Читать книгу: «Canción dulce», страница 2

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«Se está retrasando. Mala señal.» Paul se impacienta. Se acerca a la puerta de entrada y observa por la mirilla. Son las dos y cuarto de la tarde, y la primera candidata, una filipina, no ha llegado aún.

A la dos y veinte, Gigi toca sin mucha energía a la puerta. Myriam va a abrirle. Observa enseguida que la mujer tiene unos pies pequeñísimos. A pesar del frío, lleva unas zapatillas de lona y unos calcetines blancos con un volante en el tobillo. Con casi cincuenta años, tiene pies de niña. Elegante, peinada con una trenza que le cae por la espalda. Paul le comenta con sequedad su retraso y Gigi, cabizbaja, murmura unas palabras de disculpa. Se expresa muy mal en francés. Paul inicia sin gran convencimiento una entrevista en inglés. Gigi habla de su experiencia. De los hijos que ha dejado en su tierra, del pequeño al que lleva diez años sin ver. Él no la piensa contratar. Le hace unas cuantas preguntas justo para salir del paso y a las dos y media la acompaña a la puerta. «La llamaremos. Thank you

Llega después Grace, una marfileña sonriente y sin papeles. Carolina, una rubia obesa con el pelo sucio, que durante toda la entrevista se queja del dolor de espalda y de sus problemas de circulación. Malika, una marroquí de cierta edad, que insiste en su experiencia de veinte años en el oficio y en lo que le gustan los niños. Myriam le ha dejado claro a Paul que no quiere contratar a una magrebí para cuidar de sus hijos. «No estaría mal», intenta convencerla él. «Les hablaría en árabe, puesto que tú no quieres hacerlo.» Pero ella se niega rotundamente. Teme que se establezca una complicidad tácita, un exceso de familiaridad entre ellas. Que la otra le haga comentarios en árabe. Le cuente su vida y en poco tiempo le pida mil cosas en nombre del idioma y la religión que las une. Siempre ha desconfiado de lo que ella llama la solidaridad entre inmigrantes.

Luego llegó Louise. Cuando Myriam cuenta esa primera entrevista le encanta decir que fue una evidencia. Como un flechazo amoroso. Insiste en evocar cómo su hija se comportó con ella. «Fue ella quien la eligió», le gusta aclarar. Mila acababa de levantarse de la siesta, despertada por los gritos ensordecedores de su hermanito. Paul fue a buscar al bebé, seguido de cerca por la niña, que se escondía entre sus piernas. Louise se levantó. Myriam describe esta escena y sigue fascinada por la determinación de la niñera. Cogió con delicadeza a Adam de los brazos de su padre y fingió no ver a Mila. «¿Dónde está la princesa? Creí ver a una princesa pero ha desaparecido.» Mila se echó a reír a carcajadas, y Louise siguió con su juego, buscando por las esquinas, debajo de la mesa, detrás del sofá, a la misteriosa princesa desaparecida.

Ellos le hacen algunas preguntas. Ella contesta que su marido ha muerto y su hija, Stéphanie, ya es mayor —«casi veinte años, parece mentira»—, por lo que dispone de mucho tiempo libre. Tiende a Paul un papel en el que están escritos los nombres de las personas con las que ha trabajado. Habla de los Rouvier, que encabezan la lista. «Con ellos estuve mucho tiempo. También tenían dos hijos. Dos chicos.» Ha seducido a Paul y a Myriam, por su semblante abierto, su sonrisa franca, unos labios que no tiemblan. Parece una mujer imperturbable. Con la mirada de alguien que puede entender todo, perdonar todo. Su rostro es como un mar en calma, del que nadie sospecharía los abismos que encierra.

Esa misma tarde, llaman al teléfono de la primera familia de la lista que Louise les ha dejado. Contesta una mujer, algo cortante. Al oír el nombre de Louise, cambia inmediatamente de tono. «¿Louise? ¡Qué suerte tienen ustedes de haber dado con ella! Fue como una segunda madre para mis hijos. Se nos rompió el corazón cuando tuvimos que separarnos de ella. No le digo más que, en esa época, incluso pensé en tener otro hijo para que se quedara con nosotros.»

Louise abre las persianas de su apartamento. Son las cinco de la mañana pasadas y en la calle las farolas siguen encendidas. Un hombre camina pegado a las fachadas de las casas para resguardarse de la lluvia que no ha dejado de caer en toda la noche. El viento silbaba en los canalones del tejado e invadió sus sueños. Se diría que la lluvia cae horizontal para golpear con dureza el edificio, las ventanas. A Louise le gusta mirar afuera. Justo enfrente, entre dos edificios siniestros, hay un chalet pequeño rodeado de un jardín cubierto de maleza. Una pareja joven se mudó allí a principios de verano, unos parisinos del centro, cuyos hijos juegan en el columpio y limpian el huerto los domingos. Louise se pregunta qué habrán venido a hacer a este barrio.

La falta de sueño le provoca escalofríos. Con la uña rasca una esquina de la ventana. Por mucho que los limpie con furia, dos veces por semana, siempre le parece que los cristales están opacos por el polvo y llenos de chorretones negros. Hay momentos en que querría limpiarlos hasta resquebrajarlos. Rasca cada vez con más fuerza con la punta del dedo índice, y se le rompe la uña. Se lleva el dedo a la boca y lo muerde para que deje de sangrar.

El apartamento solo tiene un cuarto que hace las veces de dormitorio y salón. Cada mañana recoge cuidadosamente el sofá cama y lo cubre con su funda negra. Come en la mesita baja, con la televisión siempre encendida. Pegadas a la pared hay unas cajas de cartón sin abrir. Contienen quizá unos cuantos objetos que podrían dar algo de vida a este estudio sin alma. A la derecha del sofá, está la fotografía de una adolescente con el pelo rojo, enmarcada con una moldura brillante.

Ha dispuesto delicadamente sobre el sofá su falda larga y su blusa. Recoge las bailarinas que ha dejado en el suelo, un modelo comprado hace más de diez años, que ha cuidado tanto que le parece nuevo. Son zapatos de charol, muy sencillos, con el tacón cuadrado y un discreto lazo. Se sienta y se pone a limpiar uno de ellos, humedeciendo un trozo de algodón en un bote de crema desmaquilladora. Sus gestos son lentos y precisos. Limpia con un cuidado obsesivo, absorta de lleno en su tarea. El algodón se ha cubierto de suciedad. Acerca el zapato a la lámpara colocada sobre el velador. Cuando juzga que el charol brilla lo suficiente, lo deja en el suelo y coge el otro.

Es tan temprano que le da tiempo a pintarse las uñas que se le han descascarillado con la limpieza. Rodea el índice de la uña rota con una tirita y aplica un discreto esmalte rosa en los demás dedos. Haciendo una excepción, y a pesar del precio, se ha teñido el pelo en la peluquería. Se lo recoge en un moño por encima de la nuca. Se maquilla, y la sombra de ojos azul la envejece, pese a su silueta tan delicada, tan menuda, que de lejos se le echaría apenas veinte años. Tiene, sin embargo, el doble.

Se mueve de un lado a otro del cuarto que le parece ahora más pequeño, más estrecho que nunca. Se sienta y no tarda nada en levantarse. Podría encender la televisión. Tomarse un té. Leer una revista femenina atrasada que tiene cerca de su cama. Pero teme relajarse demasiado, dejar que el tiempo corra, ceder a la indolencia. Este despertar tan madrugador la ha vuelto frágil, vulnerable. El simple vuelo de una mosca le haría cerrar los ojos un minuto, se podría quedar dormida y llegaría tarde. Debe mantenerse alerta, concentrar toda su atención en su primer día de trabajo.

No puede seguir esperando en casa. Todavía no son las seis, es muy pronto, pero ya se dirige deprisa a tomar el tren de cercanías. Tarda más de un cuarto de hora en llegar a la estación de Saint-Maur-des-Fossés. En el vagón se sienta frente a un viejo chino que se ha quedado dormido, con el cuerpo encogido y la frente apoyada en la ventanilla. Observa su rostro cansado. En cada parada, duda si debe despertarlo. Teme que se despiste, que vaya demasiado lejos, que abra los ojos y se encuentre solo, en el final de la línea y se vea obligado a deshacer el recorrido. Pero no le dice nada. Es más sensato no hablar con desconocidos. En una ocasión, una chica morena muy guapa por poco le da un bofetón. «¿Acaso tengo monos en la cara, por qué me miras?», le gritaba.

Al llegar a la estación de Auber, Louise salta al andén. Ya empieza a haber gente, una mujer la empuja mientras sube las escaleras para acceder al metro. Un olor repugnante a cruasán y chocolate quemado se le agarrota en la garganta. Toma la línea 7, en dirección a Opéra, y sale a la superficie en la estación de Poissonnière.

Como lleva casi una hora de adelanto, se sienta en la terraza del Paradis, un café sin encanto desde el que puede observar el portal del edificio. Juega con la cucharilla. Mira con avidez al hombre sentado a su derecha, chupando un cigarrillo con unos labios gruesos y viciosos. Querría arrebatárselo y darle una intensa calada. Ya no puede esperar más, paga el café y entra en el silencioso portal. Tocará el timbre dentro de un cuarto de hora. Mientras tanto, se sienta en un escalón, entre dos pisos. Oye un ruido, apenas tiene tiempo de levantarse. Es Paul, que baja trotando por las escaleras, con una bicicleta bajo el brazo y un casco rosa en la cabeza.

«—¡Louise! ¿Lleva usted aquí mucho rato? ¿Por qué no ha entrado?

—No quería molestar.

—Usted no molesta, al contrario. Tome, estas son sus llaves —le dice, sacando un llavero del bolsillo—. Suba, está usted en su casa.»

«Nuestra nunú es un hada.» Es lo que dice Myriam cuando cuenta la irrupción de Louise en sus vidas. Debe de tener poderes mágicos para haber transformado esta casa asfixiante, exigua, en un lugar apacible y luminoso. Ha empujado las paredes. Ha conseguido que los armarios sean más profundos, los cajones más anchos. Que la luz entre a raudales.

El primer día, Myriam le da algunas consignas. Le enseña cómo funcionan los aparatos. Insiste, mientras le muestra los objetos o alguna prenda de vestir: «Tenga cuidado con esto. Le tengo mucho aprecio». Le advierte especialmente sobre la colección de discos de vinilo de Paul, que los niños no deben tocar. La niñera asiente, muda y dócil. Observa cada cosa con el aplomo de un general ante una tierra que se dispone a conquistar.

Durante las semanas siguientes a su llegada, convirtió esta casa desordenada en un perfecto interior burgués. Impuso sus anticuados modales, su gusto por la perfección. Myriam y Paul no se lo pueden creer. Cose los botones de las chaquetas que llevan meses sin usar por pereza de buscar el costurero. Repasa los dobladillos de faldas y pantalones. Zurce la ropa de Mila que Myriam pensaba tirar sin más. Lava los visillos oscurecidos por el tabaco y el polvo. Cambia las sábanas una vez por semana. Myriam y Paul no caben en sí de gozo. Este le dice sonriente a Louise que tiene un parecido con Mary Poppins. No está muy seguro de que haya entendido el piropo.

Por la noche, el matrimonio, con la sensación de frescor de las sábanas limpias, ríe, incrédulo de su nueva vida. Como si hubieran encontrado un mirlo blanco o les hubieran echado una bendición. Evidentemente, el salario de Louise pesa en el presupuesto familiar, pero Paul ha dejado de quejarse. En pocas semanas, la presencia de la niñera se ha vuelto indispensable.

Cuando Myriam llega a casa del trabajo, a última hora de la tarde, se encuentra la cena lista. A los niños, tranquilos y peinaditos. Louise suscita y satisface las fantasías de la familia ideal, y Myriam se avergüenza de alimentarlas. Ha enseñado a Mila a ir recogiendo lo que desordena y, ante la mirada asombrada de los padres, la niña cuelga su abrigo en el perchero.

Los trastos inútiles han desaparecido. Con Louise, nada se acumula, ni la ropa ni los cacharros sucios, ni las cartas que uno se olvida de abrir y encuentra de pronto debajo de una revista atrasada. Nada se pudre, nada caduca. Nunca descuida nada. Es meticulosa. Anota todo en una libreta con tapas de florecitas. Los horarios de la clase de danza, de la salida del colegio, de las citas con el pediatra. Anota el nombre de las medicinas que toman los niños, el precio del helado que les compra cuando los lleva al tiovivo y la frase exacta que le ha dicho la maestra de Mila.

Al cabo de unas semanas, ya no duda en cambiar las cosas de sitio. Vacía por completo los armarios, cuelga bolsitas de lavanda entre los abrigos. Coloca flores en los jarrones. Siente una serena satisfacción cuando, Mila ya en el colegio y Adam dormido, se sienta y contempla su tarea. El piso en silencio está íntegramente bajo su yugo, como un enemigo que pide clemencia.

Pero en la cocina es donde realiza las maravillas más extraordinarias. Myriam le confesó que no sabe hacer nada y que no le apetece intentarlo. La niñera prepara unos platos que a Paul le saben a gloria. Los niños los devoran sin rechistar y sin que sea necesario ordenarles que se acaben lo que tienen delante. Myriam y Paul han recuperado la costumbre de invitar a sus amigos, que disfrutan con la blanquette de ternera, el pot-au-feu, el jarrete a la salvia y las verduras crujientes que Louise cocina con tanto amor. Felicitan a Myriam, la cubren de cumplidos, pero ella siempre les confiesa: «Nuestra niñera lo ha hecho todo».

Cuando la niña está en el colegio, Louise sujeta a Adam a su cuerpo con un fular grande. Le gusta sentir sus muslos rellenitos sobre su vientre, la baba que se desliza por su cuello mientras duerme. Canta todo el día para este bebé, se emociona ante su pereza. Le da masajes, se enorgullece de lo rollizo que está, de sus mofletes sonrosados. Por la mañana, el bebé la recibe con gorjeos, echándole los bracitos. Durante las semanas siguientes a su llegada, Adam dio sus primeros pasos. Antes lloraba todas las noches, ahora duerme con un sueño apacible hasta la mañana.

En cambio Mila es más arisca. Es una niña frágil con porte de bailarina. Louise la peina con unos moños tan tirantes que los ojos se le achinan. Entonces se asemeja a una de esas heroínas de la Edad Media, de frente ancha y mirada noble y fría. Es una cría difícil, agotadora. Ante cualquier contrariedad reacciona gritando. Se tira al suelo en plena calle, patalea, se arrastra, se resiste, para humillar a Louise. Cuando esta se agacha e intenta hablar con ella, Mila mira para otro lado. Se pone a contar en voz alta las mariposas del papel de la pared. Se mira en el espejo mientras llora. Esta niña está obsesionada por su propio reflejo. En la calle, se fija continuamente en los escaparates. En varias ocasiones, ha tropezado contra algún poste o con algún obstáculo de la acera por estar distraída contemplándose a sí misma.

Mila es lista. Sabe que la gente vigila y que Louise se puede avergonzar. La niñera cede con más facilidad cuando hay público delante. Tiene que dar un rodeo para no pasar frente a la juguetería de la avenida, pues la niña lanza unos gritos estridentes ante el escaparate. Camino del colegio, Mila arrastra los pies. Roba una frambuesa del puesto de una frutería. Se sube a los salientes de las tiendas, se esconde en los portales y sale corriendo a toda velocidad. Louise trata de correr tras ella, empujando el cochecito del bebé, grita el nombre de la niña y esta solo se detiene al llegar a la esquina. A veces, Mila se arrepiente. Se preocupa por la palidez de Louise y los sustos que le hace pasar. Se acerca a ella, zalamera, mimosa, para que la perdone. Se agarra a sus piernas. Llora y reclama su afecto.

Lentamente, Louise se conquista a la niña. Día tras día, le cuenta cuentos con los mismos personajes. Huerfanitos, niñas que se pierden, princesas prisioneras y castillos abandonados, habitados por unos ogros terribles. Una fauna extraña, hecha de pájaros con picos deformes, osos con una sola pata y unicornios melancólicos, puebla los paisajes de Louise. La niña se queda callada, a su lado, atenta, impaciente. Exige que vuelvan esos personajes. ¿De dónde vienen esos cuentos? Emanan de ella, en un continuo tropel, sin que lo piense, sin el menor esfuerzo de memoria o de imaginación. ¿De qué lago negro, de qué frondoso bosque ha extraído esos cuentos crueles en los que los buenos mueren al final, no sin antes haber salvado el mundo?

Siempre que oye abrirse la puerta del despacho por las mañanas, Myriam se siente contrariada. Hacia las nueve y media van llegando sus compañeros. Se sirven un café, los teléfonos empiezan a sonar frenéticamente, el parqué cruje, se ha roto la calma.

Myriam llega a la oficina a las 8. La primera. Solo enciende la lámpara de su mesa. Bajo ese halo de luz, en un silencio monacal, recupera la concentración de sus años de estudiante. Se olvida de todo y se sumerge con placer en el examen de los expedientes. A veces camina por el pasillo oscuro, con un papel en la mano, hablando sola. Fuma un pitillo en el balcón mientras se toma un café.

El día que empezó a trabajar de nuevo, se despertó al alba, llena de una excitación infantil. Se puso una falda nueva, tacones, y Louise exclamó: «Está usted guapísima». Despidiéndola en la puerta, con Adam en sus brazos, la niñera empujo hacia la salida a la señora de la casa. «No se preocupe por nosotros —insistió—. Por aquí, todo irá bien.»

Pascal recibió a Myriam con afecto. Le asignó el despacho que comunica con el suyo por una puerta que a menudo dejan entreabierta. Apenas dos o tres semanas después de su llegada, Pascal le atribuyó unas responsabilidades a las que los colaboradores experimentados nunca pudieron aspirar. Al cabo de unos meses, trata ella sola los asuntos de una decena de clientes. Pascal la alienta a hacerse con el oficio y a dejar que brote su potencial de trabajo, que él sabe que es inmenso. Ella nunca dice que no. No rechaza ninguno de los expedientes que le encarga, nunca se queja por quedarse hasta tan tarde. Pascal le dice a menudo: «Eres perfecta». Durante varios meses se sumerge en unos casos de poca monta. Defiende a miserables traficantes de droga, a perturbados mentales, a un exhibicionista, a atracadores sin talento, a alcohólicos detenidos al volante. Trata asuntos de deudas, fraudes con las tarjetas de crédito, usurpaciones de identidad.

Pascal cuenta con ella para conseguir nuevos clientes y la anima a dedicar tiempo al turno de oficio. Dos veces al mes acude al Tribunal de Bobigny y se sienta a esperar en los pasillos hasta las nueve de la noche, con los ojos clavados en el reloj, viendo cómo el tiempo no pasa. En alguna ocasión ha perdido la paciencia, respondiendo con brusquedad a unos clientes desorientados. Pero pone su voluntad en hacer las cosas bien y obtiene todo lo que está a su alcance. Pascal se lo repite continuamente: «Te tienes que saber de memoria el caso que llevas». Ella se esfuerza a fondo. Se lee las actas hasta bien entrada la noche. Detecta la mínima inexactitud, el más leve error de procedimiento. Se empeña con un furor obsesivo, que dará sus frutos. Antiguos clientes la recomiendan a sus amigos. Su nombre circula entre los detenidos. Un joven al que consigue librar de una pena de prisión firme promete recompensarla. «Me has salvado, no lo olvidaré jamás.»

Una vez la llamaron en plena noche para asistir a un detenido. Era un antiguo cliente del despacho, acusado de violencia conyugal, aunque le había dicho en una ocasión que era incapaz de levantar la mano contra una mujer. Myriam se vistió a oscuras, a las dos de la madrugada, sin hacer ruido, se inclinó sobre Paul para darle un beso. Él soltó un gruñido y se dio la vuelta.

Su marido le reprocha a menudo que trabaje tanto, y ella se enfada. Él se ofende por su reacción y exagera su preocupación por ella. Finge que lo que le inquieta es su salud, que Pascal la esté explotando. Ella evita pensar en sus hijos. Evita que la corroa la culpa. Por momentos, se imagina que todos se alían contra ella. Su suegra intenta convencerla de que «si Mila enferma con tanta frecuencia es porque se siente sola». Sus colegas nunca le proponen tomar una copa después del trabajo, y se sorprenden de las noches que pasa en el despacho. «¿Tú no tienes hijos o qué?» Incluso la maestra, que la convocó una mañana para comentarle un incidente absurdo entre Mila y una niña de su clase. Cuando Myriam se excusó por no haber asistido a las últimas reuniones, y haber enviado a Louise en su lugar, la mujer, de pelo gris, hizo un amplio gesto con la mano. «¡Si usted supiera! Es el mal del siglo. Todas esas pobres criaturas abandonadas a su suerte, mientras el padre y la madre están devorados por la misma ambición. No hay duda: se pasan la vida corriendo. ¿Sabe cuál es la frase que los padres repiten más a sus hijos: “¡Date prisa!”. Y, evidentemente, todo recae sobre nosotros. Los niños nos hacen pagar sus angustias y su sentimiento de abandono.»

Myriam había sentido un deseo incontenible de ponerla en su sitio, pero no fue capaz. ¿Sería por culpa de esa silla pequeñita en la que estaba incómodamente sentada, en una clase con olor a plastilina? La decoración, la voz de la maestra la devolvían con fuerza a su infancia, a esa edad de la obediencia y de las imposiciones. Myriam sonrió. Le dio las gracias torpemente y le prometió que Mila se portaría mejor. Se contuvo para no lanzar a la cara de aquella vieja harpía su misoginia y sus lecciones de moral. Temía que la mujer del pelo gris lo pagara con su hija.

Pascal sí que entiende su rabia, su intenso apetito de reconocimiento y de retos a su medida. Entre los dos se ha desatado un combate en el que sienten un ambiguo placer. Él la empuja, ella se le enfrenta. Él la agota, ella no lo defrauda. Una tarde, la invita a tomar una copa después del trabajo. «Pronto cumplirás seis meses con nosotros, hay que celebrarlo, ¿no?» Caminan en silencio por la calle. Le cede el paso en el bistró y ella sonríe. Se sientan al fondo de la sala en un banco tapizado. Pascal pide una botella de vino blanco. Hablan de un caso que tienen entre manos, y enseguida se ponen a evocar recuerdos de sus años universitarios. De la fiesta por todo lo alto que había organizado una amiga en común, Charlotte, en su palacete del distrito 18. Del ataque de pánico, absolutamente tronchante, de la pobre Céline el día de los exámenes orales. Myriam bebe rápido y Pascal la hace reír. No le apetece irse a casa. Le gustaría no tener a nadie a quien avisar de que llegará tarde, a nadie que la espere. Pero está Paul. Y los niños.

Una tensión erótica, sutil, excitante, le arde en la garganta y en los senos. Se pasa la lengua por los labios. Tiene ganas de algo. Por primera vez desde hace tiempo, siente un deseo gratuito, frívolo, egoísta. Un deseo de sí misma. Por mucho que quiera a Paul, el cuerpo de su marido está como lastrado de recuerdos. Cuando la penetra, él entra en su vientre de madre, un vientre pesado, donde su esperma se ha alojado tantas veces. Su vientre de pliegues y ondas, donde han construido juntos su hogar, donde florecieron tantas penas y alegrías. Paul le masajeó sus piernas hinchadas y amoratadas. Vio la sangre desparramarse por las sábanas. Paul le sostuvo la cabeza y la frente mientras vomitaba, en cuclillas. La oyó gritar. Le enjugó el sudor de su rostro cubierto de angiomas mientras empujaba. Extrajo de ella a sus hijos.

Siempre se negó a admitir que los niños fueran un obstáculo a su éxito, a su libertad. Como un ancla que arrastra hasta el fondo, que empuja la cara del ahogado hacia el fango. Saberlo la sumió al principio en una profunda tristeza. Lo consideraba injusto, en extremo frustrante. Se había dado cuenta de que ya no podría vivir sin ese sentimiento de saberse incompleta, de hacer las cosas mal, de sacrificar una parte de su vida en beneficio de otros. Para ella, se había vuelto un drama, pues se negaba a renunciar al sueño de aquella maternidad ideal. Se obstinaba en creer que todo era posible, que cumpliría todos sus objetivos, que no se sentiría amargada ni agotada. Que no jugaría a ser una Madre Coraje ni una mártir.

Casi a diario, Myriam recibe mensajes de su amiga Emma, que cuelga en las redes sociales retratos de color sepia de sus dos retoños rubios. Unos niños perfectos jugando en el parque y que van a un colegio que desarrollará las dotes que ella adivina que poseen. Les ha puesto unos nombres impronunciables, extraídos de la mitología nórdica. Le encanta explicar su significado. Emma también está guapa en las fotos que ha colgado. El marido no aparece nunca, eternamente dedicado a sacar fotografías de una familia ideal de la que forma parte solo como espectador. Aunque hace lo imposible para salir en el encuadre, con su barba, sus jerséis de lana natural y esos pantalones ceñidos e incómodos que se pone para ir al trabajo.

Myriam jamás se atrevería a contarle a Emma ese pensamiento fugaz, esa idea que más que cruel es vergonzante, y que le viene a la mente cuando observa a Louise con sus hijos. Solo seremos felices, se dice, cuando ya no nos necesitemos unos a otros. Cuando cada cual viva su propia vida, una vida que nos pertenezca, en la que nadie interfiera. Cuando seamos libres.

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