fue difícil reconocerlo, implicaba aceptar la derrota, después de haber apostado todo. Dejé empezada la universidad, abandoné la familia, una novia…, ¿te acuerdas de Lina?…, y todo para nada. Para sentirme vigilado todo el tiempo, sin un peso en el bolsillo y sin saber cómo salir vivo. Estuve a punto de desertar. Y me pasó el accidente. Me costó este pie que me hace cojear a veces, pero no la vida. Siquiera, porque al poco tiempo el comandante del frente nuestro tuvo que entregarse a las autodefensas. Lo tuvieron preso varios meses dudando si lo mataban o no, y al final no se la perdonaron.

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