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Por lo tanto, el adulterio se elabora en Dos mujeres desde una perspectiva subversiva que lo propone como fuente de amor sublime y virtuoso. Así, Catalina afirma: “El adulterio, dicen, es un crimen, pero no hay adulterio para el corazón” (127). Este contradiscurso comparado con el de Jean-Jacques Rousseau y otros románticos que, a pesar de su rechazo de los valores de la sociedad mercantilista reafirmaron la noción convencional de “lo femenino”, pone de manifiesto un acto de apropiación de la estética romántica desde una perspectiva feminista en la cual se presenta una dicotomía entre “lo dicho” (aquellos valores éticos que el orden patriarcal dictamina) y “lo sentido”(aquello que los seres humanos realmente viven en su necesidad espiritual y no social de amar). Mientras en dicho orden el romance apasionado de Carlos y Catalina resulta un escándalo inmoral, dentro de esta concepción del amor, posee una dimensión espiritual que otorga a ambos personajes una cualidad sublime. En este sentido, entonces, la transgresión del código moral se plantea como la única alternativa para superar las imperfecciones de una sociedad no solo pragmática sino también injusta con las mujeres.

Dentro de este contexto romántico que subraya lo individual y sentimental agregando un margen feminista, se modifica también el estereotipo de la mujer fatal en un imaginario androcéntrico en el cual se le atribuye a la imagen, los rasgos malévolos de la dame sans merci que hace sufrir a los hombres de manera malévola mientras la figura de Don Juan constituye un modelo admirable de la masculinidad. Demás está agregar que la celebrada sexualidad de Don Juan adquiere, en el caso de la mujer fatal, las oscuras tintas de la perversidad.

A primera vista, Luisa en su pureza y abnegación sería, en un texto folletinesco, el símbolo del deber-ser en oposición a Catalina, antítesis subrayada por el típico contraste entre mujer rubia, inocente, sumisa y angelical y la mujer morena, libertaria y, por lo tanto, demoníaca. Sin embargo, Gómez de Avellaneda desde su perspectiva feminista, rechaza esta dicotomía arquetípica propia del patriarcado que, en la tradición cristiana, asume la forma de la Virgen María versus Eva la pecadora, para hacer de sus personajes femeninos dos figuras que representan a la mujer dentro de dos situaciones existenciales diferentes: Luisa que acepta dócilmente tanto el ser como el deber ser impuesto por la sociedad patriarcal y Catalina, quien, en una posición de rebeldía, rechaza dicho orden para forjar su propia identidad.

La caracterización convencional de Luisa entregada en un tono irónico por parte de la narradora, pone de manifiesto una estaticidad y modalidad hermética de la existencia que, al ser contrapuesta a la complejidad subversiva de Catalina, constituye, para la ideología de la autora, lo que la mujer no debería ser. Si analizamos el prototipo de la mujer sumisa como un mito en el sentido que Roland Barthes le asigna (es decir, una conceptualización y significación del mundo motivadas por la necesidad de mantener el orden dominante), los rasgos altamente positivos de Catalina resultan excéntricos con respecto a dicho Orden y proponen un nuevo modelo para la mujer cancelando no solo la estructura binaria del deber ser y el no-deber ser sino también la identidad adscrita de un ser configurado para la mujer por los dispositivos patriarcales10. Sin embargo, en una época en la cual recién se inicia un primer movimiento feminista, la autora solo puede limitarse a asignarle a este nuevo modelo de mujer, rasgos identitarios masculinos. Por esta razón, en la novela se añaden contradiscursos que están muy lejos de ser deconstructivos.

En un proceso de inversión de las normas textuales, Catalina se caracteriza como un héroe romántico. Su imaginación y sensibilidad excepcionales en una sociedad que ha sacrificado lo espiritual en aras de la razón y el utilitarismo la hacen descubrir la problematicidad de su propia existencia. En vano se retira del mundo para identificarse con los personajes de Rousseau y Goethe y abandona la ciudad para retornar a la naturaleza —ámbito que exalta su necesidad de amar como único modo de trascender espiritualmente—. Sin embargo, pronto descubre que la evasión tampoco es una verdadera respuesta para su subjetividad y se reincorpora a la sociedad escindiéndose entre un ser y un parecer; su desengaño, entonces, se ahoga en la mentira del placer banal asumiendo conscientemente esta degradación que ella define de la siguiente manera: “(...) volvía a lanzarme en el mundo; no ya para pedirle amor, felicidad, justicia, verdad, sino un opio de placeres y riqueza que me adormeciera. Volví a él para oscurecer entre el vapor de sus pantanos, el funesto destello de mi inteligencia; para quebrantar en su frente de bronce el dardo punzante de mi sensibilidad” (93). Catalina, como un típico héroe romántico, está marcada por la agonía, la rebeldía y la marginalidad y al comparársela con “una gran torre que se desploma” y “un vasto incendio que devora grandes edificios” (93) está condenada al desastre y la fatalidad. Agregando un margen genérico al fatum romántico, la causa de su caída se debe a su inteligencia —elemento prohibido para la mujer de la época— (“mi misma inteligencia, ese inapreciable don que nos acerca a la divinidad, era para los espíritus medianos una cualidad peligrosa, que tarde o temprano debía perderme”, 92). Para los otros, ella es una de “esas mujeres hombres que de todo hablan, que de todo entienden, que de nadie necesitan” (51), un ser rechazado por una sociedad que concibe la genialidad, el talento y el vigor creativo como atributos masculinos innatos. Por lo tanto, Gómez de Avellaneda reconfigura al típico héroe romántico centrando la marginalidad de Catalina en la esfera de las diferencias genéricas establecidas por las construcciones culturales de la época.

Sin duda, Catalina es, en muchos sentidos, una proyección autobiográfica de la autora, no solo por su insatisfacción espiritual11 con respecto a los valores de su sociedad sino también por su saber que la hacía comprender que el rol exclusivo de madre y esposa mutilaba la posible agencia y autonomía de la mujer.

Por otra parte, la caracterización de Carlos ofrece una contra-imagen de la noción patriarcal de la masculinidad. En su calidad de personaje aún no corrompido por la sociedad, se caracteriza como inocente, sentimental e indeciso (Picón Garfield, 117-118). En un contexto cultural de una pronunciada escisión entre hombre y mujer, la feminización de Carlos parece ser, más bien, una utopía —esa proyección imaginaria que se engendra a partir de la insatisfacción hacia el orden imperante en una subjuntividad anclada en la desesperanza—. Transgrediendo el estereotipo del modelo masculino, Carlos siente admiración por el intelecto y la independencia de Catalina (Pastor, 138) en un espacio social donde ocurre exactamente lo contrario y esta admiración corresponde, más bien, a un deseo utópico. Gómez de Avellaneda estaba muy consciente de las asimetrías genéricas creadas por un sistema que siempre ubicaba “lo masculino” en el polo positivo de sus binarismos. Desde su perspectiva feminista, no solo denuncia estas asimetrías sino que también propone que la mujer se libere de las prescripciones patriarcales y cruce el umbral del ámbito masculino para desarrollar su intelecto que le permitirá un conocimiento del mundo y de su situación subalterna para lograr una libertad de pensamiento que contribuirá a su independencia. En este sentido, su ideología concuerda con el primer movimiento feminista que abogaba por la educación de la mujer sin tomar en cuenta otros factores como su participación activa en la política, la economía y la cultura.

El haber cruzado el ámbito intelectual masculino le permite a Catalina reflexionar:

Sí, momentos hay en mi existencia en que concibo el placer de las batallas, la embriaguez del olor a pólvora, la voz de los cañones; momentos en que penetro en el tortuoso camino del hombre político, y descubro las flores que el poder y la gloria presentan para él entre las espinas que hacen su posición más apacible… Pero ¡la pobre mujer, sin más que un destino en el mundo! ¿qué hará, qué será cuando no puede ser lo que únicamente le está permitido? (94).

Catalina, fuera de los paradigmas que definen la noción de “lo femenino”, es un excedente suspendido de los encasillamientos genéricos y a la vez, muestra una alternativa para el rol mutilador de madre y esposa. De este modo, al núcleo de la agonía romántica experimentada por el héroe romántico y su rechazo de los valores de una sociedad degradada, la autora inserta el elemento genérico.

El destino social que comparten ambas mujeres hace de ellas seres igualmente infelices, concepción que anula, en forma definitiva, la oposición folletinesca entre la virtuosa y la pecadora. Es más, la decisión de sacrificarse por la felicidad de la otra constituye un acto de solidaridad que contrasta con la homosociabilidad entre los hombres12. En esta, las relaciones sociales se establecen en el ámbito de la competencia, la conveniencia y la lucha por el poder mientras en el caso de Luisa y Catalina, la sororidad responde a un afecto y empatía hacia otra mujer en el espacio subalterno de una genealogía femenina. Además, el hecho de que Catalina rechace el ofrecimiento de Luisa de dejarla ir con Carlos y sea ella quien decida alejarse no constituye ninguna “victoria” en la noción masculina del triunfo. Luisa ya no será feliz en su matrimonio con Carlos y se resignará a una existencia vacía en el espacio cerrado de la casa que, en novelas posteriores de escritoras latinoamericanas, tendrá las connotaciones de la tumba de una muerte en vida, como es el caso de La última niebla de María Luisa Bombal.

Es precisamente en el espacio hermético de un cuarto de su casa que Catalina, tras haber trascendido espiritualmente, se suicida asfixiándose. Como si el suicidio fuera, después de todo, el único acto que la mujer puede libremente elegir, la muerte también representa la claudicación ante un orden que no ofrece ninguna salida. Carlos, por el contrario, se reincorpora al orden simbolizado por la institución del matrimonio y aunque no es feliz, encuentra un sustituto para su felicidad en la ambición y el éxito económico logrando, por medio del rol agente asignado a los hombres, una realización para su existencia. Esta asimetría genérica se refuerza en la novela con un mensaje al final para las otras mujeres quienes, según la narradora, deben comprender que “la suerte de la mujer es infeliz de todos modos. Que la indisolubilidad del mismo lazo con el cual pretenden nuestras leyes asegurarlas un porvenir, se convierte no pocas veces, en una cadena tanto más insufrible, cuanto más inquebrantable” (210).

En la vasta producción literaria de Gertrudis Gómez de Avellaneda, Sab y Dos mujeres se destacan por un importe feminista que la autora no siguió elaborando. En septiembre de 1844, Sab y Dos mujeres se retuvieron en la Real Aduana de Santiago de Cuba prohibiendo su entrada en un expediente que explica que “no pueden introducirse por contener la primera, doctrinas subversivas del sistema de esclavitud de esta Isla y contrarias a la moral y buenas costumbres y la segunda por estar plagada de doctrinas inmorales” (Cruz, 52). De manera paradójica y corroborando su progresivo convencionalismo literario que le aseguraba el éxito, Gómez de Avellaneda en la edición de sus obras completas de 1869, eliminó Sab y Dos mujeres por considerarlas novelas de la juventud que no merecían el honor de ser incluidas en la prestigiosa selección de autores españoles. Sin embargo, contradiciendo esta claudicación de parte de la autora, son precisamente estas dos novelas y no sus numerosos textos posteriores los que marcan un hito de apertura que encontrará una resonancia en la trayectoria de la narrativa de la mujer latinoamericana.

NOCIÓN GENÉRICA DEL AMOR Y EL CUERPO ENFERMO COMO SIGNO DESESTABILIZADOR EN LA NARRATIVA DE SOLEDAD ACOSTA DE SAMPER


En una lógica de género en la cual los roles primarios de hombre y mujer se extienden en una vasta caracterología fundada en la estructura binaria que asigna al hombre agencia social, inteligencia, valentía y otros valores que contrastan con las características de la mujer, no es solamente la sexualidad la que se escinde entre lo masculino activo y lo femenino pasivo. Por el contrario, la noción misma del amor se bifurca genéricamente y adquiere diferentes connotaciones de acuerdo a si es el hombre o la mujer quien lo experimenta.

No obstante el Romanticismo se destaca por su énfasis en las historias de amor, este erróneamente llamado “sentimiento universal” es elaborado dentro de una construcción cultural que le implanta una marca de género. En el caso del héroe romántico, el amor es parte de una búsqueda del orden divino y su amada resulta ser el objeto de identificación y la mediatriz para alcanzar la trascendencia espiritual. En otras palabras, el amor hacia una mujer representa la etapa mediatizadora de una trayectoria más extensa cuya meta corresponde a un plano metafísico.

La amada romántica (símbolo de belleza, espiritualidad y pureza) es obviamente la proyección imaginaria de un sujeto masculino que la inmoviliza en su perfección y refuerza su posición de un otro subordinado. Esta situación de alteridad se reitera en el hecho de que mientras el amor para el hombre es solo parte de una praxis más amplia, en el caso de la mujer constituye la única meta de su existencia en la cual no existen las aventuras y desafíos de una trayectoria masculina. Más aún, será solamente el amor de un hombre el que la proveerá de una identidad. En Emilio (1762), Jean-Jacques Rousseau extiende esta preconcepción al ser mismo de las mujeres al afirmar: “Ellas dependen de nuestros sentimientos, del valor que ponemos en sus méritos, de la importancia que les damos a sus encantos y virtudes (…). No es suficiente que sean estimables, deben ser estimadas. No es suficiente que sean bellas, deben agradar. No es suficiente que sean moderadas, deben ser reconocidas como tales” (354).

Desde una perspectiva más contemporánea, Simone de Beauvoir en El segundo sexo (1949) —texto señero en el pensamiento feminista— señala:

Una criatura inesencial es incapaz de sentir el absoluto en el centro de su subjetividad; un ser condenado a la inmanencia nunca podrá encontrar una auto-realización en sus propios actos. Aprisionada en la esfera de lo relativo, destinada a un hombre desde la niñez, habituada a ver en él a un ser superior que ella no puede igualar, la mujer que no ha reprimido su derecho a la humanidad soñará con hacer trascender su ser hacia uno de estos seres superiores. No existe otra alternativa para ella que perderse en cuerpo y alma en aquel que para ella representa lo absoluto y esencial (713).

La división genérica patriarcal ha adscrito al hombre la trascendencia (de “trans” que significa “más allá” y “cado”, “escalar”). Trascender conlleva el significado de ir más allá, de pasar de un ámbito a otro ámbito más alto y superior. Este término es el significado contrario de la inmanencia que corresponde a permanecer en un mismo lugar y dentro de sí, en un ser y un actuar cerrado en sí mismo y por lo tanto, limitado. Como demuestra Simone de Beauvoir, la mujer en su lugar de un otro subalterno está condenada a la inmanencia, a los cercos de su rol doméstico que le impiden trascender en un afuera y sin otra alternativa que sublimar su deseo de trascendencia en el sujeto masculino que es también, para ella, el absoluto.

El rol primario de madre y esposa en la infraestructura patriarcal implica entonces no solo la dependencia económica sino también una dependencia existencial e identitaria.

Dentro de la estética romántica, el sema de la mujer como “puro corazón” se enlaza a “la fragilidad femenina” de la estructura binaria básica y por consiguiente, se postula que ella posee un corazón débil y sublime. Ella es el ángel del hogar quien cultiva su propia fragilidad con severas dietas y polvos de arroz que hacen de la tez, un pálido semblante. Corazón débil y santo que debe erigirse sobre un pedestal, según Augusto Comte, etéreos reflejos de Ofelia, Julieta y Mimí que el discurso científico del siglo XIX calificará como similar a las razas inferiores de acuerdo a la teoría de Charles Darwin en The Descent of Man (1871). Al dato científico de que el cerebro de la mujer pesa menos que el del hombre, se añade la creencia de que posee un corazón más grande y Herbert Spencer en su Estudio de sociología (1873) concluye que esta es la causa por la cual la mujer no posee el poder abstracto de la razón mientras Augusto Strindberg en “La Revue Blanche”(1895) asevera que la menstruación y la pérdida periódica de fluido nutritivo termina atrofiándole el cerebro. En esta nueva construcción cultural del signo mujer bajo la influencia de estudios científicos, la fragilidad femenina deviene en enfermedad y se perfila como parte de la idealización folletinesca que erotiza anulando, simultáneamente, toda expresión de poder (Dijkstra, 25-63). De esta manera, el desmayo femenino en brazos del amado no solo apunta hacia la posesión sensual de un cuerpo sino también a la fragilidad y vulnerabilidad de la mujer, tanto en términos físicos como sicológicos que la invalidan13. Por lo tanto, la enfermedad dentro del imaginario romántico es un atributo que embellece al cuerpo sumiso y débil en una metáfora de su lugar subalterno.

El primer aspecto que llama la atención en Novelas y cuadros de la vida sur-americana (1869) de Soledad Acosta de Samper (1833-1913) es precisamente la subordinación bajo la ley patriarcal. En el prólogo escrito por su esposo José M. Samper, este no solo le otorga su aprobación oficial sino que también pone de manifiesto el hecho de que para ser digna hija de su padre, la autora por ser mujer únicamente ha podido prestar servicio a su patria escribiendo novelas.

¿Por qué lo he solicitado con empeño? Los motivos son de sencilla explicación. Hija única de uno de los hombres más útiles y eminentes que ha producido mi patria, del general Joaquín Acosta, notable en Colombia como militar y hombre de estado, como sabio y escritor y aún como profesor, mi esposa ha deseado ardientemente hacerse lo más digna posible del nombre que lleva, no solo como madre de familia sino también como hija de la noble patria colombiana; y ya que su sexo no le permitía prestar otro género de servicios a esa patria, buscó en la literatura, desde hace más de catorce años, un medio de cooperación y actividad (12).

“Dos palabras al lector” es el marco de la autoridad masculina que legitima su escritura a través de la figura del esposo y del padre como fuente de inspiración. La escritura de Acosta de Samper responde, por lo tanto, no a su talento artístico sino a la necesidad de un sustituto para otras actividades que pudo haber realizado si hubiese nacido hombre.

El acto de acatar las leyes de la subordinación patriarcal trasciende, en la escritura de Acosta de Samper, al plano literario pues en su modelización de la condición femenina, claudica, en primera instancia, al modelo masculino de la heroína romántica. En su introducción a “El corazón de la mujer (Ensayos psicológicos)”, la autora define a la mujer como un ser que siempre ama “sea un recuerdo, una esperanza ó la ideal fantasma creada por ella misma”(239) cuyo corazón es “un arpa mágica que no suena armoniosamente sino cuando una mano simpática la pulsa” (237). La metáfora del instrumento musical mudo y sin acorde alguno, a menos que el sujeto masculino le infunda movimiento y armonía, pone en evidencia el concepto patriarcal de que la esencia misma de la mujer está determinada no simplemente por el amor que ella pueda sentir en un rol de agente sino, más bien, por el hecho de ser amada, determinismo existencial que hace de ella un “carbón petrificado” o “un ser angelical que perdona a todo el mundo en cambio de los dulces sentimientos con los que alguien embelleció su existencia” (236). Es más, siguiendo los presupuestos de la hegemonía masculina que atribuye al hombre, el intelecto y a la mujer, la intuición, Acosta de Samper asevera: “El hombre siente, se conmueve y comprende el amor, el corazón de la mujer lo adivina antes de comprenderlo” (239).

Sin embargo, a estas preconcepciones androcéntricas, la autora añade otros conceptos que, sin duda, modifican la mistificación romántica al postular a la mujer como un ser condenado al desengaño de una realidad que la aniquila y hace de su vida, un constante sufrimiento (“Tiene cuatro épocas en su vida: en la niñez vegeta y sufre, en la adolescencia sueña y sufre, en la juventud, ama y sufre, en la vejez comprende y sufre”, 239). Frente a la reiteración del sufrir en todas las etapas de la vida de una mujer, cabe preguntarse por qué sufre: ¿por el trato que le daban sus padres cuando niña?, ¿por el abandono del hombre amado?, ¿por la indiferencia del marido para quien el amor es solo un elemento complementario de una vida llena de actividades?, ¿por las infidelidades de su esposo?, ¿por los golpes que le daba en una sociedad que aún se regía por la ley medieval que decía que el marido podía golpear a su esposa siempre que no le causase la muerte? Acosta de Samper no explica por qué la vida de la mujer está anclada en el sufrimiento, pero sí señala que la mujer debe enmascarar su sufrimiento por el deber social de las buenas apariencias. La autora define estos procesos de internalización y sofocamiento al declarar:

Las mujeres no tienen derecho a desahogar sus penas á la faz del mundo. Deben aparentar siempre resignación, calma y dulces sonrisas, por eso ellas entierran sus penas en el fondo de su corazón, como en un cementerio, y á solas lloran sobre los sepulcros de sus ilusiones y esperanzas. Como el pária (sic) del cementerio bramino (de Bernardin de Saint Pierre), la mujer se alimenta con las ofrendas que se hallan sobre las tumbas de su corazón (239).

De este modo, el margen genérico añadido a la concepción romántica de la mujer se engendra desde una especificidad femenina que ya no tiene su fundamento en una noción patriarcal sino en la perspectiva de mujer que la autora infunde en sus textos.

Silencio, soledad y sepulcro son los signos que Acosta de Samper agrega a la figura consagrada de la heroína romántica modificándola de manera tangencial, insertando márgenes que, a través de una mímica subversiva, plantean una problemática femenina sin voz ni voto en el devenir histórico. Lo interesante es que estos mismos márgenes constituyen en sí una clausura pues representan la mutilación de una subjetividad femenina sin otra alternativa que el sufrimiento. Si el héroe romántico está configurado por el principio de la actividad, ya sea a nivel espacial o en la zona de su propia interioridad que lo impulsa a iniciar una búsqueda, en los textos incluidos en Novelas y cuadros de la vida sur-americana, se da una no-búsqueda en una negatividad que hace del anhelo o la insatisfacción, un estado inmóvil que solamente se resolverá pasivamente con la llegada fortuita del amor. Ser amada equivale, en el contexto de las relaciones genéricas, a ser elegida por el sujeto masculino y esta dependencia existencial cerca y hermetiza también otros espacios ya que el amor, para la mujer de la época en su carácter inmanente e inesencial, es un fin en sí mismo, la meta centrípeta que la acerca al absoluto masculino.

Como señala Julia Kristeva, el amor experimentado por los hombres es un resorte de otros centros que revierten finalmente a un narcisismo primario que es parte del proceso de identificación del yo. En su análisis del amor cortés y otras historias de amor en la tradición de occidente, únicamente la figura de Don Juan subvierte este proceso al hacer de la seducción, algo provisional y sin objeto suplantando la trascendencia del yo por el juego barroco, el goce y la pasión absoluta. A diferencia de la experiencia masculina del amor, la vivencia de la mujer se concentra en sí misma ya que no posee otras esferas de acción y la pérdida del amor se transforma en sinónimo de hermeticidad y muerte.

En este sentido, la disposición circular de “Teresa la limeña (Páginas de la vida de una peruana)” funciona como índice de la modalidad hermética de la subjetividad femenina. El relato se inicia en el momento en que Teresa, encerrada en su cuarto, contempla en silencio y desde el balcón, el movimiento de la gente en la playa de Chorrillos poblada de aves y lobos marinos. El cuerpo de la protagonista es el signo visible de su circunstancia patética al describírsela de la siguiente manera: “Una larga y penosa enfermedad había velado el brillo de sus ojos y daba una languidez dolorosa a sus pálidas mejillas, su abundante y sedosa cabellera, desprendida, se derramaba sobre sus hombros con un descuido e indiferencia que indicaban sufrimiento” (74). El espacio oscuro y cerrado del cuarto en contraposición a un afuera de olas, diversión y música simboliza la aniquilación de la existencia que solo adquirirá algún sentido en el movimiento regresivo de la memoria. Y el relato mismo cuando deja de nutrirse del recuerdo, se cierra en un anti-desenlace circular representado por la figura de Teresa aún a oscuras y en silencio frente al balcón de su habitación, ahora cercada por una noche oscura en la cual la luna, como elemento típico del escenario romántico, ha sido borrada.

Desde una perspectiva feminista, esta oscuridad es el correlato objetivo de la ausencia de horizontes o alternativas para una subjetividad femenina condenada a la inmanencia por su único rol en la reproducción biológica y no en la producción económica o cultural.

El relato entregado desde la memoria sigue, en esencia, las instancias cardinales del folletín amoroso puesto que se estructura a partir de la fantasía del amor, el desengaño de la realidad, la espera del amor y el enfrentamiento con el amor imposible. Tanto Teresa como Lucila construyen sus ideales a partir de la lectura de novelas románticas y cada una debe confrontar sus sueños con una realidad que contradice el modelo ficticio del hallazgo milagroso del amor. Se produce así el desengaño, experiencia que, para Acosta de Samper, constituye el accidente inevitable de toda inspiración espiritual. Teresa en Lima se enfrenta con “la yerta realidad” (91) de una aristocracia utilitaria y banal mientras Lucila permanece en el páramo solitario de la casa de sus padres en la provincia francesa.

El paralelismo en la vida de las dos adolescentes funciona como recurso de intensificación del conflicto. Si Lucila deambula sin sentido por los anchos pasillos del caserón, Teresa, en las ruidosas y elegantes fiestas de la aristocracia limeña, se siente “impelida al vaivén de la vida sin objeto” (101). Se produce así la total desarmonía entre lo vivido y lo deseado/imaginado, entre el ser influido por los modelos literarios producidos por la imaginación androcéntrica y una realidad patriarcal que le impone el amor como única meta de la existencia. Esta inadecuación esencial hace a Lucila afirmar: “Para mí la vida es como la de una planta á la sombra de un murallón y que tiene por horizonte un pedregal” (151). Por otra parte, la insatisfacción espiritual de Teresa se describe como un “sentimiento de dolor incierto, vago, muchas veces sin nombre, (que) echa una sombra duradera sobre el espíritu y el corazón” (146).

Naturaleza sofocada y misterio umbroso son así los signos metafóricos de la inefable agonía producida por la aspiración insatisfecha del amor que, a nivel del cuerpo, se expresa a través de extraños nerviosismos, rostros pálidos e inexplicables enfermedades. El cuerpo deviene, así, en depositario visible de una angustia que se reprime en la zona convencional y pública de la sociedad y en el lenguaje mismo. También es, en sentido metonímico, un corazón en el cual se da, de manera indisoluble, lo espiritual y lo físico14. Y como perfil tangible del vacío, este empieza a descorporalizarse en el caso de Lucila cuya historia funciona como índice prefigurador del destino de Teresa. En una de sus cartas, le cuenta: “Si me vieras ahora tal vez no me conocerías, el rosado de mis mejillas ha desaparecido completamente y estas, si no han desaparecido, han desmedrado tanto que al través de la cútiz (sic) casi se ven los huesos, en cambio mis ojos se han agrandado y los rodea una sombra azul” (154).

No obstante el cuerpo expresa lo inefable en el lenguaje, la subjetividad femenina permanece en una pasividad y una no-búsqueda en la cual la agencia activa se sustituye por la duda. Refiriéndose a Teresa, la narradora dice: “Amar y ser amada era su delirio, el ideal de su vida, único sentimiento que creía podía llenar una existencia, y sin embargo, no había podido lograrlo. ¿El amor como ella lo comprendía sería acaso una mentira? Jamás lo había visto en otro corazón; nunca se le había presentado en todo su esplendor entre los seres que había conocido. ¿Acaso su suerte sería la de correr tras una quimera?” (159).

La quimera, sin embargo, se hace una realidad con la aparición de Reinaldo y Roberto, personajes que, en la típica intriga amorosa del folletín, son los agentes activos de sucesivos encuentros y desencuentros. Los relatos paralelos y en contrapunto ahora se bifurcan en función de un amor imposible que adopta dos modalidades diferentes. En el caso de Lucila, Reinaldo solo sabe de su amor en el instante en que ella muere mientras que Roberto y Teresa viven plenamente su idilio hasta ser separados por la ambición del padre de Teresa, la envidia de Rosa y el orgullo de Roberto.

De este modo, el leit-motiv del amor imposible conlleva la retórica de “lo que no pudo ser” y “lo que no pudo seguir siendo”, modalidades que se resolverán en la muerte y en la muerte en vida respectivamente. Dada la escisión genérica del amor y su importancia centrípeta para la mujer, no es de extrañar que el sujeto masculino se postule como otorgador de vida, como único sentido en una existencia que, sin el amor de un hombre, se convierte en “una sombra que no deja huella ninguna” (166). Simbólicamente, el beso que Reinaldo da a Lucila moribunda la hace exclamar: “Morir así rescata una vida de sufrimiento”(190). Por otra parte, el amor de Roberto hace a Teresa vislumbrar una armonía que se troncha cuando se produce la separación y su existencia se convierte en una “calma estancada” (223), en muerte “árida y desnuda” (223), en “letargo doloroso”(226) producido por “la herida secreta del corazón”(225).

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355 стр. 9 иллюстраций
ISBN:
9789563573305
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