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11. ¿QUÉ ES ANTES: LA COMPETICIÓN O LA COOPERACIÓN?

Hay un hecho que obliga a pensar: la creciente violencia en todos los ámbitos del mundo, de la sociedad y de la naturaleza. Pero hay algo especialmente perturbador: la exaltación abierta de la violencia, especialmente en las películas de acción, de la que ni siquiera se libra el universo del entretenimiento infantil.

Hemos llegado a un punto culminante con la construcción del principio de la autodestrucción, como advertía el célebre astrofísico Carl Sagan. Pero ¿por qué hemos llegado ahí?

Seguramente, son múltiples las causas estructurales, y a este respecto no podemos ser simplistas. Pero hay una estructura, eri- gida en auténtico principio, que explica en gran parte la atmósfera general de violencia: la competitividad o la concurrencia sin límites, marca registrada del modo de producción capitalista y de la cultura del capital.

Dicha estructura rige, ante todo, en el campo de la economía de mercado, donde se ha producido lo que, ya en 1944, Karl Polanyi de- nominó La Gran Transformación: el paso de una economía de mercado a una sociedad de mercado, en la que todo, aun lo más sagrado, se transforma en mercancía. Todo se convierte en objeto de lucro. En su obra La miseria de la filosofía, de 1847, Marx percibió esa tendencia del capital a pervertir lo que siempre se había considerado invendible, como la virtud, el amor, la opinión, la ciencia y la conciencia; ahora todo puede ser llevado al mercado y tener un precio. Marx denomina ese tiempo como «el tiempo de la corrupción general y de la venalidad universal». Pues bien, ese tiempo llegó y se ha hecho dominante.

La competencia aparece como el motor secreto de todo el sistema de producción y de consumo: el que vence es el más apto (el más fuer- te) en la concurrencia referida a los precios, a las facilidades de pago, a la variedad y a la calidad. La competitividad origina un implacable darwinismo social, seleccionando a los más fuertes, los cuales –se dice– merecen sobrevivir, porque dinamizan la economía. Los más débiles son un peso muerto, por lo que, o bien se incorporan, o bien son eliminados. Esta es la lógica feroz de la exclusión.

La competitividad ha invadido prácticamente todos los espacios: naciones, regiones, escuelas, deportes, iglesias y familias. Para ser eficaz, la competitividad debe ser agresiva. ¿Quién consigue atraer más y ofrecer más ventajas? Los espacios personales y sociales que tienen valor, pero que no tienen precio –la gratuidad, la cooperación, la amistad, el amor, la compasión y la devoción–, se ven cada vez más arrinconados. Pero son esos precisamente los lugares donde respiramos humanamente, lejos del juego de los intereses. Su debi- litamiento nos vuelve anémicos y nos deshumaniza, arrebatándonos la oportunidad de ser felices.

En la medida en que prevalece sobre otros valores, la competiti- vidad provoca cada vez más tensiones, conflictos y violencias. Nadie acepta perder ni ser engullido por el otro, sino que lucha defendién- dose y atacando. Por otra parte, tras el derrocamiento del socialismo real, y con la homogeneización del espacio económico de cuño ca- pitalista, acompañada por la cultura política neoliberal, privatista e individualista, los dinamismos de la concurrencia han sido llevados al extremo. En consecuencia, los conflictos se han recrudecido, y no se ha refrenado la voluntad de hacer la guerra.

La potencia hegemónica (los Estados Unidos de América) es la auténtica campeona en el terreno de la competitividad, empleando todos los medios –la infiltración en los partidos conservadores de otros países, el espionaje universal, la presión económica y hasta el uso de las armas– para acabar siempre triunfando sobre los demás.

¿Cómo salir de esta lógica férrea? Rescatando y concediendo centralidad a aquello que en su momento nos hizo dar el salto de la animalidad a la humanidad. Y lo que nos hizo dejar atrás la animali- dad fue el principio de cooperación y de cuidado. Nuestros ancestros antropoides salían en busca de comida. Pero, en lugar de comer a solas, como los animales, lo llevaban todo al grupo y lo repartían solidariamente entre sí. De ahí nacieron la cooperación, la socialidad y el lenguaje.

Con este gesto se inauguraba la especie humana en cuanto tal. De cara a los más débiles, en lugar de abandonarlos a la selección natural, inventamos el cuidado y la compasión para mantenerlos vivos entre nosotros. También ellos son hijos e hijas de la Madre Tierra y tienen un mensaje que comunicarnos. Por eso han de ser respetados y escuchados.

Hace setenta millones de años, nuestros ancestros eran pequeños mamíferos que vivían en lo alto de los árboles, temerosos de ser devorados por los dinosaurios. No eran mayores que un pequeño conejo. ¿Quién iba a decir que ellos eran los portadores originarios de lo que hemos llegado a ser: humanos, hombres y mujeres porta- dores de conciencia y de espíritu? ¿Quién iba a imaginar que de ellos habrían de servirse las fuerzas que rigen el universo y la Tierra para hacer que irrumpiera un ser dotado de inteligencia, de amor y de solicitud con lo creado?

En conclusión: hemos de respetar a todo ser, por más pequeño que sea, pues no sabemos el misterio que porta en su interior y que tal vez se revele después de miles y miles de años de evolución.

Hoy, como antaño, son los valores relacionados con la cooperación, el cuidado y la compasión los que habrán de limitar la voracidad de la competencia, desarmar los mecanismos del odio y poner rostro humano y civilizado a la fase planetaria de la humanidad. Y hay que comenzar ya, para no llegar demasiado tarde.

12. EL ILUSORIO GEN EGOÍSTA

Los tiempos de crisis sistémica como los nuestros favorecen una revisión de conceptos, y coraje para proyectar otros mundos posibles que hagan realidad lo que Paulo Freire llamaba lo «inédito viable».

Es bien sabido que el sistema capitalista imperante en el mundo es un sistema consumista, individualista, visceralmente egoísta y depredador de la naturaleza. Un sistema que está llevando a un impasse a la humanidad entera, porque ha dado lugar a una doble injusticia: la ecológica, al haber devastado la naturaleza, y otra de carácter social, al haber generado una inmensa desigualdad social. Simplificando pero no demasiado, podríamos decir que la huma- nidad se divide entre aquellas minorías que comen hasta hartarse, otros que comen adecuadamente (al menos tres comidas al día) y unas inmensas mayorías que se alimentan insuficientemente, padeciendo hambre crónica y experimentando las enfermedades originadas por el hambre.

Si ahora quisiéramos universalizar el tipo de consumo de los paí- ses ricos y extenderlo a toda la humanidad, necesitaríamos al menos tres planetas Tierra.

Este sistema pretendió encontrar una base científica para su egoísmo en las investigaciones del zoólogo británico Richard Daw- kins, que escribió su famoso El gen egoísta (Salvat, Barcelona 1988), hoy ya superado, aunque su tesis tuvo un gran éxito y es evocada a menudo en los debates ideológicos.

La nueva biología genética ha mostrado, sin embargo, que ese gen egoísta es ilusorio, pues los genes no existen aislados, sino que constituyen un sistema de interdependencias, formando el genoma humano, que obedece a tres principios básicos de la biología: la coo- peración, la comunicación y la creatividad. Lo contrario, por tanto, de lo que afirmaba la tesis del gen egoísta.

Esto lo han demostrado notables representantes de la nueva bio- logía, como la Premio Nobel Barbara McClintock, J. Bauer, C. Woese y otros. Bauer demostró que la Teoría del gen egoísta de Dawkins «no se basa en ningún dato empírico». Pero aún: «ha servido de correlato biopsicológico para legitimar el orden económico anglo-norteame- ricano», individualista e imperialista (Das kooperative Gen, Heyne, Munich 2008, p. 153).

De lo cual se deriva que, si pretendemos conseguir un modo de vida sostenible y justo para todos los pueblos, los que consumen mucho deben reducir drásticamente sus niveles de consumo. Lo cual no se conseguirá sin una intensa cooperación, solidaridad, compasión y una clara autolimitación.

Vamos a detenernos en esta última, la autolimitación, que es una de las más difíciles de conseguir, debido al predominio del con- sumismo y del desperdicio, difundidos en todas las clases sociales. La autolimitación implica una renuncia necesaria para ahorrar los bienes y servicios escasos de la Madre Tierra, tutelar los intereses colectivos y promover una cultura de sencillez voluntaria y de la sobriedad compartida.

No se trata de no consumir, sino de consumir de manera sobria y responsable, teniendo den cuenta a nuestros semejantes, a toda la comunidad de vida y a las generaciones futuras, que también deberán consumir.

La limitación es además un principio cosmológico y ecológico. El universo se desarrolla a partir de dos fuerzas que siempre se au- tolimitan: las fuerzas de expansión y las fuerzas de contracción. Sin ese límite interno, cesaría la creatividad y nos veríamos aplastados por la contracción. Si predominase la expansión, nada se condensaría, y todo se diluiría en dirección al vacío infinito.

En la naturaleza funcionan los mismos dos principios. Las bacte- rias, por ejemplo, si no se limitasen entre sí y si una de ellas perdiese los límites, en muy poco tiempo ocuparía todo el planeta, desequi- librando la biosfera. Los ecosistemas garantizan su sostenibilidad gracias a la limitación que unos seres se ponen a otros, permitiendo que todos puedan coexistir.

Ahora bien, para salir de la actual crisis necesitamos, más que cualquier otra cosa, reforzar la cooperación entre todas las culturas y la gran civilización, al objeto de delinear un nuevo paradigma de civilización. Es preciso que digamos adiós definitivamente al indivi- dualismo, que ha inflacionado el «ego» en detrimento del «nosotros». En este «nosotros» están incluidos no solo los seres humanos, sino tola comunidad de vida, la Tierra y el propio universo.

Es gracias al «nosotros» como nos hacemos seres sociales y cons- truimos las más diversas comunidades y sociedades, las culturas y todo cuanto va unido a la cooperación, a la sinergia, a la solidaridad a partir de abajo, de los últimos, y abierta a todos.

13. EL PRINCIPIO GANA-GANA VERSUS EL PRINCIPIO GANA-PIERDE

Si miramos el mundo como un todo, percibimos que casi nada funciona como es debido. La Tierra está enferma. Y dado que, en cuanto humanos, también somos Tierra («hombre» viene de humus), en cierto modo nos sentimos igualmente enfermos.

Nos parece evidente que no podemos proseguir en este rumbo, que nos conduciría al abismo. En las últimas generaciones hemos sido tan insensatos que hemos construido el principio de autodestrucción, acrecentado por un calentamiento global irreversible. Y esto no es ninguna fantasía hollywoodiense. Entre aterrados y perplejos, nos preguntamos: ¿cómo hemos llegado a este punto?; ¿cómo vamos a salir de este impasse global?; ¿qué colaboración puede aportar cada uno?

En primer lugar, hemos de entender cuál es el eje estructurador de la sociedad-mundo, principal responsable de este peligroso derrote- ro. Tal eje no es otro que el tipo de economía que hemos inventado, con la cultura que lo acompaña, que es la cultura de la acumulación privada y del consumismo insolidario a costa del saqueo de la na- turaleza. Todo se convierte en mercancía destinada al intercambio competitivo. En esta dinámica, únicamente gana el más fuerte. Todos los demás pierden, o bien se agregan como socios subalternos, o bien desaparecen. El resultado de esta lógica de la competencia de todos contra todos y de la falta de cooperación favorece la transferencia fantástica de riqueza para unos cuantos fuertes, los grandes conglo- merados, a costa del empobrecimiento general.

El hecho de que 85 personas detenten conjuntamente una renta superior a la renta total de 3.500 millones de pobres, como hizo públi- co la ong Oxfam-Intermón en 2014, representa, simple y llanamente, un escándalo, además de basarse en una injusticia inhumana y en una falta absoluta de humanidad. 737 actores económicos, según investigaciones de fuentes dignas de toda confianza, controlan el 80% del flujo de la riqueza mundial. Estos datos demuestran que la ecuación económica es la del gana-pierde-pierde.

Pero hay que reconocer que, durante siglos, ese trueque com- petitivo conseguía, mejor o peor, dar cobijo a todos bajo su para- guas. Los controles sociales y estatales impedían la formación de oligopolios devoradores de los demás, con lo cual consiguió crear mil facilidades para la existencia humana.

Hoy, sin embargo, las posibilidades de este tipo de economía es- tán agotándose, como lo demuestra la crisis económico-financiera de 2008. La gran mayoría de los países y las personas se encuentran excluidos. El propio Brasil no pasa de ser un socio subalterno de los grandes, habiéndosele reservado la función de ser un exportador de materias primas y no un productor de innovaciones tecnológicas que le proporcionarían los medios para moldear su propio futuro. Nos en- contramos en un proceso de recolonización de toda América Latina. O cambiamos las proporciones, o la vida en la Tierra está en pe- ligro. ¿Dónde buscar el principio articulador de una forma distinta de vivir juntos, de un nuevo sueño para el futuro? En momentos de crisis total y estructural hemos de consultar la fuente originaria de todo: la naturaleza, que nos enseña lo que las ciencias de la Tierra y de la vida vienen diciéndonos hace ya mucho tiempo: la ley básica del universo no es la competición que divide y excluye, sino la cooperación que suma e incluye.

Todas las energías, todos los elementos, todos los seres vivos, des- de las bacterias hasta los seres más complejos, son interdependientes. Una red de conexiones los envuelve por todas partes, haciendo de ellos seres cooperadores y solidarios, que es el contenido permanente del proyecto político del socialismo humanitario. Gracias a esa red, hemos llegado hasta aquí y podremos tener un futuro ante nosotros. Aceptado este dato, estamos en condiciones de formular una solución para nuestras sociedades: hay que hacer conscientemente, de la cooperación y la solidaridad universal, un proyecto personal y colectivo, cosa que no se percibe en las grandes reuniones promo- vidas por la onu para debatir los problemas de la humanidad, como el calentamiento global, la erosión de la biodiversidad y la escasez de agua potable.

Al revés de lo que ocurre con el intercambio competitivo, donde solamente gana uno y pierden todos los demás, debemos fortalecer el intercambio complementario y cooperativo, el gran ideal de los an- dinos del «bien vivir» (sumak kawsay), en el que todos ganan, porque todos participan y son incluidos en lo que ellos llaman «democracia comunitaria», donde no hay pobres y donde la economía no es la de la acumulación, sino la de la creación de lo suficiente para todos, incluidos los demás seres vivos de la naturaleza.

Es importante asumir lo que la brillante mente del Nobel de Matemáticas John Nesh supo formular: el principio del gana-gana, en virtud del cual, dialogando, mostrándose flexibles y abiertos a la negociación y sabiendo también ceder, todos salen beneficiados y no hay perdedores.

Para convivir humanamente inventamos la economía, la política, la cultura, la ética y la religión. Pero desnaturalizamos estas realida- des «sagradas» envenenándolas con la competencia y el individua- lismo, desgarrando así el tejido social.

La nueva centralidad social y la nueva racionalidad necesaria y salvadora se fundan en la cooperación, en el pathos, en el profundo sentimiento de pertenencia, de familiaridad, de hospitalidad y de hermandad con todos los seres. Si no realizamos esta conversión, cuyo eje articulador lo constituyen el corazón, la sensibilidad y la vida, hemos de prepararnos para lo peor.

Pero, como la vida llama a la vida, esperamos y creemos que aque- llo que hay en nosotros de más verdadero y natural, la cooperación y la solidaridad, abrirán un camino nuevo, rumbo a un tipo distinto de civilización más solidaria, más cooperadora, más distributiva, más generosa y, en definitiva, más justa y feliz.

14. CIENCIA, RELIGIÓN Y ESPIRITUALIDAD

Fue Einstein quien dijo que «la ciencia sin religión está manca, y la religión sin la ciencia está ciega». Y en otra ocasión afirmó que «el hombre que no tiene ojos para el Misterio pasará por la vida sin ver absolutamente nada». Con lo cual quería decir que la ciencia llevada al extremo acaba en el misterio del mundo, que produce asombro y encantamiento. Esta experiencia es recurrente en todas las religiones, que constantemente se confrontan con el misterio del mundo, de la creación, del ser humano y de Dios.

La religión que no se abre a ese misterio identificado por unas ciencias elaboradas con conciencia, y no meramente como técnica del saber, deja de enriquecerse, tiende a encerrarse en sus dogmas y, por tanto, se vuelve ciega, corriendo el peligro del fundamentalismo. La ciencia se propone explicar cómo existen las cosas. La religión se deja extasiar por el hecho de que las cosas existen.

Lo que es la matemática para el científico lo es la oración para el religioso. El físico busca la materia hasta su última división posible, los topquarks, llegando a los campos energéticos y al vacío cuántico. El religioso percibe una energía inefable, difusa en todas las cosas, incluso en su suprema pureza en Dios.

Aquí cabe hacer una distinción entre religión y espiritualidad. Experimentar el misterio de todas las cosas, de que todas ellas son y están ahí en la pura gratuidad, es hacer una experiencia espiritual. Esta dimensión pertenece a lo más profundamente humano, y las religiones se construyen sobre esta experiencia fontal. De acuerdo con las diferentes culturas, surgen diferentes religiones, que son creaciones culturales, aunque todas ellas beben de la misma fuente originaria: la experiencia del misterio. Por eso puede darse un diálogo permanente entre ellas, porque todas se remiten a la espiritualidad. Cuando olvidan la espiritualidad y la sustituyen por doctrinas, dogmas y disciplinas, las personas entran a formar parte del juego del poder. Y, como ya supo ver C. G. Jung, donde hay poder no hay amor ni compasión. Tan solo hay jerarquías, sometimientos y luchas por el poder. Nada de eso conoce la espiritualidad, porque el eje en torno al cual se orienta es el Misterio con mayúscula, que se revela y se oculta en todas las cosas.

Con esta espiritualidad se puede establecer un diálogo profundo con las diversas ciencias, especialmente con las que tocan los confines de la realidad y llegan al borde mismo del misterio.

La ciencia con conciencia y la religión alimentada por la espiri- tualidad se preguntan: ¿Qué ocurrió antes del big bang? ¿Qué había antes del tiempo? ¿Podemos pasar al otro lado del muro de Planck, el último límite adonde llega la indagación científica sobre los orígenes del universo? Muchos científicos y muchos hombres y mujeres es- pirituales convergen en la siguiente explicación: lo que había era el Misterio, la Realidad intemporal, en el equilibrio absoluto de su mo- vimiento, la Totalidad de simetría perfecta y la Energía sin entropía. Hablando ahora en términos teológicos, en un «momento» de su plenitud decide Dios crear un espejo en el que poder verse a sí mis- mo. Crea entonces aquel superminúsculo punto primordial, miles de millones de veces menor que un átomo, y transfiere a su interior un flujo inconmensurable de energía. Allí se encierran todas las posibilidades. Potencialmente, allí estábamos ya todos juntos.

De repente, todo se expandió, alcanzando el tamaño de una man- zana, para estallar después en una explosión sorda, sin ruido alguno, pues no había aún espacio ni tiempo que pudieran recoger el big bang. Sin embargo, emitió una radiación que todavía hoy puede ser percibida, procedente de todas las partes del universo. Es el último eco de aquella inconmensurable explosión silenciosa.

Surgió entonces el universo en expansión. El big bang, más que un punto de partida, es un punto de inestabilidad. En el afán de crear estabilidad, genera unidades y órdenes cada vez más complejos, como la vida y nuestra propia conciencia.

El Principio de autocreación y autoorganización del universo está actuando en cada parte y en el todo. En este universo, todo tiene que ver con todo, formando una inconmensurable red de relaciones.

«Dios» es la palabra que las religiones han encontrado para refe- rirse a ese Principio, sacándolo del anonimato e insertándolo en la conciencia. No hay palabras para definirlo. Por eso es mejor callar que hablar. Pero, si todo es relación, entonces no es contradictorio pensar que Dios es también una relación infinita y una suprema comunión. Es lo que los cristianos piensan cuando hablan de la San- tísima Trinidad: un juego infinito de relaciones entre tres Únicos (lo «único» no es número), tan profundo e íntimo que se hacen un solo Dios-comunión-relación-movimiento; un Dios personal que se muestra en tres Vivientes: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

El ser humano siente en su corazón esta Realidad en forma de entusiasmo (filológicamente, significa en griego tener un dios dentro). En la experiencia cristiana se dice que él se acercó a nosotros, se hizo mendigo para estar cerca de cada uno de nosotros. Es el sentido espiritual de la encarnación de Dios en nuestra miseria.

El ansia humana fundamental no radica tan solo en saber de Dios por haber oído hablar de él, sino en querer experimentar a Dios. Es la experiencia atestiguada por Job, el gran «interrogador» de Dios:

«Antes te conocía de oídas, pero ahora te han visto mis ojos» (42,5). En nuestros días, probablemente sea la ecología profunda la que crea el mejor espacio para semejante experiencia de Dios, sumer- giéndose en aquel Misterio que todo lo penetra y todo lo sustenta.

Pero no hay un solo camino ni una sola puerta para acceder a Dios. Esa es la ilusión occidental, particularmente de las iglesias cristianas, con su pretensión de poseer el monopolio de la revelación divina y de los medios de salvación. Para quien un día ha experimentado el Misterio que llamamos «Dios», todo es camino, y todo ser se hace sacramento y puerta para el encuentro con él. La vida, a pesar de sus numerosas travesías y las difíciles conexiones de la dimensión dia-bólica con la sim-bólica, puede entonces transformarse en fiesta y celebración.

Y será leve como una pena que viene del infinito, porestar cargada de la más alta significación.

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