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Читать книгу: «Dafnis y Cloe», страница 3

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Tocando él así una siesta, y reposando a la sombra el ganado, Cloe hubo de quedarse dormida. Y no bien lo advirtió Dafnis, dejó la flauta para mirarla toda, sin hartarse de mirarla; y ya sin avergonzarse de nada, dijo en voz baja de este modo: «¡Cómo duermen sus ojos! ¡Cómo alienta su boca! Ni las frutas ni el tomillo huelen mejor; pero no me atrevo a besarla. Su beso pica en el corazón y vuelve loco como la miel nueva. Además, temo despertarla si la beso. ¡Oh parleras cigarras! ¿No la dejaréis dormir con vuestros chirridos? ¿Y estos pícaros chivos, que alborotan peleando a cornadas? ¡Oh lobos, más cobardes que zorras! ¿Por qué no venís a robarlos?»

Mientras que él profería estas razones, una cigarra, huyendo de una golondrina que la quería cautivar, vino a refugiarse en el seno de Cloe. La golondrina no pudo coger su presa ni reprimir el vuelo, y rozó con las alas las mejillas de la zagala, la cual, sin comprender lo que habla sucedido, despertó asustada y gritando; pero no bien vio la golondrina, que aún volaba cerca, y a Dafnis, que reía del susto, el susto se le pasó y se restregó los ojos, que querían dormir todavía. Entonces la cigarra se puso a cantar entre los pechos de Cloe, como si quisiera darla gracias por haberla salvado. Cloe se asustó y gritó de nuevo, y Dafnis rió. Y aprovechándose éste de la ocasión, metió bien la mano en el seno de Cloe, y sacó de allí a la buena de la cigarra, que ni en la mano quería callarse. Ella la vio con gusto, la tomó y la besó, y se la volvió a poner en el pecho, siempre cantando.

Recreábase una vez en oír a una paloma torcaz que arrullaba en la selva. Quiso Cloe aprender lo que decía, y Dafnis la doctrinó, refiriendo esta sabida conseja: «Hubo en tiempos antiguos, zagala, una zagala linda y de pocos años como tú, la cual apacentaba muchos bueyes. Era gentil cantadora, y su ganado se deleitaba con la música, por manera que la zagala no se valía del cayado, ni picaba con la aijada, sino que reposando a la sombra de un pino y coronada de verdes ramas, se ponía a cantar de Pan y de Pitis, toda la vacada pacía en torno oyéndola. No lejos de allí había un zagal, que también guardaba vacas y era hábil cantador, como la zagala, y competía con ella en los cantares, siendo los de él más briosos, como de varón y como de muchacho, no menos dulces. Así fue que los ocho mejores becerros que ella tenía, hechizados por los cantares del zagal, se pasaron de un rebaño a otro. La zagala se apesadumbró en extremo con la pérdida de los becerros, y más aún con el vencimiento en los cantares, y suplicó a los dioses que, antes de volver a casa, la convirtiesen en ave. Accedieron los dioses y la convirtieron en ave montaraz y cantadora cual la zagala. Aun en el día, cuando canta, recuerda su derrota, y dice que busca los becerros huidos.»

En tales recreos se pasó el verano, y vino el otoño con sus racimos. Entonces ciertos piratas de Tiro que tripulaban una nave de Caria, a fin de no parecer bárbaros, desembarcaron en aquella costa con espadas y petos, y garbearon cuanto pudieron hallar a su alcance: vino oloroso, trigo a manta, panales de miel y hasta algunos bueyes y vacas del rebaño de Dorcón. Quiso la suerte que se apoderasen de Dafnis, el cual se andaba solazando solo junto al mar, porque Cloe, como niña que era, sacaba más tarde a pacer las ovejas de Dryas, por temor de los pastores insolentes. Viendo los piratas a aquel mozo gallardo y espigado, juzgáronle mejor presa que las ovejas y las cabras, y cesando en sus correrías y robos, se le llevaron a la nave, mientras que él lloraba, no sabía qué hacer, y llamaba a voces a Cloe. Los piratas, en tanto desataron la amarra, pusieron mano a los remos, y se iban engolfando en la mar, cuando acudió Cloe ya con sus ovejas y trayendo de presente a Dafnis una nueva flauta. Y viendo ella las cabras medrosas y descarriadas, y oyendo a Dafnis, que la llamaba siempre a gritos, abandonó las ovejas, tiró al suelo la flauta, y a todo correr se fue hacia Dorcón, pidiéndole socorro. Hallóle por tierra, cubierto de heridas que le habían hecho los ladrones, respirando apenas y derramando mucha sangre. Cuando él vio a Cloe, el recuerdo de su amor le hizo cobrar aliento. «Cloe -le dijo-, pronto voy a morir. Esos inicuos piratas me han destrozado como a un buey, porque defendía mis bueyes. Sálvate tú, salva a Dafnis, véngame y piérdelos. Yo tengo enseñadas a mis vacas a seguir el son de mi flauta, y por lejos que estén, acuden cuando la oyen. Tómala, ve a la playa, y toca allí la sonata que yo enseñé a Dafnis y que Dafnis te enseñó. Lo demás lo harán la flauta sonando y las mismas vacas. A ti hago presente de esta flauta, con la cual vencí en contienda musical a muchos vaqueros y cabreros. Tú, en pago, bésame ahora, que aún vivo, y llórame muerto. Y cuando veas a alguien apacentando bueyes, acuérdate de mí.» Dicho esto, Dorcón besó el beso último, pues a par de beso y voz exhaló el alma.

Tomó la flauta Cloe, aplicó a ella los labios y sopló con cuanta fuerza pudo. Oyéronla las vacas, reconocieron al punto el son, mugieron todas, y de consuno se tiraron con ímpetu a la mar. Con salto tan violento se ladeó la nave de un costado y al caer las vacas se abrió en la mar como una sima, de suerte que se volcó la nave, y las olas, al volverse a juntar, se la tragaron. No todos los náufragos tenían la misma esperanza de salvación, porque los piratas llevaban espada al cinto, vestían medias corazas escamosas y calzaban grebas, mientras que Dafnis iba descalzo, como quien apacienta en la llanura, y casi desnudo, por ser la estación del calor. Así fue que los piratas, apenas bregaron un poco, se hundieron con el peso de las armas; pero Dafnis se despojó con facilidad de su ligero vestido, y aun así se cansaba con tanto nadar, como quien antes sólo por poco tiempo había nadado en los ríos. La necesidad le enseñó, obstante, lo que importaba hacer: se puso entre dos vacas, asió sus cuernos con ambas manos y se dejó llevar tan cómodo y sin fatiga, como en una carreta, pues es de saber que las vacas nadan más y mejor que los hombres, y sólo ceden en esto a las aves de agua y a los peces, por lo cual no se cuenta de vaca ni de buey que jamás se ahogue, como no se le ablande la pezuña con el sobrado remojo. Y en prueba de la verdad de lo que digo, hay muchos estrechos de mar que hasta hoy se llaman pasos de bueyes.

Del modo referido escapó Dafnis, contra toda previsión, de los peligros, piratería y naufragio. Luego que saltó en tierra y halló a Cloe, que reía y lloraba al mismo tiempo, se echó en sus brazos y le preguntó por qué tocaba la flauta. Ella se lo contó todo: su ida en busca de Dorcón; la costumbre de las vacas de acudir al son de la flauta; el consejo de Dorcón de que la tocase, y la muerte de éste. Sólo por pudor se calló lo del beso.

Decidieron ambos honrar la memoria de su bienhechor, y en compañía de amigos y parientes hicieron el entierro de aquél sin ventura. Echaron tierra en la huesa, plantaron en torno árboles, y suspendieron de las ramas las primicias de su trabajo; libaron leche sobre el sepulcro, exprimieron racimos de uvas y quebraron flautas. Se oyó a las vacas dar lastimeros mugidos, y se las vio correr despavoridas y sin concierto; todo lo cual, según declaraban pastores peritos, era lamentación y duelo de las vacas por el vaquero difunto.

Después del entierro de Dorcón, Cloe se fue con Dafnis a la gruta de las Ninfas, y allí le lavó, y luego ella misma, por la primera vez, viéndolo Dafnis, lavó su cuerpo, blanco y reluciente de hermosura, y sin necesitar el baño para ser hermoso. Cogieron, por último, flores de las que daba la estación, coronaron con ellas a las imágenes y colgaron como ofrenda la flauta de Dorcón en la pared de la gruta.

Hecho esto, salieron a ver cabras y ovejas Todas estaban echadas, sin pacer ni balar, sino, a lo que yo entiendo, harto afligidas por la ausencia de Dafnis y de Cloe. Así fue que en cuanto los vieron y oyeron que las llamaban como de costumbre y que tocaban la churumbela, se alzaron todas alegres, y las ovejas se pusieron a pacer, y las cabras a brincar y a balar, celebrando que su cabrero se había salvado.

Con todo esto, Dafnis, no podía recobrar su antiguo contento desde que vio a Cloe desnuda y patente toda su beldad, escondida antes. Le dolía el corazón como si hubiese tomado ponzoña, y su aliento ya era fuerte y agitado, como de alguien a quien persiguen, ya desfallecido, como por el cansancio de la fuga. Parecíale el baño de Cloe más temible que la mar, y pensaba que su alma estaba aún cautiva de los piratas; pues, como mozuelo campesino, ignoraba las piraterías de Amor.

Libro segundo

Estaba ya en su fuerza el otoño, se acercaban los días de la vendimia, y todo era vida y movimiento en el campo. Unos preparaban los lagares, otros fregaban las tinajas; éstos tejían canastas y cestos o afilaban hoces pequeñas para cortar los racimos, y aquéllos disponían la piedra o la viga para estrujar las uvas, o machacaban mimbres y sarmientos secos para hacer antorchas a cuya luz trasegar el mosto de noche. Dafnis y Cloe habían abandonado ovejas y cabras, y prestaban en tales faenas el auxilio de sus manos. Él acarreaba la uva, en cestos, la pisaba en el lagar y llevaba el mosto a las tinajas, y ella condimentaba la comida de los vendimiadores, les daba a beber vino añejo, y hasta vendimiaba a veces en las cepas bajas; porque en Lesbos las viñas no están en alto ni enlazadas a los árboles, sino rastreando los sarmientos como la hiedra, de modo que una criatura apenas salida de los pañales puede allí coger racimos.

Según usanza de esta fiesta de Baco y nacimiento del vino, acudieron mujeres de las cercanías para ayudar en las faenas, y las más ponían los ojos en Dafnis y encarecían su belleza como igual a la del dios. Una de las más avispadas y audaces le besó, y el beso supo bien a Dafnis, y afligió a Cloe. Y los que estaban en el lagar echaban a Cloe no pocos requiebros, saltaban furiosamente como sátiros que ven a una bacante, y deseaban convertirse en carneros para que ella los llevase a pacer; con todo lo cual Cloe se regocijaba y Dafnis se ponía mohíno. De aquí que ambos ansiasen el fin de la vendimia, la vuelta a su frecuentada soledad campestre, y oír, en vez de aquel desconcertado bullicio, el son de la zampoña y el balar de la grey.

Pocos días pasaron y las viñas quedaron vendimiadas y las tinajas llenas de mosto. Como ya no había necesidad de tantos brazos, volvieron ellos a llevar el ganado a pacer. Muy satisfechos entonces dieron culto a las Ninfas y les ofrecieron racimos con pámpanos, primicias de la vendimia. Nunca habían descuidado este culto, porque siempre, antes de llevar al pasto la grey, iban a reverenciar a las Ninfas, y al volver al aprisco también las reverenciaban, sin dejar una vez sola de ofrecerles algo, ya flores, ya fruta, ya verdes ramos, ya libaciones de leche; generosa devoción de que recibieron más tarde recompensa divina. Por lo pronto ambos retozaban como lebreles que se sueltan, y tocaban la flauta y cantaban, y como los chivos y los borregos, luchaban hasta derribarse.

Mientras así se divertían, se les apareció un viejo, que vestía pellico, calzaba abarcas y llevaba al hombro un zurrón muy estropeado. Sentóse junto a ellos y habló de esta suerte: «Yo, hijos míos, soy el viejo Filetas, el que tantos cantares entonó a estas Ninfas y tantas veces tocó la flauta en honor de aquel Pan. Con mi música sólo he guiado yo numerosa vacada. Ahora vengo a vosotros para contaros lo que vi y participaros lo que oí. Poseo un huerto que, desde que me quité de pastor y busqué en la vejez reposo, cultivo con mis propias manos. Cuanto se cría en todas las estaciones se halla en mi huerto no bien su estación llega: en primavera, rosas, lirios, azucenas, jacintos y violetas sencillas y dobles; en verano, amapolas, peras y todo linaje de manzanas; ahora, uvas, granadas, higos y mirto verde. Los pájaros acuden a mi huerto a bandadas cuando amanece: unos vienen a picar, otros para cantar a gusto, porque hay en él sombra y tres arroyos, y tal espesura de árboles, que, si derribásemos la tapia une le cerca, pensaríamos ver un bosque.

«Hoy, a eso de medio día, he sorprendido allí a un muchacho que tenía granadas y arrayán, y era blanco como la leche, rubio como la llama y limpio y luciente como recién salido del baño. Estaba desnudo y solo, y se entretenía en saquearme el huerto como si fuera suyo. En balde me eché sobre él para prenderle, receloso de que me destrozase arrayanes y granados con sus travesuras, porque él se me esquivó, ágil y leve, ora deslizándose entre los rosales, ora escabuyéndose entre las malvalocas, como un perdigonzuelo. No pocas veces me afané para coger cabritillos de leche o me cansé persiguiendo becerras; pero esta res de hoy es muy otra, y no hay quien sepa cazarla. Fatigado yo pronto, como es natural a mis años, y apoyado en mi báculo, no sin procurar a la vez que no se fugase, le pregunté quién era de mis vecinos y por qué se entraba a robar en el cercado ajeno. Él, sin responder palabra, se puso junto a mí, sonrió con singular ternura, me tiró a la cara los granos de mirto, y no sé cómo me ablandó el corazón y me quitó el enojo. Roguéle entonces que no tuviese miedo de mí y se dejase prender, y juré por los mirtos que enseguida le daría suelta, regalándole manzanas y granadas y consintiendo que en adelante cogiese mi fruta y segase mis flores, si alcanzaba de él un solo beso. Rióse el muchacho al oírme, con risa sonora, y salió de su pecho voz más dulce que el cantar de la golondrina, del ruiseñor y del cisne cuando es vicio como yo. «A mí, ¡oh Filetas! -dijo-, nada me cuesta que me beses. Más gusto yo de besos que tú de remozarte. Mira, con todo, si el don que pides conviene a tus años, los cuales no te valdrán para quedar exento de perseguirme cuando me hubieras besado, y no hay águila, ni gavilán, ni ave alguna de rapiña que me alcance, por ligera que sea. No soy niño, aunque parezco niño, sino más viejo que Saturno. Yo soy anterior al tiempo todo. A ti te conozco de muy atrás, cuando, zagalón todavía, guardabas tu rebaño en el llano de la laguna. Yo estaba a la vera tuya siempre que tocabas la flauta bajo los chopos, enamorado de Amarilis. Tú no me veías, por más que yo solía ponerme cerca de la zagala. Al cabo te la di, y de ella te nacieron hijos, que son valientes vaqueros y labradores. En el día cuido, como pastor, de Dafnis y de Cloe; y después que los reúno al rayar el alba, me vengo a tu huerto, me divierto con sus plantas y flores y me baño en sus fuentes. Por eso, flores y plantas están lozanas y hermosas, regadas con el agua de mi baño. Mira como no hay rama alguna desgajada, ni fruta arrancada o caída, ni arbolillo sacado de cuajo, ni fuente turbia. Y alégrate, además, porque sólo tú, entre los hombres, lograste verme en la vejez.» Apenas dijo esto, empezó a revolotear entre los arrayanes lo propio que un pajarillo, y saltando de rama en rama, se subió a lo más alto del follaje. Entonces noté que tenía alas en las espaldas, y entre las alas un arco, y luego no vi nada de esto, ni a él tampoco le vi. Ahora bien, si no he vivido en balde, y si con la edad no he llegado a perder el juicio, yo os declaro, hijos míos, que estáis consagrados a Amor, y que Amor cuida de vosotros.»

En grande se holgaron ellos, como si oyeran un cuento, y no un sucedido, y preguntaron quién era el tal Amor, si era niño o pájaro, y qué poder tenía. De nuevo habló así Filetas: «Dios, hijos míos, es Amor, joven, hermoso y volátil, por lo cual se complace en la mocedad, apetece y busca la hermosura y hace que broten alas en el alma. Tanto puede, que Júpiter no puede más; dispone los gérmenes de donde todo nace, reina sobre los astros y manda más en los dioses, sus compañeros, que en cabras y ovejas vosotros. Todas las flores son obra suya. Él ha creado estos árboles. Por su virtud corren los ríos y los vientos suspiran. Yo vi al toro en el celo, y bramaba como picado del tábano; yo vi al macho enamorado de la cabra, y por todas partes la seguía. Yo mismo, cuando mozo, amaba a Amarilis, y ni me acordaba de la comida, ni tornaba de beber, ni me entregaba al sueño. Me dolía el alma, me daba brincos el corazón y mi cuerpo languidecía; ya gritaba como si me azotasen; ya callaba como muerto; a veces me arrojaba al río para apagar el fuego en que me quemaba; a veces pedía socorro a Pan, porque amó a Pitis; elogiaba a Eco, porque después de mí llamaba a Amarilis, o rompía mi flauta, porque atraía a las vacas, y a mí Amarilis no la atraía. Ello es que no hay remedio para Amor: ni filtro, ni ensalmo, ni manjar con hechizo; no hay más que beso, abrazo y acostarse juntos desnudos.»

Filetas, después que los hubo doctrinado, se fue, recibiendo de ellos algunos quesos y un chivo, al que asomaban ya los pitones. No bien ellos se quedaron solos, y oído entonces el nombre de Amor por vez primera, se apesadumbraron más, y de vuelta a sus chozas, comparaban lo que sentían a lo que el viejo había referido: «Padecen los amantes -decían- y padecemos nosotros; no cuidan de sí mismos, como nosotros nos descuidamos; no logran dormir, y nosotros tampoco dormimos; se diría que arden, e idéntico fuego nos abrasa; desean verse, y para vernos ansiamos que llegue el día. Esto, de juro, es amor. Nos amábamos sin saberlo. Pero si esto es amor y somos amados, ¿qué nos falta? ¿Qué nos aflige? ¿Para qué nos buscamos? Filetas nos dijo la verdad; el mozuelo que vio en su huerto no es otro que el que en sueño se apareció a nuestros padres y les ordenó que nos diesen a guardar el ganado. ¿Cómo le podremos prender? ¡Es pequeñuelo y se fugará! ¿Cómo huir de él? Tiene alas y nos alcanzará. ¿Pediremos a las Ninfas que nos protejan? En vano pidió Filetas protección a Pan cuando su amor con Amarilis. Tomemos los remedios de que él hablaba: besos y abrazos y acostarse juntos desnudos. Es cierto que hace mucho frío, pero le sufriremos, a fin de tomar el último remedio.» Así repasaban ambos de noche la lección que Filetas les había dado.

Al día siguiente llevaron el ganado a pacer, y al verse, se besaron, lo cual nunca habían hecho antes, y se estrecharon las manos y se abrazaron. Con el tercer remedio, con el de acostarse juntos desnudos, era con el que no se atrevían, sin duda por requerir mayor atrevimiento que el que cabe, no ya sólo en doncellicas ternezuelas, sino también en cabreros de corta edad. Aquella noche estuvieron tan desvelados como la anterior, y ya con recuerdos de lo hecho, ya con pesar de lo omitido, decían en sus adentros: «Nos hemos besado, y de nada aprovecha; nos hemos abrazado, y tampoco hemos tenido alivio. Por fuerza, el único remedio de amor ha de ser acostarse juntos. Menester será ponerlo por obra. Algo ha de haber en ello más eficaz que el beso.»

En tales discursos acabaron por dormirse, y sus ensueños fueron amorosos: besos y abrazos. Aún lo que no habían hecho despiertos, lo hacían soñando: se acostaban juntos desnudos.

Despertáronse luego con el alba más prendados que nunca, y se apresuraron a salir a pastorear, impacientes de renovar los besos. No bien se vieron, corrieron con blanda sonrisa hasta juntarse; se besaron y se abrazaron; pero el tercer remedio no se empleó. Ni Dafnis se atrevía a proponerlo, ni Cloe quería tomar la iniciativa. El acaso hubo, pues, de disponerlo todo.

Sentados estaban ambos junto al tronco de la encina, y gustaban del deleite que hay en el beso, y no lograban hartarse de su dulzura. Ceñíanse con los brazos para que la unión fuese más apretada. Una vez, como Dafnis apretase con mayor violencia, Cloe se cayó sobre un costado, y Dafnis, siguiendo la boca de Cloe para no perder el beso, se cayó también. Reconocieron entonces en aquella postura la que en sueños habían tenido, y se quedaron así durante mucho tiempo, como si estuviesen atados. Sin adivinar lo que había después, creyeron haber tocado al último límite de los gustos amorosos, y consumieron en balde la mayor parte del día, hasta que al llegar la noche se separaron maldiciéndola, y recogieron el hato. Quizás hubieran llegado pronto al término verdadero, a no sobrevenir un alboroto en aquel rústico retiro.

Ciertos mancebos ricos de Metimna, deseosos de solazarse durante la vendimia y de hacer alguna jira, echaron un barco a la mar, pusieron por remeros a sus criados, y se vinieron a las costas de Mitilene, donde hay ensenadas seguras, lindos caseríos, cómodas playas para bañarse, y bosques y jardines, ya por obra de Naturaleza, ya por industria humana, y todo bueno y grato para la vida. Costeando de esta suerte, saltaban de diario en tierra, sin hacer daño a nadie, y se entregaban a varios pasatiempos. Ora desde alguna roca que avanzaba sobre la mar, pescaban con anzuelos colgados de una caña por un hilo delgado; ora con redes y con perros cazaban las liebres que habían huido de los majuelos, espantadas por los vendimiadores; ora cogían con lazo ánades silvestres, ánsares y avutardas, con lo cual, a par que se recreaban, proveían su mesa. Y si algo necesitaban aún, lo tomaban de los campesinos, pagándolo más caro de lo que valía. El pan y el vino era lo único que les faltaba, y también un sitio donde albergarse, pues no hallaban seguridad en dormir a bordo por la otoñada, y temerosos del temporal, traían de noche la nave a tierra.

Un rústico de por allí había menester de una soga, rota ya o gastada la de que antes se servía para sostener en alto la piedra del husillo de su lagar; y yéndose de oculto hacia la playa, halló la nave sin quién la guardase; desató la amarra, se la llevó a su casa y la usó en dicho empleo.

Por la mañana los mancebos de Metimna buscaron en balde la amarra. Nadie confesó haberla tomado. Disputaron un poco con sus huéspedes por este motivo, se embarcaron y se fueron. Navegaron treinta estadios, y llegaron a los campos donde moraban Dafnis y Cloe. Aquel llano los pareció muy a propósito para correr liebres. Y como carecían de soga o cuerda que les sirviese de amarra, entretejieron y retorcieron largas varillas de verdes mimbreras, con las cuales amarraron la nave a tierra por la alta popa. Soltaron luego los perros para que olfatearan y levantaran la caza, y tendieron las redes en los sitios que juzgaron más adecuados. Los perros, con sus ladridos y carreras, espantaron las cabras, y éstas abandonaron los cerros y alcores y se vinieron hacia la mar, donde entre la arena no tenían pasto, por lo cual algunas de las más atrevidas se acercaron a la nave y se comieron la mimbre verde a que estaba amarrada. En la mar a la sazón había resaca, porque soplaba viento de tierra, de suerte que, no bien el barco quedó libre, las olas le empujaron y se le llevaron lejos. Pronto se percataron de ello los cazadores, y unos corrieron a la orilla, otros atraillaron los perros, y todos gritaron de manera que cuanta gente había en los vecinos campos acudió al oírlos, pero de nada valió su venida. El viento sopló más fuerte y se llevó el barco con celeridad irresistible.

Los de Metimna, enojados con la pérdida de tantas prendas de valor, buscaron al cabrero, y habiendo hallado a Dafnis, se pusieron a darle golpes y a desnudarle; y hasta hubo uno que valiéndose de la cuerda con que atraillaba los perros, iba a atarle las manos a la espalda. Maltratado así Dafnis, gritó y pidió socorro a los rústicos, y sobre todo llamó a Lamón y a Dryas. Acudieron éstos, que eran dos viejos recios, con las manos endurecidas en las labores del campo, y se hicieron respetar, exigiendo que se tratase el negocio en justicia y fuesen oídas las partes. Todos se conformaron y Filetas, el vaquero, fue nombrado juez porque era el más anciano de los que allí estaban presentes, y por su rectitud, famoso en aquella comarca.

Los de Metimna, con claridad y concisión, plantearon así su querella ante el juez vaquero:

«Venimos a estos campos a cazar, dejamos nuestro barco junto a la orilla, amarrado con verde mimbre, y nos pusimos a ojear con los perros de caza. Entretanto bajaron las cabras de este mozuelo a la marina, se comieron la mimbre y desataron el barco. Ya viste cómo se le llevaron las olas. ¿Cuánto crees que importa el perjuicio ocasionado? ¡Qué de trajes hemos perdido! ¡Qué de collares de perros! ¡Cuánta plata, de sobra acaso para comprar todo este terreno! Por todo lo cual parece justo que nos llevemos a este cabrerillo torpe, que apacienta cabras junto a la mar, cual si fuera marinero.»

Así se quejaron los metimneños.

Dafnis, por más que le dolían los golpes recibidos, vio a Cloe presente, lo despreció todo, y dijo: «Yo guardo bien mi ganado. Jamás se quejó labrador de estos contornos de que cabra mía le destrozase su huerto o le comiese los brotes de su viña. Estos son cazadores inhábiles, y traen perros mal enseñados, que no saben sino correr sin concierto, y ladrar con tal furor, que las cabras han huido del llano y del cerro hacia la mar, como acosadas por lobos. Es cierto que se comieron la mimbre. ¿Acaso en la arena tenían verde grama, madroños y tomillo? El barco se le llevó el viento o la mar. Cúlpese a la tormenta, no a las cabras. En el barco había ropa y plata; pero ¿quién, que esté en su juicio, ha de creer que llevaba tales riquezas un barco con amarra de mimbre?»

Dicho esto, Dafnis rompió a llorar y movió a compasión a los rústicos, de suerte que Filetas, el juez, juró por Pan y las Ninfas que no había culpa en Dafnis ni tampoco en las cabras. Culpados eran la mar y el viento, los cuales tenían otros jueces. La sentencia de Filetas río satisfizo a los metimneños, y avanzaron furiosos, cogieron otra vez a Dafnis y le querían atar para llevársele. Pero los rústicos se alborotaron, y, cayendo sobre ellos como grajos o como nube de estorninos, pronto libertaron a Dafnis, que también peleaba, y pusieron en fuga a los metimneños, hartándolos de palos y sin cesar de perseguirlos hasta que los echaron de todo aquel territorio. Así quedó el campo en sosiego, y Cloe llevó a Dafnis a la gruta de las Ninfas. Allí le lavó la cara, llena de sangre que había echado por las lastimadas narices, y le hizo comer un pedazo de torta y una raja de queso que sacó del zurroncillo, y para que mejor se recobrase, le dio un beso, todo de miel, con sus blandos labios.

Así se salvó Dafnis de aquel peligro; mas no pararon allí las cosas. Los metimneños, de vuelta a su tierra, con harta fatiga, a pie en vez de ir en barco, y apaleados en vez de ir divertidos, convocaron en junta a los ciudadanos, y en traje de suplicantes pidieron venganza del insulto recibido, sin decir palabra de verdad, para que no se burlasen de ellos por haberse dejado apalear por unos villanos; antes bien supusieron que los de Mitilene les habían apresado el barco y robado sus bienes, como en tiempo de guerra.

En vista de las heridas, los de la junta lo creyeron todo y consideraron justo vengar a aquellos jóvenes de las principales familias de la ciudad. La guerra contra los de Mitilene fue, pues, decretada sin declaración previa, y se dio orden a un capitán para que saliese a la mar con diez naves y talase y saquease las costas del enemigo. Como se acercaba el invierno, no era seguro aventurar mayor escuadra.

Al día siguiente, hechos los aprestos y llevando como remeros a los mismos soldados, recorrió la escuadrilla las costas de Mitilene, y la gente entró a saco muchos lugares, robando ganado y trigo y vino en abundancia, porque estaba recién hecha la vendimia, y cautivando no pocos hombres de los que trabajaban en el campo. Desembarcó también donde Dafnis y Cloe apacentaban y se llevó cuanto halló a mano.

Dafnis a la sazón no guardaba las cabras, sino había ido al bosque a coger ramas verdes para dar en el invierno alimento a los chivos. Cuando vio la invasión desde lo alto se escondió en el hueco tronco de un quejigo seco. Cloe, en tanto, guardaba el rebaño, y perseguida por los invasores, se refugió en la gruta de las Ninfas, por cuyo amor rogaba que a ella y a su grey perdonasen. De nada valió el ruego. Los metimneños, no sólo hicieron muchas burlas y profanaciones de las imágenes, sino que a las ovejas y a la misma Cloe, como si fuera oveja también, se las llevaron por delante a varazos. Ya entonces tenían las naves cargadas de botín de toda laya y decidieron no navegar más, sino volverse a sus casas, recelosos del invierno y de los enemigos.

Navegaban, pues, aunque poco y a fuerza de remos porque el viento no los favorecía, cuando Dafnis, visto el sosiego que reinaba, bajó a la llanura en que solía apacentar, y no halló cabras ni ovejas, ni halló a Cloe, sino soledad mucha, y por el suelo la flauta con que Cloe se deleitaba. Dafnis empezó entonces a gritar y a exhalar sollozos lastimeros, y ya corría bajo el haya donde antes se sentaba, ya hacia la mar para ver si alcanzaba a su amiga, ya a la gruta donde se refugió cuando la perseguían. Allí se echó por tierra y vituperó a las Ninfas de traidoras. «Al pie de vuestras aras -dijo- fue robada Cloe, y lo visteis y lo sufristeis; Cloe, la que os tejía coronas y la que os ofrecía las primicias de la leche y la flauta que veo allí colgada. Jamás lobo me robó una sola cabra, y los enemigos me han robado todo el rebaño y la zagala, mi compañera. Desollarán las cabras; sacrificarán las ovejas. Cloe vivirá lejos en alguna ciudad. ¿Cómo presentarme ahora a mi padre y a mi madre, sin cabras y sin Cloe, y también sin oficio, pues no quedan cabras que guardar? Aquí me voy a quedar aguardando la muerte o algún otro enemigo. Y tú, Cloe, ¿padeces como yo? ¿Te acuerdas de estos prados y de las Ninfas y de mí, o te consuelan las ovejas y las cabras prisioneras contigo?».

Conforme se lamentaba así, entre gemidos y lágrimas, se apoderó de él un profundo sueño y se le aparecieron las tres Ninfas, grandes y hermosas, medio desnudas, descalzas y suelto el cabello, como las imágenes. Al principio mostraron compadecerse de Dafnis; luego dijo la mayor confortándole: «No así nos acuses, ¡oh, Dafnis! Más cuidado que a ti nos merece Cloe. De ella nos compadecimos apenas nació, y la criamos cuando fue expuesta en esta gruta. Nada de común tiene ella con los campos ni con las ovejas de Dryas. Ya hemos dispuesto lo que más le conviene. Ni se la llevarán cautiva a Metimna, ni será entregada a los soldados como parte del despojo. El mismo dios Pan, que está sentado bajo aquel pino, si bien, jamás le llevasteis vosotros ofrendas de flores, cede a nuestros ruegos y va en auxilio de Cloe, como más avezado que nosotras en los negocios de la guerra, por haber ya militado en muchas, abandonando su agreste retiro. Tremendo enemigo va a caer sobre los metimneños. No te aflijas, pues: levántate y ve a consolar a Lamón y Mirtale, que se revuelcan por el suelo como tú, creyendo que también te llevan cautivo. Mañana volverá Cloe, y con ella las ovejas y las cabras. Aún las guardaréis juntos; aún juntos tocaréis la flauta. De lo otro cuidará Amor.»

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
120 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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