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II. MARCO VALERIO MARCIAL
Día 2 de junio 1967

Las 3,40. Terminé anteayer el primer examen general de los Hechos, con el estudio singular de los capítulos. Antes de emprender la segunda parte del trabajo, que ha de consistir en el ahondamiento de algunas ideas principales, y debido, sobre todo, a que he dejado las folias correspondientes a los primeros capítulos, inicio la diversión de registrar algunas impresiones concernientes a mis lecturas de clásicos. La Misa no va a celebrarse hasta las 9,45; ello me abre un panorama de casi seis horas, lo que me presta una dicha insólita. He seleccionado discos de Bach, (infortunadamente no poseo más que la obertura nº 2, tan delectable), de Chaikowsky, Dvorack y Beethoven. Me prometo una noche y un ingreso en el día, extremadamente gozoso. No tengo apenas molestias físicas, ni sueño. El domingo salgo para Malagón, y allí me consagraré a la tarea sobre el Espíritu Santo. Esta noche el programa comprende estudios clásicos –al menos escribiré las ideas suscitadas por la lectura de Marcial19– y un avance en la construcción de la doctrina de la contemplación de Raissa Maritain. Adelante joven.

Desventuradamente sólo tengo la traducción, pues no he conseguido hacerme con el texto latino. He manejado además la obra de Lorenzo Riber, de grata lectura y valiosa para mis objetivos.

Una primera consecuencia, de considerable gravedad, es la constancia de lo humano. Es decir, para un espíritu cultivado, Marcial no presenta novedad apreciable. Los defectos que él encontraba en Roma son los mismos, en lo psicológico y moral, que podría encontrar un satírico moderno. Los epigramas de Marcial, conforme a la declaración jubilosa del propio escritor, “saben a hombre”; no se refieren a mitologías hechas, ni a sentencias moralizadoras. Él va burlándose, o aludiendo seriamente a ellos, de una serie de defectos de las gentes. Se ocupa en señalar las bagatelas diarias. El deseo de disimular la vejez, el parasitismo, la extranjerización, de la romana que se greciza, el médico que mata a los enfermos, el ruido de la ciudad, el marido cornudo, el recitador pesado, el plagiario, el captador de herencias, el que quiere leer libros sin comprarlos, el nuevo rico, las fealdades o defectos físicos, la liviandad y la lascivia, el afeminamiento de los pisaverdes... la declarada sodomía...

También encontramos los sentimientos delicados, que Riber anota cuidadoso: sentimientos amorosos, la pena por la temprana muerte de dos niñas, loas a la castidad, al valor, a la preocupación del emperador por el pueblo, a la religiosidad... El sentimiento de la naturaleza.

En cuanto al estilo, no sé por qué Marcial no está de moda. Las pocas citas originales que he podido leer en Riber, muestran un estilo concentrado, raudo, que debería complacer a los poetas actuales. Aquí cabría un interesantísimo estudio, que muy probablemente quedará nonato y, casi casi, inconcepto, respecto de la significación psicológica de las distintas lenguas. Si cada una tiene su genio, es que cada uno pertenece a un pueblo de diverso pergenio humano. Y precisamente ese cariz lingüistico nos ayudaría a penetrar la catadura moral de las gentes. Existen seguramente libros sobre el tema, pero yo desgraciadamente no los conozco, ni aunque los conociera, podría verosímilmente consagrarme a su estudio, de manera suficiente. Pero la evolución que lleva al hispano a transformar el latín en castellano, catalán, gallego, valenciano, nos enseñaría mucho respecto de la psicología hispana. Y ahora entro en el capítulo de las diferencias. En la galería de los epigramas encontramos que los permanentes defectos humanos se verifican en modos diversos. Hoy no contemplamos la “institución” de los clientes que acuden a las cenas regaladas, o al cotidiano y tempranísimo saludo a sus señores; ni los captadores de herencias son un tipo tan definido... Pocas son las diversidades que encuentro. Puestos en verso castellano, de estilo moderno, la mayor parte con mucho de los epigramas, y aun algunos de los espectáculos –que es quizás donde halle divergencias más notables– podrían dirigirse hoy igualmente, a multitud de personas conocidas. Las adulaciones a los emperadores, no son más descaradas que las incensaciones periodísticas a los ídolos políticos. El comienzo de nuestra postguerra ocasionó carteles laudatorios a Franco, no menos inverecundos, y él los permitió, con la misma carencia de rubor, con que los césares admitían las alabanzas de Marcial.

Pero, si todo lo expuesto hasta aquí, sirve de robustecimiento a mi tesis de la igualdad de la naturaleza, de la constancia de lo humano, si me ofrece argumento muy seguro –aunque tristemente de muy poco valor práctico, porque mis adversarios ideológicos son incultos, rematadamente incultos e inhumanos y, por tanto, incapaces de leer seguidos dos epigramas de Marcial, que les dicen Roma, en lugar de nombrar cualquier ciudad moderna– para corroborar mi idea de que la distancia en el tiempo no es mayor, sino menor, que la distancia en el espacio; que un romano del siglo I es más próximo que un indio, un japonés y aun quizás un alemán del siglo XX, plantea en cambio una gravísima cuestión. ¿Qué ha producido entonces el cristianismo?

Tomemos v.gr. las acusaciones de Marcial –o de Juvenal– en asuntos de castidad. Encontramos burlas o censuras respecto del adulterio, la sodomía o la masturbación. Tomemos las obras satíricas, en prosa o verso de Quevedo, o de Baltasar del Alcázar, por referirme a dos autores que he leído recientemente: encontramos burlas o censuras en cuanto al adulterio y la sodomía, de tonos más vivos: es algo que se da por natural, y se estima costumbre admitida. Quevedo la supone vergonzosa en la sociedad y no tan extendida. Me he situado, para la comparación, en un siglo de relativa plenitud cristiana. Si acudo a la literatura actual... a un Gide, premio Nóbel, a un Coccioli, católico, a las conversaciones televisadas de Holanda... He ahí otro fértil tema de estudio: la conciencia de pecado en las diversas épocas, tal como se refleja en la literatura... (Notable por cierto, mi “activismo” en lo intelectual, como el de mi madrina o X. en lo inmediatamente práctico). Me brotan los temas como las violetas en el jardín de casa, sin que nadie las siembre; podría dirigir los trabajos de seminario de 200 alumnos, sin agotar mi capacidad inventora. Se ganaría, desde luego, en conocimientos útiles, incluso de tipo pastoral, y podrían eludirse o derribarse no pocas afirmaciones desbasadas, que corren continuamente en boca de los que no conocen más que “la realidad” que ven. Los “hombres animales” en expresión de San Pablo, que son casi todos, o tengo yo muy mala suerte con la gente que trato.

El libro de los espectáculos indica alguna mayor diferencia de sensibilidad: las luchas de animales entre sí, el castigo durísimo de los malhechores representando los tormentos de Prometeo, la representación del mito de Pasifae, no los aguantaría la sensibilidad moderna, en una tarde cualquiera. Ciertamente, el boxeo y los toros no están demasiado lejos; pero todavía están lejos, y son necesarias situaciones extremas, situaciones de guerra, para que la multitud, como tal, entre en un estado de sensibilidad, capaz de contemplar tales atrocidades.

No obstante, cabe la pregunta: ¿supone esto un progreso humano? Yo creo que habría que distinguir varios aspectos. Pero lo primero que hay que mantener es que tanto la crueldad, el regusto por la sangre, como el miedo, el horror por ella, manifiestan demasías de la sensibilidad, y son posturas inferiores, poco varoniles; por eso ambas cosas son, en resumen, muy compatibles con el afeminamiento, y se dan en épocas de abundancia de homosexualidad.

El verdadero varón no gusta de verter sangre, pero la vierte serenamente, la propia o la ajena, siempre que hay una motivación válida. Por supuesto, el presente antimilitarismo no es buena señal, y la detestación gritona de la guerra del Viet-Nam, sin distinciones, sea en boca de quien sea, es un pregón de mariquitas, aunque los portavoces puedan no serlo, fisiológicamente, algunas veces (Darse cuenta que, en el clero, este terror a la guerra va unido a un debilitamiento de la actitud frente a los desórdenes sexuales, a una injustificable justificación de buena parte de ellos, y al gusto por las palabras y los chistes equívocos, verdes, que es una pésima señal en un varón genuino, que trata los asuntos sexuales con naturalidad, con claridad, con sobriedad y con apasionamiento, a sus horas oportunas, y no gusta en absoluto de revolcarse en ellos, sino que posee el pudor, que, lejos de ser cualidad femenil, es una característica del todo viril, como que es una parte de una virtud –fuerza, vigor– de la castidad, que ordena el afecto, es decir el amor, específicamente humano).

El horror a la sangre y el gusto por lo verde es típicamente animal; corresponde, pues, al adolescente aún indiferenciado, al ni macho ni hembra. Al aún no personificado. Y así son mis amigos.

Después de escribir lo anterior, he releído, tumbado en la cama, y en realidad un tanto somnoliento, varias decenas de epigramas de Marcial. He disfrutado mucho más vivamente que en la primera lectura; encuentro más gracejo, más densidad, más vivacidad en no pocos.

Es indudable, la precisión de introducirse en un ambiente adecuado al tema que se observa. Aunque haya de consagrar dos o tres meses largos, a lecturas prolongadas y repetidas, pausadas y atentas, de los clásicos, acompañadas de algunas traducciones personales de cada autor, ello no debe pesarme. Estimula ciertas potencias y las aguza para penetrar más y mejor, más sabrosamente, el estilo, el genio de los autores. Y por tanto, para comprender mejor la época, objeto de mi dedicación, puesto que mi deseo es poder entender el vigor del cristianismo y la revolución que produce. A mi juicio, los Hechos y los escritos de los Padres no pueden valorarse debidamente sin esta faena, en parte previa, en parte simultánea. Una segunda lectura de los Actos, y de los Padres y Apologistas, ejecutada después de este trabajo sobre los clásicos, me hará afinar mucho más los criterios. Palmariamente este método, que responde a mi estilo habitual de enfrontar los quehaceres intelectuales, es más lento. Pero creo que así he logrado ya, a estas fechas, una cierta profundidad muy rara, y que si Dios me concede otros treinta años de vida, alcanzaría una insólita firmeza y anchura de conocimientos y, sobre todo, una extraordinaria personalidad. No debe dolerme entregar todas las horas de esta noche a Marcial –excepto unos momentos, que voy a emplear en anotar los pensamientos sugeridos anoche por las leyendas de Hércules– esto es superlativamente formativo; aunque nadie lo piense ni lo haga.

Voy a apuntar, en una especie de índice, los temas principales que Marcial toca en sus epigramas; probablemente, aunque la relectura sea muy rápida, surgirán nuevas ocurrencias, favorables a mi ingreso en la mentalidad de los clásicos. Habré de procrastinar, una vez más, el trabajillo sobre la contemplación en el Diario de Raissa; pero vale más reposar las ideas, que constituyen en estos momentos mi ambiente, que meterme en el trajín intelectual de un cambio de asunto. Incluso las glosas al mito heracleo van a quedar para mañana, ya que durante el día, como sucede siempre, no podré llegarme a mi mundo mental.

Día 3 de junio de 1967

Desde las 4 –anoche me acosté rendido, pero sin sueño, tardé en dormirme y el despertador ha sonado vanamente– llevo releyendo los epigramas. He dejado los Xenia y Apophoreta, que no me causan especial placer. Voy a transcribir el índice, muy incompleto, que he compuesto. Aun tan imperfecto, ayuda a percibir de golpe, algunos aspectos.

Vanidad: generalmente la seguridad del poeta en la importancia de su obra, a veces censuras de la vanidad ajena.- V.- 8, 10, 13, 14, 35; VI.- 61; VII.- 17, 44, 88; VIII.- 61; IX.- saludo; 50, 81, 84, 97; X.- 2, 4, 9, 21, 88; XI.- 3, 24.

Adulaciones al césar: I.- 4, 6, 14; II.- 91; IV.- 1, 3, 27; V.- 3, 5, 65; VI.- 2, 4, 83; VII.- 1, 2, 5, 6, 7, 8; VIII.- 1, 4, 8, 11, 15, 21, 26, 36, 50, 54, 56, 64, 65, 78, 80, 82; IX.- 3, 6, 8, 20, 23, 24, 28, 31, 64, 65, 78, 83, 91, 93, 101; X.- 6, 7, 28, 34, 72; XI.- 4, 5.

Temas sexuales: abundantísimos. Distribuyo, con bastante imprecisión, en: impudor; frases impúdicas; o referentes a impudor. VI.- 49, 66, 73, 93; VII.- 18, 35, 67; VIII.- 46; IX.- 2; X.- 67, 68, 95, 102; XI.- 2, 15, 16, 19, 20, 29, 47, 60, 74, 75, 78, 81, 88, 100, 104; XII.- 27, 43.

Fornicación: Impreciso, pues lo que es palmario, es que da por honesta la amistad femenina en un soltero. I.- 34, 46, 57; II.- 31, 34; III.- 32, 33, 51, 53, 58, 72, 79, 87, 90; IV.- 9, 12, 38, 56, 71, 81; V.- 88.- VI.- 22, 67, 71; VII.- 10, 14, 30; IX.- 4, 32, 37, 66; X.- 81; XI.- 78; XII.- 55, 65.

Referencias a actos sexuales, tal vez lícitos: IV.- 22; VI.- 2, 7, 31, 39; VII.- 10; IX.- 66.

Adulterio: II.- 39, 56, 60; III.- 20, 70, 92; VI.- 90; VIII.- 31; IX.- 80; X.- 40; XI.- 7, 23, 43; XII.- 52.

Vicio solitario: IX.- 41; XI.- 73; XII.- 95.

Sodomía, afeminamiento: I.- 9, 23, 24, 31; II.- 36, 48, 54, 62; III.- 55, 63, 65, 73, 91, 95, 96; IV.- 7, 42, 43; V.- 41, 45, 61; VII.- 10, 29, 34, 58, 80, 95; VIII.- 63, 73; IX.- 21, 22, 25, 27, 36, 47, 56, 59, 63, 93; X.- 42, 52, 64, 65, 66, 91, 98; XI.- 6, 8, 26, 28, 45, 73, 87; XII.- 39, 47, 75, 95, 97.

Homosexualidad femenina: IV.- 84; VII.- 70.

Encomio directo o indirecto –por reprobación de lo contrario– de la castidad (notar que en el segundo aspecto se pueden añadir muchos más): I.- 4, 13, 109; V.- 2; VI.- 50; VII.- saludo, 1, 53; IX.- 28; X.- 35, 38, 63; XI.- 53; XII.- 97.

Amor (en sentido plausible): I.- 13, 42; IV.- 13, 75 (Hay más)

Amor a los hijos: I.- 14, 116; IV.- 45; VI.- 38.

Amistad honesta: (y hay epigramas muy delicados). I.- 36, 54; II.- 24; VI.- 11; VII.- 44, 45; VIII.- 18; IX.- 52; X.- 14, 20, 73, 92; XI.- 44; XII.- 34.

Muerte: I.- 15, 25; IV.- 54, 60; V.- 34, 37, 58, 64; VI.- 18, 38, 39, 52, 68, 76, 85; VII.- 40, 96; VIII.- 43; IX.- 30, 76, 86; X.- 2, 5, 23, 26, 47, 50, 53, 61, 63, 71.

Suicidio: I.- 13, 42; III.- 22; VI.- 32.

Herencia: Muchas veces la alusión a la muerte es puramente burlesca, fijándose en la posibilidad de herencia, o ridiculizando a los que las esperan.- I.- 10; II.- 26; IV.- 56; V.- 39; VI.- 63; VIII.- 25, 27; IX.- 48, 88; X.- 8; XI.- 55, 77, 83; XII.- 10, 40, 73, 90.

Religión: El sentido religioso casi ausente. Alusiones a los dioses ordinariamente poco respetuosas. Alusiones a Príapo y a los vicios de los dioses. Recojo algunas muestras. I.- 17; IV.- 14, 30, 45, 77; V.- 7, 24; VII.- 74; VIII.- 1, 15; IX.- 1, 24, 34, 42, 45, 51. X.- 5, 28, 92; XI.- 92.

Envidia: Tema muy repetido, ejemplos: I.- 40; VI.- 61; VIII.- 61; IX.- 97; X.- 79; XI.- 94.

Avaricia: También muy abundante. I.- 43; IX.- 46, 59.

Hay temas importantes respecto de la continuidad de lo humano, como el de la ciudad y el campo: lo insorpotable de la ciudad por sus ruidos, el barullo continuo, las importunidades... (Ejemplos: III, 38; IV, 98; X, 69, 73; XII, 46); el del plagio, el del amigo importuno, pesado...

Me tienta construir una antropología de Marcial. Es decir, en este poeta, cuya obra “sabe a hombre”, ¿qué ideal humano y qué realidad humana descubrimos? Hay ya algunos matices esclarecidos, con la simple enunciación de los asuntos de las poesías. Ama la castidad, que alaba, pero no parece enjuiciar desfavorablemente, ni la mera fornicación, ni el trato con jóvenes o adolescentes; ama la castidad conyugal –pero no piensa que sea algo ordinario– aborrece la envidia, se complace en la honesta amistad, en la liberalidad, en la fortaleza (v.gr. el argumento del león y la liebre: I, 14, 22, 40, 48, 51, 60, 104; o los toros y los niños), en la gloria, en el amor... No le aterra la crueldad (considerar el libro de los espectáculos). No manifiesta preocupaciones religiosas, ni que su ideal humano las exija...

Dos facciones que caracterizan a Marcial, inmediatamente, en oposición a cualquier autor de un país católico –v.gr. de nuestros satíricos del siglo de oro– son la postura ante lo sexual y la actitud religiosa. Nuestros autores son, tal vez, no mucho menos desvergonzados que Marcial, o, en todo caso, reflejan una sociedad viciosa. Pero ciertamente la homosexualidad, aun en casos extremados como el de Quevedo, no aparece como algo normal y admitido, sino aberrante -aunque extendido- condenado por todos en cualquier aspecto. Y algo semejante hay que decir del adulterio. Y sobre todo, la postura del autor es siempre reprobatoria. Por otro lado, todos ellos brindan al mismo tiempo una abundante dosis de sentimiento religioso, muy sincero, y reflejan unos ambientes donde tales disposiciones son normales.

No obstante, es de considerar como una de las pruebas decisivas, al modo de ver de algunos apologistas, de la verdad del cristianismo, es su eficacia. Es pensamiento que figura en mis notas, repetidas veces, disperso, con ocasión de cuestiones muy varias. El amor de Dios se manifiesta en la paciencia con que espera, con que perdona al pecador; pero se ostenta igualmente, y en sí de manera más luminosa, en la fuerza con que levanta al pecador de su abyección en el pecado; el nombre del Señor es grande, porque coloca al mendigo que yacía en el polvo, entre los príncipes de su pueblo. Para Justino v.gr., una muestra decisivamente esclarecedora de las dudas de paganos buenos, era que Platón no había conseguido mudar las costumbres sino de muy pocos hombres ya bien dotados, mientras Cristo convertía a cualquiera, y eso continuamente. Ahora bien, ¿en nuestra sociedad cristiana se pueden mantener estas afirmaciones, no ya como posibilidades, sino como hechos notorios? Pues en eso consiste el valor apologético que Justino podía utilizar. Un estudio atento de los clásicos, ¿nos pondrá ante la vista una comunidad humana que, al cabo de veinte siglos, el cristianismo ha convertido, donde las virtudes han crecido, pero sin soberbia, y donde los vicios se han desarraigado? O más bien ¿habremos de contentarnos con acudir al fácil surtido de recursos que nos ofrece la debilidad humana? Pero en esto se demuestra el vigor Paterno, ¡en que es capaz de fortalecer al débil! Es necesaria una reflexión minuciosa y honda sobre los textos clásicos, para formar la idea exacta de aquella sociedad y poder concluir que es lo que realmente poseemos hoy de adelanto.

Otra advertencia digna de ser anotada, es la necesidad del estudio para conocer al hombre. La reprobación enérgica e inflexible de la resobada oposición entre el hombre de libros y el hombre de la vida, del trato. No existe tal cosa, y en rigor, un hombre con suficiente capacidad podría penetrar profunda y exactamente a los demás, sin haber conversado jamás con nadie, solamente pertrechado de las convenientes lecturas. Si es verdad que el sabio de gabinete tiene sus peligros, no menos cierto es que los tiene el ignorante que “vive” en el bullicio de la continua conversación, que ellos llaman “diálogo”, porque son impotentes para asimilar cuatro ideas, y tienen que restringirse a repetir las pocas palabras no entendidas, del mezquino caudal verbal de moda. De hecho, las lecturas han de completarse con el trato; pero pensar que charlar con unas cuantas personas, que se expresan deficientemente, va a saturarme de conocimiento mejor y más pronto, que el comercio con los grandes autores universales, que supieron profundizar en el misterio del hombre, es idea ridícula.

Día 4 de junio de 1967

Día apretadísimo, que, para colmo de urgencias, no he comenzado hasta las 5,40. Mañana viaje a Malagón, para la tanda de ejercicios de las religiosas.

Termino de expresar la idea iniciada anoche: la lectura de suyo bastaría; sin embargo, dada la limitación de nuestras facultades, y su variedad, ha de completarse con la conversación, que, por su naturaleza más sensible, suele estimular nuestras facultades en direcciones, ordinariamente impasibles en el estudio privado. La capacidad de objetarse a sí mismo, aun de acoger las dificultades que nos presenta el libro, es muchas veces muy roma. Se aguza, en cambio, en la charla con un buen contradictor. No obstante, esto mismo no está exento de peligros, pues ante la objeción más llana y modestamente lanzada, el amor propio se excita, y la ira, o el mero afán de superación, entenebrecen el entendimiento en vez de agudizarlo. La charla, la observación, son tan sólo, por lo general, complementarias. Únicamente ciertas personas, muy especialmente, y muy ricamente dotadas, poseen la potencia de reflexionar por su cuenta, y alcanzar, por propia Minerva, las conclusiones rectas, que las obras de los buenos autores nos brindan, en forma inmediatamente asimilable.

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9788494594885
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