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Escupir de lado

Nunca conseguiré escribir la novela que tengo en la cabeza, porque esa novela debería arrancar con la siguiente frase: «Aquí me tienen, cascándomela en la ducha. Para mí, el mejor momento del día. A partir de aquí, todo va a peor». Pero esta frase, lamentablemente, ya la pronuncia Lester Burnham (Kevin Spacey) en American Beauty, lo que me obligaría a buscar un comienzo de consolación. Tal vez un comienzo distinto me conduzca a un desarrollo diferente, y este a un final indeseado, y después de todo, escribiré seguramente el tipo de novela que repudio. En última instancia, casi siempre acabas lejos del lugar al que pretendías llegar. Todos estamos sometidos a frustraciones así. A diario. O los fines de semana. O una vez al mes. Lo que no significa que al final no sea lo mejor que nos pueda suceder. El lugar equivocado representa a veces el lugar más favorable. Deseamos algo, no podemos alcanzarlo, y eso nos empuja a una búsqueda que nos conforta de la desolación.

Woody Allen, en Días de radio, lo contaba a su manera, cuando aseguraba que «de pequeño quise tener un perro, pero mis padres eran pobres y solo pudieron comprarme una hormiga». Es una variante americana del «canto en los dientes». Raramente las cosas suceden como nos gustaría, pero pese a todo conviene dar gracias. No suele haber excepciones. Recuerdo cuando hasta Nabokov —¡Nabokov, el puto Nabokov, señores y señoras!— en sus primeros días en Berlín, tan lleno de sueños, se vio obligado a mantenerse a base de dar lecciones de un inverosímil quinteto de materias, que incluía francés, inglés, tenis, prosodia y boxeo. Quizás por eso, cuando más tarde al fin estuvo en disposición de hacerlo, se pasó la vida acariciando los detalles. La felicidad, que nadie sabe a ciencia cierta qué es —más allá de ir golpeándose con ella a oscuras, como si fuese la arista de un mueble en una habitación sin luz— probablemente sea eso: el detalle acariciado.

La realidad es lo que hay después de descartar la mejor parte. No recuerdo quién decía que lo más importante en la vida es espantar las cucarachas. Esas tenemos. Después de todas las penalidades que saldrán a tu paso, después de toda la mierda que te harán comer, siempre tendrás que escribir un libro completamente distinto al que habías soñado cuando aún no sabías que en la vida hay que apartar —cuando no comer— cucarachas. Afortunadamente, aprendes a renunciar a tus mejores sueños por tu bien, y a disfrutar de las cosas sobre las que un día ni siquiera habrías escupido de lado, porque no merecían ni un espumarajo. Como cuando Oscar Levant, para evitar la felicidad, dio la espalda a la bebida: «Yo no bebo. No me gusta. Me hace sentir bien».

Yo soy así y soy de aquí

No me gusta tomarme en serio. Es una manía. No sé por qué sospecho que su utilidad es relativa. La última vez que me exigieron ser serio, para ejercer de padrino en un bautizo, me obligaron a renunciar a Satanás, y todo fue peor desde entonces. Todos conocemos ejemplos de gente que se da cierta importancia, y el resultado es esta mierda en la que estamos acomodados. Nada me hastía más que mi identidad. Uno no necesita tanto ser algo concreto, como tener un buen abrigo. Todo lo demás, sobra, incluyendo la partida de nacimiento. Godard sostenía que para hacer cine solo necesitas una pistola y una chica. En la vida, uno puede ser feliz incluso sin armas.

Cada día entiendo menos esa obsesión por decir «yo soy así y yo soy de aquí». ¿Por qué hay que ser algo en concreto, y toda la vida, y vivir con gloria esa manifestación abstracta? Personalmente considero que el verbo ser constituye una maldición. La vida, decía Benjamin Constant, consiste en salir de las cosas. En la medida en que quedamos ensimismados dentro de ellas comienza la obsesión. Luego, solo es cosa de tiempo ponerse serios, pensar en lo que representamos, en lo que somos, en la patria... Salir de las cosas, cuando comenzamos a adoptar su forma, evita dolores de cabeza. En esencia, se trata de huir de la identidad para buscar acomodo en lo extraño, hasta que ese asiento se vuelve común, y hay que huir de nuevo a lo desconocido. Uno debería poder ser hoy un artista abstracto, opinaba Andy Warhol, y la semana siguiente figurativo, o pop. Incluso, en determinados momentos, no deberíamos ser nada. Ni tener una familia. Ni pertenecer a un país. Estar solo con tu abrigo y tu chica. O tu chico. O tu perro Tobby. El Portnoy de Philip Roth lo exponía a su estilo cuando decía que «la minga era lo único que podía considerar mío en este mundo». Todo lo demás era un hostil desierto.

Un día le oí contar a Rodrigo Fresán que Chris Shaw, ingeniero de sonido de Bob Dylan, se acercó a este después de un concierto, y refiriéndose a la interpretación que acababa de hacer de It's Alright, Ma (I'm Only Bleeding), quiso saber si alguna vez la había vuelto a tocar como en la versión original. Dylan respondió: «Bueno, ya sabes, un disco no es más que un registro de lo que estabas haciendo ese día en particular. Y a nadie le gustaría vivir el mismo día una vez y otra, ¿no?». Esta es la idea. ¿Por qué hay que ser algo concreto todo el tiempo? La identidad, que consiste en ser algo eternamente, aburre.

Matar es una cosa muy personal

Todas las generaciones tenemos una «losa» encima de la que debemos deshacernos mediante un asesinato. Matar es algo muy personal, de modo que cada uno elige su víctima y su arma, pero no por ello menos necesario. William Faulkner lo expresaba en su estilo cortante con un consejo que, después de seguir, legó a sus discípulos: «Kill all your darlings». Algo así como «Mata a tus ídolos». Antes o después tus ídolos se vuelven tus enemigos. Si no te deshaces de ellos, pongamos que empujándolos al precipicio, corres el riesgo de perseguirlos eternamente. Antes o después, conviene que camines solo, siguiendo tu propia vía. Las revoluciones ajenas no sirven para que tú hagas tu revolución. A menos que tu ideal se compendie en aquello que el profesor José Luis López Aranguren atribuía al refranero navarro: «Por la mañana mi misica; por la tarde mi copica; por la noche mi putica».

A aquellos que soñaban con ser escritores, William Faulkner les proponía una fórmula de enunciado sencillo, fácil de confundir con lo difícil: «Sueña siempre y apunta más alto de lo que sabes que puedes hacer. No te limites a ser mejor que tus contemporáneos o tus predecesores. Intenta ser mejor que tú mismo. El artista es una criatura movida por los demonios». Era un consejo ampliable a no escritores. En realidad, a todas aquellas personas que, llegado el minuto, desean saltar del tren en movimiento. Hablar de literatura simplemente es un modo más de no hablar de literatura.

El método para abandonar la vía del tren —que siempre conduce al mismo lugar, por el mismo trayecto— admite muchas metáforas. Yo me quedo con la del asesinato. En la línea de Faulkner, pero también en la de Gombrowicz. Después de vivir en Argentina un exilio que duró 24 años, al escritor polaco le llegó el momento de regresar a Europa. Lo hizo en 1963. A punto de zarpar en el Federico, gritó a los colegas argentinos su consejo para hallar nuevos paradigmas a su literatura: «¡Muchachos, maten a Borges!». Ese Gombrowicz es el que se cruzaba con el escritor argentino en las calles de Buenos Aires y desde la otra acera le gritaba: «¡Hey, Borges, acá Gombrowicz!». El argentino era ya un autor institucional, canónico, intelectualista, frente a lo que se revelaba la propuesta dionisíaca y periférica de Gombrowicz, que sabía que siempre llega el momento de apartarse del buen camino en dirección al nuevo, que todavía no se sabe a dónde conduce.

En última instancia, nuestros crímenes nos proporcionan identidad. En ocasiones solo consigues saber quién eres a partir de tus cadáveres. Hasta ahora tus crímenes te hacían grande. O pequeño. En todo caso, te hacían alguien. Hablaban por ti. Cierto es que había ídolos a los que matar. La escasez de ídolos verdaderos, que no sean los que ya tuvieron las generaciones anteriores, nos amenaza con no cumplir nuestros sueños de ser algo. Anteayer eras algo gracias a tus víctimas. Ellas te otorgaban carácter. Tus crímenes te indicaban un camino, trazaban el mapa de tus obsesiones, que, a la postre, son lo que hacen que la vida valga la pena. Todo ha cambiado en poco tiempo. Como si matar, incluso siguiendo las instrucciones de la metáfora, estuviese mal visto. Todo recuerda mucho a Casino Royale, aquel filme surrealista en el que Woody Allen interpretaba al sobrino de James Bond, Jimmy. En una de las secuencias, a punto de morir, le decía al tipo que pretendía acabar con él: «No puedes matarme, mi país reaccionará. Enviará una carta».

Todos somos Mary Cheever

«Puede que fuera infiel, puede que fuera borracho, pero siempre estaba en casa a la hora de la cena», decía Mary en favor de su marido John Cheever, que tenía dos o tres vicios muy particulares. No hay defecto, cuando nos es demasiado próximo, que no nos parezca ínfimo. Ningún error alcanza notoriedad a cambio de que lo hayamos cometido nosotros, o uno de los nuestros. Esto es así, sin entrar en demasiados detalles. Todos somos Mary Cheever, personas dispuestas a pasar por alto cualquier afrenta a cambio de comer con cierta puntualidad. La vida solo se vuelve soportable si somos capaces de restar hierro a las crisis. Me ocurrió el sábado, cuando golpeé una figura del Apóstol Santiago de Sargadelos, se cayó del mesado y se desintegró. La figura, no sé por qué, era muy querida en casa. Oculté los restos en el fondo del cubo de la basura, para que no molestasen a la vista. Alguien los descubrió, por una fatal casualidad, y empezó a hacer preguntas. «Puede que haya sido yo», admití con arrogancia. «Pero después de pintar el dormitorio, techo incluido, y quedarme para el arrastre», alegué. La vida transcurre entre pretextos.

Todo error es relativo. En especial si lo cometes tú. Da igual qué hayas hecho. No será tan serio, digo yo, si no has matado a nadie. Como tus cagadas no son nunca graves, antes o después tampoco te lo parecen las de tu hermana, tu marido, tu novela o tu partido político. El pretexto se busca. Hay una escena en 99 River Street, de Phil Karlson, en la que uno de los personajes, afligido, le confiesa a su amigo: «He matado». La cosa parece espinosa, en efecto, pero su compañero toca la tecla exacta y lo consuela: «Hay cosas peores aún, como ir matando a alguien minuto a minuto».

En última instancia, conviene ejercer el olvido para dejar sitio a nuevos conocimientos. Nada dura más de tres días, según un proverbio árabe. Se trata de abandonar aquellos lugares en los que ya se ha estado. Como aquel intelectual que decía que el gazpacho se condimenta con sal, pimienta, perejil, tomate… y luego se tira por el váter. Pelillos a la mar, en fin. Es imposible mantener todo el tiempo los ojos abiertos. La podredumbre, en el fondo, es un parpadeo suave en el momento exacto. No hay error próximo, por grande que sea, que no quepa en el fondo de un bolsillo. Todos conocemos la historia de Paco, que después de una noche absolutamente degenerada, digna de Cheever, apareció por casa al amanecer. El vecindario lo observaba intentando abrir la puerta, sin éxito. Cada quien masticaba su teoría. Uno de los vecinos, cínico, le preguntó: «Pero Paco, ¿de dónde vienes?». La mujer de Paco, desde el balcón, consideró oportuno salir en defensa del marido, y respondió por él: «¿De dónde va a venir Paco? Paco viene de Francisco».

El libro es un chirimbolo yonqui

El libro también tiene una vida marginal y andrajosa, muy alejada de la literatura. En ese universo oscuro, lluvioso, solo es una especie de yonqui repelente, que nadie abre y sobre el que se acumula el polvo, cuando no otros objetos, que adquieren de pronto una inopinada superioridad sobre él. No fui plenamente consciente de esa existencia arrastrada hasta el día que me presenté por primera vez en Madrid, y cumpliendo un encargo de mi madre —«mira que no te olvides»— visité a la tía Mercedes, viuda de profesión. No la conocía más que por fotos en blanco y negro, deprimentes y envejecidas, lo que me había impedido hacerme una idea precisa de su bigote. En todos los retratos comparecía vestida de 1890, diluida entre dos o tres personas más. Ella destacaba, sin embargo, porque parecía llegar a la foto directamente de su entierro, haciendo una excepción.

Su primer marido había sido poeta, contemporáneo, a la luz de su estilo místico, de Alonso de Ercilla y San Juan de la Cruz. Tal vez por eso me había imaginado una casa llena de libros polvorientos, que nadie había abierto desde su muerte. En parte es lo que me encontré. Solo en parte. La visita estuvo presidida por el sobrecogimiento gris que me produjo advertir que los libros del difunto tío Andrés resistían el peso de una persiana averiada, equilibraban una mesa o elevaban una lámpara. En el caso más impactante, un ejemplar de Madame Bovary, que de buena gana habría robado después de maniatar a mi parienta, hacía de peana para un viejo trofeo de bridge.

Aquella visita me enseñó que un libro puede tener diferentes finales. Si hay suerte, perduran viajando de lector en lector, que es un modo de no tener final. La eternidad, en el fondo, solo es un boca a boca. Pero si caen en desgracia, los libros descienden a la condición de objetos yonquis. Es decir, cuñas para ventanas que se cierran o sillas con una pata más corta que el resto.

Me costó olvidar a mi tía, aunque cuando lo hice, con el tiempo me volví a acordar más veces de ella. Una fue cuando murió, para preguntarme morbosamente con qué vestido la enterrarían, y si la afeitarían, pero sobre todo qué sería de su biblioteca. Otra fue cuando leí que Evelyn Waugh era un fanático de las novelas epistolares de Samuel Richardson. «No me desplazo nunca sin mi ejemplar de Clarissa», explicaba cuando lo veían tomar el tren con la voluminosa novela de Richardson bajo el brazo. «Me sirve para mantener la puerta del vagón entreabierta», aclaraba. No en vano, Clarissa tiene 984.870 palabras, unas doscientas mil más que la Biblia.

Me pregunto qué soluciones puede aportar el libro electrónico a una literatura planteada en estrictos términos yonquis, donde el libro desciende a la condición de trasto harapiento, chirimbolo, cacharro. Porque me temo que mi tía Mercedes, que en paz esté, o Evelyn Waugh, que esté en más paz todavía, están lejos de representar casos aislados.

Hay sentidos en que el libro no sirve para nada —nada exquisito o enriquecedor— y, en esa medida, conviene admitir que resulta de gran utilidad en una casa. Su modo de ocupar el espacio representa su mayor valor añadido. La humanidad resiste mal los huecos. Una estantería vacía solo es menos triste que el agujero que ha dejado un cuadro o un plato al descolgarse. De ahí el prestigio —prestigio, especifiquemos, yonqui— que tanto el libro como el Aguaplast poseen en algunas familias. Los temidos huecos de la pared, que no son sino una versión posmoderna del miedo al vacío de siglos pasados, me conducen siempre a la lectura de Crímenes ejemplares, de Max Aub, donde decenas de asesinos relatan el móvil —casi siempre ridículo— que los condujo a acabar con la vida de la víctima. Hay un caso que se encuentra entre las pocas cosas que consigo recitar de memoria: «¡Me negó que le hubiera prestado aquel cuarto tomo...! Y el hueco en la hilera, como un nicho».

Un libro, muchas veces, es solo un libro cerrado, una piedra pulida. En el mejor de los casos, una madera bien tallada. Pero por todo ello, muy útil. Utilísimo. Su cuerpo muerto y pesado realza el entorno. «Está ahí como amenaza, no como lectura», decía Severo Sarduy de un ejemplar de Los cipreses creen en Dios que había en su casa, sobre el que nunca posaba las manos, pero hacia el que miraba periódicamente. Tal vez el libro electrónico acabe por conquistar un día a los lectores para siempre, pero ¿qué puede ofrecer a los enemigos de la literatura, a la decoración de interiores, a la industria del marcapáginas, a los caza autógrafos, a esos individuos que toman un libro prestado de la casa de un amigo por el gusto de no devolverlo jamás? ¿Qué futuro les espera en un mundo en el que el libro de papel, como objeto muerto, marginal, yonqui, ceda su sitio en silencio y lentamente al electrónico? Recuerdo cuando Roberto Bolaño, con su estilo provocador, aunque siempre inteligente, decía que uno roba libros y acaba leyéndolos, pero en su caso, en ocasiones «los compro y muchas veces ni los leo, los acaricio. Me gusta tenerlos cerca». ¿Satisfaría una expectativa así el e-book? ¿Puede permitirse un utensilio de esa naturaleza intangible, que el día que mueres desaparece contigo, el lujo de no servir para nada, de no ser leído, de matar una mosca, de sujetar una puerta o de encender un fuego, como hacía con las hojas de sus ejemplares Pepe Carvalho, y para de contar?

Existen muy diferentes formas de ser libro y prestar un servicio al propietario. Hay un tipo de libros —yonquis en su estilo— que compras aun sabiendo que no vas a leer ni loco, pero tú sabes que deben estar ahí, en tu espacio, llenándolo. Por si acaso. Tal vez por la misma razón por la que instalas una alarma en casa. No lo haces esperando que un día suene y disfrutar la experiencia, como un melómano más. La compras por si acaso, joder. Así adquieres muchas veces ciertas novelas, incluso ensayos. ¿Por qué, si no, le haces sitio a Hegel, o a Cioran? Para estar preparado para algo que seguramente jamás sucederá. Su presencia te tranquiliza y te ayuda a engañarte a ti mismo pensando que tal vez una noche de invierno… Es preferible su asistencia a su ausencia, punto. Incluso en aquellas circunstancias en las que su comparecencia te inquieta, porque sabe Dios a dónde te puede conducir una sobreexposición a Cioran. Para estos casos yo siempre guardo una anécdota reveladora de Visconti sobre la importancia de los libros que solo son un lomo y que se limitan a cubrir un hueco en la pared, pero que con ese efecto meramente físico enriquecen la escena, incluso facilitan un contexto histórico. Durante la grabación de una de sus películas, el director italiano ordenó detener la posproducción. «Esto es un desastre», lamentó. «¿Pero qué demonios ocurre?», preguntaban sus colaboradores. «Esta hermosa e insuperable escena, no sirve». «¿Por qué, si es una hermosa escena, y además insuperable, y ya no podremos volver a filmarla?». Pues porque en la biblioteca del fondo había un libro que no se correspondía con la época, y aquella presencia extemporánea, el lomo, nada más que el lomo, trastornaba a Visconti. Y desde Chesterton sabemos que «un hombre nunca debe dejar nada en el universo que lo aterrorice».

No la chupes tanto

En el colegio, si te complicabas con dos regates y perdías la pelota, el reproche de los compañeros de equipo se oía en todo el patio: «¡No la chupes tanto, hostia!». El balón era poder, y aunque desconocías qué significaba ese poder, experimentabas gusto al manosearlo. Freud, para entendernos, pero sin órganos genitales. Cuando llegabas al instituto —en caso de llegar— aquella frase sufría ciertas variaciones. Leves pero sustanciales. Si elegías chutar, y no ceder el balón atrás, podías oír un: «¡Mámala menos, tío!». En parte, el cambio de verbo también pretendía desgastar tu reputación, aunque, en general, se trataba de una invitación a distribuir mejor el juego.

Pasa el tiempo. Creces. Vas a la universidad. Te licencias. O te expulsan. Consigues un empleo. Te despiden. En silencio y lentamente, el tiempo se pone amarillo sobre tus fotografías, y un día adviertes que en la infancia —la infancia, cuando menos lo esperas, telefonea— se moldean verdades que luego olvidas, pero que siempre están ahí. Porque resulta que a tu alrededor, si te fijas bien, hay un pequeño grupo que la chupa todo el rato. Eso jamás cambia. Ellos la chupan y tú miras. No hablo de fútbol, sino de democracia, de libros, de música, de periodismo… de todo menos de fútbol. Mientras unos pocos la maman, digamos, de puta madre, el resto lanzamos vertiginosos e imponentes desmarques, pero nunca recibimos el balón. En el mejor caso, cuando todo acaba, alguien te dice: «Bien jugado, chaval». Naturalmente, «bien jugado, chaval» te sabe a poco, como cuando una jovencísima y prometedora Diane Keaton lamentaba, después del rodaje de El Padrino, que las únicas palabras que le hubiese dirigido el gran Marlon Brando fuesen: «Bonitas tetas».

Pocas veces alguien que la chupa demasiado alcanza el éxito. Eso él nunca lo sabe. Cree que, antes o después, de su regate saldrá un gol para enmarcar. No suele ocurrir. De hecho, solo conozco un caso de esos en los que el individuo persevera en chuparla y obtiene réditos maravillosos. Pero remite al fútbol. Es el caso de René Houseman, delantero del Club Atlético Huracán, que en el año 1975, según le contaron, marcó un gol fenomenal: «Una tarde me presenté en el estadio para jugar el partido directo desde un cumpleaños de la noche anterior, por supuesto que en un estado de ebriedad total. Cuentan que me hicieron duchar como una docena de veces… y tomar varios litros de café. Jugábamos de local contra River Plate. Entre lo que más o menos recuerdo y lo que me contaron… Cero a cero el partido, cuarenta y un minutos del segundo tiempo: parece que fui a buscar una pelota, proveniente de un pase de Fatiga Russo… avanzando en diagonal de derecha a izquierda eludí a uno (a Héctor Osvaldo López), la tiré larga entre los dos defensores centrales (uno era Perfumo y el otro Ártico) y cuando desde el arco me salió el Pato Fillol en el mano a mano, amagué, lo eludí y la crucé suavemente con la pierna derecha. Modestamente, un golazo. Luego dicen que quedé tirado en el piso riéndome. Tras eso me hice el lesionado, pedí el cambio y me fui directo a dormir a casa. Comentan que la gente me despidió con su tradicional: “Y chupe, chupe, chupe… no deje de chupar… el Loco es el más grande del fútbol nacional”». Fuera del balompié, el tipo que la chupa sin parar no suele triunfar, aunque cuando fracasa el jodido eres tú.

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9788412039122
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