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II

Aquellos eran días de largas visitas, antes de que los amigos cariñosos pensaran que merecía la pena hacer un viaje de cien millas solo para comer o pasar la noche en casa del otro. Helena se quedó durante las semanas agradables de principios de verano y partió al fin, de mala gana, para unirse a su familia en White Hills, donde habían ido, al igual que otras familias de alto nivel social, para pasar el mes de agosto fuera de la ciudad. La alegre invitada dejó tras ella muchos amigos tristes y prometió a cada uno que volvería al año siguiente. Dejó al pastor como amante rechazado, así como al preceptor de la academia, pero con los orgullos intactos, y quizás con visiones más amplias del mundo y una simpatía menos estrecha por su propio trabajo en la vida y por las trabas de los vecinos. Incluso la misma señorita Harriet Pyne había perdido parte de su innecesario provincianismo y de los prejuicios que habían comenzado a endurecer su corazón, amable y de mente abierta, bueno por naturaleza. Nadie había sido nunca tan alegre, tan fascinante o tan atenta como Helena; tan llena de recursos sociales, tan sencilla y poco exigente en su amistad. La luz de su joven vida no proyectaba sombra sobre sus compañeros jóvenes o viejos, sus ropas bonitas nunca hacían parecer a las otras chicas aburridas o pasadas de moda. Cuando atravesó la calle en el carruaje de la señorita Harriet para tomar el tren lento a Boston y las alegrías de la nueva Profile House, donde su madre esperaba impaciente con un grupo de amigos sureños, parecía como si nunca fuese a volver a haber fiestas o pícnics en Ashford, y como si la gente no tuviera nada que hacer más que envejecer y prepararse para el invierno.

Martha entró en el dormitorio de la señorita Helena aquella última mañana y era fácil ver que había estado llorando; tenía el mismo aspecto que aquella primera semana triste de nostalgia y desesperación. Por amor había estado aprendiendo a hacer muchas cosas y hacerlas exactamente bien; sus ojos se habían aguzado para ver la más mínima ocasión de hacer un servicio personal. Nadie podía ser más humilde y devota; parecía años mayor que Helena y ya lucía el aire conmovedor de los cuidados.

—Me mimas, querida Martha —dijo Helena desde la cama—. No sé qué van a decir en casa, estoy tan consentida.

Martha siguió abriendo las contraventanas para dejar que entrase la luz de la mañana estival, pero no dijo nada.

—Te las estás arreglando de maravilla, ¿verdad? —continuó la joven dama—. Te has esforzado tanto que me haces avergonzarme de mí misma. Al principio ponías todas las flores apiñadas y ahora las arreglas de una forma hermosa. Anoche la prima Harriet estaba encantadísima al ver la mesa tan bien colocada, y le dije que lo habías hecho tú todo, hasta el último detalle. ¿Seguirás manteniendo las flores frescas y la casa bonita hasta que yo vuelva? Es mucho más agradable para la señorita Pyne; y darás de comer a mis gorriones, ¿verdad? Se están domesticando.

—¡Claro que sí, señorita Helena! —Y Martha pareció casi enfadada por un instante, pero después rompió a llorar y se cubrió la cara con el mandil—. No entendía nada cuando llegué aquí al principio. Nunca había estado en ningún sitio ni había visto nada, y la señorita Pyne me asustaba cuando me hablaba. Fue usted quien me hizo pensar que podía aprender. Quería conservar el puesto, por mi madre y los chicos; en casa lo necesitamos mucho. Hepsy ha sido buena en la cocina; dijo que debería tener paciencia conmigo, pues ella misma era un poco torpe cuando llegó.

Helena rio; se la veía tan bonita bajo las cortinas blancas con borlas.

—Me temo que Hepsy tiene razón —dijo—. Ojalá me hubieras hablado de tu madre. Cuando vuelva, algún día, iremos en el carruaje hasta el campo, como tú lo llamas, para verla. ¡Martha! Ojalá pensaras en mí alguna vez después de que me vaya. ¿Me lo prometes? —El joven rostro resplandeciente de repente se puso serio—. Yo también tengo malos momentos; no siempre aprendo las cosas que debo aprender; no siempre pongo las cosas bien. Ojalá no me olvides nunca y creas en mí. Me parece que eso ayuda más que cualquier otra cosa.

—No la olvidaré —dijo Martha lentamente—. Pensaré en usted cada día.

Habló casi con indiferencia, como si le hubieran pedido que limpiara el polvo de una habitación, pero se volvió hacia un lado rápidamente y tiró de la alfombrilla que había bajo la jarra de agua caliente y la dejó torcida; después se apresuró escaleras abajo hasta la entrada blanca y alargada, llorando por el camino.

III

Perder de vista a la amiga a la que has amado y por quien vivías para complacer es perder la alegría de la vida. Pero si el amor es sincero, entonces llega la alegría mayor de complacer al ideal; es decir, a la amiga perfecta. La felicidad de antes se eleva a un nivel superior. En cuanto a Martha, la chica que quedó atrás en Ashford, su vida no podía parecerles más aburrida a aquellos que no eran capaces de comprender; tenía el paso lento y la mirada casi siempre baja, como si se esforzara todo el rato; pero era sorprendente cuando levantaba la vista y te miraba, con esa luz radiante. Tenía la capacidad de ser feliz aferrándose a un gran sentimiento, la inefable satisfacción de intentar agradar a alguien a quien amaba de verdad. Nunca pensó en intentar agradar a otros; solo vivía para hacer lo mejor que podía por los demás, y cumplir con un ideal, que al final llegó a convertirse en la visión de un santo, una figura celestial pintada sobre el cielo.

Los domingos de verano por la tarde, Martha se sentaba junto a la ventana de su habitación, un cuartito de techo bajo que daba al patio lateral y las grandes ramas de un olmo. Nunca se sentaba en la vieja mecedora de madera salvo los domingos como aquel; estaba reservada para los días de descanso y de meditación feliz. Llevaba su vestido liso negro y un delantal blanco limpio, y sostenía sobre el regazo una cajita de madera, con una bisagra de cobre encima como asa. Tenía más de sesenta años y parecía incluso mayor, pero su rostro mostraba el mismo gesto que tuvo en ocasiones en su juventud. Era la misma Martha; las manos mostraban los signos de la edad y estaban ajadas por el trabajo, pero su cara aún resplandecía. Parecía que fue ayer cuando Helena Vernon se había marchado, pero de eso hacía más de cuarenta años.

La guerra y la paz habían traído sus cambios y sus grandes preocupaciones; la faz de la tierra había sido surcada por inundaciones e incendios; los semblantes de señora y criada, marcados por sonrisas y llantos, y en el cielo, las estrellas brillaron como si nada hubiera ocurrido. El pueblo de Ashford añadió algunas páginas a su insulsa historia, el pastor predicó, la gente escuchó; de vez en cuando un funeral subía por la calle, y de vez en cuando la cara de un pequeñín asomaba por el horizonte de los bancos de iglesia de una familia. La señorita Harriet Pyne había pasado con mucho las incertidumbres y ansiedades de la juventud. Había tomado sus decisiones hacía mucho tiempo y había arreglado todas las preguntas; su esquema de vida era impecable como el paisaje en miniatura de un jardín japonés, e igualmente fácil de mantener en orden. El único cambio importante que podría ser capaz de hacer alguna vez sería el cambio final hacia otro mundo mejor; y de eso se encargaría amablemente la naturaleza y su propia e inocente vida.

Casi ningún gran evento social había alterado la calmada corriente de la vida de Helena Vernon desde su matrimonio. A él asistió la señorita Pyne, con apariencia señorial y portando regalos de plata antigua familiar que llevaban el sello Vernon, pero no sin cierta protesta del corazón contra las incertidumbres de la vida matrimonial. Helena estaba tan igualmente dispuesta a la independencia feliz como a la ayuda de otras vidas que crecían dependientes de sus rápidas simpatías y decisiones instintivas, que era difícil dejar que su personalidad se hundiera en los asuntos de otra persona. Aun así, un brillante enlace inglés no carecía de atractivo para una anticuada mujer gentil como la señorita Pyne, y Helena misma estaba sorprendentemente feliz. Un día había llegado una carta a Ashford en la que su corazón parecía latir de amor y despreocupación por sí misma, para contarle a la prima Harriet de su nueva felicidad y altas expectativas. «Cuéntale a Martha todo lo que digo sobre mi querido Jack», escribió la deseosa muchacha; «por favor, muéstrale mi carta a Martha y dile que iré el próximo verano y llevaré a Ashford al hombre más guapo y mejor del mundo. Le he contado todo sobre mi casa querida y el querido jardín; nunca hubo allí un muchacho mejor para coger cerezas con su metro ochenta». La señorita Pyne, un poco asombrada, le dio la carta a Martha, que la tomó con decisión y como si ella también se asombrara, y se fue a leerla despacio a solas. Martha lloró y tuvo una extraña sensación de pérdida y dolor; le dolía un poco el corazón al leer sobre coger cerezas. Su ídolo parecía ser menos ella desde que se había convertido en el ídolo de un desconocido. Nunca había tenido en sus manos una carta así, pero al final el amor prevaleció, puesto que la señorita Helena era feliz, y besó la última página donde estaba escrito su nombre, sintiéndose muy atrevida, y dejó el sobre en el secreter de la señorita Pyne sin decir nada.

El amor más generoso solo puede esperar consuelo y Martha tenía la alegría de ser recordada. No se olvidó de ella cuando se acercó el día de la boda, pero nunca supo que la señorita Helena le había pedido a la prima Harriet que llevase a Martha a la ciudad; le gustaría tener a Martha allí para que la viera casarse. «Ayudará con las flores», dijo la feliz muchacha, «sé que le gustaría venir y le pediré a mamá que se ocupe de que alguien la lleve a conocer Boston y le haga pasar una buena estancia cuando las prisas del gran día hayan pasado».

La prima Harriet pensó que era muy amable y propio de Helena, pero Martha estaría fuera de su elemento; era imprudente e infantil pensar en algo así. A la madre de Helena no le haría ninguna gracia tener una invitada innecesaria justo en la parte más atareada de la casa, y era mejor no hablar de la invitación. Algún día Martha iría a Boston si se portaba bien, pero no entonces. Helena no se olvidó de preguntar si Martha había venido y le sorprendió la indiferencia de la respuesta. Fue lo primero que le recordó que no era la princesa de las hadas para conseguir lo que quisiera en su último día antes de casarse. Sabía que a Martha le hubiera encantado estar cerca, pues no podía evitar comprender en ese momento de felicidad propia el amor que se ocultaba en otro corazón. Al día siguiente, esta feliz y joven princesa, la novia, cortó un trozo de la espectacular tarta y lo colocó en una caja bonita que había albergado uno de los regalos de boda. Con voces ansiosas llamándola y todas sus amigas alrededor, el rostro de su madre cada vez más melancólico al pensar en su partida, ella aún se quedó y corrió a coger una o dos bagatelas de su tocador, un espejito y unas tijeritas que Martha recordaría, y uno de los delicados pañuelos bordados con su nombre de soltera. Los metió también en la caja; era un capricho extraño e infantil, pero no pudo evitar intentar compartir su felicidad, pues la vida de Martha era tan sosa y aburrida. Susurró un mensaje y dejó el paquetito en manos de la prima Harriet cuando se despidió. Le tenía mucho aprecio a la prima Harriet. Sonrió con un destello de su antigua diversión; la mirada sorprendida de Martha y su figura extraña y espigada parecían estar frente a ella, mientras le prometía volver de nuevo a Ashford. Las voces impacientes llamaban a Helena, su amor estaba en la puerta y se apresuró a salir, dejando atrás su antigua casa y su juventud con placer. Si hubiera sabido, mientras le daba un beso de despedida a su prima Harriet, que nunca volverían a verse hasta ser dos ancianas. El primer paso que dio fuera de la casa paterna aquel día, casada y llena de esperanza y júbilo, fue un paso que la alejó de los verdes olmos de Boston Common y de su país y de aquellos que más quería, hacia una vida en el extranjero mucho más variada y hacia todas las penas y casi todas las alegrías que el corazón de una mujer puede conocer.

Los domingos por la tarde, Martha solía sentarse junto a la ventana en Ashford y sostener la caja de madera que su hermano pequeño favorito, que después murió en el mar, había hecho para ella, y solía sacar aquella preciosa cajita con tapa dorada que había contenido el trozo de tarta nupcial, y las tijeritas y el trocito de espejo borroso en su marco de plata; en cuanto al pañuelo con el borde de encaje, una vez cada dos o tres años lo salpicaba con agua como si fuera una flor y lo tendía al sol sobre el césped, y se sentaba junto a los arbustos por temor a que un petirrojo o un ampelis se lo llevara.

IV

A menudo felicitaban a la señorita Harriet Pyne por la buena suerte de contar con una ayudante y amiga como Martha. Cuando el tiempo pasó por esta mujer alta y adusta, siempre flaca, siempre lenta, ganó una dignidad de comportamiento y un cariño en la mirada que le sentaban bien al encanto y honra de la antigua casa. Era inconscientemente hermosa como un santo, como un pintoresco árbol solitario que vive para dar cobijo a incontables vidas y para estar quieto en su lugar. Tenía una familiaridad rústica y constancia tales, tal poder de preocupación, tal reticencia, y tal ternura con los apenados o enfermos; Martha escondía todos estos dones y gracias en su corazón. Nunca se unió a la iglesia porque pensaba que no era lo suficientemente buena, pero la vida era tal pasión y felicidad por ser útil que le era imposible no ser devota, y siempre ocupaba su humilde puesto los domingos, en el banco de atrás junto a la puerta. Había sido educada por un recuerdo; los jóvenes ojos de Helena la miraron siempre tranquilizadores desde un rostro feliz y aniñado. Nunca olvidaría la dulce paciencia de Helena en enseñarle su propia torpeza.

—Le debo todo a la señorita Helena —decía Martha, medio en voz alta mientras se sentaba sola junto a la ventana; se lo había dicho a sí misma miles de veces. Cuando miraba el espejito de recuerdo siempre esperaba ver un velado reflejo de Helena Vernon, pero allí solo estaba su rostro tostado de siempre, ese rostro de Nueva Inglaterra, para devolverle la mirada sorprendida.

La señorita Pyne iba cada vez menos a hacer visitas a sus amigos de Boston; quedaban pocos amigos que vinieran a Ashford e hicieran largas visitas en verano, y la vida se fue haciendo cada vez más monótona. De vez en cuando llegaban noticias del otro lado del océano y mensajes de recuerdo, cartas escritas con letra muy apretada sobre finas hojas de papel que hablaban de lores y ladies, de grandes viajes, de la muerte de niños pequeños y del orgulloso éxito de los muchachos en la escuela, de la boda de la única hija de la señora Dysart; pero incluso aquello pasó hace muchos años. Estas cosas parecían lejanas y vagas, como si pertenecieran a un cuento y no a la vida real; los verdaderos lazos con el pasado eran bastante diferentes. Estaba la invariable bandada de gorriones que Helena había comenzado a alimentar; cada mañana Martha esparcía migas para ellos desde los escalones laterales mientras la señorita Pyne observaba desde la ventana del comedor; año tras año los contaban y los alimentaban.

La señorita Pyne tenía muchos hábitos, pero poca capacidad de imaginación, de modo que al final era Martha quien pensaba por su señora, y dio rienda suelta a su propio buen gusto. Después de un tiempo, sin que nadie observara el cambio, la forma en la que se hacían las cosas a diario en la casa tomó el aire señorial que en el pasado solo se usaba para recibir a los invitados. Con alegría, tanto señora como criada aprovechaban todas las oportunidades posibles para la hospitalidad, aunque la señorita Harriet casi siempre se sentaba sola ante su mesa exquisitamente preparada con sus flores frescas y la hermosa porcelana que Martha manejaba con tanto amor que no había excusa para mantenerla escondida en los estantes del armario. Cada año, cuando los viejos cerezos daban su fruto, Martha le llevaba al pastor el plato blanco redondo de Limoges con el borde calado, lleno de hojas verdes y cerezas escarlata, y su esposa nunca llegó a entender por qué cada año él se sonrojaba y parecía tan consciente del placer, y le daba las gracias a Martha como si hubiera recibido un regalo muy particular. No había sugerencia para dominar el noble arte de las labores domésticas en la limitada relación de Martha con los periódicos que ella no adoptara; no había antigua costumbre refinada de la casa Pyne que ella consintiera en abandonar. Y cada día, como había prometido, pensaba en la señorita Helena —muchas veces al día, en realidad— : si esto le gustaría, o si aquello entraría dentro de su gusto o sus ideas sobre lo adecuado. En la medida de lo posible, las escasas noticias que llegaban a Ashford por medio de una carta ocasional o la charla de los invitados pasaban a formar parte de la vida de Martha, la historia de su propio corazón. Un atlas gastado y antiguo que a menudo estaba abierto por el mapa de Europa sobre la mesilla de su habitación; un pequeño botón dorado anticuado, con un trozo de cristal como un rubí engarzado que se había roto y caído del adorno de uno de los vestidos de Helena, se usaba para marcar la ciudad donde habitaba. En los cambios de una vida diplomática, Martha seguía a su señora por el mapa. En ocasiones el botón estaba en París, a veces en Madrid; una vez, para su gran preocupación, se quedó mucho tiempo en San Petersburgo. Para ser una estudiante lenta Martha había aprendido mucho, pues todo en la vida de estas ciudades extranjeras era de interés para su fiel corazón. Satisfacía a su mente mientras lanzaba migas para domesticar gorriones; todo era parte de lo mismo y se debía a la misma cariñosa razón.

V

Un domingo por la tarde de principios de verano la señorita Harriet Pyne llegó apresurada por la entrada que llevaba a la habitación de Martha y llamó dos o tres veces antes de que su habitante pudiera llegar a la puerta. La señorita Harriet parecía inusualmente alegre y excitada, y sujetaba algo en la mano.

—¿Dónde estás, Martha? —Volvió a llamar—. ¡Ven rápido, tengo algo que contarte!

—Aquí estoy, señorita Pyne —dijo Martha, que solo se había detenido a guardar su preciada caja en el cajón y a cerrar el libro de geografía.

—¿Quién crees que viene esta misma tarde, a las seis y media? Debemos tenerlo todo lo mejor posible; debo ver a Hannah de inmediato. ¿Te acuerdas de mi prima Helena que ha vivido tanto tiempo en el extranjero? La señorita Helena Vernon, la honorable señora Dysart, se llama ahora.

—Sí, la recuerdo —contestó Martha, y palideció un poco.

—Sabía que estaba en el país y le escribí para pedirle que viniera a hacernos una visita larga —continuó la señorita Harriet, que no solía explicar las cosas, ni siquiera a Martha, aunque esta siempre era consciente del tipo de mensajes que enviaban los visitantes agradecidos—. Telegrafía para decir que tiene intención de anticipar su visita unos cuantos días y venir enseguida. Empieza a hacer calor en la ciudad, supongo. Me atrevería a decir que, con tanto tiempo en el extranjero, no le importa viajar en domingo. ¿Crees que Hannah estará preparada? Tendremos que cenar un poco más tarde.

—Sí, señorita Harriet —dijo Martha. Se preguntaba si era capaz de hablar como siempre, pues sentía un zumbido en los oídos—. Me dará tiempo a coger algunas fresas; a la señorita Helena le encantan nuestras fresas.

—¡Vaya! Lo había olvidado —dijo la señorita Pyne, un poco confusa por algo bastante poco habitual en el rostro de Martha—. Encontraremos a la señora Dysart muy cambiada, Martha; han pasado muchos años desde que estuvo aquí. No la he visto desde la boda y ha pasado por muchas cosas, pobrecita. Será mejor que abras la habitación del salón y la arregles antes de bajar.

—Creo que está lista —dijo Martha—. Puedo subir unas cuantas rosas silvestres antes de que llegue.

—Sí, siempre eres tan considerada —dijo la señorita Pyne con insólito sentimiento.

Martha no contestó. Observó con tristeza el telegrama. Nunca antes había sospechado realmente que la señorita Pyne no estuviera al tanto del amor que había albergado por Helena todos esos años; era medio doloroso medio glorioso guardar un secreto así; casi no podía soportar este instante de sorpresa.

En aquel momento las noticias pusieron alas en sus pies. Cuando Hannah, la cocinera, que no había conocido a la señorita Helena, fue al salón una hora más tarde para hacerle algún recado a su señora, descubrió que la desconocida debía de ser alguien muy importante. Nunca había visto la mesa para cenar como lucía aquella noche, e incluso en el salón había ramos frescos en antiguos jarrones indios, y lirios en el vestíbulo, flores por todas partes, como si fuera un día de fiesta grande.

La señorita Pyne se sentó junto a la ventana a observar, con su mejor vestido, con aspecto señorial y tranquilo; ya casi nunca salía y era casi la hora del carruaje. Martha justo llegaba del jardín con las fresas y con más flores en el delantal. Era una luminosa y fresca noche de junio, con los ruiseñores dorados cantando en los olmos y el sol cayendo tras los manzanos al pie del jardín. La hermosa casa antigua permanecía abierta para la visita que se esperaba desde hacía largo tiempo.

—Creo que me acercaré a la verja —dijo la señorita Pyne, mirando a Martha para obtener su aprobación. Martha asintió y bajaron juntas por el ancho camino delantero.

Hubo un ruido de caballos y ruedas sobre el suelo del camino. Al principio Martha no podía ver nada; se quedó al otro lado de la verja, detrás de los lilos blancos mientras llegaba el carruaje. La señorita Pyne estaba ahí; alargando los brazos para estrechar entre ellos a una pequeña y encorvada figura vestida de negro.

—¡La señorita Helena es una anciana como yo! —Martha sollozó de pena; nunca pensó que fuese a ser así; era lo único que no podía soportar.

—¿Dónde estás, Martha? —llamó la señorita Pyne—. Martha llevará esto adentro; ¿te acuerdas de mi buena Martha, Helena?

Helena levantó la vista y sonrió igual que solía hacer en los viejos tiempos. Los ojos jóvenes seguían ahí en aquel rostro cambiado, y la señorita Helena volvió.

Aquella noche Martha esperó en la habitación de su señora igual que hacía en el pasado, humilde y silente, y realizó todas las viejas tareas no olvidadas. Los largos años parecían días. Al final se quedó un momento intentando pensar en algo más que pudiera hacer y después se fue en silencio, pero Helena la llamó de vuelta.

—Siempre te has acordado, ¿verdad, querida Martha? —dijo—. ¿No me vas a dar un beso de buenas noches, por favor?

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