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Mi mejor amigo

Con quince años mi padre me dijo que íbamos a mudarnos del estado de Washington a Gaines2ville, en Florida, porque allí estaba el mejor entrenador de natación del país: Randy Reese, del Florida Aquatic Swim Team.

Recuerdo estar sola en mi habitación y pensar: «¿Cómo? ¿Por qué dejar nuestra casa como si nada por algo que se llama FAST? ¿Por qué cambiar los árboles, las montañas, la lluvia y la vegetación del noroeste por una franja de arena y caimanes?». No conocíamos a nadie en Florida. Nunca había estado allí. Las únicas cosas que me importaban estaban en la piscina: las únicas personas en las que confiaba o a las que quería, la única vez en mi vida que me sentí bien, el único lugar en el que me sentía como algo más que una hija. ¿Y por qué me había dicho que nos mudábamos por mí? Yo no lo había pedido. ¿Por qué iba a hacerlo?

Me encantaba el entrenador de natación. Era el único hombre en mi vida que se portaba bien conmigo. Es el hombre que me explicó durante el entrenamiento por qué tenía sangre resbalándome por la pierna y qué tenía que hacer al respecto cuando pensé que me estaba muriendo de cáncer. El hombre con el que entrenaba seis horas al día seis días a la semana para ganar. Él me ayudó a corregir mi brazada. Me animaba cuando me cansaba. Me cogía en brazos cuando ganaba y me pasaba el brazo y una toalla por encima cuando perdía. Cuando le pregunté a mi padre que qué pasaba con Ron Koch, me dijo que nadie sabía quién era.

Cuando le pregunté a mi madre su rostro se llenó de arrugas de preocupación. Se puso las manos sobre el muslo, una encima de la otra, y me dijo: «Bueno, Belle, han ascendido a tu padre. Es mucho dinero».

Cuando le pregunté si ella quería mudarse a Florida, me contestó: «Dice que te mereces lo mejor. ¡Y allí hace sol, Belle!».

Ciertamente, ascendieron a mi padre a arquitecto jefe de la costa sudeste. Pero eso no fue lo que me dijo él. Me dijo que era un sacrificio que hacían por mí.

Dentro de casa siempre olía a tabaco. De vuelta a la cama pensé en mi mejor amiga, Christie. La conocía desde los cinco años. Comíamos juntas todos los días en los pasillos del instituto. Nos sentábamos juntas en clase de arte y yo anhelaba que todas las clases fueran clases de arte. Había estado de vacaciones con su familia y yo pensaba que ojalá fuera la mía. Me puse a llorar tan fuerte que acabé mordiendo la funda de la almohada hasta romperla.

Así que dejé de ir a una piscina para meterme en otra. Uno podría pensar que el agua es igual en todas partes. Pero no es así. En Florida, el agua del grifo sabe a cieno. El agua de la ducha es extrañamente resbaladiza. La lluvia es tibia y deja un vapor espeso a su paso que asfixia a la gente que no está acostumbrada. El agua del mar está caliente como la orina y la de la piscina está templada incluso en diciembre. Como cuando te estás dando un baño y el agua empieza a enfriarse, pero en una bañera gigante. Los huracanes van a parar a Florida.

Lo odiaba.

Randy Reese apenas me miraba. Había olímpicos en su equipo. Yo intentaba darles alcance, seguirles el ritmo, incluso a veces lo conseguía, pero ni lo mucho que me esforzaba, ni mis tiempos, ni mi peso ni mi lugar en el podio importaban: nunca sentí que formara parte de… su equipo. Cuando lo hacía bien, me mostraba mis marcas en un portapapeles. Cifras. Yo me quedaba ahí quieta, muda y chorreando, esperando un abrazo. Pero él no era así. Antes de los campeonatos importantes nos hacía a todas pesarnos. Si te pasabas, «lametón»: nos daba un golpe con una tabla de poliestireno entre la parte posterior de los muslos y el culo. Un lametón por cada medio kilo. La piscina se había convertido en un espacio para la humillación, por lo que ya no había nada que la diferenciara de mi casa.

Toda promesa alguna vez albergada en mi piel de nadadora, toda esperanza albergada cuando nadaba, empezó a ahogarse. En casa, la presencia y la ira de mi padre dejaban las habitaciones sin aire. En la piscina, el hombre que gritaba desde el lateral nos daba golpes con una tabla de nadar y nunca sonreía.

En el campeonato de natación estatal de mi último año hicimos el mejor tiempo del país en los relevos de 200 yardas estilos. Mientras estaba en el podio con las otras tres chicas, miré hacia las gradas. Mi padre no estaba en ninguna parte. Mi madre olía a vodka, lo notaba desde el otro lado de la piscina. Randy Reese ni siquiera me miró. Pero daba igual, porque Jimmy Carter nos boicoteó y nos arrebató nuestro sueño infantil de convertirnos en nadadoras de renombre, incluida la famosa cantera de ganadores de Randy. No había ya palabra con la que me identificara. Ni deportista ni hija.

Odiaba a Randy Reese. Odiaba a Jimmy Carter. Odiaba a Dios. Y también a mi profesor de matemáticas, el señor Grosz. Pero a quien más odiaba era a mi padre, un odio persistente que fue mutando. Los hombres me habían jodido la vida. Incluso el agua parecía haber renegado de mí.

Pero en ella conocí a un chico diferente a todos.

Estuvo yendo a la piscina conmigo durante aquellos tres insoportables años en Hogtown. Guapísimo, con el cuerpo alargado, igual que los brazos y las piernas, y con unas pestañas muy largas y el pelo también largo. Y tenía la piel tostada, oscura, como los ojos. Y también guardaba un secreto en la piel, pero no relacionado con sus padres.

Este chico, mi amigo, era el mejor estudiante de arte del instituto. Qué digo: era el mejor de los mejores de cualquier instituto; de hecho, era de lejísimos mejor que cualquier persona de Florida que osara llamarse a sí misma «artista». Pintaba, hacía esculturas, dibujaba… Y, cuando lo hacía, absolutamente todo lo que salía de sus manos era increíble.

Cuando me mudé a aquel sitio de mala muerte que era Gainesville, me llamó a casa la primera semana y me invitó a ir con él al río Itchetucknee para recorrerlo montados en un flotador gigante. Qué idioma tan raro el que salía de los agujeros del auricular. ¿Itchetucknee? No tenía ni la más remota idea de lo que estaba diciendo, pero le dije que sí.

El agua del Itchetucknee está congelada; aunque el cauce es estrecho, profundo y tiene corriente. Desde el agua puedes ver ciervos de cola blanca, mapaches, pavos salvajes, patos joyuyos y garzas azuladas. Y serpientes. Pero eso alberga cierta belleza. El Ichetucknee es un río de aguas azules cristalinas que fluye a lo largo de casi diez kilómetros rodeado de hamacas a la sombra y humedales, hasta desembocar en el río Santa Fe. Mi amigo el artista y yo estuvimos tres horas a flote. Me estuvo preguntando sobre mi vida y yo le pregunté sobre la suya. Nos reímos. Disfrutamos al sol como los lagartos. Nadamos como los nadadores después de su sesión de largos. Y al final del recorrido en flotador sentí que lo conocía desde hacía años.

Creo que no mentiría si digo que nos vimos todos los días durante casi tres años, excepto los domingos. Casi siempre quedábamos en el instituto y yo me iba a clase de lengua y de francés y él al aula de arte, y luego comíamos juntos. O nos pasábamos el día entero en el aula de arte. O íbamos a su casa y nos comíamos un sándwich y escuchábamos a Pat Benatar entre un entrenamiento y otro. O nos echábamos la siesta. Casi no tenía vello corporal y tenía la piel suave como el terciopelo.

No sé muy bien cómo expresar lo mucho que lo quería. Pero era un amor con el que no sabía qué hacer. Tonteé insistentemente con él, pero no parecía estar interesado en mí sexualmente. Otros chicos de Hogtown sí parecían querer acostarse conmigo de forma sistemática, incluso en el 7-Eleven; pero él, nunca. Así que me acostaba con chicos de Hogtown. Y seguí intentándolo con las nadadoras. Pero entre el artista y yo no pasó nada.

Y aun así me hizo un vestido espectacular de seda de color borgoña para la fiesta de graduación, con la espalda al aire y unos tirantes cruzados finísimos que iban de la parte delantera hasta cerca del culo. Nadie llevó un vestido tan chulo, y probablemente nunca lo hayan hecho, en ningún lugar del país.

Y me hizo una chaqueta cortita de estilo años cincuenta con las mangas abullonadas usando la parte de arriba de un traje de chaqueta de hombre que dejó a todo el instituto boquiabierto.

Y me cortó el pelo a media melena. La gente se volvía para mirarme.

Y me maquilló (la única vez que me he maquillado en mi vida) y me hizo fotos.

Y el amor que sentía por él creció más y más, pero no tenía donde ponerlo. Simplemente se acumulaba dentro de mí como supongo que se acumula el esperma en los hombres que llevan tiempo sin hacerlo. A veces sentía que iba a desmayarme, pero entonces cocinaba algo que le quedaba riquísimo. Dios… Sabía hacer tarta de queso. Lo único que quería era estar con él. Todo el rato. Olía a manteca de cacao.

Días y días y días y días y días… Seguramente, los más felices de mi vida hasta entonces, a pesar de lo mucho que odiaba Florida.

Entonces, un día, mi madre, borracha, le dijo a la madre de Jimmy Heaney en el pasillo del súper que había escuchado que mi artista era gay. Es decir, la estúpida de mi madre descubrió que mi artista era gay antes de que él mismo saliera del armario. Es homosexual, un homosexual con acento sureño.

Y entonces dejó de hacerlo.

Dejó de llamarme. Dejó de quedar conmigo. Dejó de contar conmigo en su vida.

¿Sabes qué se siente cuando un gay guapísimo deje de quererte?

Es como estar muerta.

La maleta

A veces pienso en que llevo toda la vida siendo nadadora. Todos mis recuerdos se arremolinan como el agua en mi memoria alrededor de los acontecimientos de mi vida. O puede que todo lo que me ha pasado lo entienda mejor si lo visualizo en una piscina grande llena de agua turquesa clorada. Ni siquiera Florida iba a acabar con la nadadora que llevaba dentro.

En la fiesta de graduación eché un pulso con cinco chicos que pronto serían hombres. Perdí una vez. Después de la fiesta nos emborrachamos y nos colamos en la piscina de Gainesville. Estuvimos nadando en pelotas en una piscina olímpica de cincuenta metros, la misma piscina en la que me tiraba nadando dos horas todas las mañanas y todas las tardes. Nunca en mi vida había estado tan fuerte. Parecía uno de ellos. Tenía bíceps, mandíbula y hombros de chico. El pelo no dejaba adivinar mi género. Estaba plana. Cuando llegó la hora del magreo me puse a hacer largos.

Aquel verano se me hizo más largo y húmedo que al resto. El aire era más que bochornoso. En junio empezaron a llegar las cartas. Eran ofertas de becas. Para natación. Visados de salida.

Todas las tardes miraba dentro del buzón. El aire me rajaba los pulmones como una navaja justo antes de abrirlo, y pasaba las cartas rápidamente, todas morralla, con la esperanza de notar un peso diferente. Con la esperanza de partir.

Recibí cinco cartas.

Noté que la primera pesaba, me gustó. Era de Brown. El logotipo rojo y negro de la Universidad de Brown me recordó a la realeza. Lo acaricié con la punta de los dedos y noté su suavidad, el papel presagiaba algo diferente. Lo olí. Cerré los ojos y me lo llevé al corazón. Entré a casa con él y con la sensación de tener algo en lo que creer.

Una vez dentro, lo puse sobre la mesa de la cocina. Lo dejé allí durante toda la cena, que comimos en el salón viendo la tele. Barney Miller. Sentía la sangre en los oídos.

Después de cenar, después de ver Taxi y después de que mi padre se fumara tres cigarros, por fin fue a la cocina; le siguió mi madre y luego yo.

Nos sentamos en la mesa de la cocina como supongo que hacen todas las familias. Mi madre y yo cogimos aire. Mi padre abrió la carta muy despacio, como si le faltara un hervor. La leyó en silencio. Lo miré a sus ojos azules, como los míos. Yo en mi cabeza estaba haciendo largos. Mi madre se sentó a mi lado, borracha, frotándose las manos. Yo intentaba no morderme la lengua.

Y por fin habló. Una beca del 75 por ciento en una universidad esnob. Una escuela para chicas ricachonas y gilipollas. Mi madre miró por la ventana para encontrarse con la noche floridana. Miré el papel con el logo de Brown y mi nombre. Sabía que no era cuestión de dinero. Teníamos dinero. Era más bien lo que dijo mi padre después. Con el cigarro en la boca, me lanzó el humo a la cara formando halos de humillación y me preguntó que si me creía que era especial. Fue como si me estrangularan. Cuando me llegaron a la garganta, me tragué las palabras.

La segunda carta era de Notre Dame. Seguíamos sentados en la mesa, la madre, el padre y la hija. El humo del cigarro confería un halo cinematográfico a la escena. Yo estaba sentada en silencio, era consciente de la tiranía que conllevaba hablar. Mi madre se estaba retorciendo un mechón de pelo, hasta tal punto que yo pensaba que se lo iba a acabar arrancando. ¿Por qué dijo que no? Porque podía.

La tercera carta era de Cornell.

La cuarta, de Purdue.

No.

Sentados en la mesa en una cocina de Florida.

La presencia de mi padre llenaba todas las habitaciones de la casa. Todas menos una. Mi habitación estaba llena de la humedad y la oscuridad de mi cuerpo. Olía a mi piel, a cloro y a marihuana. Las dos ventanas de enfrente fueron durante mucho tiempo mi portal a la vida nocturna de las chicas que huían. Una bochornosa noche de julio, tanto que cualquier niña pequeña se habría ahogado, estando sola en la cama, decidí que me iba. No sabía cómo, pero iba a escaparme. Esa noche me masturbé tanto que acabé con la piel en carne viva. Justo antes de acostarme, visualicé una maleta, la más grande que teníamos. Descansaba silenciosamente en el garaje, detrás de los palos de golf de mi padre y las cajas llenas de vidas pasadas. Era negra y del tamaño de un pastor alemán, lo bastante grande como para guardar la ira de una niña.

El día de los preliminares estatales de ese año, estuve con Sienna Torres en los vestuarios apurando una botella de casi un litro de vodka. Si hubiéramos sido hijos a punto de ser hombres, de fijo que hubiéramos cogido el coche de alguno de los padres para irnos a Canadá. O nos hubiéramos enfrentado a la autoridad por primera vez, sin importarnos el ojo morado. Pero allí estábamos, sentadas en el cemento bebiendo bajo la mirada de asco de unas deportistas afeitadas y obedientes.

Incluso borracha quedé quinta para la final de braza. En la final, una rubia que no conocía con el pelo grasiento y gafas de culo de botella se acercó a mí tras quedar segunda en los 100 metros braza. Mi marca fue 1:07.9. Tenía pinta de porrera. Me dijo que era la entrenadora de la Texas Tech y que, aunque no podía hablar conmigo en ese momento, con el agua y la ira infantil chorreando por mi cuerpo, me llamaría al día siguiente para hablarme de una beca completa. No contesté. Cuando recuperé el aliento miré a mi madre, que estaba en las gradas medio balanceándose, bebida. Esperaba que no se cayera. Mi madre, la única cosa que conocía de Texas, estaba sentada en las gradas farfullando.

Cuando la entrenadora de la Texas Tech me llamó a casa, mi padre estaba en el trabajo. Hablé por teléfono con aquella mujer de pelo grasiento y gafas de culo de botella. Escuchaba el dulce acento sureño de mi madre a mi espalda, enrollándose en mis hombros —como hace la miel con las abejas—, y escuchaba la voz de aquella mujer, y me escuché a mí diciendo que sí. Sí.

¿No sería genial que hubiera sido así de fácil? La voz de una madre allanando el camino para la partida de su hija. Esta nadadora rubia se va al aeropuerto a coger un avión. Ahí os quedáis.

Una semana más tarde, cuando llegaron los papeles que tenía que firmar, mi padre estaba en el trabajo. Los firmó mi madre. Recuerdo quedarme pasmada mientras miraba su mano. Tenía una letra preciosa. Después los metió en el sobre, cogió las llaves del coche y me dijo «vamos» con su característico acento sureño alcoholizado. Nos subimos al coche familiar, de la agencia inmobiliaria, fuimos a la oficina de correos y metió mi libertad en la boca metálica azul del buzón. Sentí que casi la quería.

El resto del mes de julio él se lo pasó cabreado. Y todo agosto. Todos los días, cuando llegaba a casa del trabajo, encontraba alguna forma de llenar la casa de ira, de hacer temblar las paredes con humillación; y, mientras tanto, las mujercitas tragaban y tragaban. Alguna vez llegué a pensar que nos acabaría matando a alguna de las dos. Pero no tenía miedo. Sentía el latido de las paredes con la palma de mi habitación.

Ese verano, durante uno de sus arranques de ira, tiró un plato contra la puerta corredera de cristal. Supuse que lo habría hecho añicos, pero no se escuchó nada. Otra noche me rompió la bolsa de natación y la dejó destrozada; el bañador y las gafas volaron por los aires. Una vez me siguió hasta la puerta de mi habitación. Sentí sus palabras ardiendo en mis hombros. Se quedó en el marco de la puerta. Cuando me volví para mirarlo, estaba temblando de la ira. Y entonces me dijo: «Esto es autocontrol. Me estoy controlando. No tienes ni idea de hasta dónde puedo llegar». Nos miramos fijamente.

Pensé: «Aquí tu hija se larga, hijo de puta».

Pero otras noches se transformaba en un hombre cuyo deseo se retorcía en su interior. Sobre todo a medida que se acercaba mi partida. Una noche de agosto que llovía a cántaros, me sentó en el sofá del salón, me pasó el brazo por encima de los hombros y me masajeó el brazo más alejado con el pulgar haciendo unos círculos espeluznantes. Su voz sonaba más que tranquila. Luego me contó lo que los chicos querrían hacerme: meterme sus sucias manos por debajo de la falda, separarme las piernas y hacerme dedos; sobarme y agarrarme las tetas, y chuparlas. Me dijo que iban a ser asquerosos, con sus manos y sus caderas y su aliento caliente y sus ganas de metesaca. Y lo que harían con su polla. Y yo, sentada a su lado en el sofá, consciente sin siquiera mirarlo del calor que desprendía mientras se tocaba, sintiendo como si me estuvieran pinchando con alfileres, apretaba los dientes, y él me decía que tenía que negarme, que recordar que era su hija y que él era el único hombre de mi vida que me daría las fuerzas necesarias para decir que no.

Yo me decía: «Esto es lo que demuestra que no está bien. Esto es por lo que ha llegado la hora de irse».

Ya había pensado en irme anteriormente. Como una fugitiva. Pero el año en que mi madre intentó suicidarse, cuando yo tenía dieciséis, mi hermana tuvo el coraje de volver del santuario —la universidad— para ver si quería irme con ella. Que viniera y me preguntara de alguna manera bastó para poder sobrellevarlo durante dos años más.

Pensé en los secretos que había ido almacenando en mi cuerpo. La de veces que había salido gateando por la ventana de mi habitación para meterme en un coche. El fuego imparable entre mis piernas. No el suyo. Pensaba en el vodka. Casi ahogándome. Cuando me sentó en el sofá para decirme que era suya, yo ya estaba muy lejos de ser una hija. Una maleta negra tomaba forma y escribía mi historia en mis sueños. Sentía que había una fuerza entre nosotros. Era mi sexualidad, no la suya.

Nuestro enfrentamiento paternofilial tuvo lugar en el garaje una semana antes de irme, junto al coche familiar de mi madre y el Camaro Berlinetta de mi padre. Había ido al garaje a coger la maleta negra. Tenía en mente llevármela a mi habitación y llenarla hasta arriba. Cuando la encontré, deslicé la cremallera y me topé con su boca. Olía a tabaco. La abrí y vi que dentro había dos camisas de mi padre de algún viaje. Me quedé mirándolas hasta que sentí un hormigueo en el cuello. Cogí un trozo de tela de una de ellas y me lo metí en la boca y lo mordí con todas mis fuerzas, tanto que me tembló la cabeza. Luego las cogí y salí a tirarlas a la basura.

Cuando volví, rebusqué en todos y cada uno de los compartimentos de la maleta: un tubo de pastillas de menta; parte del envoltorio de un paquete de tabaco; un peine; dos condones… La levanté y la agité. Por fin estaba vacía de él. Le cerré la boca. Me levanté para llevar la maleta a mi habitación y entonces apareció allí. Lo escuché antes de verlo y, cuando me di la vuelta, estaba debajo de la bombilla del garaje, que se balanceaba solitariamente, con la cabeza iluminada de una forma extraña. Luego se puso a gritar, un rollo lento y absurdo que acabó resonando enseguida como un rugido, igual que el motor de un Camaro Berlinetta. Me llamó puta, nombró mis pecados, enumeró todos mis errores, mis defectos y mis comportamientos vergonzosos, todas las cosas malas que me habían acabado arrastrando a ese momento entre padre e hija.

Puede que todo fuera verdad. Puede que tuviera razón. Puede que, como él decía, acabara siendo una puta fracasada. Pero era buena nadando. Y él no.

En un momento dado, me cogió del brazo; aunque sentí cómo se me iba formando un moratón, no solté el asa de la maleta. Si hubiera querido, podría haberle dado con ella en la cabeza en cualquier momento. Por alguna razón, esa noche, mi remordimiento y mi miedo de niña habían desaparecido. Me imaginé que era un niño, el hijo de otra persona. No tienes ni idea de hasta dónde llegaré, hijo de puta.

Lo miré a los ojos. Azul sobre azul.

Noté que se me ensanchaban los hombros y que se me pronunciaba la mandíbula. Tenía la adrenalina a mil por hora, como antes de una carrera. Nada de lo que me dijo hizo que me viniera abajo. Y creo que se dio cuenta, porque cambió de rumbo y empezó a hablar airadamente de lo que le estaba haciendo a mi madre. ¿Es que quería que mi marcha acabara con ella? ¿Como la mierda de mi hermana, que era una egoísta? ¿Así era yo? ¿Una puta egoísta que quería acabar con mi madre? ¿Pensábamos mi hermana y yo, unas gilipollas engreídas, que éramos superiores al resto?

Sí, mi hermana y yo éramos unas egoístas. Queríamos nuestra propia identidad. Ni la ira ni el amor iban a detenernos. Eso fue lo que dije.

Que

te

jodan,

gilipollas.

Volví a decirlo, más alto, y una vez más, hasta que acabé gritándolo, a pleno pulmón de nadadora. Entonces le dije: «Quítate de en medio, sádico de mierda», y columpié la maleta hacia atrás. Todo él se cernió sobre mí, alzó el puño, con los nudillos blancos y la cara roja, y apretó los dientes y los ojos, esos ojos de padre llenos de ira…, e hice lo que estaba destinada a hacer. Me incliné hacia él hasta estar lo más cerca posible de su cara y le dije que lo hiciera, con la maleta en guardia.

Soné igual que él.

Parecía que estábamos a punto de morir. Pero lo único que me hizo falta para salir de allí era mi propio cuerpo. Lo escuché resollar detrás de mi imponente espalda. Y me planteé qué pasaría si me diera un puñetazo en la parte de atrás de la cabeza. Pensé que podría soportarlo.

Me llevé la maleta a mi habitación. Entré, cerré la puerta y me quité la ropa. Olía a cloro y a sudor. El calor veraniego se colaba por la mosquitera de la ventana. Apoyé la cabeza en la almohada, expectante. Oí un coche pasar. Oí a un perro ladrar. Oí el viento estremecerse en los arbustos que había debajo de la ventana. Y cigarras. Y ranas. Me quedé esperando, alerta, hasta que me cansé. Me llevé la mano a la entrepierna y separé los labios. Estaba mojada. Empecé a deslizar los dedos en círculos, rápido y con fuerza. Cerré los ojos. Pensé en Sienna Torres metiéndome los dedos en el coño, bien abierto, tan abierto como una boca gritando «hijo de puta». La corrida fue tal que aquello salió disparado. Esa noche aprendí que el cuerpo de una chica era capaz de hacer eso: disparar flujo.

Lo primero que metí en la maleta negra fue una petaca y una caja con lo que en su momento fue pelo de mi madre.

961,67 ₽
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ISBN:
9788412460803
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