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Capítulo 2
Lo que hay que ver

Después de esa conversación, no volvieron a mencionar el tema de la magia de nuevo. Simplemente siguieron saltando de isla en isla, usando la guía consagrada de las islas, el Almenak de Klepp, como su principal fuente de información. De vez en cuando tenían la sensación de que el Hombre Entrecruzado les estaba alcanzando, y entonces interrumpían sus exploraciones y seguían adelante. Unos diez días después de haber dejado Tazmagor, sus viajes les llevaron a la isla del Gorro de Orlando. Era poco más que una simple roca con un psiquiátrico construido en lo más alto. El edificio había sido desocupado muchos años atrás, pero su interior conservaba los signos inconfundibles de la locura de sus inquilinos. Las paredes blancas estaban cubiertas con garabatos extraños que, en algunos puntos, se convertían en la imagen reconocible de un lagarto, un pájaro, para después reducirse a garabatos de nuevo.

—¿Qué le pasó a toda la gente que vivía aquí?

Candy se lo preguntaba.

Malingo no lo sabía. Pero rápidamente decidieron que ese no era un lugar en el que quisieran detenerse. El manicomio tenía ecos extraños y tristes. De modo que volvieron al pequeño puerto a esperar otro bote. Había un anciano sentado en el muelle, enrollando un cabo desgastado. Tenía un aspecto extraño, con los ojos entornados, como si fuera ciego. Ese no era el caso, de todos modos. En cuanto Candy y Malingo se acercaron, empezó a observarles.

—No deberías haber vuelto —refunfuñó.

—¿Yo? —dijo Malingo.

—No, tú no. Ella. ¡Ella! —Señaló a Candy—. Te encerrarán.

—¿Quién?

—Ellos lo harán, en cuanto sepan qué eres —dijo el hombre, incorporándose.

—No te acerques —le advirtió Malingo.

—No pienso tocarla —contestó el hombre—. No soy tan valiente. Pero puedo ver. Oh, puedo ver. Sé qué eres, niña, y sé lo que haces. —Sacudió la cabeza—. No te preocupes, no te tocaré. No, señor. Yo no haría algo tan estúpido como eso.

Y, después de pronunciar estas palabras, los rodeó, procurando mantener la distancia, y echó a correr por el muelle chirriante y desapareció entre las rocas.

—Bueno, supongo que eso es lo que pasa cuando dejas salir a tipos chiflados —dijo Malingo con una alegría forzada.

—¿Qué era lo que veía?

—Está loco, mi señora.

—No, realmente parecía que estuviera viendo algo. Por el modo en que me miraba.

Malingo se encogió de hombros.

—No sé —dijo. Tenía abierta su copia del Almenak y la usó para cambiar de tema ágilmente—. Sabes, siempre he querido ver la cripta de Hap —dijo.

—¿En serio? —dijo Candy, sin apartar la vista de las rocas por donde el hombre había desaparecido—. ¿No es una simple cripta? Bueno, es lo que dice Klepp.

Malingo leyó en voz alta un fragmento del Almenak.

—«Huffaker: la cripta de Hap de Huffaker, que está en las Nueve en Punto de la Noche… Huffaker es una isla impresionante, en el sentido topográfico. Sus formaciones rocosas, sobre todo las que están bajo tierra, son enromes y están hermosamente elaboradas, ¡asemejándose a catedrales y templos naturales!» Interesante, ¿no? ¿Quieres ir?

Candy seguía distraída. Su sí apenas fue audible.

—Pero escucha esto —Malingo continuó, haciendo todo lo posible por apartar sus pensamientos de las palabras del anciano—. «La más grande es la cripta de Hap»… bla-bla-bla… «descubierta por Lydia Hap»… bla-bla-bla… «Fue la señorita Hap la primera en sugerir la cámara de Skein.»

—¿Qué es Skein? —dijo Candy, algo más interesada.

—Cito: «Es el hilo que une todas las cosas vivas y muertas, sintientes y no pensantes con otras cosas».

Ahora Candy sí que estaba interesada. Se situó al lado de Malingo, mirando el Almenak por encima de su hombro. Él siguió leyendo en voz alta.

—«Según la persuasiva señorita Hap, el hilo se origina en la cripta de Huffaker, y aparece momentáneamente en forma de luz parpadeante antes de recorrer Abarat, invisible… para conectarnos, los unos con los ostros.» —Cerró el Almenak—. ¿No crees que deberíamos ver esto?

—¿Por qué no?

La isla de Huffaker estaba a solo una Hora de distancia de Yeba Día Sombrío, la primera isla que Candy había visitado en su llegada a Abarat. Pero, mientras Yeba Día Sombrío aún tenía algunos rayos de luz tardía en el cielo que la cubría, Huffaker estaba bañada en oscuridad, una gruesa masa de nubes que oscurecían las estrellas.

Candy y Malingo se hospedaron en un hotel andrajoso cerca del puerto, donde comieron, hicieron sus planes para el viaje y, tras algunas horas de sueño, partieron hacia la carretera oscura, aunque debidamente señalada, que conducía hasta la Cripta. Habían tomado la precaución de cargar con comida y bebida, puesto que la necesitaban. El viaje era considerablemente más largo de lo que les había hecho pensar el dueño del hotel, quien les había dado algunas indicaciones. De vez en cuando, oían el ruido de algún animal persiguiendo y derribando a algún otro en las tinieblas, pero generalmente el trayecto estuvo desprovisto de acontecimientos.

Cuando finalmente llegaron a las cuevas, se encontraron con que algunos de los escarpados pasadizos tenían antorchas llameantes colocadas en unos soportes dispuestos a lo largo de las frías paredes para iluminar la ruta. Sorprendentemente, teniendo en cuenta cuán extraordinario sonaba el fenómeno, no había más visitantes allí para presenciarlo. Estaban solo ellos dos recorriendo los empinados caminos que les guiaban dentro de la Cripta. Pero no necesitaban a ningún guía que les indicara cuándo habían llegado a su destino.

—Oh, Dios Lou… —dijo Malingo—. Mira este lugar.

Su voz resonó a lo largo de la extensa caverna en la que habían entrado. Del techo, que se encontraba a suficiente distancia de la luz de las antorchas como para estar sumido en completa oscuridad, colgaban docenas de estalactitas. Eran inmensas, cada una podía ser fácilmente del tamaño del capitel invertido de una iglesia. Eran las perchas de los murciélagos abaratianos, un detalle que Klepp había olvidado mencionar en su Almenak. Las criaturas eran más grandes que cualquier murciélago que Candy hubiera visto en Abarat, y ostentaban una constelación de siete ojos brillantes.

En cuanto a las profundidades de la caverna, eran de un negro tan oscuro como el techo.

—Es mucho más grande de lo que esperaba —dijo Candy.

—¿Pero dónde está el Skein?

—No lo sé. Quizá lo vemos si nos ponemos en el centro del puente.

Malingo le dedicó una mirada nerviosa. El puente que colgaba sobre la oscuridad insondable de la Cripta no parecía muy seguro. Las vigas estaban agrietadas y eran antiguas; las cuerdas, desgastadas y delgadas.

—Bueno, ya que hemos llegado hasta aquí —dijo Candy—, será mejor que veamos lo que hay que ver.

Puso un pie tentativo sobre el puente. No cedió, así que se arriesgó a seguir adelante. Malingo la siguió. El puente crujió y se balanceó; las tablas —dispuestas a escasos centímetros las unas de las otras— rechinaban con cada paso que daban.

—Escucha… —susurró Candy cuando llegaron a la mitad del puente.

Encima de ellos podían oír el parloteo de un murciélago parlanchín. Y, muy a lo lejos, bajo ellos, una corriente de agua.

—Hay un río aquí abajo —dijo Candy.

—El Almenak no dice…

Antes de que Malingo pudiera terminar su frase, una tercera voz emergió de las tinieblas y resonó por toda la Cripta.

—Mientras viva y respire, ¿me harás el favor de mirarlo? ¡Candy Quackenbush!

El grito alteró a varios murciélagos. Se precipitaron desde sus perchas hacia el aire oscuro y, al hacerlo, despertaron a cientos de sus hermanos, de modo que, en pocos segundos, incontables murciélagos aleteaban sin descanso; una nube agitada agujereada por constelaciones cambiantes.

—¿Eso ha sido…?

—¿Houlihan? —dijo Candy—. Me temo que sí.

Tan pronto como hubo pronunciado esas palabras, se oyeron pasos al final del puente, y el Hombre Entrecruzado apareció a la luz de las antorchas.

—Por fin —dijo—, te tengo donde no puedes huir.

Candy echó un vistazo al tramo de puente que tenían detrás. Uno de los stitchling secuaces de Houlihan apareció de las tinieblas y avanzaba hacia ellos a zancadas. Era una cosa grande y deforme, con los dientes propios de una calavera, y, en cuanto puso un pie en el puente, la frágil estructura comenzó a balancearse de lado a lado. Al stitchling sin duda le gustaba esa sensación, ya que procedió a zarandear su peso de aquí para allá, haciendo más y más violento el movimiento. Candy se agarró a la barandilla, y Malingo hizo lo mismo, pero las cuerdas desgastadas ofrecían poco consuelo. Estaban atrapados. Houlihan avanzaba ahora desde su extremo del puente. Había cogido una de las antorchas llameantes de la pared y la sujetaba delante de él mientras avanzaba. Su rostro, con sus tatuajes entrecruzados, relucía por el sudor y el triunfo.

Por encima de sus cabezas, la nube de murciélagos seguía creciendo, a medida que los sucesos del puente perturbaban a más y más de ellos. Algunos de los más grandes, quizá con la intención de expulsar a los intrusos, se abalanzaban sobre Candy y Malingo, soltando chillidos estridentes. Candy hizo todo lo posible por ignorarles; le preocupaba mucho más el Hombre Entrecruzado, quien ahora no se encontraba a más de dos metros y medio de distancia.

—Te vienes conmigo, niña —le dijo—. Carroña quiere verte en Gorgossium.

De repente tiró la antorcha por encima de la barandilla y, con las dos manos ya vacías, echó a correr hacia Candy. Ella no tenía a donde ir.

—¿Ahora qué? —dijo él.

Candy se encogió de hombros. Desesperada, buscó a Malingo a su alrededor.

—Será mejor que veamos…

—¿Lo que hay que ver? —contestó él.

Ella sonrió levemente y, entonces, sin ni siquiera echar un vistazo a sus perseguidores de nuevo, los dos se lanzaron de cabeza por encima de la cuerda que servía de barandilla.

Mientras se zambullían en la oscuridad, Malingo soltó un grito salvaje de euforia, o quizá miedo, quizá ambos. Pasaron segundos y seguían cayendo y cayendo y cayendo. Y todo estaba oscuro a su alrededor y los chillidos de los murciélagos se habían desvanecido, borrados por el ruido del río que tenían debajo.

Candy tuvo tiempo de pensar: «Si nos golpeamos contra el agua a esta velocidad nos partiremos el cuello», y entonces Malingo le agarró la mano y, haciendo uso de algunos trucos acrobáticos que había aprendido colgándose boca abajo del techo de Wolfswinkel, consiguió darles la vuelta a los dos, de modo que ahora caían con los pies por delante.

Dos, tres, cuatro segundos más tarde, cayeron al agua.

No estaba fría. Al menos no congelada. Aun así, la velocidad que llevaban los sumergió muy hondo, y el impacto los separó. Candy sufrió un momento de pánico al pensar que ya había agotado todo el aire que había cogido.

Entonces, ¡gracias a Dios! Malingo la agarró otra vez y, agonizando para coger aire, salieron juntos a la superficie.

—¿Ningún hueso roto? —jadeó Candy.

—No. Estoy bien. ¿Tú?

—No —contestó, casi sin creérselo—. Pensaba que ya nos tenía.

—Y Yo. Y él también.

Candy rió.

Alzaron la vista, y por un momento ella pensó que vislumbraba la oscura y andrajosa línea del puente que había encima de ellos. Entonces la corriente del río los arrastró, y lo que fuera que había visto fue eclipsado por el techo de la caverna por la que corrían esas aguas. No tenían otra opción que ir a donde les llevara. A su alrededor solo había oscuridad, de modo que las únicas pistas que tenían sobre el tamaño de las cavernas por las que viajaba el río era el modo en que el agua avanzaba más tempestuosamente cuando el canal se estrechaba, y cómo el escándalo del ajetreo se suavizaba cuando el camino se ensanchaba de nuevo.

En una ocasión, apenas durante unos segundos, vislumbraron lo que parecía un hilo brillante, como el Skein del que hablaba Lydia Hap, a través del aire o las rocas que había encima de ellos.

—¿Has visto eso? —dijo Malingo.

—Sí —contestó Candy, sonriendo en la oscuridad—. Lo he visto.

—Bueno, al menos hemos visto lo que hemos venido a ver.

Era imposible determinar cuánto tiempo pasaba en un lugar tan irregular, pero poco después del atisbo del Skein entrevieron otra luz, en un lugar lejano enfrente de ellos: una luminiscencia que se hacía incesantemente más brillante a medida que el río les conducía hacia ella.

—Es la luz de las estrellas —dijo Candy.

—¿De verdad?

Estaba en lo cierto; sí que lo era. Tras algunos minutos, el río finalmente les condujo fuera de las cavernas de Huffaker y les devolvió a ese momento tranquilo justo antes de la caída de la noche. Una delgada red de nubes había cubierto el cielo, y las estrellas que se habían quedado atrapadas en ella volvían plateada al Izabella.

Sin embargo, su viaje por el agua todavía no se había acabado. La corriente del río los arrastró demasiado lejos de los oscuros acantilados de Huffaker como para intentar nadar a contracorriente hacia ellos y los condujo hasta los estrechos entre las Nueve y las Diez en punto. Ahora el Izabella se hizo cargo de ellos, sosteniéndoles con sus aguas para que no tuvieran que esforzarse en nadar. Pasaron sin esfuerzo más allá de Martillobobo —donde las luces ardían y resplandecían en la agrietada bóveda de la casa de Kaspar Wolfswinkel—, hacia el sur, hacia las brillantes aguas tropicales que rodeaban la isla del Presente. El aroma soñoliento de una tarde interminable salía de la isla, que estaba en las Tres en punto, y la brisa arrastraba semillas bailarinas de las frondosas laderas de esa Hora. Pero el Presente no sería su destino. Las corrientes del Izabella les llevaron más allá de la Tarde hasta la isla vecina de Gnomon.

Antes de que pudieran llegar a las costas de esa isla, sin embargo, Malingo atisbó su salvación.

—¡Veo una vela! —exclamó, y empezó a gritar a quien fuera que estuviera en la cubierta—. ¡Aquí! ¡Aquí!

—¡Nos han visto! —dijo Candy—. ¡Nos han visto!

Capítulo 3
A bordo de Parroto Parroto

La pequeña embarcación que la visión nítida de Malingo había detectado no se movía, así que pudieron permitirle a la corriente gentil que les llevara hasta ella. Era un humilde barco pesquero de no más de cuatro metros y medio de largo y que se encontraba en unas condiciones muy ruinosas. Los miembros de la tripulación estaban trabajando duro arrastrando una red llena a rebosar de decenas de miles de pequeños peces con manchas turquesa y naranja, llamados smatterlings, a la cubierta. Hambrientas aves marinas, estridentes y agresivas, daban vueltas alrededor del navío o se mecían sobre el agua cercana, esperando robarles aquellos smatterlings que los pescadores no pudieran sacar de la red en cubierta para meterlos en la bodega del barco lo suficientemente rápido.

Para cuando Candy y Malingo llegaron a una distancia de la embarcación desde donde poder avisarles, la mayoría del trabajo duro se había acabado, y los felices miembros de la tripulación —solo había cuatro en el navío— estaban cantando una canción marinera mientras plegaban las redes.

«¡Peces que alimentan!

¡Peces del cielo!

¡Nadad en las redes

Y morded el anzuelo!

¡Alimentad a mis hijos!

¡Llenad mis colmados!

¡Por eso os adoro,

Pequeños pescados!»

Cuando acabaron la canción, Malingo les llamó desde el agua.

—¡Disculpen! —gritó—. ¡Todavía quedan un par de peces aquí abajo!

—¡Ya os veo! —dijo un joven de la tripulación.

—Lanzadles un cabo —dijo un hombre enjuto con barba en la cámara del timonel, quien aparentemente era el Capitán.

No les llevó mucho tiempo subir a Candy y a Malingo a la apestosa cubierta.

—Bienvenidos a bordo del Parroto Parroto —dijo el Capitán.

—Que alguien les traiga unas sábanas, ¿no?

Aunque el sol aún era razonablemente cálido en esa región de entre las Cuatro de la Tarde y las Cinco, el tiempo que habían pasado en el agua había dejado a Candy y a Malingo helados hasta los huesos, y agradecieron las sábanas y los boles hondos de sopa de pescado picante que les dieron unos minutos más tarde.

—Soy Perbo Skebble —dijo el Capitán—. El anciano es Mizzel, la moza de camarote es Galatea y el este joven es mi hijo Charry. Somos de Efreet, y nos dirigimos de vuelta allí con nuestra despensa llena.

—Buena pesca —dijo Charry. Tenía una cara ancha y feliz, que encajaba de forma natural con una expresión de sencilla alegría.

—Habrá consecuencias —replicó Mizzel, con unos rasgos tan naturalmente tristes como alegres eran los de Charry.

—¿Por qué tienes que ser siempre tan desagradable? —dijo Galatea, observando a Mizzel con desprecio. Su cabello estaba afeitado tan cerca de su cuero cabelludo que parecía poco más que una sombra. Sus brazos musculosos estaban decorados con elaborados tatuajes—. ¿No acabamos de salvar dos almas de morir ahogadas? Todos los de este navío estamos de parte de la Creadora. No nos va a pasar nada malo.

Mizzel simplemente la miró con desdén y arrancó bruscamente los boles de sopa vacíos de manos de Candy y Malingo.

—Todavía tenemos que pasar por Gorgossium —dijo mientras bajaba a la cocina con los boles. Le lanzó una mirada ladina y ligeramente amenazante a Candy mientras marchaba, como si quisiera comprobar si había conseguido sembrar las semillas del miedo en ella.

—¿Qué ha querido decir con eso? —preguntó Malingo.

—Nada —contestó Skebble.

—Oh, digámosles la verdad —dijo Galatea—. No vamos a mentir a esta gente. Eso sería vergonzoso.

—Entonces díselo tú —espetó Skebble—. Carry, ven, chico. Quiero asegurarme de que la captura está almacenada correctamente.

—¿Cuál es el problema? —preguntó Candy a Galatea cuando padre e hijo hubieron ido a trabajar.

—Tenéis que entender que no hay hielo en este navío, así que tenemos que volver a Efreet antes de que los pescados se nos pudran. Lo que significa… dejad que os lo enseñe.

Les guió hasta la cabina del timón, donde había un mapa antiguo y envejecido colgado de la pared. Señaló con una uña mordisqueada un lugar entre la isla de Soma Pluma y Gnomon.

—Estamos por aquí —dijo—. Y tenemos que llegar… hasta aquí. —Su destino se encontraba pasado la Hora Veinticinco, hacia el norte del archipiélago—. Si tuviéramos más tiempo, tomaríamos el camino largo para volver, rodeando la costa de Gnomon y después pasando por el Presente y rumbo al norte entre Martillobobo y Girigonza, y doblando por la Hora Veinticinco hasta llegar a nuestra aldea.

La Veinticinco; Candy pensó que había estado allí durante un breve período con las mujeres del Fantomaya. Había tenido todo tipo de visiones, incluyendo una que se había repetido en sus sueños varias veces desde entonces: una mujer caminando por un cielo lleno de pájaros, mientras los peces nadaban en cielos acuosos alrededor de su cabeza.

—No habría ninguna posibilidad de que nos dejarais en la Veinticinco, ¿no? —dijo Candy.

Pero, mientras hablaba, recordó el lado oscuro de la vida en la Hora Veinticinco. Allí había sido perseguida por un par de monstruos llamados los Hermanos Fugit, cuyas facciones se movían por sus caras, sujetas por dos piernas que chasqueaban.

—¿Sabes qué? —dijo—. Quizá no sea tan buena idea después de todo.

—Bueno, de todos modos no podemos hacerlo —le contó Galatea—. Nos llevaría demasiado tiempo. El pescado se pudriría.

—Entonces, ¿en qué dirección estamos yendo? —preguntó Malingo.

Candy ya lo había supuesto mirando el mapa.

—Estamos yendo al lugar entre las Pirámides de Xuxux y Gorgossium.

Galatea sonrió. Le faltaba uno de cada dos dientes.

—Deberías ser pescadora, sí que deberías —dijo—. Sí, aquí es a donde vamos. Mizzel cree que es un mal plan. Dice que hay un sinfín de criaturas viviendo en la isla de Medianoche. Monstrosidades, dice. Cosas horribiles que vendrán volando por encima de nuestras cabezas y atacarán el barco.

—¿Por qué iban a hacer eso? —preguntó Candy.

—Porque quieren comerse los peces. O a nosotros. Quizá a ambos. No lo sé. Sea lo que sea, no son buenas noticias. De todos modos, no podemos ser miedicos con esto.

—¿Miedicos? —preguntó Candy.

—Miedosos —contestó Malingo.

—Debemos navegar cerca de Medianoche nos guste o no —continuó Galatea—. O eso o perdemos la pesca, y mucha gente pasará hambre.

—No es una buena elección —dijo Skebble subiendo de la despensa.

—Pero, como dice la chica, no tenemos elección. Y… me temo que no os queda otro remedio que venir con nosotros. O eso u os lanzamos al agua otra vez.

—Creo que mejor nos quedamos a bordo —dijo Candy dedicándole a Malingo una mirada inquieta.

Pusieron rumbo al norte, desde las brillantes aguas vespertinas de los estrechos entre la Cuarta y la Quinta hacia los oscuros mares que rodeaban Medianoche. No fue un cambio sutil. Un momento el Mar de Izabella relucía con luz del sol dorada y era cálido; al siguiente, olas de penumbras cubrían el sol y un frío glacial aparecía para rodearles. Por babor podían ver la inmensa isla de Gorgossium. Incluso desde una distancia considerable podían discernir las ventanas de las trece torres de la fortaleza de Iniquisit, y las luces que ardían alrededor de las minas Todo.

—¿Quieres verlo más de cerca? —preguntó Mizzel a Candy.

Le pasó su viejo y maltrecho telescopio, y ella estudió la isla con este. Parecía que hubiera cabezas inmensas esculpidas en las rocas salientes de la isla. Algo que parecía la cabeza de un lobo, algo que parecía vagamente un humano. Pero mucho más espeluznantes eran los grandes insectos que vio trepando por la isla: como pulgas o piojos del tamaño de un camión. La hicieron temblar, incluso a una distancia tan segura.

—No es un lugar bonito, ¿no crees? —dijo Skebble.

—No, no mucho —contestó Candy.

—A muchos tipos les gusta, sin embargo —continuó el Capitán—. Si tú corazón es oscuro, ese es el lugar al que vas, ¿no? Es donde te sientes como si fuera tu hogar.

—Hogar… —murmuró Candy.

—¿Añoras el tuyo? —preguntó.

—No. No. Bueno… a veces. Un poco. Solo por mi madre, en realidad. Pero no, eso no era en lo que estaba pensando. —Señaló Gorgossium con un movimiento de cabeza—. Se me hace extraño pensar que alguien pueda llamar a ese funesto lugar su hogar.

—Cada uno a su Hora, como escribió el poeta —dijo Malingo.

—¿Cuál es tu Hora? —le preguntó Candy—. ¿Adónde perteneces?

—No lo sé —contestó Malingo tristemente—. Perdí a mi familia hace mucho tiempo, o al menos ellos me perdieron a mí, y no espero volver a verles de nuevo en esta vida.

—Podríamos intentar encontrarles por ti.

—Algún día, quizá. —Bajó su voz hasta convertirla en un susurro—. Cuando no tengamos tantos dientes mordisqueando nuestros talones.

Se produjo una repentina explosión de risa en la cabina del timón, lo cual puso fin a la conversación. Candy se acercó para ver qué pasaba. Había un pequeño televisor —con cortinas a cada lado de la pantalla, como en un teatro— en el suelo. Mizzel, Charry y Galatea la estaban mirando, muy entretenidos con las payasadas de un muchacho de dibujos animados.

—¡Es el Niño de Commexo! —dijo Charry—. ¡Es un salvaje!

Candy había visto la imagen del Niño muchas veces ya. Era difícil avanzar mucho por Abarat sin encontrarse con su cara constantemente sonriente en un cartel o una pared. Sus payasadas y sus eslóganes se usaban para vender de todo, desde cunas hasta ataúdes, y todo lo que uno quisiera entre medio. Candy miró la parpadeante pantalla azul durante un rato, recordando el encuentro que había tenido con el hombre que había creado el personaje: Rojo Pixler. Lo había conocido en Martillobobo, brevemente, y durante las muchas semanas que habían transcurrido desde entonces había esperado encontrárselo de nuevo en algún punto del camino. Él era parte de su futuro, lo sabía, aunque no sabía cómo ni por qué.

En la pantalla, el Niño estaba haciendo travesuras, como de costumbre, para la diversión de su corta audiencia. Eran cosas simples y disparatadas.

Salpicaba con pintura; tiraba la comida. Y, en medio de todo esto, trotaba la inexorablemente feliz figura del Niño de Commexo, expendiendo sonrisas, tartas y «un poquito de amor» —como decía para rematar todos sus espectáculos— al mundo.

—Oye, señorita Miseria —dijo Mizzel, volviéndose hacia Candy—. ¡No te estás riendo!

—Es que no creo que sea muy gracioso, eso es todo.

—¡Es el mejor! —dijo Charry—. ¡Dios Lou, las cosas que dice!

—¡Feliz! ¡Feliz! ¡Feliz! —dijo Galatea, imitando a la perfección la voz chillona del Niño—. ¡Eso es lo que yo es! ¡Feliz! ¡Feliz! Fel…

La interrumpió un grito de pánico de Malingo.

—Tenemos problemas —gritó—. ¡Y vienen de Gorgossium!

399
475,65 ₽
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ISBN:
9788417525897
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