Читать книгу: «Su único hijo», страница 17

Шрифт:

-XVI-

«¡Iba a ser padre!» A tal idea, en su cerebro estallaban las frases hechas como estampidos de pólvora en fuegos de artificio. Con gran remordimiento notaba Reyes que su corazón tomaba en el solemne suceso menos parte que la cabeza… y la retórica. Aquella dignidad nueva, la primera, en rigor, de su vida, a que era llamado, ¿por qué le dejaba, en el fondo, un poco frío? Sobre todo, ¿por qué no amaba todavía al hijo de sus entrañas, en cuanto hijo, no en cuanto concepto?… «¿Hijo o hija? Misterio—pensó Bonis, que en aquel instante dudaba de la sanción que la realidad presta a las corazonadas—. Tal vez hija; aunque, ¡Dios no lo quiera! Misterio».

Y levantó el embozo de la cama, y se metió entre sábanas.

Aquello de acostarse, siquiera fuese por pocas horas, le parecía algo como una abdicación. «Era el papel de esposo, llegado el trance del alumbramiento, demasiado pasivo, desairado». Bonis tenía comezón de hacer algo, de intervenir directa y eficazmente en aquel negocio, que era para él de tan grave importancia.

Más era: aunque la razón le decía que en casos tales todos los maridos del mundo tenían muy poco que hacer, y que todo era ya cosa de la madre y del médico, se le antojaba que él estaba siendo allí todavía más inútil que los demás padres en igual situación; que se le arrinconaba demasiado, que se prescindía demasiado de él.

Sin embargo, lo que le había dicho D. Venancio no tenía vuelta de hoja.

–Usted, amigo Bonifacio, a la cama; a la cama unas cuantas horas, porque esto puede ser largo, y vamos a necesitar las fuerzas de todos; y si no descansa usted ahora, no podrá servir como tropa de refresco cuando se necesite.

«Bien; esto era racional». Por eso se acostaba, porque él siempre se rendía a la razón y a la evidencia, y pensaba rendirse aún más, si cabía, ahora que iba a ser padre y tenía que dar ejemplo. Pero lo que no tenía razón de ser era el despego de todos los demás, Emma inclusive, y las miradas y gestos de extrañeza con que recibían sus alardes de solicitud paternal y marital todos los que andaban alrededor de su mujer. Doña Celestina, la matrona matriculada, que había venido por consejo de D. Venancio; el marido de la partera, D. Alberto, que también andaba por allí; Nepomuceno, Marta, Sebastián y hasta el campechano Minghetti, si bien este le miraba a ratos con ojos que parecían revelar cierto respeto y algo de pasmo.

Recapacitando y atando cabos, Bonis llegó a recordar que Serafina misma le había querido dar a entender, de tiempo atrás ya, que el nacimiento de su hijo, el de Bonis, era cosa que no debía tomarse con calor; el mismísimo Julio Mochi, en cierta carta escrita meses antes desde la Coruña, le hablaba del asunto y de su entusiasmo paternal con una displicencia singular, con palabras detrás de las cuales a él se le antojaba ver sonrisas de compasión y hasta burlonas. Pero, en fin, lo de Serafina y lo de Mochi podían ser celos y temor de perder su amistad y protección. Serafina veía, de fijo, en lo que iba a venir un rival, que acabaría por robarla del todo el corazón de su ex amante, de su buen amigo… «¡Pobre Serafina!». No, no había que temer. Él tenía corazón para todos. La caridad, la fraternidad, eran compatibles con la moral más estricta. Sin contar con que… francamente, aquello del amor paternal no era cosa tan intensa, tan fuerte, como él había creído al verlo de lejos. ¡Ca! No se parecía a las grandes pasiones ni con cien leguas. ¿Dónde estaba aquella íntima satisfacción egoísta que acompaña a los placeres del amor y de la vanidad halagada? ¿Dónde aquel sonreír de la vida, que era como el cuadro que encerraba la dicha en los momentos sublimes de la pasión?

Esto era otra cosa; un sentimiento austero, algo frío, poético, eso sí, por el misterio que le acompañaba; pero más tenía de solemnidad que de nada. Era algo como una investidura, como hacerse obispo; en fin, no era una alegría ni una pasión.

Y daba vueltas Bonis en su lecho, impaciente, como en un potro, conteniéndose tan sólo por cumplir el racional precepto de D. Venancio.

«Claro, hay que descansar; puede parir esta noche, o no parir hasta mañana… o hasta pasado. Pueden ser todos estos gritos falsa alarma. ¡Buena es ella! Si no fuera porque don Venancio ha tocado la criatura.... todavía me escamaba yo. Pero, de todas suertes, Emma es capaz de quejarse de los dolores un mes antes de lo necesario. Sí, durmamos. Puede esto ir para largo y tener que velar mucho.... Si me dejan esos intrusos. Lo que extraño es que Emma, que siempre me ha tenido por enfermero, y casi casi por mesilla de noche, no me llame ahora a su lado. ¡Mujer más rara! Y ahora que yo la ayudaría con tanto gusto».

El calorcillo de las sábanas, que empezaba a sonsacarle el sueño, inclinándole a las visiones vagas, a la contemplación soporífera de imágenes y recuerdos halagüeños, le hizo pensar, suspirando:

–¡Si hubiese sido mi mujer Serafina, y este hijo suyo, y yo algo más joven!

Como si el pensar y el desear así hubiera sido una navajada, allá en sus adentros, no sabía dónde, Bonis sintió un dolor espiritual, como una protesta, y en los oídos se le antojó haber sentido como unas burbujillas de ruido muy lejano, hacia el cuarto de su mujer; una cosa así como el lamento primero de una criaturilla.

–¡Dios mío, si será!…—Sin querer confesárselo, sintió un remordimiento por lo que acababa de pensar, y la superstición le hizo creer que su hijo nacía en el mismo instante en que el padre renegaba en cierto modo de él y de su madre.

–¡Alma de mi alma!—gritó Bonis, echándose de un salto al suelo—; ¡sería eso como nacer huérfano de padre! ¡Hijo mío! ¡Emma, Emma, mujercita mía!

Se abrió la puerta de la alcoba, y antes que nada, Bonifacio oyó distinto, claro, el quejido sibilítico de un recién nacido. «¡Su propia carne volvía a nacer llorando!».

–¡Un niño, tiene usted un niño, señor!—gritaba Eufemia, que entraba como un torbellino y llegaba hasta tocar al pasmado Bonis, sin reparar en que estaba el señorito en camisa en mitad de la alcoba. Ni ella ni él veían esto; la criada estaba entusiasmada, enternecida; Bonis se lo agradecía en el alma, mientras se ponía los pantalones al revés y tenía que deshacer la equivocación, temblando, anhelante, dudando si romper una vez más con lo convencional y echar a correr en calzoncillos por la casa adelante. Pero no; se vistió a medias, y tropezando con paredes, y puertas, y muebles, y personas, llegó al pie del lecho de su esposa.

En el regazo de doña Celestina vio una masa amoratada que hacía movimientos de rana; algo como un animal troglodítico, que se veía sorprendido en su madriguera y a la fuerza sacado a la luz y a los peligros de la vida; Bonis, en una fracción de segundo, se acordó de haber leído que algunos pobres animalejos del mar, huyendo de sus enemigos más poderosos, se resignaban a vivir escondidos bajo la arena, renunciando a la luz por salvar la vida: en prisión eterna por miedo del mundo. Su hijo le pareció así. ¡Había tardado tanto! Se le figuró que nacía a la fuerza, que se le hacía violencia abriéndole las puertas de la vida....

–¡Coronado, Bonis, coronado!—decía una voz débil y mimosa, excitada, desde la cama.

Bonis, sin entender, se acercó a Emma y le dio un abrazo, llorando.

Emma lloraba también, nerviosa, muy débil, demacrada, convertida en una anciana de repente. Se apretó al cuello de su marido con la fuerza con que ella se agarraba a la vida, y como quejándose, pero sin la voz agria de otras veces, siguió diciendo:

–¡Coronado, Bonis, coronado, ¿sabes?, estuvo coronado!

–¡Claro, como que nació de cabeza!—gritó D. Venancio, que estaba al otro lado del lecho, con los brazos remangados, con algunas manchas de sangre en la camisa y en el levitón, sudando, muy semejante a un funcionario del Matadero.

–¡Pero estuvo mucho tiempo coronado…, Bonis!

–Sí, siglos—dijo el médico.

–A ti no se te dijo; se te hizo marchar; pero hubo peligro, ¿verdad, D. Venancio?

–Pero, hija mía, si acababa de acostarme....

–Sí; pero hace mucho tiempo que la cosa estaba próxima… estaba coronado… y no se te decía por no asustarte… ¡hubo peligro!…

Y Emma lloraba, con algún rencor todavía contra el peligro pasado, pero más enternecida por el placer de vivir, de haberse salvado, con el alma llena de un sentimiento que debía ser de gratitud a Dios y no lo era, porque ella no pensaba en Dios; pensaba en sí misma.

–Vaya, vaya, menos charla—gritó D. Venancio; y escondió con el embozo los hombros de Emma.

–Y ahora, ¡cuidado con dormirse!

–No, hija mía, dormir, no; eso sí que sería peligroso—exclamó Bonis con un escalofrío. La idea de la muerte de su mujer se le pasó por la imaginación como un espanto. ¡Morir ella! ¡Quedar él sin madre! Y se volvió a su hijo, que lloraba como un profeta.

¡Oh portento! En aquel instante vio en el rostro del recién nacido, arrugado, sin gracia, lamentable, la viva imagen de su propio rostro, según él lo había visto a veces en un espejo, de noche, cuando lloraba a solas su humillación, su desventura. Se acordó de la noche que había muerto su madre; él, al acostarse, desolado, se había visto en el espejo de afeitarse, distraído, por hábito, para observar si tenía ojeras y la lengua sucia, y había notado aquella expresión tragicómica, aquella cara de mono asfixiándose, que era tan diferente de la que él creía poner al sentir tanto, de modo tan puro y poético. Aunque era de facciones correctas, llorando se ponía muy feo, muy ridículo, con un gesto parecido al que daba a su cara la música más sentimental, interpretada en la flauta de Valcárcel. Su hijo, su pobre hijo, lloraba así: feísimo, risible y lamentable también. Pero… ¡era su retrato! Sí, lo era con aquella expresión de asfixia. Después, al serenarse un poco, gracias a un trago de agua azucarada, que debió de parecerle una inundación agradable, hizo una mueca con boca y narices, que llevó a Bonis al recuerdo del abuelo. «¡Oh, como mi padre! ¡Como yo en la sombra!».

Y al mismo tiempo que sentía como un descanso espiritual, y un orgullo animal, de macho, el remordimiento de haber engendrado le punzaba con los primeros dolores de la paternidad, que van formando, por aglomerados de sobresaltos, penas extrañas, que lastiman como propias, la santa caridad del amor a los hijos.

La conciencia le decía a Bonis: «Ya no volveré a estar alegre, sin cuidados; pero ya no seré jamás infeliz del todo… si me vive el hijo». El mundo adquiría de repente a sus ojos un sentido sólido, positivo; se hacía él más de la tierra, menos de lo ideal, de los ensueños, de las nostalgias celestiales; pero también la vida se hacía más seria; seria de una manera nueva.

El niño seguía llorando, a pesar de que ya tenía un abrigo, unas mantillas bordadas y muy limpias, que a Bonis le parecían impropias de la solemnidad del momento y muy incómodas. «¡Oh, sí; se parecía a él en… el gesto, en el modo de quejarse de la vida! Podrían no ver los demás aquella semejanza; pero él estaba seguro de ella, como de una contraseña. Era el hijo de sus entrañas, tal vez también de sus cavilaciones y de sus sensiblerías, no sospechadas por el mundo, ni aun, en rigor, por Serafina».

Algunas horas después, cuando había desaparecido de allí D. Venancio y todo el aspecto de matanza, o por lo menos de cosa sucia que tenían aquellos grandes lances vistos de cerca, Bonis consintió que Emma volviera a hablar largo y tendido, y hasta intervinieron en la conversación los parientes y amigos.

¡Qué de recuerdos evocaba la de Valcárcel! Pero todos eran de la línea materna. Resucitaba en ella la antigua manía patronímica y gentilicia.

–¡Tío, tío! ¡Sebastián, Sebastián! A ver: ¿a quién se parece Antonio?

–¿Quién es Antonio?—preguntó Marta.

–Pues, hija, el amo de la casa: mi hijo. Se llama Antonio, para mis adentros, desde el momento en que yo tuve cabeza para pensar en algo que no fuese el peligro y el dolor.

–Pues se parece—dijo Sebastián—, al héroe de las Alpujarras… a su tocayo don Antonio Diego Valcárcel y Merás, fundador de la noble casa de los Valcárcel.

–Y que no lo digas en broma. Que traigan el retrato y se verá.—Y no hubo más remedio. Entre dos criados y Sebastián descolgaron al ilustre abuelo restaurado, y se le cotejó con el hijo de Bonis, que la madre sacó del calor de su lecho. Unos encontraron el parecido, aunque remoto; otros lo negaron entre carcajadas. Antonio lloraba, y Bonis le seguía viendo la semejanza consigo mismo, según se había visto al espejo la noche en que murió su madre; pero lo que a su juicio se acentuaba por horas era el parecido con Reyes abuelo, con don Pedro Reyes, sobre todo en una arruga de la frente, en las líneas de la nariz y en la mueca característica de los labios.

Marta, sin motivo legítimo, estaba contrariada, y había puesto el gesto de vinagre que a veces se le asomaba al rostro sin saberlo ella, y la hacía más vieja y más fea; gesto que particularmente se le descubría cuando envidiaba algo, cuando se sentía deslumbrada. Veía en el bautizo el eclipse de su boda.

–A mí—dijo—, Antoñito no me recuerda ni el tipo Valcárcel, ni el tipo Reyes. Parece extranjero. Chica, tú has soñado con algún príncipe ruso.

Las de Ferraz, que ya estaban allí, rieron la gracia, fingiendo no encontrarle malicia.

Los demás callaron, sorprendidos ante la audacia.

Emma no vio el epigrama; Bonis tampoco.

Bonis vio que se seguía hablando de los Valcárcel, de si el niño se parecería a su abuelo, si sería abogado, si sería jugador, como tantos otros de su familia; se amontonaban los recuerdos del linaje, buenos y malos. Nadie se acordaba de los Reyes pretéritos para nada.

Antonio seguía llorando, y a Bonifacio le faltaba poco.

«¡Su padre! ¡Su madre! ¡Si vivieran! ¡Si estuvieran allí!».

Bonis, en cuanto pudo, huyó del ruido. Dejó a los demás, ya que les divertían, todas las solemnidades y quehaceres propios del caso. Mientras el niño dormía y no se le permitía verle, y Emma, ya menos nerviosa, pero más fatigada, con un poco de calentura, volvía a su antiguo despego y lo echaba de su presencia en no necesitándole, Bonifacio se recogía a la soledad de su alcoba, y en idea contemplaba al hijo.

–¡Sí, hijo, sí!—se decía con el rostro hundido en la almohada—. Hijo tenía que ser. Me lo decía la voz de Dios. Hijo. Mi único hijo....

Emma, durante todo el primer día, estuvo sentimental, excitada; su marido creyó que la maternidad iba a transformarla, pero a la mañana siguiente despertó con bastante calentura y nada tierna; cuando la postración se lo consentía, rabiaba en la medida de sus fuerzas. Le hablaron del puerperio, de sus peligros, y sintió nuevo terror. Se llegaba a olvidar del chiquillo que tenía entre las sábanas, y no quería enseñarlo a nadie, ni a su padre, por no revolverse ella y coger frío. Bonis no podía ver a su hijo sino en las ocasiones solemnes de mudarlo doña Celestina. De hora en hora lo cambiaba. Según se iba pareciendo más a cualquier recién nacido, perdía aquella semejanza que consigo mismo le había encontrado Bonis en el primer momento. Empezaba Reyes a desorientarse. Además, tuvo que renunciar a llamarle Bonifacio o Pedro, porque Emma desde luego empezó a exigir que se le llamara Antonio, aun antes de bautizarle. Se le llamaría Antonio Diego Sebastián, porque Sebastián iba a ser el padrino. Por todo pasó Bonifacio. No quería disturbios todavía; podía hacerle daño a Emma cualquier disgusto. No, ahora no. Todo lo aplazaba. ¿No estaba él decidido a ser muy enérgico? ¿No estaba decidido a salvar, si era tiempo, los intereses de su hijo, y a darle el ejemplo de la propia dignidad? Pues no había para qué precipitar las cosas. Tampoco quiso, por lo pronto, tener explicaciones con Nepomuceno. Tiempo había. Sin embargo, las circunstancias le obligaron a anticipar en este respecto su actitud enérgica. Ello fue que de Cabruñana, concejo de la marina donde los Valcárcel tenían algunas caserías, procedentes de bienes nacionales, llegaron malas noticias respecto de cierto mayordomo de segundo orden, que allí hacía mangas y capirotes de las rentas de Emma, perdonando anualidades atrasadas, o por lo menos aplazando el cobro indefinidamente, colocando por su cuenta a réditos el dinero cobrado; en suma, explotando en provecho propio los bienes de sus amos. Nepomuceno no quería dar importancia a la denuncia. Se trató el asunto a la hora de cenar, y cuando don Juan y el primo convinieron en que se hiciera la vista gorda, con gran sorpresa de todos los presentes, que eran aquellos Valcárcel y los Körner, Bonifacio, con voz temblorosa, pero firme, aguda, chillona, pálido, y dando golpecitos enérgicos, aunque contenidos, con el mango de un cuchillo sobre la mesa, dijo:

–Pues yo veo la cosa de otra manera, y mañana mismo, ya que el bautizo se retarda, porque no quiere Emma que el niño se constipe con este mal tiempo, mañana mismo, aunque lo siento, tomo yo el coche de Cabruñana y me voy a Pozas y a Sariego, y le ajusto las cuentas al señor de Lobato. No quiero que se nos robe más tiempo.

Hubo un silencio solemne. Bonis no vaciló en compararlo al que precede a la tempestad. Por de pronto, era el que trae consigo lo sorprendente, lo inaudito. Comprendía Reyes que estaba allí solo, que los Valcárcel y sus futuros afines los Körner se lo comerían de buen grado. No era que él no estuviera azorado, casi espantado de su audacia; lo estaba. Pero ya se sabía que un diligente padre de familia tiene que ser un héroe. Empezaban los sacrificios, y bien que dolían; pero adelante. La seriedad de la nueva lucha se conocía en eso, en el dolor.

Todos miraron a Bonis, y después a don Nepo, que era el llamado a contestar.

Don Juan, que era sumamente moroso y tranquilo, había cambiado mucho con las enseñanzas y excitaciones de Marta. Además, fiaba mucho de la debilidad y de la ignorancia del enemigo. No se anduvo por las ramas. Se fue derecho al bulto. Nada de eufemismos. Sólo en el tono de la voz, sereno, reposado, había cierta lenidad.

–¿Eso de robaros, supongo que no lo dirás por mí?

Si las palabras de Bonis eran un guante, quedaba recogido con toda arrogancia. Antes que contestara Reyes, don Nepo miró satisfecho a su novia, que aprobó su valentía con la mirada.

En aquel momento Bonis, que no esperaba una batalla decisiva, un duelo a muerte como aquel, se acordó con terror del anónimo de dos días antes, que había olvidado en absoluto, por la gravedad de los acontecimientos.

–El purgatorio es esto—pensó—. Yo he pecado. Yo he dilapidado, yo he robado el caudal de mi hijo, y ahora estoy en el purgatorio, que es así, hecho de lógica y ética, nada más que de lógica y ética.

–¡Por Dios, tío!—dijo pausadamente y procurando que en su voz hubiese mesura y entereza—. ¡Por Dios, tío, cómo lo he de decir por usted! Lo digo por Lobato, que es un gran ladrón.

–Un ladrón consentido por mí años y años, si hemos de creer lo que dice Pepe de Pepa José, el denunciante quejoso.... Por lo visto, Lobato y yo estamos de acuerdo para arruinaros a vosotros, para acabar con los bienes de Cabruñana.

–Nadie dice eso, tío; nadie dice....

–Lo que yo digo, señor Reyes—y el señor don Juan Nepomuceno dio un puñetazo, no muy fuerte, sobre la mesa—, es que tú no eres un hombre práctico, y que te sienta mal el papel que quieres inaugurar al estrenarte de padre de familia.

Una carcajada de Marta, seca, estridente, que quería ser una serie de bofetadas, resonó en el comedor, con pasmo de sus mismos aliados. Todos se miraron sorprendidos. Marta, con el rostro de culebra que se infla, repitió la carcajada, mirando con cinismo a Bonis.

El cual miró también a su buena amiga sin comprender palabra de aquella risa inoportuna.

Y prosiguió don Nepo:

–Un hombre práctico, de experiencia en los negocios, no exagera el celo ni el recelo, ni cree en habladurías. Bueno sería que yo, v. gr., fuera a creer lo que me decía un anónimo que recibí hace días, asegurándome que tú habías cobrado dos mil duros de una restitución hecha bajo secreto de confesión a la herencia de tu suegro.

–¡Todo lo que yo cobrase sería mío!—exclamó con voz clara, alta, positivamente enérgica, el amo de la casa, poniéndose en pie, pero sin dar puñadas sobre la mesa.

En pie se pusieron todos.

–¡Tuyo no es nada!—contestó el primo Sebastián, que adelantó un paso hacia Bonis, ofreciendo a la consideración de los presentes su fornida musculatura, su corpachón que parecía una fortaleza. Marta, sin pensar en lo que hacía, le apoyó una mano sobre el hombro, como animándole al combate. Se conoce que confiaba más en la pujanza del primo que en la del tío, su futuro.

Bonis se veía metido en la escena que había querido aplazar, antes de tiempo, fuera de razón, torpemente.

–Señores, no hagamos ruido, que no hay para qué. Lo que yo no consiento a nadie, y juro a Dios que no lo consentiré, es que se alborote ahora. Lo primero es mi mujer, y si ella se entera de esto… puede haber una desgracia… ¡y pobre del que la provocara!

Todos se sintieron sobrecogidos. Bonis parecía otro.

El mismo Sebastián, que era positivamente bravo y fuerte, y muy capaz de arrojar por el balcón al escribiente de su tío, se achicó un tanto por lo que él calificó de fuerza moral de aquellas palabras, y de aquel gesto y de aquel tono.

Todos comprendieron que el pobre Bonis estaba dispuesto a morder y arañar para impedir que la salud de Emma peligrase.

–Sin ruido, sin ruido se puede discutir todo—dijo don Nepo, que quería hacer hablar al imbécil para ver por dónde desembuchaba y qué leyes le había metido en la cabeza el abogadillo flamante.

–Sin ruido y sin apasionamiento—se atrevió a apuntar el respetable y mofletudo Körner, que se creía en el caso de intervenir en sentido conciliador.

–Es verdad—dijo Bonis—. La pasión no conduce a nada nunca, nunca....

–Justamente—prosiguió el alemán—. Y fácil les será a ustedes ver que aquí, en rigor, no hay nada.... Ni Bonifacio desconfía del tío, ni el tío de Bonifacio, ni nadie pone en tela de juicio su legítimo derecho.

–Cada cual tiene los suyos—objetó Nepo.

–Ciertamente; y no hay para qué hablar de eso ahora, cuando en último caso no había de faltar quien nos dijera a cada cual el papel que le tocaba representar.

Bonis volvió a crecerse.

La alusión a la justicia era clara. Don Nepo sintió una ola de cólera subirle al rostro. Y recurrió a su venganza suprema. A contenerse y jurarse que se la pagaría el miserable. Le azotó el rostro con la intención, y ya desahogada la ira, que se gozaba con las futuras crueldades de la venganza, pudo decir sereno y sonriente:

–En fin, Bonis, tienes razón; ya se ajustarán cuentas cuando Emma sane, y se pueda ver con números, que tú has de procurar entender, ¿estamos?, lo que habéis gastado vosotros, lo que he ahorrado yo…, y quién debe a quién. Lo que te anuncio es que si seguís gastando como hasta aquí, la quiebra es segura.... Estáis puede decirse que arruinados. Emma ha gastado como una loca, y tú, tú no me lo negarás… le diste el ejemplo… tú la arrastraste a esa vida imposible. Y todos sabemos por qué.

–Todos—exclamó con solemnidad Sebastián, que había perseguido en vano a la Gorgheggi, y todavía la solicitaba.

Bonis, que tenía aquella noche energía para luchar con los hombres, no la tuvo para resistir a los hechos; los hechos eran terribles: ¡arruinados!, y ¡había empezado él!, y ¡hasta de lo que hubiera robado el tío tenía él la culpa por haberle dejado! ¡Y su robo, sus robos, para pagar trampas de una querida!

Tuvo que sentarse, pálido, sin contar con las piernas. El tío vio allí de repente al Bonis de siempre, y se creció, pero sin arrogancia, falsamente conciliador.

–¿Quieres ir a ver lo que hay en Cabruñana? Corriente; marcha mañana a las ocho, que es la hora del coche. Ven a mi cuarto, y verás los libros y las escrituras de allá… Todo, todo lo verás. Llevarás lo que necesites, y procurarás enterarte, ¿estamos? Porque no has de presentarte a Lobato llamándole ladrón y sin saber por qué se lo llamas.

Bonis, sin fuerzas ya para nada, siguió al tío maquinalmente, y detrás de ellos se fue Körner. Marta y Sebastián quedaron solos en el comedor.

Körner, siempre fiel a su papel de rey Sobrino, iba como de asesor. ¡Buena falta le hacía a Bonis! Pasó en el cuarto del tío la vergüenza que ya esperaba. Nepo, con redomada astucia, con intención felina, le iba explicando todos los asuntos correspondientes a los bienes de Cabruñana, con los términos del más riguroso tecnicismo del derecho consuetudinario.

Bonis no tenía noción clara del contrato de arrendamiento. La palabra foro le sonaba a griego; aparcería…, laudemio…, retracto…, y después otras cien palabras del Derecho civil, más las propias del dialecto jurídico de aquella tierra, pasaron por sus oídos como sonidos vanos. No se enteraba de nada. Comprendía vagamente que se le engañaba y se le quería aturdir y humillar. Caía en mil contradicciones, en errores sin cuento, al querer explicarse lo que le explicaban y al pretender opinar algo por cuenta propia; Körner le ayudaba para poner más de relieve su torpeza y su ignorancia.

–Pero, hombre, ¡yo que soy un extranjero…, y ya sé mejor que usted todas estas costumbres del país… y las leyes de España!…

Al llegar a los números, Körner se escandalizó sinceramente. Bonis no sabía dividir, y apenas multiplicar.

Para huir de aquel atolladero, humillado, corrido, lleno de vergüenza y de remordimiento, Bonis quiso tratar cuestiones más importantes que no fueran de aquel horrible pormenor oscuro, inextricable para él, pobre flautista…, y llevó, por los cabellos, la discusión al asunto de las fábricas.

Estaba excitado, su amor propio ofendido, y olvidando la prudencia, abordó la delicada cuestión de las dos industrias, sin estar preparado, a deshora. Eran las tres de la madrugada cuando Körner y Nepo, heridos en lo más hondo, le exigieron que oyera la historia completa de aquella desastrosa especulación; necesitaban sincerarse, y pues él provocaba la cuestión, allí estaban ellos para responder....

Y quieras que no quieras, Bonis tuvo que oír, y ver y palpar. Se le pusieron delante libros de actas, presupuestos, pólizas, planos, expedientes, una selva oscura que le hizo perder la noción del tiempo y la del espacio.... Se creía en el aire, en un aquelarre. Le zumbaban los oídos. Mientras los otros le explicaban, gesticulando, lo que a él le sonaba a griego, el sueño, la ira, el remordimiento le llenaban de avisperos el cerebro.... Hubiera mordido, pateado y llorado de buena gana. Se le cerraban los ojos, le ardían las orejas, se le doblaban las piernas… «Había caído en un lazo por débil, por imbécil. Había entrado allí solo, debiendo entrar con juez, escribano, abogado, peritos y una pareja de la Guardia civil».

Después de dos horas de aturdimiento, de verdadera agonía, sólo tuvo valor para tomar la puerta, seguido de los dos monstruos, que continuaban explicándole por a más b la ruina de los Valcárcel en la fábrica, la ruina de Antonio Reyes, de su único hijo. En el comedor, y ya iban a dar las cinco, estaban todavía esperándolos Marta y Sebastián, medio dormidos, bostezando. Unieron sus argumentos uno y otro, como queriendo ocupar la atención de Nepo y Körner, a los argumentos de Körner y Nepo; y perseguido por aquella tremenda pesadilla, Bonifacio, muerto de sueño, ebrio de cólera, de fiebre y cansancio, se declaró en franca y acelerada fuga y se encerró en su cuarto, bien decidido, eso sí, a salir para Cabruñana al ser de día, acompañado de los papeles que el tío le había metido por los ojos. Marcharía sin despedirse de Emma, sin ver a su hijo, para que no le faltase valor ni su mujer tuviera tiempo de torcer aquella resolución irrevocable. «Yo no sé una palabra de foros, ni de caserías a medias, ni de aparcerías, ni de números, ni de fábricas; pero he de tener voluntad en adelante; y he dicho que iría mañana, y primero falta el sol. Iré. La calentura de Emma no es extraordinaria; ya cede; Antonio queda sin novedad; voy a Cabruñana, le pongo las peras a cuarto a Lobato…, y me vuelvo pasado mañana con dos o tres nodrizas, a escoger, que por ahí las hay buenas. Emma no querrá, y en rigor no puede criar. Le criaremos nosotros, el ama y yo. Así como así, cuanto menos sangre de Valcárcel, mejor».

Bonis no pudo dormir; estuvo mezclando, con mil visiones de pesadilla, despierto y todo, sus remordimientos de antaño, sus iras y vergüenzas de ahora, sus propósitos de energía futura y sus esperanzas de padre. La actividad era cosa terrible; era mucho más agradable pensar, imaginar.... Pero un padre tenía que ser diligente, práctico, positivo… y él lo sería; por Antonio, por su Antonio.... Pero por lo pronto, la bilis, la vergüenza de su ignorancia de las cosas que sabían todos en casa, menos él, todo aquel barullo de pasiones bajas, vulgares, pedestres, le quitaban el gusto a su dicha presente, a la felicidad de ser padre.

Cuando todos dormían y el sol llevaba andada alguna parte de su carrera, Reyes salió de casa, con sus papeles en un saco de noche; tomó la diligencia de Cabruñana, y antes del medio día ya estaba disputando con Lobato en medio de un prado, frente a unos robles que el mayordomo había consentido derribar a un casero, porque, según malas lenguas, los dos iban ganando. Lobato, un ex cabecilla carlista, era un lobo mestizo de zorro; hablaba con dificultad, leía deletreando y escribía de modo que, en caso de convenirle, podía negar que aquello fueran letras… y él era dueño de la comarca por la política, por la usura y por las trampas a que obligaba a los jueces de paz y a los pedáneos su influencia personal. Nepomuceno le había escogido porque con media palabra se habían entendido, y también porque sólo un hombre como Lobato, que era el terror del concejo, podía cobrar las rentas de aquellos caseros, que solían recibir a pedradas y a tiros a los comisionados de apremios, a los alguaciles y a los mayordomos. Lobato, si viajaba de noche, cruzaba a escape ciertos parajes frondosos y oscuros, en que estaba seguro de encontrar asechanzas de aquellos aldeanos, que a la luz del sol temblaban en su presencia. En una ocasión, después de cobrar en juicio a un casero que debía tres años, recibió, al atravesar un bosque, tal pedrada, que llegó a su casa sin sentido, agarrado a la crin del caballo. ¡Y a un hombre así venía a pedirle cuartos un mequetrefe, aquel señorito bobo, de que nunca le había hablado más que con desprecio el Sr. D. Juan Nepomuceno! Con fingida humildad, Lobato se burló de su amo; haciéndose el tonto, el ignorante, le hizo ver que él, Bonis, era el que no sabía lo que traía entre manos. Los caseros se reían también del amo, con sorna que no podía tachar de irrespetuosa. Se rascaban la cabeza, sonreían y se aferraban a la idea de no pagar mejor que hasta la fecha.

Возрастное ограничение:
0+
Дата выхода на Литрес:
30 ноября 2018
Объем:
330 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, html, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

С этой книгой читают

Новинка
Черновик
4,9
149