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Hubo risitas. Como señal de que formaba parte del grupo, me dieron un icono para que lo llevara en mi regazo. Evité mirar a la mujer de los intimidantes iris azules que no decía nada y que quizá, o no, echaba mal de ojo.

—No tenemos muchas visitas, cielo —dijo otra mujer, antigua cocinera del comedor de la escuela—. Tenías que haber visto cómo era el pueblo antes.

—La escuela, la biblioteca —dijo Despina—. Los huertos, los campos, los rebaños. Miles de cabezas de ganado. Nuestro pueblo era rico.

—Lo pasado, pasado está —dijo la mujer del chicle.

—Hace unos pocos años fuimos a Meliki —dijo la mujer de rasgos masculinos— a visitar a los griegos. Una gente encantadora.

—Una gente encantadora —convino todo el mundo. Los griegos de Meliki eran descendientes de aquellos que habían dejado atrás los iconos un siglo antes. Todavía practicaban el ritual de caminar sobre el fuego, llamado anastenaria en griego y nestinarstvo en búlgaro.

—También hemos estado en el Strandja turco —dijo la mujer del chicle—, en nuestros antiguos pueblos. Para ver las casas de nuestros padres. Pero allí ya no vive nadie. Solo hay ruinas.

—Pueblos vacíos —dijo la mujer de rasgos masculinos. Era barrendera y la gente la llamaba «El Oído» porque tenía un oído extraordinario y podía interceptar una conversación susurrada a varias calles de distancia, dentro de las casas y puede que incluso dentro de la cabeza de la gente. La veía todos los días con su escoba barriendo polvo invisible de la plaza vacía, sintonizada a alguna frecuencia más allá de las colinas. Trataba de no pensar en nada cuando pasaba a su lado, pero ella siempre me miraba fijamente con sus ojos estrábicos, y yo me estremecía.

La furgoneta se detuvo por fin. La gente estaba reuniéndose en el claro.

El claro se conocía como La Patria, una auténtica proeza de la metonimia. Había presenciado reuniones de adoradores del fuego, músicos, juerguistas, videntes místicos y borrachos normales y corrientes durante cientos de años, y tal vez miles, hasta finales de la década de 1940, cuando el culto a la naturaleza quedó interrumpido por el culto a Stalin. Mi generación había crecido en el último coletazo de esa interrupción.

Había calderos de sopa de cordero burbujeando en los fuegos y las mujeres de la furgoneta se pusieron a remover el guiso. Había cinco plataformas de madera llamadas odarche, una para cada uno de los cinco pueblos a lo largo de la frontera en los que se adoraba al fuego. Vacías, parecían plataformas de ejecución. La gente venía ahora hacia ellas en pequeñas procesiones desde el río y colocaban iconos encima. Parecía una escena sacada de El hombre de mimbre. En vez de rezar, los portadores de iconos ejecutaban una danza ritual circular en ese punto con pequeños pasos y gestos de manos. El olor del paganismo era inconfundible bajo el incienso ardiente de la ortodoxia.

Al son de una gaita y un tambor, o tupan, me uní a la pequeña procesión que se dirigía al río, donde las mujeres, sin tocar el agua, desnudaban a los iconos y los lavaban, luego los volvían a vestir y los colocaban en las plataformas.

Las mesas de madera, al igual que las plataformas, eran elementos fijos y todo este lugar era un arreglo permanente para fiestas. El ambiente orgiástico se notaba ya en el aire a mediodía. Tuve la sensación de que el ritual de los iconos tenía un significado más allá de la fe, la festividad o la cultura. Allí se estaba representando algo más. Lo sentía, pero no era capaz de ponerle nombre; era algo que tenía que ver con la frontera.

Había griegos de visita que habían traído sus propios iconos, y un grupo de mujeres griegas estaban agachadas en el río. Esta había sido la tierra natal de sus antepasados y sus abuelos estaban enterrados en el pueblo del valle, por lo que La Patria era también un lugar para una clase especial de turismo: el turismo ancestral.

Me dirigí al sendero de las colinas que conducía al Gran Agiasma, que acababa de abrirse. Y era algo importante, porque en cuanto se abría el Gran Agiasma, lo hacían también todos los manantiales de Strandja. Se me acercó una chica y me tocó el hombro. Iba vestida de blanco, como una ninfa.

—Hola —dijo—, soy Iglika—. Iglika significa «prímula». —¿Cómo te llamas?.

Paré en seco. Su piel era una galaxia de oro, su pelo un río de trigo. Parecía sacada de una canción. Una preocupación supersticiosa me vino a la mente; ¿cómo puedes ir por la vida siendo así sin que nadie te eche un mal de ojo? Le dije mi nombre. Se echó a reír con unos dientes como perlas.

—¡Tu nombre significa «gota de agua»! —dijo, y me colocó la mano sobre su fría palma—. Tienes afinidad con el agua. Creo que somos bastante parecidas. Verás, estudié en la Universidad de Manchester durante dos años. Pero no puedo vivir en Manchester. Nadie puede vivir en Manchester. Y me volví.

Habló durante todo el camino hasta llegar al Gran Agiasma, burbujeaba como un manantial, pero cuando llegó nuestro turno en la cola de gente, desapareció revoloteando. Iglika era de un pueblo llamado Paso porque está cerca de uno de los pocos pasos que existen a lo largo de los 147 kilómetros del río Veleka, que nace en una colina turca y esculpe cañones por todo Strandja antes de unirse al mar Negro sin pararse a pensar en fronteras. Los ríos son fronteras en la mente mítica. Por eso los iconos «se lavaban» aquí.

Aquel día no volví a ver a Iglika. La gente de mi pueblo del valle me dio la bienvenida a su mesa. La sopa de cordero se vertía en boles y se iba pasando; se trataba del kurban, cocinado a partir del cordero sacrificado a primera hora de la mañana. Kurban (del árabe qurban) significa la muerte sacrificial de un animal, a veces al son de un tambor y una gaita, que sigue acompañando a las grandes celebraciones en la Grecia y la Bulgaria rurales, tanto cristianas como musulmanas, aunque no había visto un kurban hasta entonces. En el pasado, todos los pueblos en los que se adoraba al fuego tenían su propio cuchillo, su hacha y su tocón de árbol sacrificiales. Todo esto había desaparecido, pero quedaban las pequeñas capillas o konaks en la periferia de los pueblos que adoraban al fuego y que solían estar construidas en lo alto de un manantial; en ellas se bendecía y se perfumaba con incienso a los iconos antes de llevarlos a procesiones como esta.

—Hay una iglesia en el pueblo de Zabernovo, en Strandja, construida en lo alto de un manantial y un antiguo sitio de culto —dijo alguien detrás de mí con una sincronización perfecta. La mujer tenía un pelo rubio ceniza, rostro de nicotina y mirada reservada. Estaba sentada lejos de las mesas, sobre la base de un roble gigante, como si siempre hubiera estado ahí. Se llamaba Marina.

La iglesia de ese pueblo, siguió, albergaba un pozo donde tenía lugar el acto de lucha mítico, el original. Incluso hoy en día, si te acercas al pozo en el momento exacto del ciclo estacional y sabes cómo mirarlo, un hombre y un buey negro salen del pozo al anochecer y luchan hasta el alba. No hay ganador. Con el primer canto del gallo, vuelven al interior del pozo.

Marina era etnógrafa y, después de treinta años en Burgas, había vuelto a Strandja y a su pueblo fronterizo natal para cuidar de sus padres. No me preguntó qué estaba haciendo allí; sabía leer a las personas.

Por encima de nosotros, el bosque de robles se balanceaba sin emitir ningún sonido y el cielo tenía el aspecto juvenil del verano. Había niños y octogenarios, alcohólicos y etnógrafos. Se podía distinguir a los forasteros como yo, parecíamos cohibidos. Los lugareños tenían rostros agrestes, caras que no se ven en las ciudades. Los hombres servían potentes bebidas de elaboración casera. Una persona se encargaba de velar por los iconos que había en cada plataforma.

—Teofanía —dijo Marina—. La creencia de que los iconos son manifestaciones humanas de los dioses y, por lo tanto, mediadores entre lo mortal y lo divino.

Le pregunté por qué el Gran Agiasma llevaba el adjetivo «gran». A mí me parecía bastante pequeño.

—No hay que tomarse las cosas de forma literal—. Una sonrisa apareció en la cara de Marina y me contó la siguiente historia.

En la antigüedad, un ciervo divino venía cada primavera y limpiaba el manantial con sus cuernos hasta que el agua empezaba a fluir. Luego, se ofrecía voluntariamente para que lo sacrificaran como kurban. Lo hacía todos los años. Por eso no hay que disparar nunca a un ciervo en este bosque, por si resulta ser el divino, el de los cuernos dorados que, desde la Edad de Bronce, corre hacia el sol de la nueva estación y cuya encarnación terrenal es el fuego, dijo Marina.

Aunque me daba la impresión de que hoy en día el bosque pertenecía a las distintas mafias de la caza que disparaban a lo que les daba la gana.

—Así es como se abría el Gran Agiasma —concluyó—. Y, por eso, los adoradores del fuego de todas las generaciones sintonizan aquí por primera vez con el fuego. Abrirse, desnudarse, bañarse, vestirse, moverse en círculos en dirección contraria a las agujas del reloj: son ritos que llevan con nosotros desde hace mucho tiempo.

Pero ¿cuál era la conexión con el fuego?

—Es obvio —dijo Marina—. Hoy es la festividad del fuego de los santos Constantino y Elena. Ellos son solo una variación del doble culto a la diosa Tierra y a su hijo y amante el dios Sol. Representaciones de la dualidad dionisíaca-apolínea que es la esencia del culto al fuego. Lo solar y lo ctónico se juntan. Brevemente. Solo pueden juntarse brevemente.

Los ciervos cazaban y eran cazados. Madres e hijos eran amantes.

—Así es como funciona la mente metafórica—. Marina sonrió con sus dientes manchados de nicotina. Por supuesto, lo que yo quería saber en realidad era cuándo veríamos a los caminantes sobre el fuego.

—El fuego es un misterio nocturno —dijo Marina.

—¿Eso quiere decir que tenemos que esperar todo el día?—. Pero, de repente, Marina había desaparecido. Como el espíritu de un árbol.

—Tradicionalmente, las brasas del kurban se convertían en el suelo que había que pisar —dijo alguien de mi mesa. Era un joven con pinta extraña y que estaba sentado sin beber ni gota. Era pálido y tenía ojos de insecto; la impresión de conjunto era la de alguien con la piel fría de un reptil. Era uno de los nestinari locales.

Entonces llegó la banda: un hombre con un tambor enorme, el gaitero rollizo, un acordeonista gitano de melancólicos rasgos egipcios y un joven cantante con una cara similar a un girasol. Su llegada aportaba novedad, como si se hubiera abierto una puerta y se hubiera colado dentro un chorro de luz. Todo su cuerpo resplandecía. La gaita se acercó por el camino emitiendo una única nota trémula, el sonido del tiempo, arcaico, no el de la mente consciente. El primitivo golpeteo del tupan estableció el ritmo, luego el acordeonista captó la triste melodía y el de la cara de girasol abrió la garganta.

La emoción se apoderó de la multitud. Como si el claro del bosque se hubiera quedado en suspenso con todos nosotros allí, cada una de las figuras quedó capturada con una bebida en la mano, echada sobre la hierba, tratando de ver en el río como si fuera un espejo.

—Un nestinar auténtico siempre tiene algún otro don —dijo Marina. Volvía a estar sobre las raíces de su árbol. —Ya sea una canción o una profecía.

En la época de la i Guerra Mundial, dijo, en Urgari, un pueblo cercano, hubo una gran nestinarka llamada Zlata. Profetizó con una cruel precisión qué jóvenes de su pueblo no volverían. Otros nestinari podían ver el futuro en un pedazo de carbón y, por alguna razón, aquí el futuro siempre era negativo. Las mujeres griegas que estaban de visita eran las nietas de aquellas ancianas anastenarides que, justo antes de las guerras de los Balcanes, habían caminado sobre el fuego y lo habían visto todo con sus otros ojos: la guerra, el exilio, las casas, los animales y los niños perdidos, el largo camino lleno de saqueos en dirección a Grecia.

—Por qué —se lamentaban mientras se cubrían con ceniza—, para qué sembrar los campos, para qué criar bebés, para qué construir casas. Vuh vuh vuh, ¡negro, negrísimo!

Las casas abandonadas que había junto a la que había alquilado yo habían sido suyas y sabían que no volverían a verlas incluso antes de que las perdieran. Durante el éxodo masivo de gente cruzando la nueva frontera después de las guerras de los Balcanes, algunas familias habían perdido bebés y niños en el bosque. Toda clase de grupos paramilitares atacaban a los refugiados de cualquier credo, y los más jóvenes no se libraban de ello. Era el típico problema balcánico: una guerra que fue más terrible para los civiles que para los combatientes y cuyas secuelas todavía resuenan de fondo.

—Fuego y agua —dijo Marina—. Es una terapia colectiva. Sin ella, la gente se volvería loca—. Siguió: —Fuego y agua. Purificadores pero destructivos. Por eso los que caminan sobre el fuego tienen algo que canalizar.

—¿Canalizar qué?

—El sufrimiento —dijo Marina, y apagó el cigarrillo en la raíz de un árbol—. Todos sabemos lo que es el sufrimiento. Pero sobrevivir a él, cruzar el fuego y el agua, permite que los demás también lo hagamos. Por eso la pasión por el fuego no es algo que pase de padres a hijos. Es un saber que procede de otra parte.

Desde los inicios del culto al fuego –que tal vez se remonten a la antigüedad–, los adoradores del fuego y sus comunidades acudían al Gran Agiasma para estar en sintonía con la nueva estación, con su fuego-sol, su agua-vida y su bosque-hogar. Los primeros anastenarides-nestinari conocidos procedían de los pueblos de habla griega y búlgara de Strandja. En la época otomana esta zona se conocía como kyor kaz, la región ciega. ¿Por qué aquí? Nadie lo sabe, y los dos pueblos que constituían el feudo del culto al fuego –Madjura (población: 0), Pirgopulo (población: 0)– ya no aparecen en ningún mapa, sus casas ardieron durante un levantamiento contra los otomanos a principios del siglo veinte y sus nombres se convirtieron en fantasmas de la frontera, invocados solo en forma de recuerdos. Hoy en día, estarían situados en Turquía.

Solían ser mujeres en edad reproductiva o mayores, y cuando llegaba mayo o junio se apoderaba de ellas una especie de arrebato apasionado, un deseo febril por el fuego. No había nada más. Se olvidaban del trabajo en los campos, de los niños y del decoro propio de los municipios pequeños. Se quedaban heladas y tiritaban, se les iban los ojos, se soltaban la melena, se rasgaban la ropa y se precipitaban al fuego con gemidos de lamento y de pasión. Vuh vuh vuh.

Los testimonios escritos más antiguos del culto al fuego en Strandja datan solo de 1800, pero existen investigaciones que lo remontan a nuestros viejos amigos los tracios. Cierto, la élite tracia y sus reyes-sacerdotes y reinas-sacerdotisas practicaban los rituales solares del orfismo y la plebe practicaba los éxtasis ctónicos de los ritos dionisíacos. Pero independientemente de si los traciólogos tienen razón o están siendo un poco fantasiosos, hay una cosa clara: el cristianismo es solo una hoja de parra que oculta una práctica espiritual primitiva. Normalmente, el éxtasis del fuego comienza con una mujer o un hombre y va propagándose por toda la comunidad durante el día y la noche del festival. Los sacerdotes locales solían participar de forma discreta en las festividades del fuego, aunque la Iglesia Ortodoxa sigue condenándolo por considerarlo brujería. No es ninguna sorpresa, la Iglesia Ortodoxa nunca ha sido famosa por su actitud liberal. De hecho, la Iglesia Ortodoxa griega consideraba la práctica una abominación tan tremenda, que los anastenarides griegos tenían que retocar un poco sus instrumentos y cambiar la gaida (gaita) de piel animal por la menos animal lyra (violín).

Las historias orales de los grandes caminantes sobre el fuego reflejan la naturaleza del culto: consiste en buscar el equilibrio entre el mundo humano y el mundo espiritual. Zlata solía quedarse helada justo antes del festival. Solía abrazar el hornillo al rojo y se colocaba brasas en las manos para calentarse. Una vez, por vergüenza, su marido le impidió que caminara sobre el fuego. Ella sufrió una embolia al instante y se quedó paralizada. Pero luego escuchó el ritmo del tupan, similar a las pulsaciones de la sangre, echó la manta a un lado y se levantó de la cama. Como si fuera sonámbula, se acercó al fuego y caminó sobre él. La temporada siguiente, el marido se descubrió a sí mismo gimiendo Vuh vuh vuh y corriendo hacia el fuego. Él también había sido poseído. ¿La venganza de los santos Constantino y Elena quizás? En cualquier caso, Zlata y su marido se convirtieron en un dúo y recobraron la salud y la buena suerte. Por poco tiempo. Luego él murió y la dejó con seis niños.

Otra caminante sobre el fuego, llamada Kerka, se adentró en él en un estado bastante avanzado del embarazo de su sexto hijo. Se desplomó sobre las brasas en un ataque de éxtasis, cayó boca abajo. La bebé sobrevivió y Kerka incluso profetizó su futuro: te casarás dos veces y tendrás un hijo a los cuarenta y ocho. Nadie se lo creyó, pero ocurrió así exactamente. La hija, Kostadinka, ahora es una mujer anciana y vive sola en un pueblo de la costa de Strandja; es tan pobre que las visitas saben que tienen que llevar un kilo de harina y una botella de aceite. ¿Por qué? Porque le gusta hacer una ofrenda de pan en la konak, o capilla, local. Es la única konak con una cama dentro, y no es una cama cualquiera. Una vez, Kostadinka se cayó y se hizo daño en la pierna. La herida se infectó y con el tiempo apareció la gangrena, pero era tan pobre que no podía permitirse ir al médico. Una noche, febril, vio a su madre muerta entrando en casa y Kostadinka se lamentó: Madre, me muero. Claro que te mueres, dijo Kerka, no te estás cuidando nada. Esto es lo que tienes que hacer. Hornea una hogaza de pan, llévala a la capilla como ofrenda y duerme allí. Kostadinka siguió las instrucciones. A la mañana siguiente, su herida comenzó a curarse.

Pero ya no quedan grandes nestinari en Strandja. Es un arte que se está perdiendo, no dejaba de oírlo. El gaitero rollizo era hijo de uno de los últimos. Las repetidas rachas de persecución, primero por parte de la Iglesia y luego por parte del Estado comunista, sellaron la comunión femenina con el fuego. El Estado tenía sus propios nestinari de imitación aprobados y lo practicaban para los turistas en los complejos turísticos costeros kitsch de la Riviera Roja (a veces con osos encadenados), pero la práctica real estaba penalizada.

Marina suspiró. —Arrestaron al propio bosque. Aun así, en los últimos cuatro mil años, el culto al fuego no ha desaparecido. Sigue habiendo esperanza.

El bosque iba rodeándonos con sus agiasmas burbujeantes, sus tirabuzones de música, las caras inclinadas, la savia corriendo por nuestros cuerpos. Me sentía dentro de un sueño. Bueno o malo, eso no lo supe. Marina sonrió enigmáticamente.

—Lo has sentido —dijo—. La energía está muy concentrada aquí. Tienes que estar lista para recibirla. De lo contrario, te hace enfermar. Hay lugares así en Strandja. Si te quedas aquí, te encontrarán.

—Me estoy quedando aquí —dije. Marina me miró sin establecer contacto visual, era uno de sus desconcertantes trucos.

—Ten cuidado —dijo ella—. Strandja no es para todo el mundo. Es una montaña que no te deja acceder a ella.

Todo el mundo parecía drogado. El bosque era como un opiáceo.

—Y no te deja escapar —añadió Marina.

De repente, me di cuenta de por qué era importante venir a este bosque. No tenía nada que ver con los santos Constantino y Elena.

Detrás de los rostros de las mujeres mayores, de sus hijos y nietos lejos en países extranjeros, se habían librado guerras frías y calientes, se habían borrado del mapa regímenes políticos y ejércitos enteros, y solo aquellos iconos con expresión humana seguían en sus regazos; entonces supe por qué. Era una historia que no se contaba, pero sí se cantaba, se bailaba y se purgaba en el fuego y el agua todos los años. Mientras el Imperio otomano iba desmembrándose poco a poco y las guerras de los Balcanes arrancaban a la gente de su tierra, esas personas se vieron obligadas a cruzar esta frontera bajo amenaza de muerte. Luego, durante medio siglo, se les prohibió cruzarla de vuelta bajo amenaza de muerte. Por eso era importante venir aquí, tan cerca de la frontera espacialmente y a la vez tan lejos de ella en el tiempo.

Por la tarde, el equipo de los iconos se apiñó en la furgoneta soviética y emprendió el camino de vuelta al pueblo con los iconos vestidos en sus regazos.

—Necesitan descansar —dijo la mujer del chicle, y me guiñó un ojo cuando se iba.

Cuando anocheció, un hombre rastrilló las brasas y el tambor y la gaita empezaron con sus melodías para el ritual de caminar sobre el fuego. Tres, una por cada fase del ritual. La primera se llamaba «Partida» y, con ella, la banda y los caminantes sobre el fuego dieron tres vueltas alrededor de las brasas en el sentido contrario a las agujas del reloj. Con este ritmo de anhelo y de deseo, el tipo de música que hace que sientas como si pertenecieras al bosque, comenzó la fase ctónica. La segunda melodía, «Posesión», acompañó a los nestinari dentro del fuego. Los dos hombres reptilianos y dos mujeres griegas se adentraron en las brasas, cada uno con la cara de un icono pegada al pecho. Los cuatro pisotearon las brasas y se dejaron pasar sin contacto visual y sin cruzarse en el camino del otro. No era una cuestión de conexión con las personas, se trataba de conectar con el fuego, y los iconos ayudaban a eso.

Existen varios detalles que distinguen a los nestinari de Strandja de otros caminantes sobre el fuego tradicionales, susurró Marina. Pisar las brasas hasta que se convierten en ceniza. Los dones extra que tienen. Y lo más importante de todo: en el pasado, la comunión física con el fuego era la culminación de un calendario de rituales que abarcaba todo el año y que presentaba distintas encarnaciones de los dos elementos primitivos: fuego-hijo-dios y cueva-noche-diosa.

Era como estar dentro del subconsciente colectivo. Las dos mujeres griegas procedían del pueblo donde mejor se conserva el ritual, pero solo lo practica un grupo cerrado de iniciados en el que no se admiten forasteros, y es este proteccionismo lo que ha conservado a los anastenaria griegos en su forma más auténtica. El calor de las brasas lamía a los espectadores. Mi pelo estaba a punto de entrar en combustión. No recuerdo la tercera melodía, la que se llamaba «En el fuego».

Éxtasis: sentirse fuera de uno mismo. El éxtasis lleva experimentándose de forma colectiva en estos bosques desde la época de las festividades dionisíacas. Pero ése es solo un tipo de éxtasis. Algunos historiadores creen que acudir a la antigua Tracia es ir demasiado lejos en la búsqueda de la primera chispa. Un investigador local especula que los monjes hesicastas de Paroria podrían haber sido los anastenarides originales. Después de todo, existen ciertas similitudes: la meditación intensa, el cambio de la temperatura corporal, la disolución del ego y la comunión con una energía divina. También están los gestos: de la misma manera que los monjes hesicastas practicaban una meditación oscilante, aquí había una costumbre (perdida en el caos demográfico de las guerras de los Balcanes) en la que los anastenarides balanceaban su cabeza y la golpeaban contra iconos de la Virgen María. Por último, los símbolos materiales: en los iconos de los antiguos, santa Marina camina sobre un suelo de color rojo fuego mientras brotan serpientes de su falda, y la Virgen María va vestida de rojo. Rojo como el «vestido» que los iconos llevaban ese día, rojo como los mantos de los santos Constantino y Elena. Los monjes de Paroria se dispersaron cuando llegaron los soldados del Islam en la década de 1350, pero ¿es posible que dejaran este legado secreto a la población civil?

—Sssss —siseó una de las mujeres griegas sobre las brasas, como una serpiente.

Desconcertada, miré a Marina, pero su cara iluminada por las brasas estaba girada hacia el cielo nocturno. Según me dijeron después, el siseo era en honor a santa Marina, la santa patrona de las serpientes y del fuego.

—Estáte atenta a la bola de fuego —dijo Marina—. A veces aparece, es hacia esta época del año.

La misteriosa bola de fuego que avistaba la gente de Strandja y que tal vez fuera un dragón volando. Alcé la vista hacia aquel cielo espectral y vi galaxias moviéndose.

Unos pocos días después, fui a hacer un recado al pueblo de Paso, que contemplaba desde arriba su escarpado valle fluvial, y vi a Iglika con uno de los pálidos nestinari. Era por la tarde y estaban en casa de la abuela de ella, a la sombra de las parras. Al resguardo de la luz solar, parecían gemelos de alguna latitud láctea de visita –breve– a la Tierra.

El caminante sobre el fuego me saludó con una sonrisa solemne. Le pregunté cómo se sentía.

—Cargado —dijo desde cierta distancia—. El fuego me recarga.

Cuando saludé a Iglika, no se acordaba de nuestro encuentro en el Gran Agiasma, tal vez ni siquiera de la propia fiesta. Tenía los ojos completamente vacíos. Y cuando cogí su fría palma en un apretón de manos formal, a mí también me entró la duda.

cheshma

De la palabra turca çeşme. La fuente para beber que había en todos los arcenes balcánicos donde atas al caballo, llenas tu piel de cabra de agua, cortas una rodaja de sandía y tiras los desperdicios en el contenedor más próximo. A veces una placa señala el lugar de descanso de un héroe local o recuerda a un ser querido. Como primo cotidiano del agiasma, el cheshma es hospitalidad sin un anfitrión, los Balcanes sin fronteras. El agua es buena y te apetece quedarte, las mariposas te hacen cosquillas.

Pero si te entretienes, ocurren cosas. Había parado en un cheshma que había junto a la carretera, a la salida de una tranquila aldea. Cuando me di la vuelta, el hombre ya estaba allí.

Un hombre ocioso

Estaba bronceado y se movía como si la carretera fuera suya.

—Solo he venido a ver qué pasaba —dijo con una sonrisa cortés. Iba tan elegante, era tan diferente a los lugareños, que resultaba difícil adivinar su edad—. Te he visto desde casa.

Me miró de arriba abajo. Estaba a la altura de mi coche.

—¿Te importa tomarte un café con nosotros?—. Vio la duda en mi cara. —¿Zumo de naranja? Estamos justo ahí.

Señaló la casa palaciega medio escondida por un muro que yo misma había pasado de largo antes, maravillada ante su elegante muestra de estilo gánster barroco, el tipo de casa que no esperas ver en estos pueblos fantasmales. Más tarde, cuando le describí el encuentro a un lugareño de «mi» pueblo, me respondió: —Ah, sí, el de la mujer que saca la basura con el culo al aire.

Aparqué fuera del muro de estilo hacienda y entré con recelo. La piscina del jardín estaba salpicada de estatuas de yeso de fauna exótica.

—Mi mujer es austriaca, una anestesista retirada —dijo él de forma ambigua, y se metió en casa a por los refrescos.

Su esposa estaba repanchingada en bikini sobre una chaise longue. Me sonrió con unos ojos que eran como dos rendijas. Tenía el pelo rubio platino y la piel caoba.

—Nuestros perros —dijo ella, y me dijo los nombres de los dos pastores alemanes. Antes los criaban para cazar personas, unas mascotas adorables para la vida en la frontera durante el comunismo.

—Me llevo a los perros cuando salgo a cazar —dijo mi anfitrión, que apareció con un vaso de zumo para mí, whisky para él y nada para su mujer—. Pero no mato. Ya tengo de todo. Además, no me hace falta matar.

—Siéntate, relájate—. La mujer señaló una silla junto a la suya. Tomé asiento con gesto rígido.

—¿Conoces a alguien que pueda comprar esta casa? —dijo el hombre—. Está a la venta.

Les pregunté por qué la vendían.

—Por qué, por qué. Nos mudamos a España. Ya hemos tenido suficiente de esto, de aquí. Construimos la casa de nuestros sueños, lo único que queremos es vivir bien, pero cada vez que salgo de casa solo veo gitanos.

—Gitanos—. Su mujer meneó la cabeza, su sonrisa era como un corte en su rostro equino. —Tenemos que tener las puertas cerradas todo el tiempo.

—La gitanización de este país ha alcanzado proporciones de epidemia. Tienes que haberlo notado —dijo él con gesto sombrío y me miró por encima de su whisky buscando mi complicidad, entonces cambió de tema—. ¿Estás sola? ¿Qué estás haciendo en esta selva?

La puerta cerrada del muro funcionaba eléctricamente, con un código.

—Busco historias acerca de la frontera —dije. Me miró con dureza.

—¿Como qué?

—Ya sabes —dije. Lo sabía. Se metió en casa y volvió con una hoja de papel.

—Déjame enseñarte algo, porque hay cosas que no sabes, bonita —dijo, y empezó a dibujar—. Esto de aquí es el río Rezovo. Por ahí es por donde más solían cruzar los alemanes del Este. Pensaban que solo era un bosque, que no era como Berlín. Pan comido. Pero había algo más. Porque la alambrada de señuelo estaba aquí… y la de verdad estaba aquí—. Dibujó la doble alambrada.

—Cuando esos listillos no conseguían cruzar al otro lado, sus familiares o amigos o cualquiera que estuviera esperándolos allí lo sabían… Y luego, cuando volvían a Berlín, se comían dos años de cárcel. Algunos no salían vivos de allí. Pero primero les daban una buena paliza. Tenían un departamento especial para eso. Y después de unos pocos días, cantaban como ruiseñores.

Detrás de una espiral de humo, su mujer sonrió de forma vaga e irónica.

—¿Cómo sabes todo esto? —pregunté.

—Porque por aquel entonces trabajaba en el Centro Cultural de Berlín. Tenía un pasaporte para moverme por toda Europa, aunque nunca abusé de él. Por supuesto, hice de mensajero entre Berlín Este y Berlín Oeste. Pero llevo tiempo siendo un hombre ocioso.

—¿Qué tipo de mensajero?—. Aunque yo ya lo sabía.

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9788418994180
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