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Cartas desde la sombra

Abandoné lo que habría sido mi primera novela cuando llevaba escritas más de cien páginas. Veinte años atrás, en mi último curso de bachillerato, una editorial amiga de asumir riesgos había publicado mi epistolario amoroso, al que tituló Cartas desde la sombra. La apuesta le salió bien y aquellas cartas desgarradas se convirtieron en libro de cabecera de muchos adolescentes. Yo las había firmado con un seudónimo y nunca revelé la auténtica autoría de aquel bestseller pese a las presiones de la editorial para que lo hiciera. Tenía mis razones.

Me llamo Olvido y soy lesbiana. No es una forma convencional de presentarse, pero mi condición sexual resultó ser más importante en mi vida que los apellidos. No reniego de mi homosexualidad ni la oculto desde hace años. Tampoco estoy orgullosa de serlo. No tiene mucho sentido sentirme satisfecha de lo que no depende de mí. La condición sexual con la que vienes al mundo es tan natural como el aire que respiras, pero doy fe de que no todos lo interpretan así. Ni siquiera yo misma, sobre todo en las edades donde se centra este relato, cuando la homosexualidad era un pecado ominoso, una desviación del orden divino, una mancha que convenía ocultar.

Vivía de forma opaca, invisible. Era una buena estudiante, aplicada y discreta. Discreta, no: timorata. Me sentaba en la última fila, casi siempre sola, y los compañeros atribuían mi ineptitud para las relaciones sociales y mi timidez patológica a un físico alejado de los cánones establecidos, muy poco femenino. «Ojalá cambie este tiempo opresivo», pensaba. «Ojalá cambie yo».

Pero yo no cambiaba. Al contrario. Me enamoré de quien no debía. De aquella chica con «los ojos de un azul desleído y casi transparentes» —tomo la frase de mis Cartas desde la sombra. Ahora me parece de una cursilería insoportable. No acabo de entender su éxito. Aunque, sí, eran otros tiempos—. Le enviaba misivas llenas de un lirismo antiguo, exacerbado. Yo la veía como un ángel. Tan perfecta que no parecía de verdad. Le dejaba aquellas cuartillas en algún rincón del pupitre, aprovechando sus ausencias. Ella se pavoneaba de aquellas cartas encendidas como de un trofeo y, aunque disfrutaba con el juego del anonimato, se las había atribuido a un chico de la clase. Es curioso cómo los deseos interfieren en el sentido de la realidad. También la ignorancia. ¿Cómo aquel chico de sonrisa impostada, con los rizos sospechosamente descuidados cayendo sobre la frente, con el cuerpo que quería ser apolíneo mediante el uso de hombreras y con la sensibilidad de un caracol babeando por las paredes podía ser el autor de mis cartas?

Cometí una imprudencia. Fue un día en que la impresora dejó de manar tinta cuando me faltaba un solo párrafo para terminar. Sentí una angustia que me inundaba el pecho y una sensación irracional de apremio, de no poder esperar. Escribí aquel párrafo a mano y le metí la hoja doblada en uno de sus libros. Ella jugó por la clase a ser Sherlock Holmes: bolígrafo de tinta negra, punta fina y una letra endiablada y desordenada, similar a una alambrada. Empezó con la hipótesis más deseada y menos probable: la del chico que enseñaba siempre los dientes blancos. Tras la frustración inicial al no apreciar ninguna coincidencia entre la letra de la carta y la de sus apuntes, siguió investigando, aunque con menos interés. Sin éxito. Estaba a punto de desistir cuando, al repartir unos ejercicios que nos habían mandado en la clase de Lengua y literatura —con frecuencia se ofrecía voluntaria para este tipo de tareas, más por pasear su cuerpo por el aula que por colaborar, supongo— se encontró de bruces con los inconfundibles rasgos paranoicos de mi letra. Se quedó con el papel en la mano, petrificada como una estatua.

Su mirada resbaló sobre mí para detenerse en el bolígrafo negro, de punta fina que llevaba en la mano. Después negó levemente con la cabeza, como si dijera «esto no puede ser». Lo pronunció unos minutos más tarde, como si el lenguaje tuviera un efecto retardado respecto al pensamiento. Al decirlo, la voz se le espesó, entrecortada por la congoja. Recuerdo vagamente el carmesí vampírico que lucían sus uñas y los rasgos canónicos de su rostro, lleno de estupor. Yo, mientras, me sentía humillada. La piel se me puso rígida, como la de un tambor. Me quedé con la cabeza gacha y la cara huidiza para disimular los efluvios de sangre que enrojecían, lo notaba perfectamente, mis mofletes. Se equivocan los autores trágicos cuando ensalzan la grandeza del dolor. El dolor tiene un tacto de ceniza gris en los dedos.

Reaccionó a su rabia de la forma más ruin que puede hacerse en estos casos: divulgando aquellos escritos íntimos y personales buscando el oprobio, la marca del lesbianismo como si fuera una lepra de la que hay que alejarse, y entregó las epístolas sobre amores imposibles al profesor, que, lejos de reaccionar como ella esperaba, quedó prendado de su calidad literaria, de la forma tan sutil y llena de lirismo con que desnudaba mis sentimientos.

Ya en privado, el profesor intentó desdramatizar la situación, procurando rescatarme de la exclusión donde me habían instalado, y elogió mis cartas como se elogia un paisaje otoñal, pasando por alto mi desnudez en aquellas cuartillas. Después, me propuso enviarlas a una editorial que gestionaban unos amigos suyos. Yo acepté, siempre que apareciera bajo seudónimo.

No me esperaba el éxito de Cartas desde la sombra. No era un género que se prodigara y mi autoestima no estaba precisamente muy alta. Ni siquiera como escritora. La crítica se deshizo en elogios cuando se enteró, a través de la editorial, de que el escritor tenía dieciocho años. Digo el escritor porque el seudónimo con que las firmaba, Jerónimo, era masculino. Naturalmente, mis compañeros de clase sabían su procedencia, pero no querían contribuir a mi fama desvelando la autoría real de aquellos textos. Bastante tenían con lamer las heridas que les provocaba la envidia ante el giro inesperado que había tomado el asunto de las cartas clandestinas. Algunos medios de comunicación presionaron a la editorial para conseguir una entrevista, pero siempre quise permanecer oculta.

No supe más de la chica. Estudié Filología Hispánica y trabajo en la editorial que publicó mi obra. Soy correctora. Es una tarea que exige la máxima atención porque, si te distraes, se te escapan las erratas que permanecen agazapadas dentro de las frases como un animal que se camufla en la selva. Siempre insistieron en que siguiera escribiendo, pero carezco de imaginación creativa y solo sé escribir sobre lo que me pasa. Ya sé que muchos escritores afirman que, en el fondo, siempre se escribe sobre uno mismo, que la literatura es una forma de catarsis y todo eso. Pero no es lo mismo. Yo soy incapaz de esconderme detrás de unos personajes.

Ahora tengo una compañera. Se llama Sonia y toca el violín en una orquesta sinfónica. Cuando ensaya en casa, se pone cómoda, con su pijama de franela adornado con dibujos de instrumentos musicales. Yo observo de soslayo su mirada ausente y la forma en que se ajusta el violín bajo la barbilla antes de extraer con precisión todas las notas que exige la partitura. Somos una pareja tan convencional como cualquier matrimonio desgastado por el tiempo. Ella irradia alegría con su rostro travieso, su epidermis moteada y su pelo negro, muy corto. Me sacó del fondo enfangado donde me encontraba.

Cuando empecé con la novela que acabo de destruir, noté que no sabía escribir sin mi secreto. Al principio estaba demasiado relajada, sin tensión interior, pero ese estado duró muy poco. La novela avanzaba como si lo hiciera por un pedregal embarrado y escondía una venganza de la chica de los ojos transparentes: era ese personaje odioso con el que nadie se quiere identificar. Todo lo que conseguía fabular iba destinado a destruirla. A medida que la historia se entrelazaba, fluía una sensación extraña, desasosegante. Aquellos años turbios emergían y, aunque la memoria hizo lo posible por olvidar hasta su nombre, los recuerdos empezaban a perturbar mi equilibrio y anegaban mi corazón. Pensé que podía escribir desde la distancia, pero cuanto más quieres dejar algo en el camino, más te persigue. Revivir aquellos años, mis empeños adolescentes en negarme la felicidad, se estaba convirtiendo en una horrible pesadilla, así que opté por abandonar aquella obra como se abandona a un perro herido.

El cascarrabias

El gesto malhumorado que destilaba aquel hombre no respondía a nada en particular. Era tan natural en él como las dos piernas, ligeramente arqueadas, que sostenían su cuerpo. Tenía una mirada helada que parecía agazaparse dentro de las cuencas de los ojos, la nariz prominente y ganchuda, las orejas coriáceas y de lóbulos alargados, el pelo abundante y entrecano, y un labio leporino disimulado por un bigote de foca.

Bajaba por una de las rampas que dan acceso a la playa. Llevaba un traje de baño negro y una camiseta cerrada como único vestuario, y calzaba unas sandalias de plástico sencillas que, al pisar, abofeteaban las piedras rejuntadas. Sobre sus hombros colgaba una mochila que encerraba una toalla y un libro, Indignación, de Philip Roth. En la mano derecha sostenía una silla plegable de aluminio. El escaso atuendo dejaba ver su delgadez supina. En las piernas, unas venas varicosas recorrían como meandros de un río las pantorrillas y bajaban hasta los calcañares, y en los brazos, unas manchas rosáceas se dibujaban como mapas. Era, como se suele decir, una persona mayor, aunque de edad indefinida y, por lo demás, gozaba de una salud envidiable. En realidad, el consejo del médico para que combatiera la psoriasis y las varices con agua marina era el único responsable de que aquel hombre bajara a la playa.

Esa mañana había sido uno de los primeros en pisar la arena, de manera que escudriñó, con una mirada torva, el horizonte para elegir el mejor sitio. Si hubiera sido un felino, habría rugido con fuerza para marcar bien el territorio, pero era un primate inteligente, así que abrió la silla y desplegó la toalla unos metros más abajo. Sabía que no se iba a echar en ella, pero garantizaba una frontera más amplia cuando llegara la marabunta.

Abrió el libro y comenzó su lectura. No había terminado el primer capítulo cuando el servicio de salvamento lanzó el primer aviso: «Está totalmente prohibido bajar animales a la playa». Sonó como la megafonía de una romería con bajo presupuesto. Desconcentrado, dio rienda suelta a sus pensamientos sobre el contenido del anuncio: «Si está prohibido, el totalmente sobra. Las prohibiciones de este tipo son como los sistemas binarios, o ceros o unos, o se pueden bajar o no se pueden bajar, a no ser que la prohibición total quiera indicar que puedes bajar al animal parcialmente, los ojos y el hígado de un perro, pongamos por caso». Quiso reír su maldad sobre la interpretación torticera del mensaje, pero más que una sonrisa se dibujó en su cara una mueca que subió a la par el labio leporino y el bigote, de tal forma que el mostacho se incrustó en la nariz, provocando un efecto extraño y desagradable.

Avanzaba la mañana cuando vio acercarse, de forma contumaz, a una familia que parecía una tribu completa. Vociferaban todos a la vez y traían tal cantidad de cachivaches que, más que a pasar unas horas, parecía que venían a instalarse definitivamente. Cuando empezaron a desprenderse de todo el equipaje en las proximidades de su toalla, las afecciones cutáneas pasaron del ámbar al rojo intenso, como un semáforo que avisa del peligro. Afortunadamente, los niños desperdigaron sobre la arena los calderos y los rastrillos y tomaron el cocodrilo hinchable para dirigirse a la orilla del agua. «¡No os metáis todavía, que no hicisteis la digestión!», gritó la madre. Mientras, el hombre de la psoriasis pensaba en la conveniencia de que se acercaran todos al agua para verificar el correcto cumplimiento de las órdenes que la progenitora había establecido con tono imperativo. Lejos de cumplir los deseos del hombre, la madre asió las palas y le ofreció una al marido, que, sin capacidad de respuesta, se vio en la obligación de jugar. «Tac, tac, tac, tac…». El sonido de los golpes de la pelota sobre las palas circulaba en estéreo de una sien a otra del lector, cuyo humor se parecía cada vez más al del autor de la novela que sostenía entre las manos. Miró la pelota y le pareció, por lo rota que estaba, un calcetín enrollado sobrevolando el aire cálido de la playa.

«Se encuentra perdido un niño que responde al nombre de Marcos en el establecimiento de la Cruz Roja», retumbaron de nuevo aquellos altavoces ajenos a los avances tecnológicos, con unos cuantos decibelios más que la primera vez, y el análisis semántico y sintáctico volvió a los pensamientos del hombre que intentaba leer: «Aquí los únicos perdidos son los padres, que estarán tomando una cerveza en el primer chiringuito que encontraron. El niño en cuestión está perfectamente localizado, aunque si está en un establecimiento, a lo mejor lo ponen en venta». De nuevo, la extraña mueca sardónica inundaba su rostro, cuando la pelota de los tenistas cayó a sus pies. Ella, con una voz sedosa, suplicante, pidió que se la devolviera. Se quedaron los dos esperando con una sonrisa bobalicona. La mueca del que leía cambió de sentido y ofreció un reflejo feroz mientras los taladraba con la mirada. La mujer se acercó entonces a recoger la pelota, pisando la arena como si pisara ascuas, y humilló la mirada, bajando los ojos cuando violó su territorio para alcanzarla, alargando la mano todo lo que pudo. De nuevo el «tac, tac», y sin un aviso de los guardianes de la playa por la megafonía para destripar. Para colmo, una ligera brisa del sur disipó las pocas nubes que quedaban y el sol recalentó su cabeza, provocando que se cociera en su propio sudor.

Con aquel calor sólido y compacto no tuvo más remedio que cumplir el consejo médico y dirigirse al agua para remojar piernas y brazos. Como si fuera un gato, se acercó con reticencia, pero la sensación que obtuvo le resultó enormemente placentera. El frescor del agua que cubría sus pies parecía ascender catapultado por un sistema misterioso hasta llegar a su cabeza. Se sintió aliviado y paseó con agrado por la orilla, remojando de vez en cuando la zona afectada por los parches de su piel enrojecida y escamosa. Pequeñas crestas blancas brincaban sobre el agua y las olas depositaban una orla de espuma en la arena. La playa, curva y larga, centelleaba con el sol, y en el aire se oían repicar las alas de las gaviotas. Procuró abstraerse del bramido de las motos marinas que horadaban, sin piedad, la superficie, reflexionando sobre el inevitable fracaso del agua, arañando la arena en su ir y venir, escarbando una y otra vez para intentar afianzarse en la playa. Observó, también, a un grupo de windsurfistas hostigando sus músculos mientras cabalgaban las olas hasta que eran tragados por sus rizos. «Estos, al menos, no hacen ruido», pensaba.

Cambió la mirada y la dirigió al lado opuesto, hacia el mosaico de edificios que servían de escaparate al paseo marítimo. Era un paseo que él recorría con frecuencia en otoño, cuando despertaban las primeras luces. No era el único. Solía cruzarse con un hombre de un moreno aceitunado que caminaba con brío, casi al trote, braceando de forma desmañada, y con una misteriosa pareja con aspecto triste que, en silencio, paseaban a su perro pequinés siempre a la misma hora. Eran tipos peculiares. Casi tan peculiares como él. El paseo era como un museo de arquitectura cuyas casas, de diferentes estilos, apantallaban a los coches, invisibles para el caminante. Era un lujo. Le gustaba contemplar aquel muestrario residencial tan heterogéneo, incluidas las casas más modernas, a las que la gente había apodado despectivamente como las fábricas, por sus chimeneas tubulares y las inmensas cristaleras que dejaban al desnudo sus interioridades. Aunque las viviendas más espectaculares y suntuosas respondían a la arquitectura indiana, señal inequívoca del emigrante que había hecho fortuna, a él le gustaban más las casas achaparradas, coquetas, con gateras saliendo a un lado y a otro del tejado principal, el enlucido granuloso y camufladas entre una vegetación dispersa y abundante. En el trayecto, el olor a eucalipto viejo y agujas de pino se entremezclaba con el aroma penetrante del mar.

Ahora, paseando desde la orilla del agua, la perspectiva cambiaba y el contrapicado amplificaba los hoteles y las casonas más imponentes, mientras que ocultaba las viviendas más modestas. Recordaba, mirando hacia el paseo mientras la espuma camuflaba sus pies, algunos pasajes de su vida. Los relacionados con la música.

Aquel señor de edad crepuscular que caminaba había sido una de las más firmes promesas del panorama musical nacional y tenía en su haber media docena de los premios más prestigiosos que se convocan para jóvenes compositores e intérpretes de piano. Su primera —y única— sinfonía, compuesta con veintidós años, lo catapultó a la fama, especialmente cuando sirvió de banda sonora para una película de terror. Nunca se supo por qué dio por finiquitada su prometedora carrera a la edad en la que otros empiezan. Su relación con los críticos había sido especialmente tormentosa. Incluso cuando seguía componiendo, hubo un consenso entre ellos para decir que estaba acabado. Pero él no era de los que se callaban. Uno de los articulistas que quiso denostar su obra al considerar su pobre conocimiento del oficio fue reprendido por su parte con una arrebatada diatriba contra el academicismo, manifestando que la técnica musical no se aprende en las pizarras y los atriles de la escuela. Cuando otro se cebó con su sinfonía, diciendo que expresaba una visión sombría y desagradable de la vida, replicó preguntando por qué tenemos que esperar que el movimiento final de la existencia sea un rondo allegro. De vez en cuando, repasaba estos y otros comentarios con una memoria sin esperanza. Sobre los críticos, pensaba que no había una sola ciudad en el mundo que les hubiese erigido una estatua. Por algo sería. Ahora, en algunos ratos libres, tocaba el piano. Fauré, sobre todo los últimos nocturnos, pero a sus dedos ya les costaba llegar a las notas. Paseando por la orilla, comparaba lo efímero de su fama con la huella que sus pasos dejaban en la arena: solo duraban unos segundos. Después, sonrió con tibieza al recrearse en la analogía.

Su condensado currículum de los años iniciáticos le sirvió para entrar a dar clase en una escuela de música a la que algunos padres ilustrados llevaban a los hijos sin talento para que adquirieran un barniz cultural. A él le servía para ganarse la vida, y a la escuela para presumir, como se presume de un mal cuadro con una firma reconocida, de profesor con prestigio. El hombre, y no la enseñanza, era lo único que realmente importaba. Cumplía la misma función que una orla de honor de fin de carrera: el servir de testimonio perdurable. Los alumnos le habían puesto un apodo, el Cascarrabias, no hace falta explicar por qué. Sin embargo, tenía sus acólitos, que valoraban sus excentricidades como la prueba de su genialidad. Justificaban sus salidas de tono con la tesis freudiana de que la creatividad y la originalidad ofrecen una compensación por la ineptitud del artista para vivir plenamente la vida.

Cuando estaba alcanzando el final de la playa que, con la marea en retirada, recordaba un arco casi perfecto, una cascada de agua fría que recorrió todo su cuerpo le devolvió al presente; el bañador y la camiseta quedaron empapados sin remisión. Miró alrededor con una expresión iracunda y entendió la causa. Un grupo de adolescentes había esperado sigilosamente a que congéneres del sexo contrario se acercaran y se pusieran a tiro para salpicarlas. Las chicas, sorprendidas como él, chillaban de forma histérica, con una indignación que no le pareció sincera. De hecho, volvieron a acercarse y se repitió la misma situación. Pensó en decir algo, curiosamente dirigiéndose a las chicas, dejando entrever su manifiesta misoginia. Podía ser, por ejemplo, «el rumor de las olas quedó ahogado por vuestros chillidos neandertales». Lo desestimó por la cursilería de la primera parte de la frase. Ensayó otra mentalmente, «en vez de salpicar a las personas que pasean tranquilamente por la orilla, podíais realizar el cortejo sexual, que es lo que estáis haciendo, como el resto de los animales: emitiendo sonidos agradables, iniciando una danza, o exhibiendo vuestras características físicas, a falta de las mentales». Le pareció muy larga y poco efectiva, de suerte que optó por pronunciar una más contundente: «¿Por qué no vais a chapotear dentro de vuestra casa con la alcachofa de vuestra puta ducha?». La frase no lo convencía del todo, pero sonó como la caída de una piedra y dio resultado. Siguió caminando, totalmente empapado, ignorando los cortes de mangas y peinetas que le dedicaban el grupo de adolescentes y oyendo sin inmutarse los ecos de menosprecio generalizado hacia la ruina de su cuerpo. Pensó, eso sí, en la carencia de recursos lingüísticos que tienen los jóvenes para poder herir con un mínimo de elegancia. Era una ignorancia que lo emocionaba.

Cuando se iba acercando a su cuartel general, el color de la piel asalmonada volvió a enrojecer, delatando que la familia que tenía por vecinos estaba a pleno rendimiento, concentrada al lado de su toalla. Los niños ya habían vuelto del agua y temblaban como si estuvieran viendo la escena cumbre de una película de miedo. Los padres daban muestras de que empezaban a levantar el campamento. Llegó a su destino y se sentó en la silla. La madre sacudía la toalla justo cuando una brisa azotó la playa y la cruzó bajo una espuma de arena seca. Los granos finísimos se adhirieron a su cuerpo, aún mojado, consiguiendo un reboce de croqueta. La boca, entreabierta, dejó filtrarse a los que, como átomos en ebullición, colonizaron una parte de la lengua y los intersticios molares. Al cerrar la boca como acto reflejo ya era demasiado tarde y la arena sonó como si masticara grillos.

Reunió su escaso equipaje con rapidez mientras la familia se ocupaba ahora de deshinchar el cocodrilo, con el fondo sonoro de los llantos y chillidos sin consuelo de los infantes, que querían seguir en la playa, y los gritos de los progenitores que pedían, sin demasiada convicción, obediencia militar.

Hablaba consigo mismo, persuadido de que prefería la psoriasis y las varices al suplicio de la playa. Sabía que era un tipo brusco y huraño, un cascarrabias, sí, pero no le importaba lo más mínimo. Estaba demasiado viejo para cambiar y su temperamento ya estaba cuajado, era inamovible. Por tanto, mientras subía por la rampa, farfulló unas frases que, afortunadamente, resultaron ininteligibles. Siguió caminando hacia su casa. Buscando el silencio.

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