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CACHACOS

Antiguamente se definía como cachaco a la persona bien educada y decente. Nadie sabe, hasta hoy, cuál es el origen del vocablo. En la costa se le decía cachaco, con cariño y admiración, al forastero blanco, de acento atildado, buenos modales, elegante y discreto.

Según la máxima autoridad de la lengua castellana, que es el Diccionario de la Real Academia Española, «en Colombia se llama así a una persona procedente del interior del país». Y agrega que en Puerto Rico el cachaco es un español adinerado y en Perú es una manera despectiva de referirse a los policías.

Pero de repente, tal como había sucedido con el corroncho en las tierras andinas, en las playas marinas le voltearon el sentido al cachaco, y de caballero distinguido pasó a ser un hombrecito hipócrita, taimado, solapado.

El padre Revollo anota que en Cartagena inventaron el terminacho cachuzo para referirse a la persona «de baja ralea que procedía del interior del país. La caridad cristiana y la tolerancia social aconsejan no utilizar esta expresión».

Y, como éramos pocos, parió la abuela: Mario Alario añade que a todo eso le agregaron los costeños un adjetivo, cachacada, que «suele usarse como sinónimo de hipocresía o deslealtad».

El novedoso y muy reciente Cachacario, diccionario de cachaquismos de Alberto Borda Carranza, deja sentado que hoy en día, en la propia Bogotá, se sigue llamando cachaco al «hombre elegante y caballeroso que cuida en demasía su compostura y sus modales».

Pero ya no nos conformamos con el agravio-palabra, sino que además inventamos el agravio-frase. El moderno Diccionario de colombiano actual, del periodista Francisco Celis Albán, consigna dos ejemplos excelentes que ilustran lo que estoy diciendo: «Costeño tenía que ser», le aplican en Bogotá al ruidoso, desparpajado, brusco, chabacano, aunque no sea costeño. Y esta otra, que es su contraria, que habla por sí sola y la repiten los costeños: «Cachaco, paloma y gato, tres animales ingratos».

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La expresión que encabeza el titular de esta crónica, «permítame su educación», se ha ido perdiendo en los últimos años, desgraciadamente, y ya está a punto de desaparecer.

Significa «perdone que lo moleste», o «excúseme que lo interrumpa» o «présteme su atención». Es uno de los decires cachacos más bellos y delicados que he podido escuchar en mi vida. Proviene de la altiplanicie que une a Bogotá con Boyacá, donde revolotea el colibrí, donde florece el geranio, donde sombrea el duraznero, donde el aire huele a feijoa y pepitas de agraz.

CAMPO

Los gobernantes solo se acuerdan del campo cuando ven servida la botella de leche del desayuno o la gallina apetitosa del sancocho.

CARIBE

Los pescados por aquí crecen tanto que nos vendieron un pargo rojo casi tan largo como un poste del alumbrado.

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En el muelle está anclado un barco, Caribbean Star 23, que tiene en lo alto la bandera panameña y a su lado otra bandera con la cruz gamada, que identificaba a los nazis de Hitler. En el Caribe todas esas chifladuras son posibles. Por aquí nada es desconcertante. Al lado de los nazis navega una chalupa invertida que lleva el motor atrás, en lo que debería ser la proa, y la popa para adelante. En estos parajes fue donde los primeros navegantes europeos, enloquecidos por la fiebre y la codicia, dejaron escrito que habían visto un pájaro que solo volaba en reversa, pero sin tener nunca la precaución de mirar hacia atrás.

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El Caribe es un territorio tan prodigioso, que aquí la alegría es un dulce que venden en la calle.

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Viene hacia nosotros un velero a la deriva con una bandera holandesa hecha jirones. Su tripulante lleva un perro acostado con él en la hamaca. Debajo, dos piñas y un reguero interminable de botellas de ron vacías.

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Dicen los historiadores que Colón gritó «tierra» cuando vio a América. En cambio, yo grité «Colón» cuando vi tierra. Con el estómago hecho un estrago, y rogándole a Dios por una sopita caliente, avistamos a Colón, la segunda ciudad de Panamá. Los primeros edificios y las grúas del puerto. Tierra firme por fin.

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Colón no es una ciudad ni un pueblo. Colón es una bodega. Solo sirve para almacenar cachivaches. En realidad, Colón es el sanandresito más grande del mundo. Tiendas repletas de licores. Cajas de televisores en las esquinas. Hotelazos, hotelitos y hoteluchos. Tenderetes y tendales sin paredes para amontonar licuadoras. Mercaderes que hablan siete idiomas, aventureros y compradores, traficantes de diamantes, mercachifles que ofrecen una computadora o una ametralladora.

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El contrabando que llegaba de Panamá a San Bernardo del Viento consistía, básicamente, en vajillas chinas y unos relojes gigantescos de péndulo. Por eso, siendo niño, tuve la impresión de que en mi pueblo había más platos que comida y más relojes que paredes.

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Unos indígenas cunas se acercan a nosotros remando en su canoa de palo. Son tres: una anciana con dos nietos.

Están vendiendo artesanías de la región porque el nieto mayor necesita dos cuadernos y un bolígrafo. Mi mujer se emociona. Les compra una manta hermosa de todos los colores. Es como si acabara de comprar el arco iris. En su media lengua la india explica que fue tejida a mano y pintada con los colores explosivos del trópico, un azul que es casi morado, una luna brillante rodeada de estrellas, guacamayas y loros, un tigre de cara amable. El arte ancestral de los indígenas.

Cuando ya los nativos se van, y mientras mi mujer se mide con orgullo la manta sobre los hombros, veo en una esquina de la tela una pequeña etiqueta que dice: «Made in China».

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(…) la sofocación del trópico, cuando uno siente que la humedad es una corona de hojalata que le aprieta las sienes…

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Según los pocos testimonios escritos que quedan de la época, el bantú era un dialecto tan melodioso que cuando uno lo oía daban ganas de sacar pareja, como ocurre actualmente con el portugués cuando lo hablan los brasileños. La gente del Caribe heredó de los bantúes la cadencia rítmica de la pronunciación y la costumbre de tragarse algunas letras, que se ha vuelto tan famosa: singular, el fóforo; plural, lo fóforo.

Sin embargo, la verdadera marca mundial en el arte de comer letras —lo que podría llamarse grafofagia si la Academia Española aceptara— la tiene un animal muy común por estos lares, que según los habitantes de Tierrabomba se llama «pepá». Se trata del pez espada. De un solo mordisco desaparecieron cinco letras y un espacio.

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Nací a la orilla de este mar de prodigios, a mucha honra, y vivo orgulloso de mis orígenes, de venir de donde vengo y de provenir de quienes provengo. Como en el bolero legendario, caribe soy, de la tierra donde nace el sol. Desciendo de emigrantes cartagineses que venían navegando desde el Líbano. Muchas veces he dicho que me considero el encuentro afortunado entre dos mundos. Soy el hijo legítimo de un kibbe con una arepa de huevo. Nada de eso, sin embargo, me impide mirarme por dentro, con el corazón desarmado, y reconocer los méritos ajenos y mis propias limitaciones.

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Era el único barranquillero tímido que he visto hasta ahora…

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Pasamos la noche entera echando cuentos, esa habladera eterna que le entra a la gente del Caribe, sentados frente a una mesa de fritos que vendía las carimañolas más sabrosas del mundo. Compramos toda la existencia.

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A finales de un enero, en una espléndida noche de verano corroncho, salpicada de viento y moteada de estrellas, nos reunimos con un público incontable en el legendario y hermoso Teatro Heredia, al pie de las murallas históricas.

A manera de adorno apropiado pusieron en el centro del escenario una mesa en la que había dos yucas harinosas, un par de abarcas de cuero cimarrón, un sombrero de vueltas —pero sin barboquejo— y un plato de suero sabanero. Solo faltó el burro pollino.

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El otro día me presentaron en Sincelejo a un muchacho mulato, pariente mío, llamado Farid Mohamed Mosquera Manzur, con el pelo lacio de un cacique zenú y los ojos horizontales de un monje de la Mongolia, pero esos ojos rasgados tienen el mismo color verdoso de las muchachas de Amsterdam. Ya lo dije: un sancocho de gente.

Esa es nuestra herencia magnífica y ese es el Caribe.

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(…) la abuela de mi amigo Saúl tiene ciento tres años. Desde lo alto de aquellos cerros donde vive se divisa el mar Caribe. El día de su último cumpleaños le dijo al nieto que lo único que realmente le causa angustia es sentir que se va acercando su propia muerte.

--Quiero morirme cuando esté dormida --le dijo en secreto--. Así, cuando despierte, la muerte habrá pasado y yo podré seguir viviendo tranquila, avitándome tantos dolores y angustias. Porque ya estoy muerta.

***

Las cosas del Caribe. Una tarde fuimos de compras al moderno centro comercial que queda frente a las piedras del mar, en Cartagena. Yo iba distraído, buscando algo en el celular, y me dispuse a subirme en la escalera eléctrica que se halla en la entrada del edificio.

En ese preciso momento, Gustavo, mi acompañante, me pegó un grito:

--Cuidado, que esa es la escalera eléctrica de bajar. Cuidado se cae.

--¿Y si me pongo de espaldas --le pregunté-- será que me sube?

CARTELES

Una amiga mía, que no es médica pero sí es una verdadera autoridad en salud pública, me dice que el principal problema de la mortalidad materna colombiana no está tanto en el llamado «tercer nivel», es decir, en clínicas y hospitales, sino en el nivel primario.

—En los pequeños centros de salud de aldeas y veredas –me escribe– no hay atención a las embarazadas ni a las parturientas. Allí empieza todo el drama.

Me acuerdo entonces de las cifras que aparecen en esta misma crónica sobre las muertes de madres indígenas y negras. Y me hago estas preguntas: ¿Será que sí hay presupuesto para ellas, pero no les llega porque también se lo está robando la corrupción? ¿Será que, tal como ha pasado con la hemofilia, el sida y los bastones de los ancianos, ya hay un “cartel de las embarazadas”?

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En este país nuestro, donde la corrupción se volvió pan de cada día, donde asesinan a los niños en grupo y donde ya no queda escándalo que asombre a la gente, hay un caso que los supera a todos en maldad y en vergüenza. Me refiero al cartel de los falsos testigos judiciales.

La idea perversa de mentir en un testimonio es tan vieja como la humanidad. Recuerde usted cómo fue que Caín tuvo el descaro de negar lo que había hecho. Los diez mandamientos del cristianismo lo dicen claramente: «No levantarás falso testimonio ni mentirás». Está advertido en el hermoso Libro de los Proverbios: «La boca de los impíos se burlará del juicio y se llenará de iniquidad».

En tiempos modernos la cosa se fue agravando. Baste con recordar lo que le pasó al capitán Dreyfus en Francia. Pero a nadie —ni siquiera a Herodes o a Hitler— se le ocurrió la aberración que está sucediendo en Colombia: crear una industria completa, que tiene hasta teléfonos propios, dedicada a preparar mentiras judiciales con el único fin de vendérselas al mejor postor. O al mejor impostor, para ser exactos. Ya tienen hasta tarifas; la más barata es para conseguir un traslado de cárcel. Solo falta que pongan un aviso en las páginas amarillas.

CINISMO

Lo malo es que los colombianos estamos abusando de la delicadeza del pobre eufemismo para volverlo cínico y desvergonzado. Fíjense que a la corrupción ahora le dicen «sobresueldo» o «rebusque». Hasta el idioma se nos está corrompiendo, convertido en cómplice de los delincuentes. Ay, caramba: se me estaba olvidando que ya no se llama «cómplice» sino «auxiliador».

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Los falsos testigos se venden hasta por un plato de lentejas. Dicen que vieron sin haber visto, que estuvieron ahí sin haber estado o que se los contó Fulano, es un muerto que no puede desmentirlos. Algunos episodios serían cómicos si no fueran trágicos. En una cárcel de Bogotá un detenido le ofreció dinero a un criminal para que prestara testimonio a su favor.

–¿Lo quiere con llorada o sin llorada? –le preguntó el otro.

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La degradación política está llegando a tales extremos que en algunas regiones de Boyacá y el Valle del Cauca se descubrió que ciertos candidatos ya no se conforman con comprarle su voto al elector, sino que, además, ahora compran por paquete entero a los jurados de una mesa de votación para que cambien los resultados en los formularios que llenan.

A todas estas, y ante semejante panorama, ¿cómo reacciona la prensa, que es el único guardián que le queda al manicomio? La revista Semana, en una crónica que no lleva firma, hace un cálido elogio de las victorias obtenidas por el vicepresidente Vargas Lleras y su partido Cambio Radical en el Caribe. Transcribo el comentario textualmente:

«Que un cachaco triunfe en esa zona no es poca cosa. Obviamente esas victorias se basaron en uno que otro aval cuestionable y algunas transacciones poco éticas. Pero en el mundo de la política las cosas funcionan así. Y aunque los votos son más de maquinaria que de opinión, eso le da más solidez a la victoria de Vargas, pues la opinión cambia y la maquinaria, cuando está aceitada, repite».

Al terminar esa lectura me quedé pasmado. ¿De modo que ahora las martingalas electorales merecen aplauso porque lo importante es ganar, no importa cómo?

¿Y, por el contrario, desprecian a la opinión pública frente a lo que ellos mismos llaman «maquinaria aceitada»? ¿Aceitada con qué? ¿Y por quién?

***

Antes de que la frenética velocidad de la corrupción cambie de tema, voy a mencionar el horripilante descubrimiento hecho por los reporteros de la Unidad Investigativa de El Tiempo.

Funcionarios de la Superintendencia de Industria y Comercio, que es la encargada de controlar a fabricantes y vendedores, se peleaban las investigaciones para establecer si los empresarios habían cometido atropellos contra su clientela. En un dos por tres condenaban a las víctimas aunque no hubiera motivos.

En seguida renunciaban a sus cargos, fundaban falsas organizaciones cívicas con un supuesto carácter humanitario, demandaban a las empresas por miles de millones, basándose en los fallos que ellos mismos habían preparado, y se embolsillaban esa plata, haciendo creer que era para indemnizar a la comunidad afectada con los abusos imaginarios.

***

Ya no más disimulos. Para qué vamos a seguir engañándonos. Por el contrario, creo que esto ya no aguanta más. Ha llegado la hora de hablar con franqueza. Con crudeza, si es necesario. El país está sumergido en un apestoso pantano de podredumbre moral. Le hemos cogido confianza a la corrupción y por eso nos está agobiando. Nos acostumbramos a convivir con ella.

Los hospitales se cierran, la gente se muere esperando atención, se roban el dinero destinado a la educación o la comida de los estudiantes pobres. En Colombia, la palabra contrato se volvió mala palabra. La verdad, por dolorosa que sea, es que la vida hogareña también está cayendo en esos mismos horrores.

Como la corrupción es un cáncer, el mal ejemplo hace metástasis. Ahora los buenos vecinos repiten sin sonrojarse que el vivo vive del bobo, donde vivo viene a ser el ladrón y bobo es la persona honrada que no toca lo ajeno. No solo campea la corrupción; también el cinismo.

***

El barrio La Victoria, por ejemplo, es uno de los sectores populares más pobres y vulnerables del sur de Bogotá. (…) En el Hospital de La Victoria, le extirparon un cáncer de colon a un paciente de doce años. No fue posible cerrarle la herida quirúrgicamente. A los tres días, su padre, el ciudadano Oswaldo Torres Hormaza, imploró con angustia que examinaran a su hijo porque expedía mal olor.

Los médicos ordenaron su traslado inmediato a una unidad de cuidados intensivos pediátricos, pero nadie les hizo caso. Fue entonces cuando el padre, desesperado, llamó por teléfono a la línea de urgencia de la Personería Distrital pidiendo ayuda. Los personeros llamaron al hospital. Tengo en mis manos la grabación de aquel diálogo. Cada vez que la oigo siento que algo me está quemando en la cabeza.

–Huy, nooooo, conque mucha Personería y todo –contesta, burlándose, una voz de mujer.

–Huy, qué miedo –repite otra, que pasó a la línea–. La Personería, la Contraloría, la Procuraduría, la Fiscalía, todas las “ías”. Qué miedo. Un día de estos les hacemos una huelga.

Y colgó el teléfono. Vuelven a llamar y vuelven a colgarles. Mientras tanto, el enfermo agonizaba. Ante esa actitud, los personeros llamaron directamente al gerente del hospital, quien dispuso que al amanecer del día siguiente el muchacho fuera trasladado al Hospital Santa Clara.

Así se hizo, pero de La Victoria no enviaron la historia clínica del paciente, por lo cual se retrasó la operación urgente que requería. El tiempo apremiaba. Los funcionarios de la Personería se vieron obligados a intervenir de nuevo, obtuvieron por fin una copia en disco compacto y la enviaron al Santa Clara.

Cuando llegaron, el joven Torres acababa de morir.

***

(…) Mientras se celebraban las elecciones parlamentarias, recibí la protesta de incontables colombianos porque los tenían asediados en sus teléfonos móviles y sus computadores. Partidos y candidatos les mandaban avisos, les exigían que votaran por ellos y hasta les decían en qué mesa tenían que hacerlo.

—No solo están violando la protección de datos –me dijo un muchacho que es músico– sino que, además, el día de elecciones está prohibido hacer propaganda política.

En seguida respondió él, al mismo remitente, exigiendo respeto a su intimidad y protestando contra ese atropello. Le contestaron de inmediato que él no está autorizado para llamar a ese número.

—¿Ah, no? –replicó–. ¿Pero ustedes sí están autorizados para meterse en el mío?

***

Yo sé que muchos abusan del eufemismo porque creen que los hace parecer exquisitos. Hay otros, más inocentes, que lo utilizan por decoro. Pero los peores son aquellos que, cargados de cinismo, se escudan en tapujos para encubrir la gravedad de las cosas que pasan.

En ese último sentido, hay una expresión colombiana que se merece la medalla de oro de la infamia y el trofeo olímpico de la maldad. Me refiero a «falso positivo». Al asesinato cometido por agentes del Estado, a mansalva y en descampado, aquí lo bautizamos «falso positivo». Me estremezco hasta la raíz del pelo con solo pensar en lo que habría sido un verdadero negativo.

En cambio, el campeonato mundial de la barbarie y el diploma de honor de la villanía se lo gana la guerrilla, que le puso «pesca milagrosa» al secuestro colectivo en las carreteras, como si fuera un prodigio bíblico. Ni «falso positivo» ni «pesca milagrosa» tienen comparación con nada en el mundo. ¿Cuál de las dos es peor? Las dos son peores. Lo cual confirma que todos los criminales son iguales, vengan de donde vengan.

CIENCIA

Esta mañana, mientras escribía mi crónica de la quincena, una hormiguita entró por la ventana que mira al mar. Bajó por la pared haciendo cabriolas. Se detuvo junto a un pedacito de banano que había quedado del desayuno. Tenía cara de hambrienta. Jadeaba mucho y eso me hizo suponer que venía de recorrer un largo trayecto. Levantó la cabeza y me miró a la cara. En ese preciso momento, viéndola tan agitada, me hice esta pregunta: ¿las hormigas tienen corazón? ¿De qué tamaño será? ¿Y arterias?

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