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La fotografía, desde su origen, ha tenido un sentido colonizador; todo aquello que «cae» dentro de una foto es reducido al plano de lo dominado: se reducen sus dimensiones, se manipula la apariencia y se administran sus destinos. Una manera positiva de ver esto sería que la fotografía satisface una disposición natural del ser humano que es el deseo de conocer; la fotografía permite conocer lo que no está a mi alcance, pero que llega a mí a través de la imagen. Walter Benjamin ya lo planteó lúcidamente pensando la reproductibilidad técnica y su capacidad de sustituir la experiencia con el objeto por la superficie de la imagen. Es en este sentido que la fotografía se apropia de aquello que registra.

Kay observa un asunto clave en la relación Occidente-

periferia: la diferencia en el dominio y desarrollo tecnológico entre el centro hegemónico y la periferia americana. Esta diferencia determina una subordinación cultural y material efectiva hasta nuestros días, lo que implica que todo resultado de uso de estas tecnologías lo que hace es evidenciar la dependencia técnico-cultural.

Es decir, la cultura latinoamericana, desde este punto de vista, estaría definitivamente atrapada, no habría posibilidad de originalidad. La determinación tecnológica del despliegue cultural contemporáneo se reconoce en la omnipresencia de la mediación tecnológica. Si bien un producto cultural puede ser resultado de tecnologías de baja intensidad, como la plástica o la artesanía, el desplazamiento desde el productor al consumidor necesariamente se debe dar por medio de sistemas tecnológicos de alta intensidad. Así, la fotografía es la primera mediación tecnológica productora de imágenes técnicas que impone sus términos sobre aquello que registra, asignándole un sentido que sostiene el propio dispositivo y que acota el significado simbólico a la imagen producida.

¿Cuál es el mapa mental por trazar? En la segunda parte de Del espacio de acá…, titulada «Teoría», el autor nos expone los alcances que estima tendrá la lectura de lo que sigue, una serie de ensayos teóricos que abordan diversos tópicos, todos relativos a la relación compleja entre Latinoamérica, fotografía, representación, tiempo y espacio, terminando este breve párrafo con la indicación que todo lo siguiente es el mapa mental que debe ser diseñado. Es una tarea por hacerse; por lo tanto, es un trabajo seminal el de Kay. ¿Qué es lo no dicho hasta ahora? La relación referencial entre estos asuntos.

Kay piensa el tiempo situándolo en circunstancias diversas, como desde su determinación técnica, en tanto mecanismo que funciona a partir de operaciones que se expanden y se contraen en medidas estandarizadas; o, desde evidencias fenomenológicas extravagantes, como la manifestación material de un mismo cuerpo o acontecimiento en dos lugares simultáneamente. Entendemos que la temporalidad presentada implica una comprensión tal que es coherente con la que produjo el aparato fotográfico, pero este tendría la capacidad de desmantelarlo y desmantelarse desde su propio interior. El tiempo como un continuo es equivalente al mismo reloj como sometido al orden causal que se origina en el mismo big bang. Lo interesante es que este tiempo se debe a la extensión espacial y su posibilidad accidental de recorrerlo. El tiempo se evidencia en la materia, «se precipita en espacio», como lo dice a pie de página en el «Tiempo que se divide». Pensemos en la pregunta que se hace Bachelard: ¿el tiempo es duración o instante? Este problema es atingente porque manifiesta las respuestas posibles a una fenomenología de la temporalidad, pero que se determina ya no desde una epoché, sino más bien desde la particularidad contingente. Si seguimos la metodología de Kay cuando escudriña al interior del dispositivo técnico para llegar a asuntos más bien filosóficos, debemos entrar a la operatividad técnica de la cámara y pensar en la fracción de segundo en que se juega la totalidad de la representación. ¿Esa fracción es instante o duración? La cámara fotográfica no discrimina la diferencia entre las diversas temporalidades, sino que constriñe lo visto a sus propios términos: ¿cuáles son los diversos tiempos posibles en el acto fotográfico? El del operador de la cámara, el tiempo de la cámara y de aquello que está delante de la cámara. La única variable constante es precisamente el aparato fotográfico; es decir, este impone nuevamente sus términos a aquellos con que se vincula. Justamente desde aquí se puede pensar la distinción entre el tiempo técnico y el existencial. El primero es instante y el segundo es el de la duración. El primero es medible, el segundo no tiene referencias materiales. La cámara opera desde el tiempo técnico y se impone al existencial, y de algún modo este figura la colonización temporal, pero la condición de objeto del dispositivo técnico está, a su vez, determinada por la temporalidad de quien le dio origen; es decir, el tiempo de quien le dio existencia. La relación entre las temporalidades revela la preeminencia de una sobre la otra dependiendo de la valoración asignada a cada una de ellas; esto tendrá como consecuencia significativa la ubicación en el horizonte interpretativo del que se es parte de aquello está frente a la mirada. Es decir, el tiempo asigna el sentido. Por lo tanto, necesariamente habrá colisión de tiempos. Kay dirá que «la fotografía retarda el tiempo hasta el punto de su detenimiento», y más adelante que «el tiempo se precipita en espacio»; es decir, que estas dos dimensiones se copertenecen y se determinan. Pero siguiendo la lógica del propio Kay, primero sería el tiempo que luego deriva en espacio. Esta linealidad es fundamental para entrar en el problema de la referencialidad fotográfica, así como de la relación Occidente-periferia que se propone en Del espacio de acá… Es decir, el referente del espacio sería el tiempo, y el referente del tiempo, el sujeto que lo piensa; digamos en este caso el sujeto colectivo, o más radical, la cultura que envuelve al sujeto colectivo.

La lógica referencial encuentra un fundamento en la idea de «útil»: todo sirve para algo y es ahí donde se encuentra su sentido, ya no en el objeto mismo. Esta proposición inhabilita cualquier posibilidad de reconocimiento ontológico y, más bien, podríamos hablar de identidad desplazada hacia la utilidad. Ni siquiera los conceptos, como figuras abstractas y pretendidamente autorreferenciales, se salvan de la utilidad. ¿Cómo pensar la referencialidad Occidente-periferia? Como autoafirmación y como deseo. ¿Cuál sería el objeto y cuál sería el referente? América como objeto supondría al centro como referente. Esta disposición de elementos resulta reconocible si consideramos a América como un espacio derivado, como resultado de la colonización, asumiendo que la matriz desde donde toma forma Occidente es el centro hegemónico. Por ejemplo, si el lenguaje unifica al extenso territorio latinoamericano, absorbiendo los particulares, las modulaciones locales resultarán como derivaciones de ese origen lingüístico, en este caso el español. Pero si pensamos al lenguaje como un útil, las razones que lo configuraron en el origen nada tienen que ver con la referencialidad americana; se produce un descalce fundamental. El uso de un determinado lenguaje no significa la incorporación de la cultura que le dio origen. Más claro aparece este problema desde el ángulo contrario: ¿asegura la comprensión de las modulaciones latinoamericanas el solo hecho de compartir el lenguaje con el centro? Naturalmente, no.

Esto nos obliga a pensar si es Latinoamérica referente europeo y si lo fuera qué podríamos decir de esta relación… Como lo plantea Rojas Mix, nuestro territorio es la posibilidad de autoafirmación civilizatoria europea como margen exótico. La proyección del imaginario mítico hacia nuestro territorio lo confirmaría.

De esta manera, lo que nos indica Kay es especialmente importante al momento de insistir que la cámara fotográfica impone sus términos, estandariza todo aquello que entra en su programa, pero además lo desacraliza y desmitifica; pero, en este caso, el hecho obliga a confirmar a este nuevo territorio, a pesar de la fotografía, como el lugar de la diferencia. Es así como el aparato fotográfico, y con el prestigio de su aparición, vendría a confirmar esta diferencia. Este descalce, nos propone Kay, es la justificación clave para pensarnos desde el espacio de acá.

En «La reproducción del nuevo mundo» nos dice: «[…] el medio de registro que es el lente, marca y traduce, como heterogéneo a él, aquello que hace ingresar a su documental de la escena americana […] bajo la especie de lo exótico». Más adelante agrega: «El efecto específico de la intervención fotográfica en América: la producción de una unidad significativa, que contiene en cuanto imagen una discontinuidad temporal que la constituye y en la que se citan dos tiempos históricos distantes». Nuevamente es el tiempo el elemento clave para comprender la diferencia entre los territorios. Ya no solo la referencialidad tecnológica, como resultado cultural, sino, como decíamos anteriormente, como única posibilidad de referencia cultural. Y esto lo confirma en «Addenda» cuando define a la imagen como la intersección entre tiempo y espacio. El espacio es una posibilidad y el tiempo es la demora en la administración de ese territorio. Dos dimensiones complementarias colisionan, transformándose en la «catástrofe cósmica» que es la fotografía, como lo dice en «El tiempo que se divide». El devenir de la demora en la posibilidad se transforma en imagen técnica; lo importante de esta fórmula es que necesariamente está referida a quienes la usan y a quiénes y qué aparecen en ella. Pero antes decíamos que el referente del tiempo es el sujeto que lo piensa, a pesar de la normalización técnica que trabaja del mismo modo allá que acá. Pero en este orden, justamente lo técnico evidencia la diferencia referencial.

Indudablemente, la tesis de Benjamin de la función cultural de la fotografía está presente en Kay, pero como a él le interesaba destacar, no solo Benjamin, pero resulta evidente que la referencialidad teórica está sostenida fundamentalmente por este filósofo. Si la colisión que ya mencionábamos es la razón de la catástrofe cósmica, es porque es primera vez en la historia de la humanidad que es posible que se dé este choque que tiene como resultado un objeto insólito, pero necesario. Esta colisión es una anomalía, un desajuste fundamental que descoloca al acontecer por su fuerza icónica-

indicial. Si las cosas eran las portadoras de su propia imagen y la fotografía la emancipa (acá el aura benjaminiana toma forma en Kay), la intersección se transforma en la nueva dimensión existencial; por lo tanto, lo que entra en crisis es la posibilidad de la «identidad».

«Cuadros de honor» observa críticamente esta pérdida en las fotografías de registro policial y además en las fotografías de carné.

Kay nos dice:

En la foto carnet, el rostro humano es encuadrado, encasillado, encerrado y tipificado por el orden, escenificando todo un simulacro de identidad, puesto que en el lapso de su toma, la cara del hombre es sometida a una máxima extorsión; so-pretexto

de registrarla en lo que de única y distintiva tiene, la toma, de hecho, hace exactamente lo contrario: aplicándole una y la misma norma fotográfica, la estandariza, cortándola a la medida del orden, y la masifica, multiplicando el orden en ella para que este se reproduzca mediante ella irrestricta y definitivamente (p. 33).

Lo perdido inexorablemente es cualquier posibilidad de caracterizar alguna identidad. Kay observa, entonces, en este caso, el engaño estructural que presenta la fotografía, el que resulta estar fundado en el prestigio occidental de la calculabilidad: si es medible y calculable existe; del mismo modo que si aparece en una fotografía, existe. El acento no va a estar en la existencia o no de lo fotografiado, sino en los valores asignados y proyectados en los modos de aparecer fotográficos; sería, en palabras de Kay, «la pasada de gato por liebre». Estos tendrían la capacidad de entregar fehacientemente al referente. Lo que Kay observa de modo muy original es lo que Flusser más tarde llamó el «programa fotográfico»; lo que no es más que el sometimiento de lo fotografiado a los términos que el dispositivo impone. Esto tiene como consecuencia la necesidad de conocer los métodos en que la mediación fotográfica opera, al modo de contraste que figura la diferencia. Si el rostro humano, constreñido al cuadro fotográfico, pierde su posibilidad metonímica, es porque la imagen técnica elimina la posibilidad de llenar el espacio vacío que produce. La fotografía es una cita de la humanidad, pero cita que, como el mismo Kay planteó, para el control y no para el conocimiento. ¿Qué identidad podemos encontrar en la fotografía? La identidad de quien ejerce el poder. La mirada se occidentaliza, no tanto en la significación contenida en la superficie de la imagen, sino más bien en la réplica del gesto colonizador, controlador, del referente que le dio origen.

Sobre el sujeto occidental y latinoamericano

Pensamos acá sobre la representación conceptual que configura al «sujeto» occidental; entendemos a este sujeto como aquel que es el resultado de la tradición filosófica europea. Esta conceptualización será confrontada con la filosofía que pretende construir un «sujeto latinoamericano», pero que tensiona su especificidad debido a la dependencia teórica que se manifiesta en la filosofía latinoamericana respecto de la europea. Esta confrontación nos cuestiona la viabilidad del uso de las categorías tradicionales de la filosofía occidental para dar cuenta del sujeto americano, encontrando en la figura de la rutina una estructura sostenedora de cualquier sujeto.

Lo que nos preguntamos es sobre la posibilidad de una hermenéutica de la representación del sujeto occidental, primero, y segundo, del sujeto latinoamericano en la filosofía como en la «Teoría latinoamericana», respectivamente, y en la producción fotográfica como lugar de su concreción. Esta pregunta se funda en la dificultad estructural de definir un sujeto a partir de categorías dadas por el pensamiento occidental. Estas muestran su fuerza conceptual en la línea que se traza desde Nietzsche, pasando por Heidegger y llegando a Vattimo, en el intento de situar al «ser» como su fundamento.

Vattimo comienza el segundo capítulo de su libro Más allá del sujeto (1992) aludiendo a la «conocida tesis de Heidegger» en la que este explica metafísicamente la palabra Abendland como «la tierra del ocaso», es decir, interpretando a Occidente como la tierra del ocaso, pero luego agrega que por esta razón es la tierra del ser; o sea, es la tierra del ocaso porque es la tierra del ser. De esta interpretación se vale Vattimo para identificar la figura del declinar como aquella que da sentido al ser. Esta figura luminosa forma parte del logos óptico-lumínico, siendo el resplandor el pasado del ser. Es decir, el ser occidental se funda en una penumbra geográfica. El resplandor se ha desplazado hacia un territorio alejado del que poco se sabe (desde el propio Occidente), dejando en la debilidad existencial al sujeto occidental. ¿Hacia dónde se desplazó el resplandor? ¿Este resplandor, que sería el basamento de un ser fuerte, es el fundamento, entonces, de una metafísica desplazada de su origen? ¿Es posible pensar en una metafísica o una filosofía más allá del territorio del que surgió? ¿Cómo se puede figurar el sujeto que se pone en juego en este desplazamiento, tanto en su territorio original como en aquel que se muestra como destino resplandeciente?

Tentativas sobre el sujeto occidental

Iniciamos nuestra indagación respecto del sujeto a partir de la lectura que hacemos de lo pensado por Gianni Vattimo en el texto antes indicado. Frente a esta interrogación, el filósofo italiano enfrenta una primera aproximación crítica a la figura de Übermensch nietzschiano, aludiendo en primera instancia a la imposibilidad del malentendido o interpretación nazista del asunto, a partir de la subversión de los valores de la tradición «humanista» europea.

La primera proposición que hace el filósofo italiano es que habría «buenas razones» para pensar que el Übermensch sería aquel que es el resultado de la superación dialéctica hegeliano-marxista que toma la forma del «sujeto conciliado». Esta conciliación comprende los términos «sentido» y «existencia» y sus derivaciones. De este modo, se despeja un primer asunto: no es la subversión valórica, sino la conciliación el modo de superación, dada esta por la conciencia de identidad entre «el sentido» y «el evento». Pero, nos dice Vattimo, esta identificación que define al «superhombre» se funda en la categoría del sujeto, ya que en el plan nietzschiano es el «sujeto» el que es objeto de indagación crítica como contenido de la metafísica y moral cristiana-platónica. Es decir, parte del proyecto nietzschiano ha sido, según Vattimo, «desenmascarar» los

contenidos metafísicos y morales de la tradición platónico-cristiana.

Así, la posibilidad de comprender el «Über» como conciliación en el propio sujeto es crítica. Vattimo se concentra en lo dicho por Nietzsche cuando este indica que no puede pensarse la cosa en sí porque todo se da en su «contexto», incluso el sujeto en sí. La imagen crítica del sujeto nietzschiano se debe ver solo como una superficie a la que no le es posible volver dialécticamente a un sujeto original y, como consecuencia de esta observación, se verifica un debilitamiento metafísico de este «sujeto». Esta imposibilidad de un sujeto se advierte en la propia dificultad empírica de la dialéctica y el impedimento ontológico de la metafísica.

Vattimo se centra luego en dos estructuras que Nietzsche advierte han pretendido dar con un «origen» «neurótico» de un «responsable» del acontecer: la causalidad y la estructura del ser que la metafísica ha extraído de ella. La sentencia de Nietzsche es grave: «Entretanto, hemos reflexionado mejor. De todo esto no creemos ya una sola palabra» (cit. en Vattimo 1992, p. 30). La crítica que se hace desde este lugar a la causalidad es producto de la necesidad

–fundamental– de «un responsable» de lo que acontece, y Nietzsche observa que el origen de esto es un sentimiento de miedo, en un momento en que la naturaleza todavía se muestra como una fuerza indomable y hostil para la técnica de su tiempo. Esto implica un sentimiento de desamparo que obliga a encontrar al responsable. Asimismo, y siguiendo a Nietzsche, esta determinación causal, finalmente, hace que quien detente un poder particular pueda reconocer al «responsable» de una acción específica y así ejercer el poder sobre este sujeto. O sea, la causa del «principio de razón suficiente» es el ejercicio del poder. Así se configuraría una «compleja visión metafísica de la realidad» a través de «mediaciones del dominio social».

La figura del «sujeto» es, en consecuencia, una «metáfora» y una «interpretación» determinadas por las relaciones sociales.

Entonces, si en la filosofía de Nietzsche no se puede hablar de «sujeto» es porque este es producido, por lo tanto ya no sostenido en fundamentos metafísicos. Si no hay sujeto, menos puede haber «sujeto conciliado», y por esta razón no se puede identificar con la figura del Übermensch: «[…] es un juego de palabras, un efecto del lenguaje como es el sujeto mismo», nos dice Vattimo. La metafísica es, entonces, una construcción metafórica que produce nociones generalizantes de «cosa» y de «sujeto». «Cosa», en tanto cosa en sí se transforma en ontología. «Sujeto», como determinación causal de la responsabilidad moral: ejercicio del poder, a partir de un fundamento.

En este punto de la exposición, Vattimo pone atención en la determinación técnica de la figura del sujeto, en la otra imagen que Nietzsche identifica como hybris, que resulta equivalente a la explotación a ultranza de la Physis heideggeriana. Esta identificación se funda en la consideración, a partir de esto, del fin de la metafísica: el sujeto solo es en contexto; el sujeto moral es consecuencia del ejercicio del poder (responsabilidad); de aquí se desprende la imposibilidad de sujeto conciliado: fin de la metafísica.

Vattimo identifica al sujeto nietzschiano como:

[…] solo apariencia; pero esta no se define ya como tal en relación a un ser; el término indica solamente que todo darse de algo como algo es perspectiva, que se superpone violentamente a otras, las cuales solo por una necesidad interna de la interpretación son identificadas con la cosa misma. En la tesis nietzschiana, según la cual voluntad de poder es conferir al devenir los caracteres del ser, el acento se pone en el devenir y no en el ser; no se trata de conferir también al devenir, por fin, los caracteres fuertes del ser, sino que es el devenir que deben ser dados, con todo lo que ello comparte, los atributos que antes eran propios del ser (Vattimo 1989, pp. 36-37).

En este punto, entonces, debemos necesariamente pensar, con Heidegger, al ser y de este modo comprenderlo como transición entre Nietzsche y Vattimo.

Ser y tiempo expone la descripción fenomenológica del Dasein y lo muestra como ente privilegiado para la comprensión del ser. De inmediato, entonces, advertimos que son dos conceptualizaciones de naturaleza diferente, pero vinculadas estrechamente; tanto, que una de ellas nos permitiría llegar a la otra.

La existencia y el cuidado son estructuras que sostienen al Dasein y Heidegger las identifica como esencia y como ser respectivamente. Nuevamente, se reconocen dos modalidades de comprensión; una dinámica: el ser como cuidado; y otra estática: la existencia como esencia.

Precisamente, en el parágrafo 45 de Ser y tiempo, Heidegger propone una definición de Dasein: «el Dasein es [estático; existencia] en cuanto poder ser comprensor [dinámico; cuidado] al que en tal ser le va este ser como el suyo propio. El ente que es de esta manera lo soy cada vez yo mismo». Esta definición del Dasein es dinámica en tanto se presenta como una posibilidad, por lo tanto puede como no puede «ser»; pero, del mismo modo, es estática porque es presentada como el modo privilegiado de ser. Este contraste tiene como telón de fondo la certeza del «yo mismo» como posibilidad absoluta. Es en la posibilidad de reconocerse como un «yo mismo» donde se distingue la característica fundamental de la «comprensión» como determinante del Dasein. O sea, el Dasein es al momento de comprender que es y esta sería su esencia en tanto existencia. La perspectiva dinámica se da en la actitud de «cuidado» que se expresa en el acontecer fáctico del Dasein como anticipación y proyección. Se completa la posibilidad ontológica de Dasein en la relación entre existencia y cuidado. Esta relación se cumple con la imagen de la «propiedad» y la «impropiedad» que caracteriza la posibilidad de caída en el impersonal «se», siendo la impropiedad el modo eminente de acontecimiento del Dasein.

Esta caracterización nos permite volver a lo señalado por el propio Heidegger al pensar a Occidente como el lugar del ocaso del ser. Si pensamos geográficamente esta formulación, el ser occidental está en la penumbra porque el sol resplandece en el poniente. La luminosidad resplandece en la periferia de Occidente, en el poniente de Occidente y geográficamente este lugar es el de Latinoamérica. Esto nos haría aventurar, desde la metáfora, la posibilidad de una ontología fuerte latinoamericana, precisamente, en la constatación vattimoniana de la debilidad ontológica occidental.

Quisiera a esta altura hacer una observación a partir de la Hermenéutica del sujeto de Michel Foucault, que vale también para lo expuesto hasta aquí. ¿Cuál es el sujeto que se piensa en esta reflexión? Y, además, ¿cómo piensa ese sujeto que piensa Foucault? Evidentemente, hay tipos diversos de sujetos, en tanto modos de acontecer específicos, pero la filosofía tendría una proyección abarcadora, generalizante del «sujeto», y por esta razón el sujeto que se presenta es «el filósofo» y «el pensar» del filósofo. Esto es lo que se ofrece en esta hermenéutica. Es decir, lo que se trata de conocer como «sujeto» no es el corriente existente heideggeriano, sino el particular sujeto filosófico, ya que, de modo preliminar, Foucault define filosofía como «la forma de pensamiento que se interroga acerca de lo que permite al sujeto tener acceso a la verdad, la forma de pensamiento que intenta determinar las condiciones y los límites del acceso del sujeto a la verdad». Y más adelante agrega:

La espiritualidad [que es la reunión de las condiciones que hacen posible la reflexión filosófica] postula que la verdad nunca se da al sujeto con pleno derecho. La espiritualidad postula que, en tanto tal, el sujeto no tiene derecho, no goza de la capacidad de tener acceso a la verdad. Postula que la verdad no se da al sujeto por un mero acto de conocimiento, que esté fundado y sea legítimo porque él es el sujeto y tiene esta o aquella estructura de tal. Postula que es preciso que el sujeto se modifique, se transforme, se desplace, se convierta, en cierta medida y hasta cierto punto, en distinto de sí mismo para tener derecho al acceso a la verdad. La verdad solo es dada al sujeto a un precio que pone en juego el ser mismo de este. Puesto que el sujeto, tal como es, no es capaz de verdad (2011, p. 33).

A partir de esta caracterización del sujeto, es sujeto quien es capaz de modificarse voluntariamente para conducirse a la verdad, asunto crítico cuando el estado del sujeto corriente es la

ignorancia de saber que se está fuera de la verdad; por lo demás, ni se lo pregunta. Pero también se propone como vía para la condición de sujeto un absoluto previo: «la verdad». ¿De qué verdad se habla?, ¿es la verdad en tanto identidad entre sujeto y predicado?, ¿es la verdad como aparición de lo oculto?, ¿es la verdad revelada? En todo caso, es una verdad que funda un conocimiento, un saber, una determinación de comprensión particular del sentido, tanto de su propia existencia como de una proyección teleológica. Esta perspectiva inhabilita y desprecia la experiencia cotidiana que se «pierde» en la rutina. Es como si el individuo rutinario no fuera sujeto y por esto su condición fáctica fuera una ilusión inconsciente. La «cotidianidad mediana» pensada por Heidegger en Ser y tiempo es, precisamente, el lugar en que acontece el Dasein y es aquí en donde este se pierde. El Dasein, como el acontecer fáctico del ser se pierde en su cotidianidad y, nuevamente, es un pensamiento que pretende una autoconciencia más elevada el que es capaz de salirse del curso de la caída al indeterminado «uno» heideggeriano.

Si volvemos atrás y aventuramos una identificación entre sujeto y Dasein, en el marco de la ontología de Heidegger, se exige una condición propia de autointerpretación. En Ontología, hermenéutica de la facticidad (2008), Heidegger interpreta a la hermenéutica desde una perspectiva que expande su sentido más allá de la mera «interpretación» y la ubica en un ámbito material del sentido de la existencia del sujeto; de este modo, el ejercicio hermenéutico no es mera exégesis de los fenómenos, sino que previo a esto es fundamental el cumplimiento de ciertas condiciones de quien interpreta. Nos indica Heidegger:

La hermenéutica tiene la labor de hacer el existir propio de cada momento accesible a su carácter de ser al existir mismo, de comunicárselo, de tratar de aclarar esa alienación de sí mismo de que está afectado el existir. En la hermenéutica se configura para el existir una posibilidad de llegar a entenderse y de ser ese entender.

Ese entender que se origina en la interpretación es algo que no tiene nada que ver con lo que generalmente se llama entender, un modo de conocer otras vidas; no es ningún actuar para con… (intencionalidad), sino un como del existir; fijémoslo ya terminológicamente como el estar despierto del existir para consigo mismo (p. 33).

Hay que considerar que este texto es anterior y de algún modo preparatorio a lo que será Ser y tiempo del año 27. Esto es importante porque lo que se interpreta no es algo de orden meramente cultural o natural, sino que es la existencia misma, por esta razón lo fáctico toma vuelo ontológico. Este estar despierto permitirá, según el autor, entender la manera en que se existe; ahora ¿quién es el que existe? Heidegger evita, precisamente, identificar antropológicamente al existente y por esto, asunto que se repite en Ser y tiempo, utiliza figuras abstractas que mantienen el vuelo generalizante conceptual. Evidentemente, el estar despierto para existir consigo mismo solo lo puede realizar aquel que nosotros reconocemos como sujeto. Este resulta ser todo ser humano, incluso el que se pierde en su mundo cotidiano y rutinario. La figura del sujeto cotidiano no logra una estatura lo suficientemente digna como para ser un lugar de singularidad filosófica, porque es siempre y solo el pensar filosófico el que logra la «conciencia» de su existencia. Podríamos indicar a la responsabilidad de sí en un contexto teleológico como el mecanismo que caracterizaría al sujeto, sea cual sea su acontecer fáctico. Este mecanismo no exige una conciencia particular superior para ser ejercido; todo sujeto busca proveerse de los materiales que le permita existir y por extensión –y generalmente– la existencia de sus cercanos. El giro a la responsabilidad de sí es hacia la particularidad de los individuos en su rutinaria vida diaria, el sujeto que ejecuta oficios alienantes, como aquel que se autonomiza de la colectividad por oficios de carácter creativos, se despliegan en una serie de hechos corrientes que aseguran su existencia. Este acontecer alienante Humberto Giannini lo desarrolla en su obra La «reflexión» cotidiana. Hacia una arqueología de la experiencia (2013). El valor que se puede encontrar al espacio rutinario, aun cuando puede ser alienante, es absolutamente fundamental para el justo acontecer individual y social. Sin él no es posible concebir la extensión del sujeto en su propio espacio. Giannini nos dice: «[…] la rutina consiste en una suerte de absorción de la trascendencia del futuro; absorción de la normalidad de un presente continuo idéntico a sí. Caricatura de eternidad» (p. 47). Esta ausencia de trascendencia significa que no hay posibilidad de desconcierto por lo inesperado, siempre es esperable lo mismo. Esta cualidad de lo rutinario se sostiene, según Giannini, en la estructura que nos entrega la «ruta»:

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