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VI. Colonizar el Estado

Ojalá esté equivocado. Pero parece que el gran proyecto del actual gobierno en materia política es colonizar al conjunto de las instituciones del Estado. Y para ello está dispuesto a vulnerar las normas construidas para que esos espacios sean receptáculos de la pluralidad política. Digamos que es natural que cualquier fuerza intente colocar a personas cercanas en los distintos cargos públicos, lo nuevo, sin embargo, es que el gobierno actual lo esté haciendo vulnerando la ley o pretendiendo legislar para allanar el camino. Ejemplos:

1. Ya lo apuntamos antes: Morena logró tener un número muy superior de diputados a los que permite la Constitución colocando candidatos propios en los lugares que correspondían a los otros dos partidos coaligados (PT y PES).

2. En el nombramiento de los cuatro nuevos comisionados de la Comisión Reguladora de Energía, a pesar de que la ley establece con claridad que, si el Senado rechaza las primeras ternas presentadas por el Presidente, éste debe mandar unas nuevas, amlo decidió repetir once de los doce candidatos.

3. El caso del nombramiento de la nueva presidenta de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos es otro buen ejemplo. Desde la oposición, la izquierda pugnó porque las normas se cumplieran, las votaciones fueran transparentes y los funcionarios tuvieran el perfil necesario para desempeñar su encomienda. Pues bien, en el nombramiento de Rosario Piedra Ibarra, ésta no cumplía con el requisito de no ser parte de la dirección de un partido, el conteo de los votos en el Senado dejó sembrada más de una duda, la promesa de repetir la votación fue defraudada y las primeras declaraciones de la nueva titular de la cndh hacen patente que carece de las cualidades necesarias para ejercer su estratégica tarea de manera autónoma.

Reitero, son ejemplos y hay más. Se está forzando la máquina, vulnerando el correcto sentido de las normas, en la búsqueda de unas instituciones estatales alineadas a la voluntad presidencial. Como si la diversidad de expresiones que conviven en el abigarrado mundo estatal fuera un obstáculo para el despliegue del brío del titular del Ejecutivo. Se navega incluso en contra de lo que se construyó en las últimas tres décadas y que ha permitido la coexistencia tensionada de la pluralidad política en el laberinto estatal. Pero, ¿por qué piensan que se pueden saltar olímpicamente las reglas o diseñar unas a conveniencia?

Da la impresión que los esfuerzos de la actual administración son herederos de una añeja idea, con una enorme implantación social, que reivindica que en política lo más relevante es “el sujeto” que impulsa las iniciativas y que las normas, instituciones y procedimientos no son más que artificios que pueden minusvaluarse a nombre de ese “sujeto” virtuoso. Trato de explicarme.

Luego de las crudas y terroríficas experiencias del siglo XX y de las que están en curso, debería ser compartida la convicción de que el poder político –por más noble que parezca– requiere ser regulado, equilibrado y vigilado. Ello, porque el poder concentrado, discrecional, libre de ataduras, suele incurrir y ha incurrido en todo tipo de excesos, negándole derechos a quienes disienten de él y en el extremo desatando persecuciones e incluso masacres. De ahí la necesidad de reglas, instituciones y procedimientos capaces de procesar la diversidad que anida en cualquier sociedad moderna o modernizada.

No obstante, y por desgracia, cuando los líderes se piensan a sí mismos como la expresión de una masa virtuosa todo el entramado normativo que pone en pie el Estado democrático suele parecerles una camisa de fuerza. Da la impresión que “el pueblo bueno” es el sujeto que ha remplazado al proletariado, a nombre del cual se construyó un régimen sin contrapesos, opresivo.

VII. ¿Primero los pobres?

Ahora bien, México como el resto del mundo está viviendo los efectos de una doble crisis combinada: de salud y económica (estamos en recesión), y el gobierno no parece tomar nota del enorme reto que puede incluso disminuir el impacto de sus programas sociales.

Hay que decirlo: “Por el bien de todos, primero los pobres”, fue una magnífica consigna del candidato López Obrador. Más aún en un país tan desigual como México. ¿Quién, por lo menos retóricamente, podría estar en contra? Es como cuando alguien postula “necesitamos educación de calidad para todos, salud universal y gratuita, vivienda digna”. Objetivos, sin duda, loables que pueden generar un consenso discursivo, pero para lograrlos se requieren algo más que buenas intenciones. Se necesitan políticas específicas fruto del conocimiento y acciones programadas y consistentes.

Todos los signos apuntan a que próximamente México verá crecer su número de pobres. La caída de la economía más la reclusión por la pandemia ya están dando sus primeros resultados: La Secretaría del Trabajo informó de 347 mil empleos formales perdidos en una quincena, un poco más de todos los creados a lo largo de 2019. Y es apenas el inicio.

El Presidente insiste en mantener vivos (y si se puede ampliar) los programas de transferencias monetarias a jóvenes en capacitación para el trabajo, becas para estudiantes de educación media y superior, para los adultos mayores, discapacitados, damnificados, microcréditos y algunos más. Bien, pero todos esos programas son financiados con recursos públicos y el problema mayúsculo es que esos recursos dependen de la recaudación fiscal y se requiere que por lo menos ésta se mantenga en los niveles conocidos.

No obstante, lo más probable es que esos recursos disminuyan porque el conjunto de la economía se hará más pequeña. Las predicciones difieren, pero todas –absolutamente todas– señalan que el Producto Interno Bruto (consumo privado, inversiones de las empresas, gastos del sector público y exportaciones netas) caerá como no lo hacía desde la crisis de 1994-1995 y algunos prevén que incluso será peor. Ello como resultado del cierre y la quiebra de empresas, lo que implicará mayor desempleo y un sector informal creciente en número de participantes y reducido en cuanto a su valor.

Por ello no se puede dejar a su suerte a los millones de empresas y sus trabajadores que constituyen el fundamento del universo productivo mexicano. Da la impresión que en el Ejecutivo no se valora lo que eso quiere decir. Flota un prejuicio antiempresarial que al parecer impide apreciar el aporte y la necesidad de unas y otros. En la página de Bancomext y la Secretaría de Hacienda se ilustra que existen un poco más de cuatro millones de micro, pequeñas y medianas empresas. El 97.6 por ciento son microempresas, que no tienen más de cinco trabajadores, pero en las que está ocupado el 75.4 por ciento de los trabajadores. Las empresas pequeñas, en porcentaje representan el 2 y las medianas apenas el 0.4 por ciento de ese total.

Ese universo la está pasando mal y en los próximos meses lo pasará peor. Y si luego de la pandemia y el enclaustramiento semiobligatorio, resulta devastado, la vida económica y social del país tardará mucho en recuperarse. Por ello, el gobierno (el Estado mexicano) no puede ser omiso y voltear para otro lado. No puede apostar a que el mercado haga su trabajo (porque sin duda lo hará, desapareciendo a las empresas más débiles y mandado a la calle a millones de trabajadores), porque en las circunstancias actuales, eso supondrá un retroceso de décadas y una crisis social de proporciones mayúsculas.

Ya muchos lo han dicho, pero es necesario repetirlo: se requiere un auténtico acuerdo nacional –dialogado, negociado, pactado– que como señaló Rolando Cordera incluya a las representaciones de empresarios y trabajadores, involucrando al Congreso de la Unión y a los especialistas más reconocidos para intentar que la temporada adversa que estaremos viviendo sea lo menos destructora posible. Porque sólo con el voluntarismo y la política del avestruz gubernamental no iremos muy lejos (y ojalá me equivoque).

Lasa Fórum, vol. 51, núm. 3, julio de 2020.

Las pulsiones antidemocráticas4
I. ¿Democracia delegativa?

El presente y el futuro inmediato pintan mal. Y la inmensa mayoría lo sabe. Las crisis combinadas de salud y económica están en curso y cada una está dejando su estela de destrucción. La primera sigue incrementando el número de contagiados, hospitalizados y muertos junto con la zozobra que acompaña la vida de millones. Y la segunda significa cierre de empresas de todos calados, ingresos reducidos para cientos de miles y según el INEGI 12.5 millones de trabajos perdidos tan solo en abril de 2020.

Los estragos sociales son y serán mayúsculos y no se pueden ni se podrán ocultar. La esperanza suscitada por el cambio de gobierno entre franjas importantes de la población parece erosionarse de forma paulatina. Y si el CONEVAL no se equivoca tendremos, como hace mucho no veíamos, un mayor número de desempleados y de nuevos pobres. De tal suerte que el humor social será más agrio, más pesimista y doliente. Sin embargo, el objetivo del presente texto es solamente presentar una reflexión sobre algunas (no todas) de las amenazas que se ciernen sobre nuestra germinal democracia y que son alimentadas desde el gobierno. Porque ya lo sabemos, los sistemas democráticos pueden fortalecerse, pero también erosionarse e incluso desaparecer.

Inicio rememorando un añejo texto de Guillermo O’Donnell que me parece de absoluta actualidad. Los textos de Guillermo O’Donnell nos ayudaron a pensar de mejor manera la realidad de América Latina. Recuerdo por su pertinencia actual aquel breve ensayo titulado “¿Democracia delegativa?” (1994)5. Más allá del optimismo que acompañó a los procesos de transición democrática en América Latina, O’Donnell ponía a discusión el tipo de democracia que estábamos construyendo, su sustentabilidad y sus claros y oscuros. Trataba de analizar un “nuevo animal” que, siendo democrático, pues recurría a las elecciones para nombrar a sus poderes ejecutivo y legislativo, se apartaba del esquema clásico de las democracias representativas por su fuerte concentración de poder en el presidente.

Las democracias delegativas, según O’Donnell, tenían enfrente el reto de una segunda transición, pasar a la construcción de un “régimen democrático institucionalizado” en el cual la constelación de instituciones se “convirtieran en nudos de decisión importantes dentro del proceso de circulación del poder político”, lo que permitiría una mejor atención a los problemas económicos y sociales. Porque en las democracias delegativas, el poder de un solo hombre, el presidente, debilitaba el entramado institucional y llevaba a una fórmula de procesamiento de las decisiones no sólo apresurada, sino caprichosa y por ello, a la larga, ineficiente.

Decía: en las democracias delegativas se da la impresión que la persona electa “está autorizada a gobernar como él o ella crea conveniente… El presidente es considerado la encarnación de la nación… se ven a sí mismos como figuras por encima de los partidos políticos y de los intereses organizados… otras instituciones –los tribunales y las legislaturas, entre otros– son sólo estorbos…la accountability ante esas instituciones es vista como un mero impedimento de la plena autoridad que se ha delegado al presidente”. Es decir, las democracias delegativas dan paso a un poder concentrado que puede llegar a no dar cuentas de su actuación, en el que es absolutamente predominante la voluntad de uno y por ello mismo aumentan las probabilidades de “cometer errores groseros” y “multiplicar las incertidumbres”. “No es sorprendente –escribía O’Donnell– que la popularidad de los presidentes de las democracias delegativas tienda a sufrir reveses tan serios como súbitos…”.

Nuestro Presidente tenía (¿tiene?) la posibilidad de coadyuvar a fortalecer una democracia institucional. Una democracia en las que la ley y los otros poderes constitucionales, órganos autónomos del Estado y las dependencias del Ejecutivo formaran un armazón sólido y confiable, respetando las atribuciones de cada cual y permitiendo la interacción –en ocasiones tensa– entre ellos. Ello haría que las decisiones fueran más lentas y pausadas, pero también más certeras y legítimas. Porque en las “democracias delegativas” se puede ser más veloz, pero también mucho más ineficiente.

Ejemplos sobran pero enuncio solo tres: 1) a pesar de que el artículo 134 de la Constitución establece que la propaganda de las instituciones estatales en ningún caso puede ser “personalizada”, el INE tuvo que intervenir para frenar cartas enviadas a los beneficiarios de créditos firmadas por AMLO; 2) a pesar de que la aprobación del presupuesto es una facultad de la Cámara de Diputados, el Presidente intentó cambiar la Ley Federal de Presupuesto para poder modificarlo él mismo, 3) a pesar de que en la administración pasada se intentó forjar un Sistema Nacional Anticorrupción, congelado por el gobierno actual, ahora el Presidente declara que “a mí me pidió el pueblo que yo cuidara el presupuesto… y no voy a permitir que nadie se robe el dinero”.

Confundir lo que es un crédito estatal con la figura presidencial, intentar cercenar facultades de otro poder constitucional y pensar que la lucha contra la corrupción es una tarea personal, es no comprender que lo que requerimos es un Estado fuerte (lo que implica división de poderes, vigilancia de los mismos, apego a la legalidad) y no un presidente todopoderoso. Que ya sabemos a lo que conduce.

II. Violencia e inseguridad

Y el asunto puede ser peor si no conjuramos la violencia y la inseguridad que están nublando aún más el escenario. Porque el ambiente de incertidumbre y preocupación requiere una reacción y una propuesta gubernamental no sólo para atemperar los estragos de las dos crisis combinadas, sino para intentar, junto con el resto de las fuerzas políticas y sociales, edificar un ambiente que permita la convivencia de la pluralidad política que modela al país. (Lo cual no quiere decir que ello suponga que la diversidad de agrupaciones y ciudadanos deban deponer sus diagnósticos y propuestas, muchas de ellas confrontadas). Al parecer, estamos obligados a construir o reconstruir un piso básico –compartido– que haga que nuestra coexistencia sea pacífica y productiva. Y por lo menos habría que intentar que no se descomponga aún más, cerrándole el paso a la violencia.

La violencia estatal, el abuso de autoridad, los excesos policiacos deben ser frenados y la violencia que ejercen las bandas delincuenciales también. Y en ocasiones parece que se está de un lado o del otro, cuando lo que la situación reclama es asumir ambos retos y conjugarlos productivamente. Ese debería ser el basamento de un acuerdo nacional.

La situación de incertidumbre, miedo y violencia me llevó a escribir ciertas remembranzas:

1. En los años cincuenta y principios de los sesenta, en Monterrey, a las puertas de las casas no se les ponía seguro. Incluso en las viviendas ajenas uno daba vuelta a la manija y estaba dentro. A los niños se nos enseñaba a tocar la puerta antes de entrar, pero era más un gesto de educación (no fuera uno a encontrar al señor o señora de la casa en paños menores), que una fórmula que tuviese que ver con la seguridad. Uno tocaba, y luego del grito de cajón: “¿quién?”, escuchaba “pásale” o cualquier equivalente. Alguien debería hacer la historia de las medidas de seguridad instaladas en los hogares que han llegado al extremo de convertirlos en fortalezas.

2. Hace unas décadas las calles eran de los niños. Ahí se jugaba, según la temporada, futbol, beisbol, canicas, balero, trompo, yoyo. Era el espacio de socialización por excelencia. Se generaban amistades duraderas y odios rancios. Se aprendían las rutinas de la convivencia, se creaban “pandillas”, se multiplicaban las fuentes de información. Las calles eran la segunda o la tercera escuela. Sin plan de estudios ni brújula alguna, uno ampliaba su marco de visión y se topaba con una variedad de tipos humanos vistoso y multicolor. Había una especie de consigna en aquella época: los niños comían, hacían la tarea y salían a la calle. Eso era lo sano, no estar encerrado en la casa. Hoy es difícil encontrar niños jugando en las calles. Alguien debería hacer la historia de cómo los niños perdieron para sí las calles y se recluyeron en sus casas.

3. Existía un aprendizaje que proporcionaba seguridad a los niños: ir solos a la tienda de la esquina o a la panadería o a la tlapalería a hacer “algún mandado”. Se trataba de comprar cualquier chuchería pero que a los seis o siete años resultaba un signo de independencia y autosuficiencia. Era la muestra palpable de que la etapa de la sumisión absoluta entraba en declive y que uno podía bastarse a sí mismo. Claro, era un ambiente en el cual los vecinos o los dependientes de las tiendas se conocían y en conjunto velaban por los niños que caminaban unos cuantos metros en ese ir y venir. Alguien debería escribir la historia de cómo hemos llegado a la conclusión de que los niños pequeños por ningún motivo y bajo ninguna circunstancia deben andar solos por las calles.

4. A fines de los años sesenta y durante los setenta viajar de “aventón” era una rutina gozosa. Quienes estudiábamos la prepa extendíamos el brazo derecho, entrecerrábamos el puño dejando el dedo pulgar levantado y esperábamos que algún automóvil se parara para llevarnos. En ocasiones uno llegaba a su destino luego de dos o tres “aventones”. Pasados algunos años, en agradecimiento, si uno llegaba a tener coche hacía lo mismo. “Levantar” a quienes buscaban llegar a un lugar que se encontraba en el camino. Se trataba de infinidad de gestos solidarios basados en la confianza. Hoy, hay que ser demasiado atrevido o inconsciente para pedir o dar “aventones”. Alguien debería escribir la historia del auge y extinción de esa bonita costumbre.

5. En su novela Brujas6, una de las protagonistas cuenta: “Mi mamá tenía que llegar al trabajo en la administración de la universidad. Tenía que dejarnos en la escuela porque el autobús nos había dejado. Tenía prisa, había tráfico… En un semáforo mi mamá resolvió ponerse a platicar con un hombre en el coche de al lado, ventana a ventana, y ese hombre le dijo que trabajaba por nuestra escuela, que sin problemas podía dejarnos para que tomara la dirección contraria hacia su trabajo. Mi madre nos abrió la puerta trasera del auto del desconocido. Mi padre montó en cólera cuando se lo conté… La suerte quiso que ese hombre nos preguntara qué estábamos estudiando sin violarnos ni filetearnos…”. La madre está imbuida de la confianza interpersonal del pasado, el padre del miedo presente y el personaje que narra se encuentra marcado por los horrores documentados de nuestra vida en común. Alguien debería escribir la historia de esa dolorosa y alarmante transformación.

El reto de reconstruir un mundo sin miedo está ahí. Y si ello no prospera, la erosión del ambiente en que vivimos seguirá al alza.

III. Erosión de las instituciones estatales

Revisemos entonces algunos de los episodios que ilustran el poco aprecio por la legalidad, las instituciones estatales y las rutinas democráticas por parte del ejecutivo federal. Son eso, ejemplos, pero elocuentes, que develan un precario compromiso democrático.

En abril de 2020, mediante decreto se estableció un recorte parejo del 75 por ciento del presupuesto de las partidas de materiales y suministros y servicios generales para toda la administración pública federal. Y lo primero que llamó la atención fue que se trataba de un recorte indiscriminado. Por ejemplo: unas dependencias no tendrían una mutilación de 70 por ciento y en cambio otras la tendrían de 76. No, todas igual. Es decir, no se realizó (ni se intentó hacerlo) un análisis pormenorizado de las tareas encomendadas y los recursos necesarios para cumplirlas, sino que se decretó el recorte a ciegas. Una amputación inclemente “buena” para lo que funciona y lo que no.

No existe ni respeto ni conocimiento de la labor que realizan esas instituciones. De esa manera desde las secretarías de Estado hasta múltiples centros educativos y de investigación (adscritos al CONACYT) fueron afectados. Al parecer, se piensa que no es necesario un análisis pormenorizado, preciso, escrupuloso de la situación de cada dependencia. Hay un desprecio que irradia desde la propia Presidencia hacia un conglomerado de organismos estatales que son fruto de largos años de trabajo y dedicación, y que cumplen tareas fundamentales. Por supuesto que en muchos de ellos existen taras, problemas, disfunciones y quizá fenómenos de corrupción, pero de lo que se está prescindiendo es de un análisis riguroso para combatir esas lacras, para substituirlo por un prejuicio que acabará devastando mucho de lo construido. (Y algo similar está aconteciendo con la pretensión de acabar con muy distintos fideicomisos. Se les coloca a todos en una misma canasta –desde aquel destinado a atender desastres naturales hasta el de fomento a la producción cinematográfica–, se omite cualquier evaluación, y se decreta su muerte, a pesar de que algunos les permiten a las dependencias hacerse de recursos propios, no fiscales. Luego alguien se encargará de medir las consecuencias. Un método bárbaro fruto del capricho).

Bajo el argumento de la austeridad, se llama además a que de forma voluntaria los altos funcionarios públicos acepten un descuento en sus percepciones y se les avisa que no tendrán aguinaldo ni ninguna otra prestación. ¿Sabemos o saben siquiera quienes tomaron esta decisión qué tareas dejarán de cumplirse? ¿Cuántos programas quedarán congelados? ¿Qué investigaciones permanecerán inconclusas? ¿Qué compromisos con proveedores se incumplirán? ¿Cuántas y cuáles empresas serán indirectamente afectadas? ¿Qué efecto tendrá sobre la marcha de la economía?

No es casual que, por ejemplo, en las secretarías de Estado, sólo se escuchen rechinidos de dientes y sotto voce un malestar frío e inquieto. La estructura jerárquica del Poder Ejecutivo está construida de esa manera y donde manda capitán no gobierna marinero. Y tampoco es casual que sea en algunos centros de investigación –con mayores márgenes de autonomía– donde se están alzando voces de alerta y preocupación.

No fue extraño que las partidas 2000 y 3000 (materiales y suministros y servicios generales) reducidas en 75 por ciento, hayan llevado a una especie de punto muerto en las labores sustantivas de muchas dependencias. Y en los Centros de Investigación resultó necesario congelar publicaciones, eventos académicos e incluso suspender becas para los estudiantes. Un escenario en el que esa constelación de instituciones acabó realizando menos tareas de las que tiene asignadas y atrofiando muchas de las destrezas instaladas ya probadas.

¿Al final de la presente administración alguien puede imaginar que será del Estado y sus instituciones? Porque la erosión de la infraestructura material y de las capacidades humanas no podrá restablecerse de la noche a la mañana, dejando un legado de destrucción institucional que el país no merece.

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