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II

Transcurre el domingo sin noticia de la muchacha. Por la mañana pude realizar algunos estiramientos que me ayudan a aliviar el cansancio de los músculos de mi espalda. Justo al concluirlos han llamado del centro de alarmas para indicar que ha saltado la de la oficina. Tienen mi número como el segundo al que llamar en caso de incidencia. Salgo deprisa hacia allí. No ha ocurrido nada.

Desconecto, llamo a la compañía de seguridad y dejo todo tranquilo. Aprovecho para ultimar unas cartas de trámite que llevo unos días sin hacer y me lo quito de la cabeza. La imagen de la esclava ha sido recurrente durante toda la noche y esta mañana.

Me entretengo demasiado. Elena no me ha llamado para comer juntos y se me pasó la hora. Voy a casa a descansar. Me tumbaré en el sofá a leer.

Suena el móvil. Es Jero, un amigo con el que a veces salgo a correr. Su padre está con una tortícolis que le impide el mínimo giro del cuello. Me pide que le dé un masaje. Vive en Collado Villalba.

Regreso de mis servicios de urgencia. Son las nueve. Preparo algo de cenar y vemos la tele. Elena no tiene el mínimo interés por lo que haya hecho hoy. Empieza a estar cansada de vivir conmigo.

Otra vez el móvil. Es tarde y aparece un número que no conozco. Elena apaga el televisor y se marcha al cuarto.

—Hola, ¿quién es? —Mi tono no es muy amable.

—Soy Sara. ¿Me recuerdas?

—¡Claro! ¿Cómo estás?

—Pensando en ti.

—Mal asunto. ¡Vaya…! ¿Puedo llamarte yo?

Nos despedimos. Creo que quería escuchar mi voz, pero no puedo mantener esta conversación desde casa. Me muestro bastante seco con ella por la situación. Realmente, prefiero despedirme. Me llamará el lunes.

Durante la noche estuve pensando mucho en cómo ayudarla si finalmente se abre a contarme sus problemas. En ocasiones me daba miedo estar al borde de otro lío de esos en los que mi samaritanismo me ha jugado tantas malas pasadas. Tengo una vida como para dedicarme a intentar resolver los problemas de alguien que se prostituye, una chica a la que no conozco y a quien, además, he tenido que pagar por darle un masaje. A menudo me considero un imbécil por buscarme tantas preocupaciones, cuando ya estas se encargan de venir a mí como las piezas de metal acuden a un imán próximo a ellas. A pesar de ello, dormí finalmente con el deseo de hablar con Sara fuera de aquel lugar.

III

Vivo un lunes tan frenético como siempre en la oficina. Hacia media tarde recibí la llamada de Sara. Nos veremos a las ocho y cuarto en la esquina de Santa Engracia y García de Paredes. No tiene mucho trabajo y prevé que saldrá antes.

Vamos al VIPS de López de Hoyos. Me veo aquí sentado, conversando con esta persona que vive de la prostitución. Viste bastante normal, no llama la atención. Es más bien pequeñita. Hasta ahora no me había fijado en su estatura.

Me resulta algo difícil entablar conversación. Empiezo por decírselo así y me disculpo de nuevo por remover sus sentimientos familiares y anhelos, pues comprendo que le recuerdan, siempre inoportunamente, lo que es llevar una vida normal.

Van brotando ciertos temas. Me cuenta cómo un tipo la llamó puta y zorra y que no pudo contenerse, así que tuvo que echarle. Su jefe es abogado, según dice él (vaya, pienso yo), y Sara afirma que se beneficia a todas y cada una de las chicas que entran a trabajar en la casa. Ella no ha accedido. Solo lo hará si paga como los demás clientes, pero, como es un tacaño increíble, de momento se va librando. Me cuenta que no son pocos los que la hacen llorar y curiosean sobre su vida personal y familiar, pero que luego su interés no va más allá. Se reduce a un vil cotilleo, un intento de hacer menos indigno para ellos ese momento.

—Si pudiera traer a mi hermano… Él sí me ayudaría con lo de mis padres y todo lo demás. Es un chico que vale mucho. Es informático y también ha trabajado en la construcción y otras cosas.

Yo hablo algo de mi vida. Ella sigue contando que, además de la discoteca, también tiene la ilusión de estudiar y aprender a dar masajes porque quiere ser una especie de médico, de terapeuta, con papeles y todo. Añade que se lo prometió a su madre.

—Por lo que me dices, creo que de lo que te han hablado es del título de fisioterapeuta. Antes de hacer planes de ningún tipo deberías saber que es difícil acceder a esos estudios. Tienes que hacer exámenes y lo más importante es que tendrías que haber obtenido antes unos títulos que no tienes.

Ella baja ligeramente la cabeza en señal de resignación. Para animarla, la informo de que, si le gustan las terapias naturales y la quiropráctica, existen en la ciudad algunos centros muy serios donde la prepararían para ser una buena masajista y no necesita tanto requisito académico que no podría cumplir. Le digo que es un oficio que exige mucha prudencia, pero que es una profesión de la que se puede vivir muy desahogadamente y hacer mucho bien a los demás.

Se alegra con la conversación, pero siempre parece toparse con el muro de la realidad que vive. Eso interpreto con su mirada, pues sus ojos se encienden por momentos, pero se funden durante largos minutos después. De todas formas, no conviene seguir esta conversación. Al fin y al cabo, mañana tendrá que volver a ese sitio con personas que se apropian de su dignidad y sus sentimientos.

No puedo ocultar que me ha invadido una gran curiosidad por escuchar historias de prostíbulo. Historias del hombre que padece, de mujeres que guardan férreamente sus debilidades y solo allí se sienten seguras. Jóvenes indecisos, mayores que se juegan la vida con una píldora en el bolsillo que les devuelve por un rato su virilidad. Pero esa misma curiosidad me provoca una angustiosa pinza en el estómago al observar la más sucia intimidad de cada uno a través de las ventanas por las que Sara me ha permitido mirar. En ráfagas de pensamiento, he inventado mis propias historias con la esperanza de que sean corroboradas o enriquecidas por ella, un personaje privilegiado de esas páginas oscuras de la vida. La tormenta ha pasado. Ella no ha notado que yo quisiera indagar más sobre su vida. Todo ha quedado en mi interior. Confío en que las personas siempre podamos mantener opacos los pensamientos negativos y que estos transcurran por nuestras maltrechas cabezas a la velocidad de la luz y muy escondidos, pero sobre todo que se esfumen para siempre. Haber tenido esa inquietud, por momentánea que haya sido, no me hizo bien.

Sara habló con sus amigas acerca de esta cita. Dice que todas estaban intrigadas. Ella se hubiera marchado a los treinta segundos de espera en aquella esquina, pues de ninguna forma pensaba que yo acudiría. Fui tan puntual que no tuvo opción.

Me intereso por su tranquilidad en este momento. Ella asiente en un gesto de conformidad que me basta para entender que no ha estado incómoda hablando conmigo.

De su consumición bebe solo un poco. Es una persona apagada. Da la impresión de que todo su pasado reciente, el momento que vivimos y el futuro inmediato no existan en su idea de vida. Muestra una actitud ausente; puede que su espíritu esté gozando de la esperanza de tener una granja allá en su pueblo y de una familia, de una vida de normalidad y amor.

Se ha hecho tarde. Vamos hacia la plaza de Atocha. De allí salen los autobuses que cada día la llevan hasta Getafe, que es donde vive, en un piso que comparte con otras amigas. Nos decimos adiós con un beso y le pido que me tenga fe y no dude de que la ayudaré.

Al descender del coche me dice que le gusta mi sonrisa. No ha habido ninguna clase de declaración de amor ni angustia. Ayer noche me preocupé sin motivo.

Le daré sus tres mil dólares para que termine con una de sus pesadillas. No sé de dónde los voy a sacar con las deudas que tengo contraídas. Si alguien se entera de esto, me encierran en un psiquiátrico.

De camino a casa recibo una llamada de mi suegro para saber si no tendría mucho problema en ir a ver a un amigo suyo que ha sufrido el síndrome de la pedrada en el gemelo. Ya conozco al sujeto; es el rigor de las desdichas en cuestión de lesiones. Voy a verle a su casa y le aplico un tratamiento. Cuando termino con él quieren que me quede a cenar y no sé mantener mi negativa. Me lo ponen de tal manera que solo me queda una salida de mala educación que no deseo tener. Me quedo a cenar y charlar acerca del golf, que es lo que le fascina y ocupa sus mañanas de merecida jubilación. Por fin, hacia las doce y media, me devuelven la libertad y, como pájaro con la puerta de la jaula abierta, salgo volando al coche.

Contacto, calefacción y música. Escucho Lord is it mine: «… Sé que hay una razón por la que necesito estar solo. Tú me enseñas que hay un lugar silencioso donde puedo encontrarme con mi ser». Para mí dice eso y el lugar lo conozco. Estuve allí de pequeño con papá.

Llego a casa sin ganas de nada. Elena ya está acostada como casi siempre. Hace demasiado que no hay mimos desinteresados por parte de ninguno. Solo ocurren en la antesala de hacer el amor y lo estricto para cubrir el necesario trámite que lleva al gran momento.

Tardo en dormir. En estos dos días he cavilado a menudo acerca del trabajo que puedo buscarle a Sara. Hay un problema difícil de superar. Una remuneración como la que ahora obtiene por sus favores es imposible en un puesto no cualificado.

IV

Es temprano, las seis y media. Aunque tengo dolor de cabeza, decido salir a correr un poco. Mi mente reposa al hacerlo y el cuerpo se siente feliz y agradecido. Las emociones también descansan y, entonces, la casa está limpia para que su regio inquilino regrese.

A menudo siento el impulso de echar a correr mientras camino por la calle. Me encuentro más natural corriendo que cuando ando. Incluso algunas veces veo extraño que la gente camine. Es como si vivieran más despacio y fuesen por ello a llegar tarde a su destino. Pero mi impulso no tiene nada que ver con la tensión que vivo. Es la fuerza del espíritu la que me empuja. Los saltos, las carreras y demás movimientos rápidos y enérgicos se predican de los estados de euforia. Dejarse caer en el sillón, caminar despacio y de forma pesada se concibe en estados más próximos a la tristeza del alma. Siento que mis ganas de correr, en cualquier circunstancia y lugar, son producto de una fuerza que excede mis limitaciones físicas y muchas veces hasta las disimula. Son producto de las ganas que tiene mi alma de hacer volar este cuerpo tan material.

En verdad, no sé si es mi espíritu quien me llama a ello o es precisamente correr lo que provoca que me conecte con él dondequiera que esté. No he reflexionado mucho sobre tal cuestión. Tampoco he tenido la necesidad. Lo verdaderamente importante para mí es que cuando lo hago siento un inmenso placer interior, me embarco en un viaje fascinante que me gustaría saber compartir.

Nunca he salido a correr enfadado o desanimado. Es fácil comprobar que no se puede. No conozco a nadie que lo haga. Una de las experiencias más parecidas que pueden verse en este sentido es tomar un baño en el mar. Jamás he visto a nadie zambullirse colérico y, menos aún, salir sin un cierto aire de liberación de sus pecados.

Correr es para los alegres de corazón. Un maratón donde se concentran millares de atletas es como una gran misa, una emulable concentración de almas alegres y sanas.

Estaría bien que los sacerdotes y jefes religiosos abanderasen a sus corredores. Seguramente, tendrían más feligreses en los templos y, sin duda, serían todos más felices porque los capaces contagiarían su espíritu a las personas imposibilitadas para hacerlo y todos, de una u otra manera, verían sus vidas menos pesadas y sacrificadas. Hasta para darse a los demás es importante cuidar nuestro físico y estar sanos.

Dicen los escritos que el propio Bodhidharma, ante la situación de debilidad que observó en los monjes del templo de Shaolin, consideró que tenía que escribir un tratado de fortalecimiento del cuerpo y de la salud, condiciones sin las cuales no puede practicarse bien la meditación. Y si esta nos falta resulta imposible soportar la preparación que nos lleva a adquirir una capacidad ilimitada de entrega. Al menos los mahayana piensan de esta forma respecto a su cometido: consagran sus vidas a alcanzar la iluminación para así servir de ayuda a los demás mortales en su camino a la salvación.

V

Pasan los días sin noticias de Sara. Tampoco he solucionado lo suyo en forma alguna. Si me llama me pondrá en un aprieto, pues creerá que ya me olvidé de todo, que era otro farsante. Me embarga la duda acerca de si seré capaz de hacer algún bien o, por el contrario, nunca debería haber dado rienda suelta a mi corazón y a mis manos. Con Sara o sin ella, mi vida transcurre como siempre, con enormes prisas por llegar a cada compromiso y con una agenda plagada de muchos de ellos que no debería haber aceptado. No pocos me han dicho que el trabajo me va a matar, pues asumo demasiado, pero lo cierto es que no sé vivir sin comprometerme. No me apetece instruirme en el arte de decir «no puedo», aunque reconozco cuánto bien me habría hecho en algunas ocasiones.

Sé que solo es cuestión de ser más sabio y seguro que con ello haría el verdadero bien. Sin duda, tratar de asumir como nuestras las cargas que pertenecen al prójimo es muy difícil de llevar y es un error. La empatía hay que entenderla en términos de utilidad para el beneficiario de nuestra acción. ¿De qué serviría ponerme en el lugar del que se ha caído a un pozo? Debo estar en mi lugar y desde allí ayudarle, pero si me tiro con él mi acción sería inútil y absurda. La empatía define nuestro sentimiento de considerar cercano lo ajeno y esto es bueno, pero lo que hemos de hacer después solo puede venir dictado por la sabiduría, no por el impulso ni por el sentimiento. Yo aún no he conseguido hacer las cosas de esta forma, no logro que la virtud de la sabiduría sea mi práctica continuada y por ello dudo de que haya sido capaz de ofrecer las mejores respuestas a los problemas que he afrontado.

Seguiré en ello hasta conseguirlo aunque persista en mis errores porque quienes no lo intentan viven aislados del mundo, no queriendo ocuparse del prójimo para no participar de lo aparentemente molesto y desagradable que puede resultar, pero se pierden la auténtica grandeza del sentido de su vida. No conocen su espíritu, son incapaces de sentirlo (por eso ni creen en él), viven sin alma y, cuando el cuerpo no aguanta más, se desvanecen como el humo. No quiero sentir esa muerte en mí.

En mi camino encuentro siempre a Dolores, la que pide en la esquina. Suele guardarme una ramita de romero y siempre me bendice. Un «Dios te bendiga» dicho por alguno de los muchos que duermen en la calle siempre me estremece. En esta sentencia tan breve se condensa toda la belleza de la gratitud o el amor que podamos sentir hacia un tercero. Pregunto a Dolores por su hijo. Dice que se quemó una mano la semana pasada. Ella está con bronquitis, pero van tirando. Necesita un jarabe que le cuesta lo que ahora no tiene. Ya verá si entre los pañuelos y la limpieza de los parabrisas logra cubrir el mes. Me despido dándole un billete y mi mano. Sigo a toda prisa.

He descubierto otra manía en mí. Leo todos los cartelitos por diminutos que aparezcan: los que empapelan farolas, árboles y señales de tráfico. Necesidad de trabajo, de vivienda, de encontrar al perro o gatito perdido. Intento pasar de largo, pero no puedo. A menudo me asfixia esta sensación de antena parabólica. Debería ir a un psicólogo o acudir a un ajustador que me oriente hacia canales más adecuados.

VI

Últimamente vamos poco al cine, al teatro o a cenar. Llego tan tarde todos los días que la mayoría de las veces Elena está dormida. Le ofrezco una vida de abandono y aburrimiento (compromisos, trabajo y algo de deporte, una medicina que me administro en dosis demasiado escasas). Hasta que iniciara la progresiva ascensión de mis complicaciones con la vida, ya hace unos años, Elena me esperaba en el salón viendo televisión o leyendo. Incluso solía improvisar algo para cenar (aunque en este aspecto siempre he sido muy autosuficiente y empiezo a ver en ello más un defecto para quien te quiere que una virtud). Más tarde comenzó a aceptar mi ausencia durante ciertas horas del fin de semana. Finalmente, todo se contaminó. Su paciencia conmigo se acabó hace un par de años, aproximadamente. Lo peor es que Elena calla y, de esta forma, no reacciono. Me dejo llevar por la tranquilidad ficticia y el vacío que hay en mi hogar.

Me reprocho no haber empezado a estudiar en serio y aplicar un antídoto para este mal que nos aqueja.

Mi madre está regular. Me ha llamado por teléfono. Debería ir a verla a diario un ratito e intentar llevarle un poco de ánimo, lo cual me resulta fácil. Lo que pasa es que no le dura nada. Su mal espera a que yo haya cerrado la puerta y, apenas hecho, salta sobre ella, la derriba y yo no estoy allí para impedirlo. Si fuese al revés, mi madre haría guardia en mi casa y me protegería. ¡Cómo me duele!

El trabajo en las fundaciones se intensifica por días. Es lo que me tiene arrastrado y me obliga a recuperar en la noche las horas del día que le quito a la oficina. Hay demasiada gente necesitada y muy pocas manos. Me veo impotente.

Es difícil conformarse con dedicar a la compasión y a la solidaridad unas horas más o menos tasadas. El trabajo no se termina nunca; así que cuando una tarea tiene carácter indefinido hay que buscar cortes en la dedicación, bien para descansar, bien para hacer otra cosa. Precisamente, es ahí donde me viene el remordimiento: no sé cuándo dejarlo. Pienso en las necesidades que se pueden cubrir con cada minuto de mi tiempo y desearía no tener necesidad de descanso u otra actividad necesaria para vivir. No le veo solución a esto y sé que he de buscarla.

Lo triste y cierto es que ni estoy satisfecho con lo que hago ni me quedan horas para estar en casa. La preparamos con toda ilusión y ahora me falta tiempo para disfrutar un poquito. Una parte de mí crece constantemente a un ritmo demasiado fuerte incluso. Esa parte siente cómo hierve en mí la sangre, azuzada por la ilusión con la que vivo, y la envía sana y fuerte a cada región de mi cuerpo y las fuerzas se multiplican. Es como una droga. La otra parte, en cambio, muere y se apodera de mis ganas de vivir, me aloja en una sima de oscuridad de la que no puedo salir.

Creo estar volviendo la cara a la realidad. Mi mundo se desmorona, aplastado por la rutina mal llevada. Tengo por delante el camino de aprender a valorar cada momento inmutable que me brinda el paso de los días: la piel de un amor en el lecho conyugal, la respiración acompasada mientras leo antes de dormir. Hacer del día a día una rutina maravillosa es un don que seguramente no sé apreciar y su consecuencia ha tomado un rumbo funesto.

VII

He encontrado una fórmula para ayudar a Sara. Es un poco extraña y necesito su concurso. Tengo que comentárselo y para ello necesito que me llame. A aquel lugar yo no pienso volver y no tengo su número de teléfono, pues siempre llamó desde números ocultos. De todas formas, si lo tuviera, lo mismo le creaba una situación embarazosa. En tanto espero su llamada, voy organizando el plan. Será muy complicado, pero eso sí será responder a mi ofrecimiento de ayuda. El mayor problema será compaginar el enrevesado horario que ya tengo. He realizado un montón de cálculos, desde cuánto tardo de un sitio a otro dependiendo de la hora a la que salga hasta qué horas puedo dedicar a esta misión. He concluido que podría encontrar unas horas entre el día y la noche. Espero que quien tenga que ser admita mis limitaciones.

VIII

Llama Sara. Me produce alegría oír su voz. Todo quedaría en nada si ella no confiase en mí. Le digo que tenemos que vernos y hablar largo de lo que he estado pensando. Tras un breve silencio, advierto que no he prestado mucha atención a su estado de ánimo. Está mal; parece que hoy le han hecho daño y solo llama para obtener consuelo, pero es muy tarde para mí. No puedo mentir en casa ni puedo dejar a Sara con ese estado de congoja que adivino. Le pregunto dónde está y le pido que me espere unos minutos.

Termino inventando una excusa frente a Elena para volver al despacho a estas horas.

Otra noche desapacible, pero basta entrar en el coche y poner la calefacción y la música para darse cuenta de los privilegios de que gozamos los menos pobres de este planeta. Conduzco unos diez minutos hasta llegar a ella. Parece recuperada, tanto que me hace dudar de su necesidad. Sara ha aguantado el tipo en la calle mientras yo llegaba, pero pronto se desmorona entre sollozos. La veo afectada. Creo que debo llevarla al médico, pero se niega con una fuerza que asusta. Antes de empeorar su estado con una discusión, prefiero acceder a su negativa y llevarla a su casa.

En el trayecto no pronuncia palabra, salvo para darme las mínimas indicaciones de ruta. Aunque no deja asomar una lágrima, sé que llora. Me guío por la intuición, pues estoy algo desconcertado. No quiere conversar. Voy conduciendo y no puedo acompañarla o acariciar su mano para consolarla. Dejo que la música lleve a sus sentidos notas de alivio y amor que yo no sabré dirigirle. Estoy convencido de que Mahler lo pretendió cuando creó sus canciones del niño y, desde luego, el efecto sedante es palpable en Sara: su sensibilidad ha brotado con una fuerza que no conocía hasta ahora en ella.

Llegamos hacia las once y media. Aún no han vuelto las otras compañeras del piso sexto del destartalado bloque donde vive. Me pide que no la deje sola esta noche y es una petición que me mata porque no me siento capaz de negárselo, pero estoy muy intranquilo por Elena.

Sara permanece en silencio. Está agarrada con fuerza a mi brazo. Se acuesta en su cama, reposando la cabeza sobre mi pecho. Quizá es un acto reflejo propio de los recién nacidos, que buscan el tamtam que les acompañó durante su gestación. Dicen que el sonido de los latidos del corazón calma sus males porque les trae el recuerdo de sus mejores tiempos.

Presiento que le haría bien escuchar un cuento. Esta noche Sara es un poco hija mía. El otro día inventé una historia sobre un cordero y una gambita. Quizá la encontré entre las nubes mientras hacía el viaje de vuelta en el avión que me traía de Oviedo:

«Por la ladera de un monte que bajaba suavemente hasta la playa se extendía un pequeño prado donde vivía un corderito. Su única ocupación era la de pastar y pastar, pero lo que en verdad le gustaba era recostarse en la hierba, dejarse caer sobre sus patas delanteras y contemplar el movimiento del mar.

Disfrutaba imaginándose a lomos de la espuma blanca y viajando a otros prados; pero sabía que eso nunca sería posible. Ya desde más pequeñito sus padres le mostraron cuál era su destino. Le decían: “Come y engorda mientras puedas y no te preocupes de otras cosas, pues de nada te servirá. Aprovecha en tanto no vengan a por ti”. Con el tiempo comprendería su significado. A pesar de ello, él nunca faltaba a su cita con el mar porque allí creaba todos sus sueños.

Una noche de luna llena reposaba el corderito junto a la cerca que separaba el prado de su playa. Cualquiera diría que Rublete practicaba la meditación contemplando el monótono romper de las olas que terminaban en la arena.

Al incorporarse para volver al cobertizo, vio cómo la última ola había arrastrado tras de sí una forma minúscula que parecía jugar con ella. Rublete volvió a agacharse y, con los ojos bien abiertos, se dispuso a vivir aquella escena con gran atención. Se trataba de una gambita que bailaba graciosamente en las olas y, lejos de su banco, desafiaba al mismo Neptuno. Se bamboleaba y saltaba bien alto, dejando ver su delicada silueta en el aire, y después se zambullía nuevamente en el mar. Así largo rato hasta que desapareció.

“¡Cómo me gustaría divertirme así!”, decía Rublete. Todas las noches de luna llena la gambita acudía fielmente a su cita y el corderito asistía nervioso a ese bello ritual.

Pero una noche la simpática función tendría otro final. Sucedió que, al intentar zambullirse nuevamente mientras el agua replegaba, la gambita dio con sus antenas en la arena. Aquel diminuto ser brincaba, ahora torpemente, lejos de su medio. No flirteaba con el agua, se retorcía en la playa. Incapaz de salvar su vida, veía alejarse la marea.

Rublete no entendía qué estaba ocurriendo, pero presentía que algo no iba bien. Tenía que ayudar a su amiga. Se incorporó, tomó impulso y saltó. Los pinchos del alambre de acero que rodeaban el prado le recordaron que nadie antes había osado atravesar la cerca.

Magullado, mordido en su piel por tan mortal impedimento, la traspasó soportando el desgarro que producían los espinos de acero en su carne.

Una vez liberado del tormento, se apresuró a asistir a la gambita, cuya minúscula figura quedaba tendida en la arena. No sabía qué hacer. Instintivamente daba pataditas al cuerpo inerte hasta que con una de ellas consiguió dejarlo próximo a la resaca de espuma.

Permaneció un momento con la vista fija en el punto de luz de luna que reflejaba el caparazoncito ya mojado, devuelto a su medio. Había calma, pero también pena. Había llegado tarde. El reflejo de luna también recorría sus patas, dibujando pequeñas y brillantes burbujas a su alrededor. Sin darse cuenta, tenía las patitas en el agua.

En aquella noche clara, una lágrima cayó desde sus ojos. Levantó la vista hacia la blanca esfera y luego se giró rumbo al cercado.

Apenas Rublete hubo movido la primera patita, sintió en la otra un leve cosquilleo que al principio le sobresaltó, pues cada experiencia en el mar era nueva para él. Miró buscando una explicación y apreció unos preciosos ojitos negros que le miraban y unas finísimas antenas que se agitaban con fervor.

¡Era la gambita! Le daba las gracias por su ayuda. Rublete bajó en ese momento la cabeza hasta poder apreciar mejor la belleza de la gambita y fue esa cercanía la que aprovechó aquella para acercarse hasta su hocico.

Después desapareció rápida como cada una de las otras noches en las que, sin saberlo, había sido celosamente guardada por su salvador.

Era momento de volver al prado. Rublete se estremeció pensando en el suplicio que le tocaba de vuelta, pero otra sorpresa le esperaba. Las espinas no eran clavos punzantes; eran ahora brillantes y pequeñas guirnaldas que formaban un arco generosamente iluminado por la luna que invitaba al corderito a reentrar en su prado. Al atravesarlo, todas sus heridas y rasguños quedaron curados y cicatrizados. No mostraba señal alguna de la terrible experiencia sufrida, sino felicidad.

Los días de Rublete ya no serían lo mismo. Todas las noches de luna llena, cuando se acercaba a la valla, se reproducía el milagro del arco luminoso. Se dirigía contento hasta la playa, pues allí esperaba la juguetona gambita, siempre tan puntual como revoltosa.

Con su natural encanto solía atraer la atención y los movimientos de Rublete hasta hacerle entrar en el agua, de forma que las olas cubriesen sus cuartos traseros por completo. En esa profundidad el cordero se movía con mayor dificultad y esto buscaba la gambita con el fin de saltarle alrededor y dejarse llevar por la ola hasta chocar con sus patas. Otras veces se sumergía y aparecía por detrás del cordero hasta que Rublete se percataba de ello y miraba por entre sus patas delanteras, agachando la cabeza hasta casi tocar el agua.

En esa postura siempre recibía el susto de una ola que le empapaba la cabeza. Se sacudía enérgicamente y cuando terminaba de reponerse, furioso, aquellos ojitos negros le miraban con amorosa dulzura y despejaban su cólera.

El juego apenas duraba unos minutos, pero permanecía en la mente del cordero hasta el siguiente encuentro y animaba su imaginación y sus días de rutinario engorde.

Al despedirse repetían el gesto de la primera noche. Rublete arqueaba su cuello para acercar el hocico hasta la altura que la gambita podía alcanzar con su salto. Esta lo besaba y entonces se zambullía del todo y se marchaba.

En aquel tiempo Rublete era feliz. Comía como ninguno de sus compañeros de prado. Paseaba con una energía impropia de su condición. Estaba cada vez más fuerte y saludable. Adelantó su mocedad hasta el punto de que los dueños le visitaban a menudo para sopesar sus carnes y le dedicaban amplias sonrisas, para él desconcertantes.

Sucedió que una de aquellas noches de luna llena, al acudir a la cerca, esta permanecía tan fría e hiriente como siempre fuera. Preguntó con su mirada a la luna, pero esta se ocultó tras una oscura nube que disimulaba su tristeza.

Toda la noche veló la llegada de la gambita.

A esa primera noche la siguieron todas las demás. Nadie en la granja comprendía la inmensa melancolía que reinaba en el alma de aquel corderito, antes tan soñador, luego tan feliz y ahora tan abatido. Pero lo que sí veían era que rara vez abandonaba ya el cobertizo, fuese noche o día, y comprobaban que su fortaleza se tornaba en debilidad y se moriría sin servir a su destino.

Llegaban las fiestas de Navidad y, ante el temor de que adelgazase y quedara convertido en huesos por los que nadie pagaría, Rublete fue llevado al mercado.

En ese pueblecito de la montaña se cuenta que la vida de un hombre cambió a partir de esa Navidad, durante la hermosa noche de luna llena del día 24.

En la casa se había preparado, una vez más, la gran fiesta de Nochebuena, en la que no podían faltar ricos manjares. Le gustaban tantos los mariscos que era capaz de devorar una fuente él solo. Pero esa vez no pudo ingerir más que una simple gamba. Se la llevó a la boca y, mientras se apuraba quitando el caparazón de otra, la primera llegó a su estómago, saciándolo de tal manera que dejó la que había cogido y, ante la mirada atónita y preocupada de sus familiares y amigos, dijo: “¡No puedo comer más!”.

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