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—¿Es tu cumpleaños? —preguntó Adán, frunciendo el entrecejo y levantando la cabeza del dosier que tenían delante y que les había entregado el cliente que los contrataba para ver qué es lo que tenían que pedir y observar dentro de su joyería.

—¡No, Adán! Es su aniversario de noviazgo. Cinco añitos acaban de hacer. ¡Todo un record! —recalcó Natividad para que no cupiera la menor duda de que se había enterado bien del mensaje que le había dado por teléfono, horas antes, el muchacho que había llamado preguntando por ella—. Tienes un novio muy simpático. Se llama Rodrigo, ¿verdad?

«Sí. Simpático y bocazas», pensó Eva.

Por un instante, a Eva le pasó la fugaz idea por la cabeza de que aquello haría que Adán mantuviese las distancias y dejase de comportarse con ella de la manera tan galante y seductora que, en cuestión de una semana que llevaban conociéndose, había hecho que se fijase más en él e, incluso, que desease llegar a la oficina un poco antes cada día para poder verlo, aunque solo fuera de refilón.

—¡Enhorabuena! —Adán le regaló una de aquellas sonrisas que conseguían derretir el hielo—. El tal Rodrigo es un tipo afortunado.

Eva agradeció el cumplido. Aunque, en ese momento, en quien menos pensaba era en su novio.

El comentario de Adán no le pasó desapercibido a Natividad y siguió retransmitiendo todo lo que le había soltado el charlatán de Rodrigo.

—Tu novio —Natividad recalcó aquellas dos palabras con cierto retintín— me ha dicho que no te olvides de vuestra cita de esta noche. Y me ha contado a dónde te va a llevar, pero es una sorpresa, así que no te lo puedo decir, no, no. —La secretaria seguía con aquella sonrisa falsa en los labios, al tiempo que valoraba con la mirada la reacción de Adán—. Ya que vais a una joyería, harías bien en mirar alianzas. Tal vez, en breve, tengas que darte una vueltecita con él por allí.

Eva le clavó la mirada ante aquella insinuación y se excusó para ir al baño; zanjando, de ese modo, el asunto de su aniversario.

Durante el trayecto en el coche de Adán hasta el centro comercial, en donde estaba ubicada la joyería sobre la que tenían que informar, Eva no dijo ni media palabra. Se limitó a memorizar las preguntas que tenía que hacerle a las empleadas, mientras escuchaba la cinta de jazz que Adán había metido en el radiocasete.

Al llegar frente al escaparate de la tienda, Adán la agarró de la mano para que no llamase tan pronto al timbre de la puerta. Después, entrelazando sus dedos con los de ella, la atrajo hasta él y le habló a su pelo, fingiendo que miraban los expositores de relojes.

—No entres tan rápido o nos vas a delatar —susurró, lo que consiguió ponerle el vello de punta al sentir su cálido aliento sobre el cuero cabelludo—. En este tipo de joyerías de lujo solo entran con tanta confianza los clientes asiduos, y nosotros no lo somos. Cada persona que se sienta en esos sillones recibe un trato individualizado. Muchos de esos clientes suelen dejarse una media de un millón de pesetas todos los meses y, en época de regalos de empresa, de boda o detallitos a sus esposas o amantes, mucho más.

—Vale, lo siento, ya puedes soltarme la mano. —Eva consiguió zafarse de él y poner distancia entre ambos—. No volveré a hacerlo hasta que me lo digas.

—Se supone que vamos a comprar nuestros regalos de pedida, así que habrá que meterse en el papel, ¿no crees? —Él escrutaba los relojes y señalaba aleatoriamente alguno—. Parece que no, pero esas empleadas están pendientes de cualquier posible venta que les deje una sustanciosa comisión. Y se fijan en cualquiera, mucho antes de que entre en la tienda. Son la discreción personificada, pero se enteran de todo. Guardan confidencialidad absoluta con sus clientes, sobre todo con los hombres. Y ni siquiera a sus mujeres les dan la información que, a veces, les piden en relación a algún producto que crean que hayan comprado ellos para hacerlas un regalo, catálogos de alguna marca que les haya llegado por error a sus casas y otra serie de cosas que les suelen preguntar o pedir; como, por ejemplo, facturas que los delatarían de inmediato si no fuera porque esas dependientas se imaginan el doble juego que algunos de ellos llevan. ¿Cuántas personas ves ahí dentro?

—Tres empleadas y dos compradores.

—Bien. Pues elige a tu víctima. Esta vez te toca a ti hablar todo lo que no has hablado en el coche. —Adán la miró serio, con una ceja levantada, y extendió la palma de su mano para que se la volviera a coger por voluntad propia.

***

Mientras esperaban la llamada de embarque para su vuelo a Buenos Aires, Eva le contó a Esperanza cómo fue su primera experiencia de «compradora inesperada».

—En aquella joyería me tocó inventarme una historia sobre lo que andábamos buscando para nuestra pedida de mano. Y que preferíamos ir a lo seguro, antes que regalarnos algo que no nos gustase. Y mientras la encargada nos enseñaba distintos modelos de sortijas para mí y relojes para él, el señor de al lado, que por la manera de vestir nunca hubiéramos pensado que fuera a salir de allí con nada, se agachó, se quitó uno de los zapatos gastados que llevaba y, de dentro del calcetín sudado, se sacó un fajo de billetes que le entregó a la persona que le estaba atendiendo.

Esperanza arrugó la nariz e hizo una mueca con la boca.

—La muchacha no supo reaccionar, lo que le valió un punto negativo por mi parte. Pero lo compensó la encargada de la tienda, que le pidió que le cambiara el puesto y que se quedase con nosotros. Esta no se cortó, agarró el fajo de billetes y se puso a contarlos, uno detrás de otro.

—¡Oh, no! —La novata volvió a arrugar la nariz—. ¡Qué asco!

—Le dio igual. El hombre se gastó novecientas cincuenta mil pesetas en un anillo para su mujer. Que en aquella época era una pasta. Y todo gracias a que a aquella chica no le importó de donde salió el dinero.

—O sea, que ahí estaban la de la cal y la de arena, ¿no? —intervino Esperanza.

—Por desgracia, esa tarde hubo más arena que cal en el informe, ya que cometieron algunos fallos gravísimos. —Eva se acomodó en el asiento—. La segunda persona que ya estaba en la tienda, antes de entrar nosotros, era una señora que había llevado una sortija para que le colocaran uno de los supuestos diamantes que se le habían desprendido. La dependienta se despistó un momento, al ver que llamaban a la puerta, y cuando se fijó en el que llamaba, que era un tipo negro con chándal y gorra, le dijo a sus compañeras que no abrieran. Eso les costó el segundo punto negativo por discriminación y por hacer esperar a un cliente durante tanto rato frente a la puerta. Menos mal que la encargada reconoció al tipo, que era un futbolista famoso, y que lo dejó entrar, ya que se gastó cinco millones de pesetas de una sentada.

Esperanza soltó un silbido.

—Sin embargo —continuó Eva—, con los nervios y la metedura de pata, la dependienta no revisó la sortija a fondo y la metió dentro de una bolsita para mandarla a reparar, dándole la hoja de encargo a la señora, en donde decía que se procediese a la colocación de un diamante que le faltaba. Adán se mosqueó con la prisa que le entró a la señora por salir de allí, en cuanto cogió el recibo. Así que esa tarde consiguieron dos puntos negativos más: el primero porque la chica que dejaron a cargo de atendernos seguía en estado catatónico desde lo del calcetín y ni siquiera la mirada dulce y azulada de Adán consiguió reponerla, por lo que perdió dos buenas ventas esa tarde.

»Y el segundo, porque el arreglo de la sortija le salió cara al dueño de la joyería, ya que lo que en verdad llevaba ese anillo eran zirconitas, dándose cuenta de ello los del taller cuando les llegó el sobre cerrado. En vista de lo que había apuntado la muchacha en la orden de arreglo, se vieron obligados a ponerle un diamante de verdad en el hueco vacío y fijarse bien en la cara de la persona que volvió a recogerlo, para que no les volvieran a engañar nunca más.

***

Adán le agradeció la atención a la dependienta y a la encargada de la joyería y determinó que ya tenían suficientes datos para hacer el informe de ese día.

Se levantó del asiento, cogió de la mano a Eva y salió con ella de la tienda.

Sin soltarla, la llevó hasta la zona de restauración del centro comercial y se sentaron en una cafetería.

—Y bien, ¿qué te ha parecido? —preguntó él, mientras alzaba la mano para que los viera el camarero.

Eva se lo pensó durante un momento.

—Yo creo que esa encargada tiene un grave problema con el personal que le adjudican. Es imposible que pueda estar pendiente de todo a la vez. No me quiero ni imaginar lo que habrá sido en las fiestas navideñas, con eso de los regalos de empresa que dices que hacen.

—Sí, en las fiestas y después de ellas. Que no veas la cantidad de empleadas, y no empleadas, que entran a preguntar el precio de alguna pieza que le han regalado sus jefes o… Algo más que jefes.

—¿Y eso? ¿Por ver lo que se han gastado en ellas?

Adán asintió con la cabeza.

—Las esposas lo hacen para valorar lo que las quieren sus maridos. Y las que no lo son a veces lo hacen para empeñar la joya a buen precio.

Eva sonrió por primera vez en la tarde, abriendo los ojos sorprendida.

—No dejes de sonreír, nunca. —Adán consiguió que se sonrojase, antes de que llegara el camarero a preguntarles lo que querían—. Te sienta particularmente bien.

Ella se lo agradeció con otra sonrisa.

Pidieron dos cafés y, después, Eva le preguntó:

—¿Cómo te enteras de todas esas cosas? Y, ¿cómo es posible que te hayas dado cuenta de que la empleada ha guardado la sortija en la bolsa, sin revisarla antes?

—Con años de experiencia y mucha información por parte de los clientes que nos contratan. En concreto, este nos llamó porque no es la primera vez que tienen incidentes en esa tienda. Bien es verdad que la encargada es muy resolutiva y tan competente como has visto. Hace poco le llegó una señora que entró en cólera porque al ir a recoger su reloj, sin recibo ni nada, le dijeron que ya había ido a por él hacía un par de semanas. Gritó, alborotó al personal y se marchó dando tal portazo que hasta rompió el cierre de la puerta. La chica dio parte a su jefe y esa misma tarde lo arreglaron. A la semana exacta, apareció la señora de nuevo, diciendo que había encontrado el reloj en el fondo de un bolso que tenía guardado en el armario. Sin embargo, no solo no se disculpó por el destrozo y el escandalo que montó delante de toda la clientela, sino que, además, les llevaba otro reloj para que se lo reparasen también.

—¿Y lo hicieron?

—La encargada se metió en el despacho, le sacó la factura de la puerta, cuyo arreglo ascendía a ochenta mil pesetas, y le dijo que, o lo pagaba, si quería volver a comprar o a hacer arreglos allí, o se marchaba por donde había venido.

Adán le pagó los dos cafés al camarero, mientras Eva alababa a la resolutiva encargada.

—Una manera muy educada de mandarla al carajo. ¿Por qué pedir un informe sobre ella, entonces?

—Sobre ella no —respondió Adán—. Lo que quieren ver es cómo funciona el equipo al completo. Por lo que, después de lo de hoy, deducimos que tendrán que mejorar su selección de personal.

Tras la compra frustrada de aquella tarde y después de apurar su café, Adán determinó que tenían que hacer una valoración a término en otra tienda.

—Pero tendrá que ser mañana por la tarde y no irás conmigo. Te acompañará Susana, que lleva trabajando con nosotros un par de años y vuestro objetivo será una tienda de ropa de caballero en donde tendrás que intentar sacar fotos. Antes, iréis a comer algo a una cadena de restaurantes.

Adán se ofreció a acercarla a su casa. Cuando llegaron, se giró antes de que se bajara del coche y apoyó una mano en el reposacabezas de ella.

—Te veo la semana que viene en nuestro viaje a Montevideo. Recoge mañana en la oficina las carpetas con toda la documentación y estúdiatelas a fondo. Antes de quedar con Susana, Nati te dará una cámara de fotos. No es muy grande y te entrará en el bolso. Ya te explicará Susana cómo usarla para que no te pillen las dependientas de la tienda. ¡Ah! Y pídele a Nati que te dé a ti los datos de nuestro hotel y la hoja de reserva, yo no me podré pasar por la oficina en estos días.

—De acuerdo. —Eva abrió la puerta para salir—. ¿Necesitas que haga algo más por ti?

Durante unos segundos, la mirada vibrante de Adán hizo que el tiempo se detuviera para ambos.

—Si yo te contara —respondió él con una elevación en la comisura de los labios que aceleró las pulsaciones de Eva—. Nos vemos la semana que viene y… Contaré las horas hasta que llegue el día.

-2-

CLIENTAS MISTERIOSAS

Esperanza se concentró en cuanto llegaron a la altura de la puerta de embarque para acceder al avión, y agudizó los sentidos para no perder detalle de lo que ocurría a su alrededor.

Comenzaron con veinte minutos de retraso y ni un mensaje informativo que explicase el porqué de la demora. Un tanto en contra de la gente de embarque. Aunque a su favor consiguieron un punto por la paciencia que tuvieron con un pasajero que les estuvo dando la murga para que le cargasen el móvil en una entrada USB que tenían en el mostrador, y que no atendía a razones cuando le pidieron que se fuese a buscar otro punto de carga de entre todos los que había repartidos por el aeropuerto. El hombre alegaba que el más cercano estaba ocupado y que debían dejarle usar el suyo por ser un cliente con tarjeta de puntos.

«¡Tarjeta de puntos! Si hasta por comprar una barra de pan te dan una», pensó Esperanza.

—Si le dejamos, vendrán otros pasajeros exigiendo lo mismo. Y esta es nuestra zona de trabajo, ¿entiende? —dijo una de las azafatas de tierra, mientras esperaban la autorización para comenzar el embarque.

—¡Desde luego, vaya humor de perros que te gastas por las mañanas, bonita! —le echó en cara la mujer que acompañaba al del teléfono.

—¡Pues no me ha visto usted por las noches, señora! —respondió la azafata, malhumorada.

Desgraciadamente, esa contestación le valió otro punto negativo.

Eva le hizo una señal a Esperanza y se colocaron a una distancia prudencial de la gente que ya guardaba cola, de manera que podían observar a los que tenían más prisa por entrar y también a los que se quedaban rezagados y sentados para hacerlo un poco más tarde.

—Fíjate en todos los pasajeros que puedas porque tenemos por delante más de doce horas de vuelo y, a veces, se presentan otras oportunidades que te sirven para evaluar a los tripulantes —le explicó a Esperanza, bajando la voz—. Hoy tu labor es centrarte en la clase ejecutiva: cómo trabajan en esa zona, el servicio que ofrecen, la limpieza y dotación de los baños, el trato al pasaje, los mensajes que dan por megafonía, incluidos los de los pilotos si es que hablan, que no todos lo hacen y entra dentro de sus funciones. —Eva miró a ambos lados—. Aunque nunca está de más que te escapes en algún momento del vuelo y des una vuelta por el avión. Igual ves algo que se salga de lo normal y que puedas reflejar en el informe. Eso les gusta.

—Pero yo no soy control de calidad de aerolíneas —dijo Esperanza.

—Cierto, pero puedes llegar a serlo algún día y más te vale ir adelantándote a lo que se espera de ti. Además, estar sentada en una butaca durante doce horas, por mucho que vayas en clase ejecutiva, solo te dará dolor de espalda.

Eva sabía de lo que hablaba. En los veinte años que llevaba trabajando para la empresa, había invertido diez de ellos como control de calidad de aerolíneas regulares y chárteres españolas.

—Ahora mira a los pasajeros que van a embarcar en este vuelo y dime si hay alguien que llame tu atención.

Esperanza buscó por la sala de embarque, fijándose en los que estaban de pie y sentados, en los que iban en sillas de ruedas y en los padres con niños. Revisó a cada uno de los pasajeros que formaban la cola de embarque y, de repente, se fijó en una pareja de extranjeros sesentones que parecían sostenerse el uno a la otra.

—Aquellos dos, sentados en la esquina y medio adormilados, parece que estuvieran borrachos —dijo Esperanza, orgullosa de haberse dado cuenta.

—Podría ser. Borrachos o drogados —argumentó Eva—. Veamos lo que cuentan cuando pasen por delante de las chicas de embarque. Nos colocaremos detrás de ellos y a ver si nos enteramos de algo —la informó—. ¿Ves a alguien más?

Esperanza negó con la cabeza.

—¿Has visto a los dos niños que viajan solos? Son los que llevan un cartelito colgado del cuello y están cerca de las azafatas de tierra.

—¿Esos son niños? —preguntó Esperanza, con extrañeza—. Parecen mayores de dieciocho.

—Yo he visto algún caso de menores embarazadas de varios meses, pero no es lo normal. Una vez incluso llevé a un chico mejicano de dieciséis años que trabajaba de boy. Tenías que haberle visto el cuerpo que tenía para su edad. Y ahí estaba él, con su cartelito colgado al cuello y tan feliz, porque su madre le había dicho que no se lo quitara. De cualquier manera, todos son niños o jóvenes menores y sin acompañar, y los padres pagan un dinero extra para que no se pierdan por el aeropuerto y para que los auxiliares los atiendan durante el vuelo. Fíjate bien en ellos porque algunos se suelen quitar los carteles cuando se sientan, y necesitarás verificar que los llevan puestos para que sean fácilmente identificables en todas las fases del vuelo y, sobre todo, para que no tengan a ningún varón adulto sentado al lado que les pueda molestar. Es algo que tienen muy en cuenta todos los tripulantes para evitar que se les aproxime algún pervertido. Aunque a veces se despistan y son cosas que hay que reportar a la aerolínea, de ese modo ayudan a sus empleados a tomar conciencia de los posibles riesgos.

—¿En serio ocurren esas cosas? —preguntó Esperanza, sorprendida—. ¿Delante de tanta gente?

—En los aviones ocurren cosas que ni te imaginarías. Los hay que soban a pasajeras adultas mientras duermen, y luego lo niegan, están los que roban a otros pasajeros e incluso a los propios tripulantes, metiendo la mano en sus bolsos, maletines y chaquetas. Hay de todo, la verdad. Y cuando la cabina está a oscuras, todos los gatos son pardos. Ahora fíjate en aquel chico rubio de pelo largo que está al fondo. ¿Ves algo raro en él?

Esperanza localizó al chico que Eva le decía y que parecía extranjero.

—Lleva la mochila colgada del brazo, pero colocada hacia delante, como ocultando alguna cosa.

—¿Algo más? —preguntó Eva.

—Parece nervioso.

—Bien. Yo entraré detrás de los viejos y tú hazlo detrás de ese, a ver qué es lo que guarda ahí dentro.

El aviso de embarque por la megafonía del aeropuerto les dio la pauta para colocarse detrás de sus objetivos. A pesar de haber llamado primero a los pasajeros de clase ejecutiva, ellas se quedaron rezagadas en espera de que se animasen a hacerlo aquellos a quienes iban a espiar.

Pasados quince minutos, y después de haber entrado casi todos los pasajeros que cabían dentro de aquel avión de dos pasillos, se animaron a hacerlo los señores mayores mientras iban haciendo eses precedidos por una familia con varios niños.

Detrás de ellos se colocó Eva, que casi no se sorprendió al ver que las azafatas del embarque los dejaban pasar, sin preguntar por qué el hombre sujetaba a la mujer de aquel modo para ayudarla a avanzar.

Por no haberles parado y por pasarles el testigo a los tripulantes de cabina, quitándose problemas de encima, el personal de tierra se ganó otro punto negativo en el informe que enviarían a sus superiores. Solo quedaba por ver cómo lo resolvería el personal de vuelo en la puerta de acceso al avión.

Mientras tanto, Esperanza se colocó detrás del hippy de pelo largo, que pasó tan rápido como las chicas del embarque le cortaron el cupón. Por lo que tuvo que anotar, mentalmente, otro tanto negativo para aquellas dos.

Esperanza empezaba a meterse en el papel detectivesco y caminó muy pegada al muchacho para ver si descubría qué era lo que ocultaba allí dentro; a lo que, de vez en cuando, le susurraba unas palabras en una lengua extranjera que no supo identificar.

La fila se detuvo cuando las dos personas que iban por delante de Eva se pararon en la puerta de acceso al avión. Pasado un rato pudieron continuar. Al chico de pelo largo ni lo pararon ni le pidieron la tarjeta de embarque y, ya dentro del avión, comenzó a avanzar por el pasillo de la derecha, que estaba más liberado de gente.

Los dos pasajeros mayores habían bloqueado el pasillo por el que Esperanza tenía que ir para acceder a su asiento. Eso le dio tiempo para escuchar a una de las azafatas de la clase turista mientras hablaba con la sobrecargo del vuelo. Por lo visto, habían detectado que un pasajero ocultaba a un perro dentro de una mochila y que lo había tapado con su chaqueta. Bueno, más bien a un chucho, como lo llamó la azafata.

En ese momento, comenzaron los avisos al personal de tierra, la comunicación con los pilotos y varias carreras más que terminaron en nada, puesto que, al poco de liberarse el pasillo por el que se veía que otra azafata llevaba del brazo a la pareja de señores mayores, haciendo un esfuerzo sobrehumano para que no se le cayera al suelo la mujer y con un niño, por delante, que no paraba de preguntarle a su madre qué era lo que le pasaba a aquella señora, se escuchó por la megafonía del avión que el embarque había finalizado y que cerrasen las puertas. Por lo que Esperanza aceleró el paso para localizar su asiento y poder cruzar impresiones con Eva.

Ninguna azafata le indicó cual era su asiento. Pero al menos sí que le preguntaron si quería que le guardasen el abrigo en un armario.

Una vez juntas, y dispuestas a brindar con un zumo de naranja de bienvenida, comentaron en tono muy bajo lo que ambas habían visto.

Por parte de Esperanza, perro camuflado y fuera del contenedor exigido por toda aerolínea para viajar dentro de la cabina de un avión.

El tipo había pasado varios filtros sin ser visto: facturación, control de seguridad, embarque y puerta de acceso a la aeronave. Por supuesto, ni hablábamos de los papeles en regla del animal, con los riesgos que eso suponía a bordo. La actuación de la azafata que lo pilló, magistral, pero el capitán del vuelo lo hizo fatal por no haberle bajado del avión y permitir que el animal, su dueño y los pasajeros de alrededor viajasen en esas condiciones.

—Habrá que ver cómo resuelven el que el animal esté doce horas sin salir de esa mochila y cerca de alguien al que, a lo mejor, no le hace ninguna gracia que el perro vaya suelto —dijo Eva, susurrando de nuevo—. A los únicos que se les permite estar fuera de esos contenedores son a los de apoyo psicológico, que tienen que llevar justificante médico del pasajero, y a los que se comportan mejor que muchos humanos, los perros lazarillos o los de las fuerzas de seguridad, que están adiestrados y son unos benditos. Y es que no sería la primera vez que un perro se da paseos por el avión, defeca, orina por ahí e incluso muerde a alguien.

—¿En serio? —dijo Esperanza, antes de apurar su zumo.

—Hace años, en un vuelo que hice a Miami, se le escapó el perro a una pasajera y se cagó cuatro filas por detrás de donde yo estaba. Nadie se dio cuenta hasta que nos llegó el tufo y alguien llamó a la azafata. Cuando se descubrió el pastel y vieron al perro suelto, llamaron al sobrecargo y este se fue a buscar a la dueña, que estaba tranquilamente sentada en la zona ejecutiva. La hizo ir hasta allí, coger a su perro y, en vista de que no se daba por aludida, le dio un buen montón de toallitas de papel y una bolsa de plástico para que lo recogiera.

—¿Y lo hizo? —se interesó Esperanza.

—Al principio se negó y dijo que para eso estaban ellos. Pero el sobrecargo le contestó que su obligación era mantener al animal dentro de su transportín para evitar perturbar al resto de pasaje y que, si no recogía los excrementos de su mascota, tendría que dar parte a la llegada al aeropuerto para que hicieran una limpieza en profundidad que tendría un sobrecoste que ella misma asumiría. Aparte de decirle que esperaba que le ofreciera una buena excusa a todos aquellos pasajeros que estaban sufriendo el mal olor y la visión de las dos boñigas que había soltado aquel perrillo faldero, para que entendieran el porqué les iba a dejar aquello, allí, las dos horas que aún quedaban de vuelo.

—Se pasó un poco al hablarle así a la pasajera, ¿no? —dijo Esperanza.

—¿Tú crees? —Eva arqueó las cejas—. El pasajero que más cerca estaba del trofeo perruno comenzó a decirle que, si se creía superior por ir sentada delante. Otro dijo que mandase al servicio, si no quería hacerlo ella y si es que lo llevaba consigo. Y una señora aseguró que lo recogería ella. Pero que después se lo iba a llevar a su asiento, si es que tanto apreciaba los mojones de su chucho. Así que ella solita se dio cuenta de que había metido la pata y, quitándole de las manos al sobrecargo las toallas de papel y la bolsa, se puso a recogerlo todo. Eso sí, por la cara que puso, seguro que era la primera vez que lo hacía.

Esperanza se carcajeó.

—O sea que punto extra para el sobrecargo, ¿no?

—Y ovación, con aplausos incluidos, por parte de todos los que estábamos allí presenciándolo —completó Eva—. Además, aprovechó que había algún asiento libre y cambió a los pasajeros que habían estado más cerca de las heces. Luego echaron unos periódicos por encima y perfumaron la zona, ofreciéndonos toallitas de colonia a los demás.

—Dos puntos extras, entonces —concluyó Esperanza.

—Tampoco hay que pasarse. —Eva apuró su zumo y le guiñó un ojo—. Otra vez, Adán vivió un enganche con un gato que se escapó al abrirle el maletín para darle agua y que se fue de caza a por dos pajaritos que llevaba otro pasajero metidos en su jaula. El hombre se había quedado dormido, con los pajaritos colocados en el asiento de al lado, y el gato escaló hasta allí y, a base de zarpazos, consiguió abrir la jaula.

—¿Y se los merendó en plan Silvestre y Piolín? —preguntó la novata.

—¡No! Por suerte, los pájaros escaparon. El vuelo era nocturno y las azafatas tuvieron que encender las luces a máxima intensidad para localizarlos. Intentaron mantener la calma entre los pasajeros y consiguieron que no se levantase nadie para no espantarlos. Al final, les dieron caza con varios manteles que sacaron de por ahí y, milagrosamente, no los lastimaron, si no, la aerolínea habría tenido que pagar una indemnización porque resultó que eran carísimos y que habían ganado varios premios.

—Y con el gato, ¿qué pasó?

—Según Adán, parecía endemoniado. Activó el sensor de caza y, entre salto y salto por encima de los pasajeros para atrapar a los pájaros, arañó a varios chicos, a un señor le quitó el bisoñé y creó el pánico entre los más pequeños y una embarazada que decía que el gato iba a contagiarla la toxoplasmosis.

—¡Madre mía! Ahora entiendo porque es tan importante que los lleven guardados en sus maletines portátiles y no como el hippy de este vuelo. Da pena, pero los pobres animales tienen su instinto.

—Bueno y ahora te contaré mi valoración de la pareja mayor —continuó Eva—. Van puestos de tranquilizantes por miedo a volar. Ella más que él, según ha contado el hombre en la puerta —dijo bajando la voz—. No se acordaba ni de lo que se habían tomado y, además, viajan solos. Los han parado al entrar al avión, ya que la señora se ha tropezado con el escalón y se ha caído encima de uno de los niños de la familia que iba delante de ellos. Casi lo aplasta al pobre.

Esperanza no pudo aguantarse la risa.

—Eva le entregó los dos vasos a la azafata que pasaba con una bandeja recogiendo lo sucio.

—¿Qué te parece? —preguntó la madrina una vez que la azafata se alejó.

—Fatal —respondió Esperanza, sin dejar de sonreír.

—No, mujer, digo que me hagas la valoración.

—¡Ah, eso! Pues igual que con el perro. Se saltan varios controles. Pero en este caso mucho peor porque si reconocen haberse metido algo que les atonta y el capitán autoriza que embarquen, está generando un gravísimo problema de seguridad a bordo y también un agravio al resto de los pasajeros, ya que, en caso de que vomiten, no despierten, haya una emergencia o mil cosas que puedan pasar, no creo yo que vaya a salir él a solucionar los problemas.

—Muy bien —aprobó Eva, asintiendo con la cabeza—. Normalmente, a los pilotos les preocupa más llegar en hora, ahorrar combustible y no perder los tiempos de despegue y de aterrizaje, que otra cosa. Y en esta, a diferencia de otras compañías en donde lo hacen los jefes de cabina, ellos también controlan los temas relacionados con el pasaje; con lo cual, harás bien en recalcar que no lo haya tenido en cuenta. Soy de la opinión de que los pilotos deberían dedicarse a temas técnicos, exclusivamente, y dejar el tema de los pasajeros en manos de quienes están en contacto directo con ellos y que son quienes, al fin y al cabo, van a sufrirlos durante todo el vuelo. —Eva se acercó un poco más a ella—. Por cierto, ¿qué te parece la atención que nos están dando las azafatas de este sector?

A Esperanza se le empezaba a acumular el trabajo, y mucho se temía que seguiría siendo así a lo largo de aquellos tres días que pasarían juntas.

Sacó su libreta del bolso y comenzó a escribir para que solo lo pudiera leer su madrina.

Embarque en puerta, negativo. No siempre piden las tarjetas de embarque para dirigir al pasaje por ambos pasillos.

—Podría tratarse de un despiste, con todo el lío que tenían a su alrededor —dijo Eva, señalando con su dedo el cuadernillo.

—Lo tendré en cuenta —respondió Esperanza, mientras seguía escribiendo:

Un negativo por no acompañarme a mi asiento de clase ejecutiva. Positivo por pedirme el abrigo y otro positivo por pasar con la bandeja recogiendo los vasos de cristal, antes del despegue.

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