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Los relatos contenidos en este volumen no solo hablan de una geografía determinada, de lugares o de personas específicas que los protagonizan, sino de un mundo mágico y remoto, poblado de espíritus que colaboran con la gente o se enfrentan a ellas. También tratan de seres humanos que consiguen una profunda relación con la naturaleza, al punto de que varios de ellos terminan transformados en piedras, ríos o árboles.

Grandes creadores de los epew (cuentos), los mapuche fueron consolidando allí un vívido universo poblado de seres fantásticos, animales monstruosos, ríos y mares que cobran vida, entes sobrenaturales que conviven con la gente, flores y árboles sanadores, brujos y chamanes, ánimas tutelares, diluvios, terremotos y maremotos que cambian la fisonomía del lugar y volcanes indómitos habitados por espíritus que transforman su entorno.

Así, estas lecturas ayudan a comprender, desde el punto de vista de la literatura, la cosmovisión de un pueblo que ha sido base de nuestro crecimiento como nación.

Si bien es cierto muchos de estos relatos tienen influencias de la cultura occidental, como se dijo antes, aquí adquieren un renovado fulgor y una fuerte originalidad, marcados por el particular entorno geográfico y climático, por las costumbres y rituales del mundo mapuche, por su coherente religiosidad. Ya no son simples recreaciones o imitaciones, sino historias definitivamente originales.

Respetando todo aquello, en esta recopilación se ha conservado un concepto cultural originario, evitando denominaciones propias de lo cristiano occidental lejanas al mundo mapuche; por ejemplo, príncipes, reyes, princesas, hadas, gnomos y tantos otros que son habituales en muchas de las antologías. Incluso en estas páginas hemos preferido el término comunidad antes que tribu, porque se acerca más al sentido de asociación grupal mapuche. También hemos evitado la denominación de cacique, que ellos nunca ocuparon para sí: es un nombre de origen antillano con que los españoles nominaron a las jefaturas que participaban en los parlamentos. De igual manera, no hay aquí tigres ni leones, porque ellos nunca existieron en la Araucanía, aunque sí los pumas.

Al momento de la llegada de los españoles, el concepto de país o república (Chile) no existía ni tampoco el de frontera entre nosotros y Argentina. Aunque en menor cantidad, muchas comunidades mapuche habitaban en las zonas de Neuquén, Chubut, Río Negro y parte de la Patagonia (poyas, ranqueles, tehuelches, entre otros). Ello explica que varias de las narraciones de este libro se desarrollen, justamente, en el actual territorio argentino. Todos pertenecían a alguna comunidad de pueblos originarios: no eran ni chilenos ni argentinos.

En el caso de este libro, no se incluyen los relatos de la isla de Chiloé. Aun cuando originariamente es un pueblo mapuche —formado por huilliches y chonos—, su extensa y riquísima mitología las hacen merecedoras de otro volumen, actualmente en proceso. Ahí se incluirán, además, mitos y leyendas de tehuelches, kawéskar, yámanas, selk’nam y aónikenk.

Juan Andrés Piña

Diciembre de 2020


El origen del mundo


El mito de la creación del mundo


Antes, mucho antes, no había tierra ni agua, ni plantas ni árboles, ni mares ni lagos. Todo era nada. En ese tiempo de oscuridad, en los aires vivía un espíritu poderoso, Nguenechén. Con él vivían otros espíritus menores que le obedecían, porque él mandaba a todos.

Entonces, los espíritus que no mandaban quisieron tener poder también, deseando no obedecer más al espíritu grande. Uno de ellos dijo: “Nosotros mandaremos ahora, porque somos muchos y aunque él es grande y poderoso, está solo”.

Pero Nguenechén no estaba solo, ya que quedaban algunos otros espíritus que eran leales y querían siempre obedecer al jefe. Cuando el espíritu grande supo de esta sublevación, se enojó y mandó a que los espíritus buenos reunieran en un solo lugar a todos los malos. El espíritu grande estaba muy enojado, pataleaba y lanzaba fuego por sus ojos.

Entonces, cuando todos los rebeldes estuvieron juntos, esperando qué ocurriría, fueron atrapados: los apilaron en un gran montón y cuando estuvieron así, el jefe ordenó a sus mocetones fieles que les escupieran encima. También escupió él, y por todas las partes donde caían los escupos los cuerpos se endurecieron como piedras. Quedaron todos encerrados en una gran roca. Y entonces el espíritu grande les puso un pie encima y volaron por el aire, por el mucho peso de todos los espíritus, los que cayeron. Al caer se partió esta gran bola y quedaron los pedazos esparcidos formando cerros y montañas.

Entonces sucedió que no todos los espíritus eran de piedra, porque a los de adentro no les habían tocado los escupos. Estos espíritus eran de fuego vivo y se encontraron encerrados entre las piedras de los cuerpos de sus hermanos. Ellos querían salir y empezaron a trabajar, y cavaban y hacían hoyos como unos pozos, pero de nada servía. Y rabiaban y peleaban entre ellos, porque mutuamente se echaban la culpa de lo que había sucedido. Era tanto el fuego que tenían en el cuerpo y que los quemaba, que de repente reventaron las montañas donde estaban atrapados y surgieron grandes chorros de cenizas y un humo muy negro. También brotaban lenguas de fuego, aunque ellos no pudieron salir, porque no lo quería el espíritu que mandaba.

Y así volaron con las cenizas y las llamas unos espíritus que no habían sido tan malos como los otros, pero que se habían encontrado en medio de esta pelea. A estos, el jefe les permitió salir, aunque no los quería recibir más entre sus espíritus fieles. Entonces los dejó así, colgados en los aires. Ellos son los que se ven de noche y que brillan como luces por el fuego que tienen en sus cuerpos y que llamamos estrellas.

Los espíritus castigados lloraron días y noches por su condición de prisioneros y todo el llanto caía desde las montañas y arrastraba las cenizas y las piedras, y de esta manera se formaron las tierras, se apozaron las aguas y nacieron los mares y los ríos. Los espíritus malos se quedaron adentro de las montañas y estos son algunos de los pillanes, los que hasta hoy hacen reventar con ruidos ensordecedores los volcanes, lanzando humo y fuego.

Entonces, el espíritu grande de los aires miró abajo, vio lo que había surgido de aquella situación y se preguntó: “¿Para qué sirve esta tierra sin que haya nadie?”. Y tomó a un joven espíritu, que era hijo suyo, y le dijo que lo iba a enviar a la Tierra para ver qué haría él allí. Y lo convirtió en un hombre de carne y hueso. De arriba lo lanzó y al caer el joven se golpeó con la dureza de la tierra y quedó aturdido, como muerto. Entonces, la madre del joven se lamentaba y pedía que la dejara bajar a ella también para así acompañar a su hijo.

Sin embargo, no lo quiso así el espíritu poderoso. Pero mirando alrededor vio una estrellita que estaba muy cerca y la atrapó: era una luz muy bonita. Con ella formó una mujer y le sopló encima. Ella voló por los aires y él le ordenó que se juntara con el hombre. La mujer bajó y llegó a la Tierra, en un lugar algo distante de donde dormía el hombre. Tuvo que caminar y como las piedras duras le hacían daño en los pies, el espíritu de los aires mandó que brotara, por donde ella pisaba, un pasto muy blando y una flores muy hermosas. Y la mujer cogía las flores en el camino y, jugando, las deshojaba. Y las hojas que dejaba caer se convirtieron en pájaros, en mariposas que volaban, y detrás de su paso la hierba crecía tan grande que formaba árboles enormes llenos de frutas que ella comía.

La mujer llegó donde estaba el hombre que dormía y como también estaba cansada, se tendió a su lado. Cuando el hombre despertó y la vio, se quedó muy contento: tan bonita era. Cuando ella despertó, se fueron los dos caminando por los montes, las colinas, los bosques y las orillas del mar y de los lagos. Les pareció todo tan bien y hermoso que ya no pensaron más en volver a los aires.

—¡Juntos llenaremos el vacío de la Tierra! —dijeron. Mientras la primera mujer y el primer hombre construían su hogar, al cual llamaron ruka, el cielo se llenó de nuevos espíritus. Estos traviesos cherruves eran como bolas de fuego que cruzaban el firmamento. El hombre pronto aprendió que los frutos del pehuén eran su mejor alimento y con ellos hizo panes y esperó tranquilo el invierno. Ella cortó la lana de una oveja y luego, con las dos manos, fue frotando y moviéndolas una contra otra e hizo un hilo grueso. Después, en cuatro palos grandes enrolló la hebra y comenzó a cruzarlas. Desde entonces, las comunidades hacen así sus tejidos en colores naturales.

Cuando los hijos de ambos se multiplicaron, ocuparon el territorio de mar a cordillera. Luego hubo un gran cataclismo: las aguas del mar comenzaron a subir guiadas por la serpiente Cai-Cai. Pero, al mismo tiempo, la cordillera se elevó más y más porque en ella habitaba Ten-Ten, la culebra de la Tierra que defendía a la gente de la ira de Cai-Cai. Cuando las aguas se calmaron, comenzaron a bajar los sobrevivientes de los cerros. Desde entonces se les conoce como mapuches, la Gente de la Tierra.

Siempre temerosos de nuevos desastres, los mapuches respetan la voluntad de Nguenechén y tratan de no disgustarlo. Trabajan la tierra y realizan una hermosa artesanía con cortezas de árboles, con fibras vegetales tejen canastos, y con lana mantas y vestidos; entre estos últimos están makuñ (manta) de los hombres y el ükülla (chal) de las mujeres.

Entonces, para ver cómo era esta nueva vida, el espíritu que mandaba abrió una ventana redonda en los aires y por allí miraba, y cuando miraba todo brillaba y venía un gran calor desde arriba. La madre del joven también quería mirarlo. Escondida del jefe, hizo una abertura y cuando él no estaba y reinaba la oscuridad, ella miraba desde las alturas. Para que su hijo pudiera ver bien su rostro, dejaba caer una luz blanca muy suave.

En el concepto religioso mapuche, Nguenechén recibe varios nombres: Futá Chaw, Chau, Chaw, Chachao y Chao Elchefe, entre otros, quien es el “espíritu dueño de la gente”, el que la protege y la tutela. Posee características masculinas y femeninas, madre y padre a la vez. Su existencia da vida a la naturaleza y a los seres humanos. Vive en algún punto alto del cielo y por eso en algunas zonas del sur de Chile se le llama Ranguinhuenuchau, que significa Padre y Madre en Medio del Cielo, o Callvuchay (Padre y Madre Azul). En la ceremonia propiciatoria del Nguillatún se le invoca y agradece a través de variados cantos y danzas.

Así fue el comienzo del pueblo mapuche


Cuando todavía no habían llegado los hombres blancos, Nguenechén, creador del mundo, vivía tranquilo y feliz con su esposa y sus hijos, gobernando el Cielo y la Tierra desde las alturas.

Nguenechén se dejaba llamar de muchas maneras: Chau, el padre, Antü (el Sol). Vivía con su mujer que era a la vez madre y esposa. Ella también se dejaba denominar de distintas maneras: Luna, Mujer Azul, Maga o Kushe.

Después de haber creado un cielo con nubes vaporosas y un montón de estrellas que le daban ese brillo especial a la noche, Nguenechén se sintió contento. Miraba acomodado en una nube cómo había quedado la Tierra, también creada por él, con sus imponentes montañas, sus serpenteantes ríos y frondosos bosques. Por lo bien que le había resultado todo, se deleitó haciendo nacer a quienes disfrutarían aquello: los animales y los seres humanos, los mapuches.

Muy satisfecho por todo lo hecho, vivía en el cielo: allí cuidaba su reino con luz y calor durante el día para dejarle el trono a su mujer por las noches. Con su pálida luz, ella era la encargada de velar el sueño de todas las criaturas.

Y pasó el tiempo y en las alturas los hijos de Nguenechén y Kushe crecieron tanto que quisieron también ser creadores como su padre, sobre todo los dos mayores, que comenzaron a quejarse y criticar. Decían que sus padres estaban viejos y que ya era hora de que ellos gobernaran. A Nguenechén no le gustaba nada esta repentina rebeldía de sus hijos y a medida que pasaba el tiempo más se enojaba y sufría. Kushe intentaba tranquilizarlo, argumentando que eran jóvenes, que no les diera importancia, que con el tiempo se les pasaría.

Pero no se les pasaba, sino que intentaron que sus hermanos más jóvenes se pusieran de su parte. “¿No les parece, hermanos, que al menos nuestro padre debería permitirnos gobernar sobre la Tierra y que únicamente el Cielo quede bajo su mando?”, proponían. Y, muy seguros de su requerimiento, comenzaron a descender a grandes trancos la escalera de nubes, bajando hasta la Tierra. Nguenechén, al ver esto, dejó salir todo el enojo que había contenido hasta ese momento, por respeto a los ruegos de su esposa. Con sus grandes manos los atrapó en pleno descenso, enganchó entre sus dedos los largos mechones que colgaban de sus nucas, y con toda potencia los zamarreó y los arrojó desde allí mismo sobre las rocosas montañas. Fue tal el impacto que la cordillera tembló y los enormes cuerpos se hundieron en la piedra para formar dos agujeros gigantescos.

Su furia fue tan fuerte que el Cielo y la Tierra se poblaron de rayos de fuego. Entonces Kushe, desesperada, se precipitó entre las nubes y lloró sin parar. Sus copiosas lágrimas comenzaron a inundar los inmensos socavones donde habían quedado los cuerpos de sus hijos. Desde entonces, varios y hermosos lagos recuerdan su terrible dolor, tan brillantes como Kushe, tan profundos como su pena.

Ante tanta angustia de ella, el gran Nguenechén se compadeció y quiso modificar el destino de los rebeldes: les dio la posibilidad de volver a la vida, pero ya no como sus hijos, sino como una gran serpiente alada. Esta culebra fue llamada Cai-Cai y se encargó, desde entonces, de llenar los mares y los lagos. Sin embargo, el deseo de derrotar a su padre y gobernar la Tierra no abandonó a los hijos de Kushe, pese al castigo y a la transformación. Como no pudo concretar su deseo, Cai-Cai despreció a sus padres y su odio se extendió hasta los mapuches, a esas queridas creaciones. Es por eso que aún hasta hoy provoca con los azotes de su cola olas espumosas y violentos remolinos en las aguas tranquilas de los lagos. A veces, su furia es tal que empuja y empuja el agua contra las montañas para alcanzar los lugares donde viven las personas y los animales.

Cuando Nguenechén se dio cuenta del peligro que corrían los mapuches, decidió que una serpiente buena fuera la protectora de ese pueblo. Encontró la mejor arcilla y con sus manos creó a Ten-Ten, a quien le encomendó la tarea de vigilar a Cai-Cai. Si su cruel hermana tenía intenciones de hacer daño a los mapuches, ella procuraría agitar el agua del lago como señal de aviso para que la gente buscase un refugio a tiempo, poniéndose en resguardo.

Un día, Cai-Cai comenzó a agitar el agua del lago hasta que se pusiera oscuro y que produjera con la fuerza de su cola el chasquear las olas, unas contra otras, para que cierta espuma blanca cubriera primero toda superficie y luego saliera en busca de las personas. Cuando la serpiente buena escuchó esto, salió de la montaña de la salvación donde vivía para alertar a sus protegidos: silbó con gran fuerza y convocó a todos los mapuches al cerro Ten-Ten, el mejor refugio.

Sin embargo, los esfuerzos de Ten-Ten no alcanzaron. El pueblo, desesperado, arrancó de las aguas del lago, que ya fuera de su cauce anegaban los posibles caminos. La tierra temblaba por las terribles sacudidas que producían los coletazos de Cai-Cai. Por las laderas caían hombres, mujeres y niños como si fueran pequeñas piedras. Todos murieron, menos un niño y una niña muy pequeños que habían quedado solos, tras el desbarranco de sus padres, en una profunda grieta que milagrosamente los salvó del agua y de la lluvia de fuego.

Eran los únicos seres humanos sobre la tierra: solos, sin padre ni madre y sin palabras. Sobrevivieron gracias al cuidado de una zorra y de un puma, que apenas los descubrieron los amamantaron y luego les enseñaron dónde encontrar frutos para que no murieran de hambre. Y así crecieron.

De ese niño y esa niña descienden todos los mapuches, resucitados.

“Los antiguos mapuches, según todas las nuevas teorías, serían originarios del propio territorio chileno. Se trataría de grupos antiguos que fueron evolucionando y cambiando. Es probable que también establecieran contactos con otros pueblos del norte. La secuencia de los hallazgos arqueológicos recientes es clara. Existiría una relación, por ejemplo, en la cerámica entre los grupos agroalfareros antiguos del norte chico, del centro de Chile y del sur mapuche. Podríamos decir que las culturas fueron aprendiendo unas de otras de norte a sur, a través de muchos siglos. Ya a partir del siglo VII, los enterramientos, cacharros, tejidos y demás señales culturales encontradas por los especialistas muestran que la cultura mapuche está cada vez más constituida” (José Bengoa, Historia de los antiguos mapuches del sur).

Cai-Cai y Ten-Ten, las serpientes enemigas


Hubo en otro tiempo dos enormes serpientes enemigas: Cai-Cai, que era marina, y Ten-Ten, terrestre. Frecuentemente se encontraban en pugna. Ello se debía a que en una ocasión, un Trauko trató de apoderarse de una hermosa joven que fue a bañarse en el mar. Al querer forzarla, la muchacha se defendió con todas sus fuerzas y dominó al malhechor, pero este llamó a su padre, Cai-Cai, y entre ambos violentaron a la joven.

Nació una bella hija, muy amada por su madre, por el padre (el Trauko) y por Cai-Cai. Este culebrón tenía un Pillán que acompañaba al Sol en su trayectoria por el firmamento, el que pretendió casarse con ella. Al saber esto, la madre se desesperó y no dejaba de llorar.

Ten-Ten, serpiente benigna, escuchó sus llantos y acudió de inmediato para atenderla; ella le rogó que salvara a su criatura. La serpiente abrió su boca y la niña fue depositada en ella, después de lo cual el reptil ascendió de inmediato por la ladera de un cerro en que se encontraba su cueva, a fin de ponerla a salvo. Esos cerros son fáciles de reconocer: tienen siempre forma cónica.

El Trauko no estaba en situación de seguir a Ten-Ten, pues debido a sus pies deformes no puede correr. Cai-Cai, a su vez, se revolcaba lleno de rabia en el mar. Finalmente, se le ocurrió pedir al Pillán y a sus aliados en el cielo que hicieran llover torrencialmente. El aguacero se prolongó durante semanas, de modo que finalmente ocurrió un verdadero diluvio: se juntaron tantas aguas en el mar que comenzó a salirse y a inundar la tierra.

Pronto estaban anegadas todas las tierras bajas, pero el agua seguía subiendo y cubría las colinas y los montes. Luego hubo solo algunas cumbres prominentes que sobresalían. Cai-Cai era tan poderoso que logró cubrir también toda la cordillera nevada.

Más eficiente era, sin embargo, la magia aplicada por Ten-Ten, pues era capaz de elevar los cerros que llevan su nombre. Por mucho que se esforzara Cai-Cai, no le fue posible alcanzar con sus aguas esas cumbres. Había, eso sí, otro peligro: al subir, estas se acercaban demasiado al sol, y el calor de los rayos quemaba cada vez más. Solo era posible salvarse de ser abrasado colocándose una fuente de greda sobre la cabeza, y aun a pesar de esta protección el calor era sofocante y casi insoportable.

Reconocida por Cai-Cai su incapacidad de imponerse, hizo que la lluvia cesara y las aguas comenzaron a bajar otra vez. Un hermoso y gran arcoíris se desplegó por todo el cielo. Lentamente se restableció la normalidad.

Muy pocos lograron salvarse, sin embargo, de esta catástrofe. La mayoría de los animales fueron transformados en piedras. Y en cuanto a los seres humanos, todos aquellos que no alcanzaron la cumbre de un cerro Ten-Ten, fueron alcanzados por las aguas y se transformaron en peces.

Los que sobrevivieron repoblaron las tierras del sur y así continuó la vida del pueblo mapuche.

Hasta hoy, los mapuches tienen un vívido recuerdo de este diluvio, por lo cual casi siempre se encontrarán en sus rukas algunas fuentes de greda para ser usadas si se repitiese una invasión a la tierra por el mar, como ha ocurrido ya tantas veces en los maremotos, aunque en forma menos intensa que aquel que evocan sus antepasados.

La leyenda de Ten-Ten (o Tren-Tren) y Cai-Cai (o Kai-Kai) es en la actualidad la más difundida y conocida referida al pueblo mapuche y tiene varias versiones. Según algunos historiadores, el relato se habría basado en la introducción de la religión cristiana durante el periodo de la guerra entre los mapuches y los soldados españoles. Así, los misioneros habrían relatado, como enseñanza, del diluvio universal que acaeció cuando Dios quiso castigar a los seres humanos por su mal comportamiento. Sin embargo, ello no es seguro, porque el testimonio histórico dice que en realidad fueron estos misioneros quienes escucharon narrar la leyenda. Como sea, posee suficientes elementos propios del imaginario religioso mapuche como para que tenga una fuerte originalidad. Ello se ve avalado por ciertos descubrimientos científicos que afirman que no hubo un solo diluvio en el planeta, sino muchos en distintas épocas y en diversos lugares, y es muy posible que también haya afectado a nuestros pueblos originarios.

1 148,15 ₽
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9789563248685
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