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Navidades de 1917-1918. El impacto de unas huellas

Una noche de invierno cayó una fuerte nevada sobre la ciudad y durante la mañana siguiente27 Escrivá vio en la calle Mayor, en la zona que llamaban popularmente la costanilla, la impronta de unos pies sobre la nieve. Eran las huellas de algunos de los carmelitas descalzos que acababan de llegar a la ciudad dos semanas antes y cuyo convento quedaba cerca de allí28.

Esas pisadas conmovieron al joven Josemaría, y no solo por lo que significaban de sacrificio personal por parte de aquellos frailes. «Si otros hacen tantos sacrificios por amor de Dios –pensó–, ¿yo no voy a ser capaz de ofrecerle nada?»29. Le transmitieron un mensaje de perfiles confusos y dieron origen a un decisivo giro existencial.

«El Señor –escribía tiempo después– arrojó una semilla encendida en amor. Comencé a barruntar el Amor, a darme cuenta de que el corazón me pedía algo grande y que fuese amor [...]. Yo no sabía lo que Dios quería de mí, pero era, evidentemente, una elección»30.

«Llama la atención –me comentaba Flavio Capucci31 en Roma a finales de los setenta–, que un chico de quince o dieciséis años, se conmueva hasta ese punto y decida entregar su vida a Dios tras contemplar unas pisadas sobre la nieve, fruto del amor a Dios de una persona».

Independientemente de lo que se podría denominar «fenomenología de la gracia y de la acción de Dios en cada alma», para Capucci esta reacción pone de relieve que Josemaría había madurado en su vida espiritual de un modo llamativo para su edad, con disposiciones de entrega generosa hacia el Señor.

Aquella mañana de invierno, mientras triunfaba en el extremo del continente europeo una revolución que tendría terribles consecuencias a lo largo de aquel siglo, tuvo lugar en su alma una de esas experiencias trascendentales que llevan a los jóvenes –según Aardweg– a tomar decisiones que comprometen decisivamente su futuro. Fue, en cierto sentido, lo que Víctor Frankl denomina «un descubrimiento del sentido existencial de la propia vida».

Josemaría comentó en diversas ocasiones, de palabra y por escrito, que aquellas huellas fueron una «llamada de Dios»; pero, una llamada... ¿a qué? A una entrega plena en su servicio, de eso estaba seguro. Mejor dicho: era lo único de lo que estaba seguro.

¿Dónde y cómo? Lo ignoraba32.

El cambio ocurrió sin más: de repente y sin preámbulos, del mismo modo que lo experimentaron tantos conversos de la historia; entendiendo en este caso la palabra conversión en su sentido más amplio.

Escrivá no se había planteado hasta entonces una posible entrega a Dios. Como dibujaba con soltura y entendía los planos con cierta facilidad, pensaba ser arquitecto33. Su padre, sin embargo, prefería que fuese abogado; entre otras razones, porque los estudios de Derecho eran más baratos que los de Arquitectura.

«Yo nunca pensé en hacerme sacerdote, ni en dedicarme a Dios –decía–. No se me había presentado ese problema porque no era para mí. Más aún: me molestaba el pensamiento de poder llegar al sacerdocio algún día, de tal manera que me sentía anticlerical. Amaba mucho a los sacerdotes, porque la formación que recibí en mi casa era profundamente religiosa; me habían ayudado a respetar, a venerar el sacerdocio. Pero no para mí: para otros»34.

Podía haberse limitado a esperar una nueva luz de Dios; pero tomó una de esas «pequeñas decisiones» que adquieren una dimensión insospechada y trascendental con el paso del tiempo. Decidió ir a la iglesia del convento de los carmelitas recién refundado para confesarse con José Miguel de la Virgen del Carmen35, que fue posiblemente uno de los religiosos que dejaron aquellas huellas en la nieve36.

Aquel carmelita de treinta y tres años era un hombre de aspecto fornido y cordial. Las fotografías de aquel periodo le muestran sonriente, con una mirada penetrante tras unas lentes circulares. Habló con Josemaría y le animó a intensificar su vida cristiana. El joven Escrivá comenzó a ir a Misa a diario y a rezar con mayor piedad. Eso hizo que al cabo de tres meses, el religioso, al ver sus buenas disposiciones, le planteara la posibilidad de ingresar en la Orden del Carmen37.

Escrivá consideró la propuesta con seriedad. Pensó incluso el nombre que podía elegir en el caso de que se decidiera38. Pero pronto se dio cuenta de que Dios no le llamaba a la vida religiosa y conventual.

¿Qué podía hacer? ¿Ser sacerdote secular? «Vi con claridad que Dios quería algo pero no sabía qué era»39. El tiempo pasaba. Era ya la primavera de 1918 y, como recordaba años después, «aquello no era lo que Dios me pedía y yo me daba cuenta: no quería ser sacerdote para ser sacerdote, “el cura” que dicen en España. Yo tenía veneración al sacerdote, pero no quería para mí un sacerdocio así. En aquella época –y no ofendo a nadie– ser sacerdote era una especie de función administrativa. Las diócesis iban adelante como una máquina vieja, chirriando de vez en cuando, pero funcionaban». Explicaba a continuación que los Seminarios estaban llenos y los sacerdotes salían de allí para hacer su carrera. «Se comportaban bien y procuraban ir de una parroquia a otra mejor. El que estaba preparado hacía oposiciones a una canonjía; cuando pasaba el tiempo entraba en el Cabildo [...]. Y a mí todo eso no me interesaba»40.

Aunque no deseaba hacer carrera como cura, decidió iniciar los estudios eclesiásticos porque concluyó que era el mejor modo para «estar disponible» y llevar a cabo aquella misión, aún desconocida, que –estaba íntimamente convencido– el Señor le encomendaba.

Paradójicamente, y en contra de lo que suele suceder, no esperó a «ver más» para decidirse; tomó la iniciativa y decidió hacerse sacerdote, con la confianza de que Dios le mostraría su voluntad en el futuro.

No fue una decisión rápida, ni sencilla. Un breve comentario suyo pone de relieve hasta qué punto debió costarle: «Me resistí»41. «Yo distingo dos llamadas de Dios –escribía–: una, al principio, sin saber a qué, y yo me resistía. Después..., después ya no me resistí, cuando supe para qué»42.

* * *

Su padre se quedó perplejo cuando le comunicó sus planes:

—Pero, hijo mío, ¿te das cuenta de que no vas a tener un cariño en la tierra, un cariño humano? –le preguntó.

Fue explicándole lo que dejaba atrás si se hacía sacerdote, hasta que le dijo, mientras se le saltaban las lágrimas:

—Pero yo no me opondré.

«Fue la única vez –recordaba Josemaría– que le vi llorar»43.

Al transcribir este pasaje algunos biógrafos destacan la actitud abierta, de raíz cristiana, de este hombre que deja que su hijo tome sus propias decisiones –yo no me opondré–, tras mostrarle las dificultades humanas con las que se va a encontrar.

Pero la afirmación –fue la única vez que le vi llorar– dice mucho también del temple de este aragonés de cincuenta y dos años, prematuramente envejecido, que llevaba soportando desde hacía tanto tiempo una sucesión de penalidades. Y confirma que había hecho todo lo que estaba en su mano para que aquel conjunto de desgracias afectara lo menos posible a sus hijos.

La determinación de su único hijo varón significaba para él, entre otras cosas, que después de perder a tres de sus cuatro hijas y toda su hacienda, iba a carecer «de la continuidad de su apellido»; algo que para una persona nacida en el siglo XIX tenía una relevancia mayor que la que solemos imaginar en nuestros días.

Tras aquella conversación, lejos de «poner pruebas» o esperar a que se enfriara aquel «ardor juvenil», José Escrivá le puso en contacto con un sacerdote amigo suyo, Antolín Oñate, Abad de la Colegiata de la Redonda, para que le ayudara a discernir su camino vocacional.

Oñate le confirmó que la decisión de su hijo no era fruto de una emoción pasajera; y junto con otro sacerdote, Ciriaco Garrido44 –que fue, en palabras de Escrivá, uno de los primeros que «dieron calor» a su «incipiente vocación»45–, acordaron un plan: después de terminar el bachillerato en junio, Josemaría estudiaría durante el verano algunas asignaturas de Filosofía y Latín; y en octubre de aquel mismo año –1918– entraría en el Seminario de Logroño para hacer el primer curso de Teología como alumno externo.

Es decir: aunque aquella decisión contrariaba sus planes personales, José Escrivá –contento, por otra parte, al ver la generosidad de su hijo con Dios– puso todos los medios para ayudarle. Se entienden las palabras de Josemaría: «A él le debo la vocación»46.

Con la elección que había hecho el hijo mayor –en un tiempo en el que las madres de familia tenían un acceso muy limitado al mercado laboral–, los Escrivá ya no podrían contar con él para sacar la familia adelante. Solo quedaría en casa Carmen, que estudiaba el último curso de Magisterio.

Josemaría, consciente de esta situación, rogó al Señor que concediera a sus padres un nuevo hijo. Lo hizo una sola vez. Aparentemente, era una petición un tanto ingenua, porque habían pasado diez años desde el último parto de su madre.

Al cabo de poco tiempo su madre le dijo que estaba embarazada. Y el 28 de febrero de 1919, diez meses después de aquella oración al Señor, nació su hermano menor, Santiago47. «Con aquello –recordaba Escrivá– toqué con las manos la gracia de Dios [...]. No lo esperaba»48.

Noviembre de 1918. En el Seminario de Logroño

¿Sacerdote? ¿Quieres ser sacerdote?

Sus conocidos se asombraban al oírselo decir, porque Josemaría no había hablado nunca de esa posibilidad; y desde entonces algunos compañeros de instituto –que soñaban con ser médicos o ingenieros– comenzaron a «mirarle por encima del hombro»49.

¡Si al menos hubiese decidido formar parte de «una Orden de prestigio»! Pero, ¿cura? ¿Simple cura? Aquello no tenía brillo social. Además, la mayoría de los que deseaban ingresar en el Seminario no habían hecho siquiera el bachiller y se contaban con los dedos de las manos los que aspiraban a cursar una carrera universitaria. La mayoría procedían de modestas familias campesinas.

El 29 de noviembre de 1918, a los dieciséis años, ingresó en el Seminario Diocesano de Logroño. Lo hizo en calidad de alumno externo, posiblemente por razones económicas50. Por otra parte, ser externo era lo habitual para los chicos que residían en la ciudad51. Aquel año el comienzo de curso se retrasó hasta el 29 de noviembre, a causa de la epidemia de gripe que afectó a gran parte de Europa.

El Seminario estaba cerca de su casa, en la calle Sagasta, y ocupaba un caserón destartalado que había albergado en la planta baja, hasta el año anterior, una sección de Artillería con las caballerizas correspondientes. Allí estudió Escrivá durante dos años. Su confesor fue, muy probablemente, el Director de Disciplina, Gregorio Fernández Anguiano, al que denominaría, años después, aquel sacerdote santo52.

Los profesores le describieron como un chico «comunicativo», «de temperamento fuerte», que influía positivamente en los demás53. Uno de sus compañeros recordaba su modo de ser, franco y directo. Tenía un carácter vivo y despierto, que –genio y figura– conservaría hasta su muerte: «iba enseguida al grano»54.

III
Providenciales injusticias (1920-1924)
Septiembre de 1920. En el Seminario de Zaragoza

En septiembre de 1920 Escrivá –que había concluido los estudios de Humanidades, Filosofía y primero de Teología en el Seminario de Logroño– se trasladó al Seminario de San Francisco de Paula de Zaragoza1 y se matriculó en la Universidad Pontificia de la Archidiócesis2.

Varios motivos aconsejaban ese traslado: en Zaragoza podría estudiar Derecho, como deseaba y le había aconsejado su padre; y allí esperaba contar con la ayuda de los tíos maternos que residían en la ciudad, especialmente de los dos sacerdotes3.

El plan inicial era seguir estudiando en el Seminario como alumno externo, al tiempo que comenzaba Derecho. Pero hubo un cambio de última hora4 y dejó la carrera civil para más adelante.

La ciudad contaba con unos ciento cincuenta mil habitantes, entre los que había un alto número de emigrantes. Era el segundo núcleo anarcosindicalista del país, después de Barcelona, y se había convertido en un hervidero de conflictos laborales, huelgas y revueltas políticas. La propaganda marxista había calado con fuerza entre las masas obreras de los barrios periféricos y la violencia callejera había llegado hasta el punto de que nueve meses antes de la llegada de Escrivá, en enero de 1920, se había declarado el estado de guerra en la ciudad. En agosto continuaban los disturbios por las calles, los alborotos y asesinatos a manos de pistoleros a sueldo5.

Para el cardenal Soldevila –comenta Crovetto– aquello era fruto de la «creciente secularización de la sociedad, que se manifestaba en un descenso de la práctica religiosa y en la extensión del indiferentismo. Los obispos, y entre ellos Soldevila, señalaron como causas directas de esa nueva situación la influencia de la educación laica, de la tolerancia de cultos y, sobre todo, de la mala prensa»6.

Desde la perspectiva que proporciona casi un siglo, se descubren más causas y más complejas. Entre ellas, la falta de compromiso cristiano de tantos laicos, que –salvo excepciones7–, no se propusieron llevar a la práctica las enseñanzas de los diversos pontífices sobre las cuestiones sociales; y la ausencia de atención espiritual de las personas que vivían en los barrios marginales.

A estos factores había que sumar muchos otros, de diversa índole. Por ejemplo, las autoridades eclesiásticas –como escribe Crovetto– pensaban que la formación del clero era el único camino posible para llegar hasta el último bautizado, y esa concepción estrecha –que reservaba y reducía el anuncio del Evangelio exclusivamente a la acción de los sacerdotes– contribuyó a que el reto de la creciente secularización no se afrontara de forma adecuada8.

Aquel primer año de Escrivá en Zaragoza fue tan agitado que acabó siendo conocido como «el año del terrorismo». Tres años antes había triunfado en la lejana Rusia la Revolución bolchevique y España seguía siendo, en su conjunto, un país atrasado, aunque entre 1910 y 1930, como apunta Coverdale, se había duplicado el empleo, había bajado la tasa de analfabetismo un nueve por ciento y se había duplicado el número de estudiantes universitarios.

«En términos de educación cívica, de niveles de analfabetismo y de desarrollo económico –afirma este historiador norteamericano– se encontraba al nivel de Inglaterra en las décadas de 1850 o 1860, o de Francia en las de 1870 o 1880»9.

«Había fuertes tensiones sociales –continúa Coverdale–. En el campo, muchas familias apenas podían ganarse la vida. En el sur, unos pocos terratenientes poseían enormes extensiones de tierra improductiva, cultivadas por huestes de asalariados que podían considerarse afortunados si conseguían trabajar medio año. En algunas regiones del norte los pequeños propietarios intentaban ganarse la vida con parcelas diminutas, insuficientes para mantenerlos»10.

* * *

El Seminario de San Francisco de Paula, donde residía Escrivá, tenía su sede en el Seminario Conciliar de San Valero y San Braulio, y estaba situado muy cerca de la Basílica del Pilar11. Durante su estancia gozó de media beca gracias a las gestiones de su tío Carlos. Esto no era demasiado excepcional, ya que solo seis seminaristas pagaban la pensión completa.

El Seminario tenía su sede en un edificio antiguo que contaba con agua corriente. Durante los años veinte esa expresión quería decir, en concreto, que había un grifo en cada planta en el que los internos podían llenar de agua sus jofainas. No podían entrar mujeres y unos cuantos encargados se ocupaban de la limpieza, que nunca alcanzó niveles demasiado elevados.

No había luz eléctrica, que se reservaba para el oratorio y las zonas comunes. Eran treinta y siete seminaristas en total, entre internos y externos. Los internos disponían de un cuarto minúsculo con un jarro con agua y una palangana para asearse. Guardaban su ropa en la maleta o el baúl que habían traído, y cada cual se las apañaba con el lavado de las sábanas. Los que querían leer por las noches recurrían a las velas. No entraba –ni se leía– ningún tipo de periódico.

Estas instalaciones y condiciones de vida, que pueden parecernos elementales, eran las propias de muchos seminarios españoles de las primeras décadas de los años veinte. Y algunas costumbres que ahora sorprenden formaban parte del paisaje cotidiano. Por ejemplo, los zaragozanos estaban acostumbrados a contemplar, por las calles paralelas al Coso, una larga fila de seminaristas con sotana –desde los mayores hasta los más jóvenes–, con un ropón negro sin mangas y una beca roja con el escudo del seminario en metal: un sol reluciente y la palabra charitas12.

* * *

«¡Hijo mío, que tú no has estado en un Seminario! –escuché cómo se lo decía Escrivá el 8 de octubre de 1967, medio en broma, medio en serio, a un joven profesional que se quejaba de la situación de los seminarios diocesanos durante los años sesenta–. Y yo sí...»13.

Aquellos puntos suspensivos guardaban un cúmulo de recuerdos agridulces, porque junto con la alegría de «estar en camino», haciendo lo que Dios le pedía, durante aquel curso en el que estudió segundo de Teología, Escrivá sufrió lo que ahora denominaríamos un choque cultural.

Se encontró, a sus dieciocho años, con un grupo de aspirantes al sacerdocio, más o menos de su edad, que procedían del mundo rural, mientras que él había crecido en un entorno urbano; y hablaba y vestía con la corrección que le habían enseñado en su casa14.

Algunos choques culturales se manifiestan en cuestiones «menores» como el cuidado de la higiene o las normas de compostura y educación. Por ejemplo, la mayoría de sus compañeros –chicos con un deseo claro de entrega a Diospensaban (porque lo habían aprendido en sus hogares y era lo habitual en los pueblos y aldeas de las que procedían), que con mojarse la cara por la mañana y atusarse el pelo era suficiente; a pesar de que las autoridades del Seminario recordaban la necesidad de lavarse, porque dos años antes algunos alumnos habían padecido sarna.

Comenzaron a burlarse de él. Les sorprendía que se lavara ¡todos los días! de pies a cabeza y el mote no se hizo esperar: «el señorito»15.

Además, se acercaba con frecuencia a la Basílica para rezar, sin conformarse con los ejercicios de piedad «reglamentarios». Esa mezcla inusitada de espiritualidad y aseo llamó la atención en aquel micromundo presidido por un estereotipo social que dictaba que el verdadero hombre debía oler; y en concreto, oler mal. Alguno confundía la masculinidad con la mugre, y un día se le acercó un compañero que se secó el sudor del brazo en su cara, diciéndole:

—¡Hay que oler a hombre!

—¡No se es más hombre por ser más sucio!16 –le espetó Escrivá.

La perspectiva del tiempo puede llevar a exagerar la aparente rudeza de la vida en aquel Seminario, que se correspondía con muchos usos y costumbres vigentes. Por esa razón conviene tomar con cierta prevención estas afirmaciones de Mainar, seminarista en aquel tiempo, que evocaba el ambiente de aquel centro eclesiástico con tintas sombrías:

Yo conocí bien lo que era en aquella época –no sé lo que habrá sido en otras– porque viví en él durante siete años. Era mediocre, sin inquietudes, y contrastaba fuertemente con el nivel medio que reflejaban los alumnos procedentes de otros Seminarios y desplazados a Zaragoza por grados u otros motivos: era corriente la falta de aseo, el poco cuidado en el vestir, los escasos modales en comidas y juegos, que a veces eran hasta groseros [...].

El nivel cultural humanístico era también muy poco elevado, parecía que los seminaristas no se interesaban por el cultivo del espíritu humano: la literatura, la música, el arte. Todo esto no iba con ellos; se preocupaban especialmente por lo que era medio inmediato de hacer una carrera en el mundo clerical. Todo esto puede explicarse fácilmente, pues la mayoría de los seminaristas de aquella época en Zaragoza procedían del campo, y en aquellos tiempos, el medio rural estaba muy descuidado.

[...] Sentiría mucho que alguien interpretase mal estas líneas: yo solo me remito a unos hechos, muy justificables y razonables dada la época, que no impedían que de aquel Seminario pudieran salir –y salieron de hecho– hombres muy santos17.

Herrando, que ha realizado varios estudios específicos sobre este Seminario, proporciona una visión documentada que ayuda a contrastar y poner en su punto las valoraciones quizá demasiado subjetivas de algunos seminaristas de aquel tiempo, como Mainar, o Val Olona, un compañero de Josemaría, que llega a afirmar: «Desde luego puede decirse también que las virtudes que pudiese tener entonces (Escrivá) –o que haya desarrollado luego– no las aprendió en aquel Seminario, porque allí no se aprendía nada. Recuerdo a un compañero que decía, años más tarde: “nosotros nos autoformamos”»18.

Había carencias; era innegable; pero eran relativamente comunes en los seminarios de los años veinte: Zaragoza no era la excepción. Y a pesar de esas limitaciones, se cultivaban allí muchas virtudes, entre ciertas tosquedades que el paso del tiempo puede exagerar de forma injusta. El hecho de que salieran «hombres muy santos» no se corresponde con una visión negativa de aquel centro. Ciertamente, no contaba todavía con la figura del director espiritual y se tendían a descuidar los elementos formativos para centrarse en los disciplinarios. El Rector de Zaragoza, José López Sierra, se dedicaba a sus múltiples ocupaciones sacerdotales y pasaba poco tiempo con los alumnos, a los que solo veía cuando tenía que hacerles advertencias con castigos19. Pero esa situación pronto mejoró.

El Rector se basaba, a la hora de juzgar la conducta de algún seminarista, en las valoraciones de los inspectores, que solían ser sacerdotes recién ordenados o seminaristas. Ellos eran los encargados de mantener el reglamento. Había dos inspectores: uno para los más jóvenes y otro para los alumnos de los últimos cursos.

El joven inspector que tuvo Escrivá durante sus dos primeros años en Zaragoza20 mantuvo hacia él desde el principio, como atestiguaron varios condiscípulos, «una actitud inexplicable de rechazo y animadversión». Eso explica que el Rector se dejase llevar por el clima negativo que se creó en torno al recién llegado, y que, siguiendo la visión unilateral de este inspector, anotase a fin de curso: «caprichoso y orgulloso»; «trabajador: moderado»; «piedad: buena». En el apartado «vocación» escribió: «parece que la tiene».

No avalaba el Rector estas impresiones con hechos concretos, ya que en lo que se refiere al comportamiento, Escrivá fue uno de los pocos alumnos del Seminario que no recibió ningún aviso o corrección durante aquel curso21.

Ese clima de piedad, y también de pullas, dimes y diretes, ayudó a Escrivá a ir forjando su carácter. Durante gran parte de su existencia tendría que avanzar a contracorriente, y con frecuencia, en medio de incomprensiones mucho más enconadas, por lo que aquellas experiencias –cara y cruzconstituyeron un buen entrenamiento para el futuro.

Fue un año de estudio intenso. A las cinco asignaturas de segundo de Teología se sumaron otras cuatro, ya que el plan de estudios de Zaragoza no coincidía con el de Logroño. Eso hizo que Escrivá comentara, años después, que a la hora de examinarse, tranquilo, «lo que se dice tranquilo, no iba nunca»22, aunque los resultados fueran buenos.

De todas formas, lo que inquietaba a Josemaría no era la cuestión académica, sino los consejos del Rector que, sin conocerle –y basado únicamente en las opiniones del joven inspector–, llegó a decirle que no lo veía como sacerdote, y le aconsejó en varias ocasiones que se marchara. Escrivá no deja dudas sobre este punto, cuando afirma que –con la mejor de las intenciones, desde luego– el Rector puso «todos los medios» para que abandonara el Seminario.

«¿Para qué quiero hacerme sacerdote? –se preguntó–. ¿Qué hago yo aquí?». El origen de aquella crisis no radicaba en una falta de generosidad o de disposiciones de entrega por su parte, como señala Herrando; todos los estudios sobre este periodo «aportan una documentación que pone de manifiesto una actitud interior de fe inquebrantable y de firmeza en su respuesta a la vocación»23.

No se trataba de una «crisis de vocación sacerdotal», tal como se entiende habitualmente esa expresión. Sus preguntas interiores se debían –por decirlo de algún modo– a la falta de un «modelo de sacerdote» al que imitar.

Su punto de referencia más cercano –su tío Carlos, el arcediano, tan distante afectivamente de sus padres– era la cara opuesta de sus aspiraciones íntimas. Escrivá no deseaba ser un sacerdote así, a pesar de que ese tipo de sacerdote fuera bastante habitual.

Cuando trato de recordar el contraste entre tío y sobrino –recuerda Antonio Moreno, uno de los mejores amigos de Escrivá en aquel tiempo– me doy cuenta de que eran no solo dos maneras de ser muy diferentes, sino que incluso representaban dos formas diversas de concebir la vida del sacerdote. El tío era un eclesiástico cuyo horizonte era la carrera eclesiástica y que –al ser arcediano– tenía la sensación de haber llegado a la cumbre. Josemaría, en cambio, con ser de inteligencia despierta y de brillante personalidad, no tenía el menor interés en hacer carrera con el sacerdocio y se notaba que buscaba solamente en el Seminario la correspondencia a algo que Dios le pedía24.

Recordando esos padecimientos interiores, anotaba Escrivá años después, dirigiéndose al Señor: «Quizá –si no hubieras estorbado mi salida del Seminario de Zaragoza, cuando creí haberme equivocado de camino– estaría alborotando en las Cortes españolas, como otros compañeros míos de Universidad lo están..., y no a tu lado, precisamente, porque [...] hubo momento en que me sentí profundamente anticlerical, ¡yo que amo tanto a mis hermanos en el sacerdocio!»25.

Al igual que ocurre con la crisis que sufrió durante su adolescencia, no contamos con demasiados datos sobre este proceso íntimo, que tuvo lugar al final de su primer año en Zaragoza. Escrivá no habló demasiado de estas cuestiones. Solo comentó, años después, que «sucedieron muchas cosas duras, tremendas, que no os digo porque a mí no me causan pena, pero a vosotros sí que os la darían»26. Y recordaba: «Dios escribe derecho con renglones torcidos»27.

«Parece que acabó el curso en Zaragoza –escribe Toldrácon intención de no volver: de hecho el Rector no envió ese año a don Hilario Loza, el párroco de Santiago, el oficio en el que le rogaba que informase sobre la conducta del seminarista durante el periodo estival»28.

Durante el mes de junio se produjo en África el llamado desastre de Annual: los rebeldes rifeños liderados por Abd El-Krim masacraron a unos ocho mil soldados y oficiales del ejército español en Marruecos, que quedaron sin enterrar, torturados o abiertos en canal, durante cuatro años. Aquella derrota conmovió al país y generó una fuerte crisis política.

Durante ese verano Josemaría estuvo charlando con Gregorio Fernández Anguiano, que había pasado a ser Vicerrector del Seminario de Logroño y le conocía bien. Este le tranquilizó y le reafirmó en su vocación. Hubo un cruce de cartas entre el Rector de Zaragoza y el Vicerrector de Logroño sobre la idoneidad de Escrivá para el sacerdocio. Para Fernández no había duda, ya que, como había puesto anteriormente por escrito, Josemaría había dado «pruebas claras de su idoneidad al estado eclesiástico»29 durante su estancia en el Seminario de Logroño.

Eso explica la sorpresa del Rector de Zaragoza cuando le vio regresar a comienzos del curso siguiente, en septiembre de 1921, «pues parece –escribe Toldrá– que ya no contaba con su presencia»30.

Durante aquel segundo curso en el Seminario, al conocerle mejor, se produjo en López Sierra un cambio radical de actitud y comenzó a darle ánimos. «Después de poner realmente todos los medios para que yo abandonara mi vocación (con intención rectísima hizo eso), fue mi único defensor contra todos»31.

López Sierra fue uno de los sacerdotes que más le influyeron durante ese periodo, junto con Antonio Moreno, Vicepresidente del Seminario de San Carlos. «Demostraba mucho espíritu sacerdotal, mucha experiencia pastoral y era muy humano –contaba Escrivá hablando de Moreno, tío de un condiscípulo y amigo suyo con ese mismo nombre–. Me contaba anécdotas muy gráficas, con gran sentido sobrenatural y pedagógico, que me hacían un bien enorme»32.

Durante el largo periodo académico Escrivá residía, al igual que sus compañeros, de forma ininterrumpida en el Seminario, sin vacaciones de ningún tipo, como se acostumbraba entonces. Tuvo ocasión de profundizar con calma en la llamada «cuestión social», y estudiar las enseñanzas de la Iglesia sobre estas materias, ante las que estaba especialmente sensibilizado, al igual que su padre. Entre ellas estaban las cartas del cardenal Soldevila sobre los problemas de los trabajadores.

El 22 de enero de 1922, mientras cursaba el segundo trimestre del tercer curso de Teología, falleció Benedicto XV. El 6 de febrero fue elegido Pío XI33.

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9788428561563
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